Como a generaciones pasadas les ocurriera con el miedo a la Bomba, aquellos y aquellas que que crecimos en la década de los ochenta tuvimos en Chernóbil nuestro “coco” nuclear. Un miedo que tenía más que ver con las grietas de una realidad consensuada que comenzaba a resquebrajarse y que tomaba forma de nube radiactiva, que con el miedo intrínseco a que los dueños del átomo hicieran polvo la propia existencia.
Sobre ese miedo relataba el guionista de cómic Grant Morrison en su ensayo Supergods (2012): “La Bomba, siempre la Bomba, un huésped impermeable, nefasto y amenazante, propenso a lanzarse en cualquier minuto, matando a todos y a todo”. Habla de la lucha antinuclear en la Inglaterra de los setenta, de crear ideas más potentes que la propia Bomba con las que enfrentar a aquellos ”trovadores bastardos, oscuros folkies existencialistas con sus gruesos anteojos lloriqueando cantos fúnebres sobre la ‘Lluvia Pesada’ y ‘Ese Día’, mientras yo temblaba en una esquina, esperando un juicio de dedos huesudos y la extinción de toda la vida terrestre”.
Yo no temblé en una esquina, pero sí empecé a tener unas curiosas pesadillas tras ver la película de animación inglesa Cuando el viento sopla de Jimmy Murakami (1986), un cuento sobre la negación basado en un cómic del mismo nombre -firmado por Raymond Briggs– que quedaría grabado a fuego en el inconsciente paranoide de quien escribe estas letras. Por aquel entonces, una niña que se quedaba escondida en las escaleras para ver películas en vez de irse a la cama a dormir.
Las ideas, como bien apuntaba Morrison, son poderosas. Las imágenes, también. En el treinta aniversario del accidente del reactor IV del Complejo Nuclear de Chernóbil, además de preguntarnos por el legado radiactivo, cabría la posibilidad de cuestionar la herencia simbólica. Preguntarnos por la fuerza de las ficciones que nos han convertido en consumidoras antes que en luchadoras; por las mentiras que hemos aceptado creer y el conformismo que define un presente continuo encantado de haberse conocido. Cuando el viento sopla describe a un matrimonio que vive aislado, y que sigue religiosamente las instrucciones institucionales tras la detonación en el horizonte de una bomba nuclear. Con calma, transcurren los días. Cada mancha en la piel, cada respiración entrecortada, es tratada como ‘normal’, cuando todos saben -espectadores, personajes- que la muerte se cierne sobre ambos. Sobre todos.
Y resulta que treinta años después, buscamos ir a Chernóbil para encontrarnos con los fantasmas. El cómic Chernóbil-La Zona (2011), escrito por Francisco Sánchez y dibujado por Natacha Bustos, nos presenta un espacio fantasmagórico donde otro matrimonio de avanzada edad convive con la radiactividad, pero, sobre todo, con sus recuerdos, con sus raíces, en la ciudad fantasma tantas veces fotografiada por reporteros, ecologistas, curiosos, suicidas; ciudad congelada en el tiempo y cuya noria abandonada reside en la retina popular: Pripyat. Esta ficción, en particular, imagina y recrea el mismo 26 de abril de 1986, toda la cadena de errores que escondió el Telón de Acero y algunas de sus consecuencias; aunque lo que me fascina es el hecho mismo de que exista, lo que delata una necesidad de relatarnos, de dar sentido, no tanto al pasado, como a nosotros mismos.
Poco se sabe, en el entorno popular, de nuestra propia historia nuclear. Pero celebramos un aniversario que, a su vez, es síntoma de estos días extraños, en los que el pasado solo importa como consumo a golpe de clic, donde el Capitán Planeta vuelve a rezar aquello de “El poder es vuestro” mientras caminamos sobre los residuos nucleares de un presente incapaz de ser mejor.
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