El anticristo cumple hoy cincuenta años. Adrián ya ha crecido, probablemente peine canas y esté buscando un nuevo vientre para repetir el ciclo de perpetuación del mal. La inmortal obra de Roman Polanski ayudó a cambiar el panorama del cine de terror de los setenta, pero lo cierto es que, cinco décadas después, sigue presentando batalla, encandilando a directores noveles y haciendo de lubricante para que un montón de nuevas ideas se materialicen en películas como Lords of Salem, Déjame Salir o Hereditary, modeladas sobre un legado que, como buena estirpe de satanás, se niega a envejecer.
Si tuviéramos que dividir la historia del terror en etapas definidas por algún tipo de barrera, el género se transforma pasando por el año 1968. Aunque quizá no le estemos dando la importancia que deberíamos, han pasado nada menos que cinco décadas del binomio que forman La noche de los muertos vivientes (1968) y La semilla del Diablo (1968) y eso, además de dar un poco de vértigo, asusta en cuanto a la perspectiva: en lo que vamos de siglo XXI, estamos viviendo dos décadas consecutivas de resurrección del género, pero no parece que haya un reemplazo de estos referentes. Si en los 2000, el germen regenerador fue el American Gothic de La matanza de Texas (1974) y el dominio absoluto del zombi romeriano, en los 2010 el género se ha ido decantando por el gótico fantasmal, el terror religioso derivado de El exorcista (1973) y referentes más selectos, como Bergman, Roman Polanski o Nicholas Roeg.
El cine de género se ha ido “refinando”, abandonando la tortura y el ímpetu físico del grindhouse para dar paso a cine de autor, obras independientes más atmosféricas y con mucho peso en el factor psicológico; la paranoia, en una palabra. Por ello, valorar la influencia del icónico clásico del terror de Roman Polanski, hoy, tiene un nuevo carácter cualitativo, más allá de los efectos industriales que su propuesta tendría en el cine de terror de los sesenta y la consecución de diversas imitaciones, variaciones, mutaciones y desviaciones en forma de cine satánico. Es decir, probablemente, sin La semilla del Diablo no existirían El exorcista, ni La profecía (1976), aunque para ser rigurosos, el satanismo como interés latente en el mundo real habría acabado saliendo por alguna parte, bajo otras formas que pueden, o no, haberse parecido a la película producida por William Castle.
Inauguración de la cúpula del placer
Lo cierto es que junto a La novia del diablo (1968), La semilla del Diablo fue una de los primeros intentos de contemplar de frente la figura del Anticristo y sus acólitos, pero en donde Polanski acabó ganando la carrera a Terence Fisher fue en la descripción de una cotidianeidad tan realista que apuntaba directamente a la debilidad humana como origen del propio miedo a la conspiración. Esto no quiere decir que su manera de mostrar la existencia de cultos, logias y ritos ancestrales bajo las capas de ciertas clases sociales y normalidad urbanita evitara las atmósferas sugerentes o las visiones demoníacas, por lo que La semilla del Diablo contiene, básicamente todo lo que el subgénero que gira alrededor de Lucifer ha ido replicando con mayor o menor fortuna. La presencia de lo satánico en sus fotogramas llevan a una asociación inmediata del título con otras producciones en las que sus elementos se reflejaban con ánimo comercial primero, canónico después.
Pero la influencia del film, aunque hayan pasado cincuenta años, sigue resonando de forma relativamente más indirecta a día de hoy. No solo el subgénero diabólico o de cultos se retroalimenta de la película, sino el estilo de su director, los matices de su atmósfera, el desarrollo de su engranaje de desmoronamiento mental y la pobredumbre de su temática y filosofía nihilista. Su presencia no es casual, sino que, en una época regida por la referencia y la muleta de nuevos clásicos, resulta un nuevo espejo para muchos directores jóvenes, cuyos referentes dejan de ser los iconos de blanco y negro y la serie B de los cincuenta y pasan a ser los nombres que poco a poco nos están empezando a dejar (Tobe Hooper, Wes Craven, George A. Romero), o entregando sus obras de tramo final, como es el caso del mismo Polanski.
Breve cronología de un conjuro
Hacer una geografía de la huella de La semilla del Diablo en la historia del cine es una tarea cercana a lo imposible. No tanto por la cantidad de títulos que la evocan directamente, como por la diáspora de sus logros, que tantos llegaron a buscar por razones explotativas o artísticas. Quizá el mayor sello reconocible a primera vista es el que su mismo título en español predica. Del mucho más ambiguo Rosemary’s Baby pasamos a la explícita referencia a la simiente infernal. El temor femenino al embarazo, el mismo proceso traumático que supone el proceso y la inquietud de no saber si el retoño aparecerá sano, muerto o sencillamente si vendrá para cambiar nuestra realidad para siempre, son miedos universales, y el factor de cargar y alimentar a lo desconocido tiene cierto poso del proceso parasitario que sufren muchos animales. Posiblemente, ese fuera el factor que más hiciera mella en un primer momento, con diferentes iteraciones de una relación paternofilial alterada por la carga maligna de lo sobrenatural.
Estas reproducciones van desde la respuesta de prestigio, como El exorcista o La profecía a las muchas versiones del concepto desde la zona del explotaition. Desde la belleza del postgótico italiano de Todos los colores de la oscuridad (1972), Psicosis en Venecia (1978) o Un ombra nell’ombra (1979) al delirio grosero y desternillante de Poseído al nacer (1975), los niños que vienen con un crucifijo invertido debajo del brazo vivieron todo tipo de variaciones, destacando el rescate de última hora de Larry Cohen, para insuflar de comentario social al bebé monstruo en ¡Estoy vivo! (1974). El éxito de lo satánico también se iba contagiando de formas menos uterinas en las cinematografías, afectando el crepúsculo de Hammer y su mayor estandarte en Los ritos satánicos de Drácula (1973) o la polémica La monja poseída (1974). En Tigon ya se habían aplicado el cuento en La garra de Satán (1971) y en Norteamérica, películas consideradas clásicos menores a la sombra de la de Polanski, como Satán mon amour (1971) o La centinela (1977) balanceaban su peso espeluznante hacia los elementos de la mujer asediada, el misterio, la paranoia y el círculo de la alta sociedad o el mundo de los actores. En ese grupo, sin tener necesariamente el sello de Mefisto, se podría encuadrar la muy polanskiana Il profumo della signora in nero (1974) que parece una cuarta parte de la trilogía de los apartamentos rodada con colores vivos y un gran preciosismo visual.
Podríamos contar y contar sin parar, pero, una vez pasados los locos setenta, el sello de cinco puntas se disipa, resistiendo en elementos ya asimilados de cultos y sectas en muchas películas de género que incluían comedia o se dirigían al público adolescente. El siglo XX mantiene latente el poder de La semilla del Diablo en los referentes de la época que siguen desarrollando su cuerpo creativo. A Romero ya le había influenciado Repulsión (1965) para su ópera prima, La noche de los muertos vivientes, y desde entonces, no dejará de hacerle guiños al polaco. Pero es más fácil encontrar el gen Castevet en Bendición mortal (1981) de Wes Craven, que relocaliza el mismo formato de terror religioso en la América profunda del mundo Amish. El director de Scream hace bocetos con el mismo lápiz de maternidad, paranoia femenina y diablo en su La nueva pesadilla (1994). Incluso John Carpenter abraza una matriz infernal en los embarazos satánicos de El príncipe de las tinieblas (1987) y Pro-Vida (2006). Para completar el círculo de maestros del horror, no habría trilogía de las madres sin la fragilidad vaporosa de Mia Farrow. El personaje de la mujer menuda y lívida asediada por un aquelarre secreto es también la base de Suspiria (1977) de Dario Argento, en la que detalles más concretos, como la dieta debilitante, no son coincidencias casuales. El interés de Argento en momentos icónicos de la cinta de Polanski continúa en su faceta de productor, en la que dio espacio de juego a Michele Soavi, quien recuperaría el sabor a azufre original de forma bastante inequívoca en El engendro del Diablo (1989) y La secta (1991).
Progenie maligna para el nuevo milenio
Argento funciona aquí como perfecto mosquetón para enganchar con el legado tardío de la película de Polanski. Podríamos detenernos en los diferentes momentos de los noventa y primeros 2000 en los que distintos apartados argumentales de La semilla del Diablo sirvieron como cimientos a algunas de las ofertas comerciales de un pequeño resurgir del cine satánico en el cambio de milenio, incluyendo El abogado del diablo (1997), El fin de los días (1999), La bendición (2000) o The Calling (2000), pero, curiosamente, parece que estemos viviendo una asimilación formal de la misma en nuevos autores, ahora mismo.
El tráiler del remake de Suspiria, de Luca Guadagnino ha llamado mucho la atención por evitar el uso de colores vívidos y chillones y postularse como una versión más influenciada por lo que parece a primera vista por el Polanski de la trilogía de los apartamentos, aumentando los elementos de paranoia, la textura setentera, y el conflicto centrado en el descenso psicológico a los infiernos de un personaje femenino. Puede resultar un prisma novedoso, pero en realidad responde a una tendencia (casi un subgénero) dentro del cine de terror de la presente década con mujeres como protagonistas, que beben tanto de la obra de Polanski como de los inquietantes dramas psicológicos de Robert Altman o joyas ocultas como La maldición de los Bishop (1971).
Pueden irse oteando pequeñas intenciones en Reencarnación (2004), una historia de terror sobrenatural que es en realidad un drama ambiguo sobre la identidad femenina que planta sus raíces en el folklore judío y, además de compartir cierta sincronía tonal, utiliza localizaciones similares, como el oeste de Central Park. Por supuesto, el peinado de Nicole Kidman no es un guiño gratuito a Mia Farrow. Pero la de Jonathan Glazer es una alegoría sutil, algo monocorde, en la que está ausente el cariz operístico de otro enfant terrible como Darren Aronofsky. Si hablábamos de Suspiria como inicio y consecuencia, hay que remontarse a los primeros rumores de remake, a finales de los dosmiles, cuando los nombres de David Gordon Green y Natalie Portman sonaban como director y protagonista. Portman acabó rodando Cisne negro (2010), que tomaba elementos de muchas películas, como la de Argento, para recrear un viaje al fondo del deterioro de la mente utilizando como resorte la disciplina y el mundo pérfido de la danza y el espectáculo. Tanto el director como Portman no dudaron en crear lazos con La semilla del dDablo, pese a que no hay nada aparentemente sobrenatural en el film. Y, por supuesto, está Madre! (2017), un retruécano del mismo concepto, con fugas oníricas, surrealismo a lo Wojciech Has y un juego al despiste en toda su primera mitad que troleaba a las teorías en la red previas al estreno de que, en realidad, era un remake o secuela secreta de la cinta de Polanski.
Y ahora, el comentado tráiler de Guadagnino es comparado con la estética de Madre!, con lo que el círculo se cierra y toma forma. Y es que, de una forma u otra, la película ha ido dejando su pincelada en todo lo que llevamos de década. Inaugurando sus nuevas ramificaciones en películas de autor y experimentales como Anticristo (2009), que ya iba avisando de esa ola de tonos enfermizos y decadentes asociados al estado mental de la mujer perturbada de alguna manera por la maternidad herida o amenazada. Ese mismo año, la respuesta al efecto grindhouse de los 2000 se iba decantando hacia un cine de terror independiente más lánguido y desaturado de exabruptos. La estela del efímero movimiento mumblecore alcanzó al cine de terror, explotando en una serie de recreaciones de muy bajo presupuesto y señas de identidad granulosas y de gran parsimonia que iban revisando y reciclando estereotipos clásicos bajo el signo de la escasez de valores de producción. De ese periodo es una de las mejores exploitations de La semilla del diablo, la sobria La casa del diablo (2009) en la que la odisea se reducía a una noche pero cuyo resultado era similar.
Si buscamos películas de bebés diabólicos en esta década, tenemos una nueva invasión de, como poco, una docena de bodrios del calibre de Delivery (2013), El heredero del diablo (2014), Demon Baby (2014) o incluso un remake en forma de miniserie, pero lo interesante es comprobar cómo la obra de Polanski también sirve para alimentar el inabarcable marea de found footage. Y lo hace de tal forma que incluso una de las entregas de la saga reina del estilo, Paranormal Activity 3 (2011), también jugaba con la idea de la descendencia maldita conscientemente. Precisamente, uno de los nigromantes del estilo, Eduardo Sánchez, corresponsable de El proyecto de la bruja de Blair (1999), aplicaba el formato para observar la espiral de una joven asaltada por una amenaza incontrolable cuya ambigüedad es la mayor amenaza sobrenatural. Lovely Molly (2011) permanece aún hoy como una de sus piezas más interesantes a redescubrir, pese a estar fuera de ese mumblecore por sesgo generacional.
En la misma cocina se encuentra la alabada Starry Eyes (2014) de Kevin Kölsch y Dennis Widmyer que exploraban el coste de la fama adelantándose a The Neon Demon (2016) con un desarrollo psicológico lento de la alienación producida por las exigencias del mundo del espectáculo y numerosas referencias al sacrificio al culto, directamente al habla con Polanski. Dentro del mismo saco se podría incluir Honeymoon (2014) o la difícil The Blackcoat’s Daughter (2016), buen representante de que lo mustio también se quiere apropiar de la obra maestra satánica, con detalles como el nombre del internado al que asisten las chicas protagonistas, Bramford, que también corresponde al elegante edificio de apartamentos de la película de 1968.
La semilla del nuevo cine de terror
El éxito comercial del cine de James Wan, tan característico ya de los 2010, tiene asociado un fuerte componente de terror de raíces católicas, heredero de por sí del satánico de los setenta, aunque en sus películas no ha acabado de colisionar con La semilla del Diablo. Sí que se pueden encontrar ciertos matices, sin embargo, en alguno de los spin-offs de Expediente Warren (2013). El personaje de la madre de Anabelle (2014) se llama Mia y se encarga de proteger a su hijo contra el mal. El plano del carrito se utiliza casi a modo de marca de agua para el que tuviera dudas. Pero fuera de movimientos específicos, si repasamos algunas de las películas de autor más importantes de la década, encontramos diversas manifestaciones del bebé de Rosemary. Toda la trama de Lords of Salem (2012) es esencialmente la misma, pero el desarrollo visual se nutre de terrores italianos, Stanley Kubrick o Ken Russell.
Las dos películas de terror más importantes de la temporada pasada tienen entre sus referentes más obvios y cacareados por sus autores la película de Polanski. En Déjame salir (2017) tenemos el progresivo convencimiento de un hombre de que su pareja no es quien dice ser, dudando primero de su familia, a través del racismo amistoso como señal de peligro. Una situación que deriva en una estampa muy propia de Las esposas de Stepford (1975), otra adaptación de Ira Levin, autor literario del universo Rosemary. Mientras tanto, La cura del bienestar (2017) aprovecha todos los resquicios que puede para incorporar algún elemento prestado como la música del plano inicial o una canción de cuna coral similar a la compuesta por Krzysztof Komeda, que abren ambos filmes. También el camino de pistas del protagonista, crucigrama incluido, o por supuesto la degradación causada por los tratamientos del balneario, poblado por un grupo de ancianos, como Castevet y sus amigos, que forman parte de una secta y también dan de beber algo que deja a las víctimas a merced del líder.
En 2018 tampoco se quedará corta la simiente diabólica. A la ya señalada Suspiria hay que sumar la obra maestra del horror malsano que es Hereditary (2018), un complejo estudio de la culpa y el duelo familiar que representa el proceso de erosión de la cordura de una mujer, madre y con oscuros secretos familiares, que se mira en Amenaza en la sombra (1972) y en el Polanski de los apartamentos, de forma sobre todo estilística, pero con detalles que colocan el legado del diablo como uno de sus grandes referentes. Sin ser tan impactante como la película de Ari Aster, la modesta pero exótica Housewife (2017) lleva todo el dilema del niño infernal a terrenos de H.P. Lovecraft y lo hace bien, pero siempre con detalles estilísticos del film de Polanski. Wes Anderson o Paul Thomas Anderson han declarado la influencia del polaco, e incluso el Álex de la Iglesia de La comunidad (2000) le debe recortes de psicosis vecinal. El legado de La semilla del diablo se mantiene y se reproduce aunque hasta hace poco su influencia se había entendido solo por la vertiente diabólica o del culto. Parece que es ahora cuando se empieza a asimilar las posibilidades del componente estilístico, narrativo y onírico de la cinta, nada menos que cincuenta años después de cambiarlo todo.