Hace unos días hablábamos de El hombre de mimbre (1977), como una fantástica muestra de terror bajo la luz del sol. Pero no es el único ejemplo: existe dentro del género toda una serie de películas que exploran las posibilidades de provocar escalofríos sin necesidad de acudir a la noche y la oscuridad.
Curiosamente, la práctica totalidad de los títulos aquí reseñados se desarrollan en la década de los setenta. Quizá era una forma de finiquitar el sueño hippie y mostrar con crueldad sus fallas a todo el mundo. El caso es que en este puñado de películas todo sucede ante nuestros ojos, para que no perdamos detalle. Hagamos un repaso por esas películas donde la ausencia de tinieblas hace que sea imposible esconderse.
De repente, la oscuridad (Robert Fuest, 1970)
Una pequeña miniatura de horror en la que dos turistas americanas de vacaciones en la campiña francesa se enfrentan a un idioma que no conocen y a unos cuantos e inquietantes lugareños con intenciones desconocidas. En la película, la oscuridad del título se reduce a un zoom in hacia un arbusto en medio de la maleza. Suficiente. El sopor de la luz del verano convierte en irreal cada una de las escenas.
El diablo sobre ruedas (Steven Spielberg, 1971)
Las interminables carreteras americanas: no hay final, no hay salida. En ocasiones, la mejor forma de ocultar algo es mostrarlo delante de todos para que pase desapercibido. Así, el enorme y desvencijado camión asesino prácticamente solo existe para nuestro protagonista. El resto de testigos únicamente presencian riñas de tráfico más o menos serias. De todos modos, la luz del sol no es suficiente para iluminar la cabina de este diablo sin nombre y con botas de cuero. Cuando todo ha pasado, el sol se pone y anuncia por fin la noche reparadora.
Angustia de silencio (Lucio Fulci, 1972)
La muerte a cadenazos en un cementerio de la fabulosa Florinda Bolkan, acusada injustamente por las fuerzas vivas y heteropatriarcales de un pueblo, es de una crueldad insólita. La sangre se mezcla con el sudor, el sonido de las chicharras y de una radio que emite una bella balada de Ornella Vanoni, veinte años antes de que Tarantino asocie ultraviolencia y orejas cortadas a temarrales pop.
El diablo se lleva a los muertos (Mario Bava, 1973)
Este malogrado film del maestro italiano que conocería varias versiones y remontajes, tiene un insuperable comienzo en las calles de un Toledo solar e irreal: una turista pasea por sus calles desiertas mientras se topa una y otra vez con un Telly Savalas vestido de cura y que porta un maniquí a tamaño natural de Espartaco Santoni. Por mucho que lo intente, no se me ocurre una imagen más bizarra y límite.
La matanza de Texas (Tobe Hooper, 1974)
Lo que mal empieza, mal acaba, y si la Obra Maestra mundial del terror dedica su primera imagen a un esqueleto empalado bajo un sol apocalíptico, la última es para un Leatherface desquiciado que danza salvaje con su motosierra con las primeras luces del amanecer. Entre una y otra se escriben las páginas más memorables que ha dado jamás el género. ¿La receta? Mucho sol, mucha suciedad, muchos chirridos y toneladas de Mal en estado puro. La ceremonia de la confusión.
Picnic en Hanging Rock (Peter Weir, 1975)
El misterio. Unas formaciones rocosas. Unas adolescentes entre aburridas y soñolientas descubren que la llave para desaparecer, para viajar a otro mundo, es una siesta vespertina que las sumerge en un estado de percepción total. Se despiertan, rodean una roca et voilá: donde antes había alguien, ya no. El truco más viejo y aterrador del mundo. A plena luz.
Autopsia (Armando Crispino, 1975)
El título original de esta película informe es Tensión, y también Macchie solari. Y precisamente, una serie de erupciones solares vuelven tarumbas a unos cuantos personajes. En los primeros minutos de la película asistimos a una serie de desnudos gratuitos mezclados con suicidios a lo bruto, todo ello rodado de forma sucia, feísta y desagradable. Como si el Shyamalan de El incidente (2008) fuera un troglodita. Las explosiones solares tienen la culpa. Ya, claro.
¿Quién puede matar a un niño? (Narciso Ibáñez Serrador, 1976)
Dos guiris aprenden a lo bruto dos lecciones: que el verano puede traer cosas mucho más siniestras que ponerse como un cangrejo, y que no se puede jugar a la piñata a oscuras. Una imagen recurrente de la masterpiece de Chicho es la de los adultos en la penumbra de una casa y los niños esperando fuera, al sol. No hay nada de malo en ello. No se esconden. Solo hace calor y juegan. Con guadañas.
Cujo (Lewis Teague, 1981)
Los animales asesinos también brillan a la luz del sol: por tierra –Cujo-, mar –Tiburón (1975)- y aire –Los pájaros (1963). Si nos centramos en la película de Teague, descubriremos que ha resistido el paso del tiempo como una campeona, mucho mejor que otras adaptaciones de Stephen King más sonadas. Es cierto que tiene un inicio algo desaborido -con una subtrama de cuernos muy poco interesante- pero ay, cuando Dee Wallace y su hijo llegan a los dominios del San Bernardo furioso, la película se convierte en una pieza de cámara asfixiante y genial, donde la mezcla de chucho rabioso, calor insoportable, coche sin gasolina y niño asmático elevan la tensión hasta la estratosfera. Poca broma.
Largo fin de semana (Colin Eggleston, 1978)
Finalizamos esta lista con una magnífica muestra de terror minimalista. De hecho, nunca estamos seguros de que realmente pase algo durante este fin de semana en el outback australiano: algún que otro animal extraño, unas ramas, un camino equivocado y el cadáver en descomposición de lo que parece un delfín. Al, igual que la pareja protagonista, lo vemos todo perfectamente, pero no lo entendemos. No hay luz a la que volver para descubrir los secretos de las sombras. No hay nada más. Y eso es lo terrible. Que llegue ya la noche, por Belcebú.