Todos envejecemos. Todos cumplimos años. La diferencia es que mientras la mayoría con la edad se ajan y pierden el poco interés que pudieran tener de base, otros envejecen con gracia y se hacen más y más interesantes con el tiempo. Hoy The Legend of Zelda: A Link to the Past cumple veinticinco años. Y no es que haya envejecido con gracia, es que volver a él hoy es tanto o más necesario que en su momento.
Todo el mundo conoce The Legend of Zelda. En la medida que varias generaciones han crecido jugando con los videojuegos de Nintendo, que además ahora están educando a las generaciones venideras a través de esa nostalgia de colores primarios, no es exagerado afirmar que la saga tiene más peso en el imaginario popular que la mayoría de las franquicias de cine o series de televisión. A fin de cuentas, el millennial medio está más familiarizado con los juegos de Nintendo que con cualquier éxito de Hollywood.
Pero hubo un tiempo en que la saga ni siquiera existía. O no tal y como la concebimos ahora. La idea original de Shigeru Miyamoto para el juego -que parece querer rescatar para el desarrollo de Breath of the Wild, la nueva entrega de la saga- fue lograr transmitir las mismas sensaciones que tenía él cuando, viviendo en la campiña japonesa de niño, descubrió una cueva y, poco a poco, día a día, fue explorándola en su totalidad. Nada que ver con lo que ha acabado siendo una de las franquicias más conocidas e importantes de la Gran N.
Entonces, ¿cuándo se convirtió la saga en aquello que conocemos? Hoy hará veinticinco años de aquello. Pues un 21 de noviembre que marcaba el primer aniversario de la segunda consola de la compañía, la Super Nintendo, decidieron celebrar su primer año de vida con un lanzamiento muy especial, con The Legend of Zelda: A Link to the Past.
Para celebrarlo vamos a desgranar las seis claves que explican el éxito de A Link to the Past como la hoja de ruta para todos los Zelda posteriores. Y con ello, intentar averiguar la razón de su genialidad.
Los nombres propios (I): Koji Kondo
Aunque se suele sacar a colación a Shigeru Miyamoto cada vez que se pretende hablar del hombre detrás de la saga, en realidad hay un buen puñado de nombres tanto o más relevantes para entender la evolución de la misma. Por ejemplo, el de Koji Kondo.
Aunque esencialmente conocido por su espectacular trabajo musical en la saga Super Mario Bros, fue en A Link to the Past donde llevó sus habilidades hasta un nuevo nivel. Transitando con naturalidad desde composiciones más oscuras (Time Of The Falling Rain, Dark World Dungeon) hasta canciones que combinan lo heroico con lo marcial (Hyrule Castle) o que componen un retrato bucólico en el cual apetece quedarse a vivir (Kakariko Village), Kondo demostró con esta banda sonora que está lejos de ser perro de un sólo truco. O que sus trucos se acaben con el sonido mono de la NES.
Además, su música resulta pulcra y coherente, no busca destacar por encima de las imágenes o la jugabilidad, enfatizando aquello que se nos quiere transmitir. De ese modo, siguiendo las enseñanzas de lo que ya sabría desde Super Mario -la música debe enfatizar lo que ocurre en pantalla-, el dinamismo y repetición de cada composición acompaña en un todo florido e interesante que, además, es como un espejo. Como si todas las composiciones pudieran repetir, a su propio modo, alguno de los sonidos o melodías que ya hubiéramos visto con anterioridad, generando de ese modo un muy particular aire de familia que cohesiona el conjunto.
Algo a lo que ayuda el salto del sonido mono al estéreo. No sólo porque permitiera añadir arreglos más cercanos a la música orquestal, sino también porque permitía situar espacialmente de dónde venía el sonido. Por primera vez en la saga, sólo escuchando atentamente, podíamos saber de dónde venía el ruido de un ratón gruñendo en la oscuridad gracias al trabajo delicado y obsesivo de Kondo.
No por nada, siempre ha dicho que, en referencia a su trabajo, está «realmente orgulloso del ruido de las gallinas». Y no es para menos.
Los nombres propios (II): Kensuke Tanabe
Aunque es innegable la importancia que ha tenido Koji Kondo en el desarrollo de la saga, que puede estar fácilmente a la altura de la de Miyamoto, de ese puñado de nombres a los que ya hemos hecho referencia habría otros que no serían tan conocidos incluso si fueron igualmente importantes. Es inevitable. La historia es caprichosa, las empresas se basan en el balance de cuentas y no en la importancia cara al futuro del arte de un individuo en particular. Incluso si eso implica que nombres como el de Kensuke Tanabe pasen desapercibido.
Director de Yume Kōjō: Doki Doki Panic (1987), y por extensión de aquella extravagancia conocida en occidente como Super Mario Bros. 2, tiene el honor de haber escrito los guiones de tres de las entregas más celebradas de la saga: A Link to the Past, Link’s Awakening (1993) y Ocarina of Time (1988). Si bien es cierto que su curriculum posterior se centra más en los trabajos de producción, si establecemos una línea que atraviese las tres entregas para la que ejerció de scenario writer, no nos resultara difícil ver un aspecto común que no tenían las anteriores entregas de la saga: una narrativa que trascendiera los clichés de la fantasía.
Si el The Legend of Zelda original estaba demasiado preocupado en construir un mundo (y lidiar con las limitaciones técnicas) como para trascender los lugares comunes, A Link to the Past tiene el honor de ser una aventura que va varios pasos más allá al construir una narrativa que se desprende de cada elemento de la pantalla.
Aunque hay no pocos elementos que vuelven de su primera entrega, otros muchos se introdujeron aquí. Ya sean detalles como la creación de un lenguaje antiguo conocido como hylian, sus referencias a los mitos artúricos en forma de espada sagrada o el enfrentamiento contra los dioses por parte de nuestro protagonista —no por nada, en la versión japonesa, el usurpador del trono, Agahnim, es un enviado de los dioses—, es en esta entrega donde, por primera vez, veríamos el grueso de los elementos constitutivos de la saga. Ya sean las diferentes razas de fantasía que pueblan Hyrule, el pueblo de Kakariko o el binarismo como estructura básica de la historia. Pero, adelantando ya de qué tratara el siguiente punto, fue la primera vez en que introdujeron el elemento más distintivo de la saga, por el cual estamos aquí hoy: su diseño de escenarios.
Su diseño de escenarios (I): el mundo abierto
Aunque hay mucho que hablar al respecto del diseño de escenarios, vayamos punto por punto. Porque antes de entrar en lo particular, es necesario hablar de lo general. De aquello que se ha convertido prácticamente en un estándar en el diseño de videojuegos. Hablamos, cómo no, del mundo abierto.
Una de las primeras particularidades que encontramos en A Link to the Past es el hecho de que no hay caminos predefinidos. Pasado el prólogo en el que rescatamos por primera vez a la princesa Zelda, a pesar de tener tres objetivos claros, no tenemos la obligación de ir a ninguno de ellos en específico: podemos empezar por el que queramos. O no ir a ninguno en absoluto. El juego nos insta a tomar siempre el camino de en medio. Escoger nuestra propia manera de hacer las cosas. De ese modo podemos ir en orden pasándonos un dungeon tras otro, explorar todo el mapa antes de acercarnos a ninguna de las mazmorras o abordar ambos escenarios en el orden que mejor se nos antoje. Porque incluso si no lo parece, el mundo de Hyrule está lleno de secretos.
Como es lógico, ahí radica parte de su encanto. Si queremos completar el juego al 100%, incluso si sólo queremos llegar al final sin ahondar en los mil y un pequeños secretos que esconde, tenemos que recorrer una y otra vez Hyrule. Volver a lugares ya visitados. Aprendernos de memoria cada camino, cada monstruo, cada pequeño recoveco que nos haga el camino un poco más breve y agradable. Porque esa es la esencia de los Zelda. Poder perdernos en un mundo enorme, vivo, que contiene más de lo que nuestra imaginación o nuestro conocimiento puede abarcar, porque su pasado es más extenso e inhóspito de lo que sabemos y su futuro es tan potencialmente increíble como su propio presente y pasado.
Su diseño de escenarios (II): dungeons
Pero no es sólo el mundo abierto lo que hace inolvidable. Ni mucho menos. En términos de diseño de escenarios, si su mundo es tan vasto e impenetrable como el mundo real, entonces sus dungeons resultan tan intricados y estimulantes como un puzzle.
Cada dungeon es un desafío por sí mismo. Con un diseño clásico —donde tenemos un mid boss, un final boss, un mapa, una brújula y un objeto—, todo lo que nos exigen es que vayamos encontrando llaves y, en ocasiones, vaciando las habitaciones de enemigos. O al menos es así al principio. Si los primeros dos dungeons son relativamente simples y directos, a partir del tercero (y con otros siete por delante) la cosa se vuelve más complicada. Dungeons verticales que exigen jugar con las caídas entre pisos, switchs que abren o cierran el paso haciéndonos buscar rutas alternativas o bosses disfrazados de doncellas a rescatar que se niegan a acabar con su encierro son sólo tres ejemplos de su, aún hoy, todavía excepcional diseño de niveles.
En ese sentido, podríamos decir que cada dungeon está concebido como su propia ecología. Aun guardando coherencia con el mundo circundante se constituyen como espacios cerrados que se retroalimentan. Que podrían constituir un videojuego por sí mismo si se ampliaran lo suficiente sus ideas. De ese modo, cada nuevo dungeon no es sólo un reto diferente, sino también un nuevo aprendizaje: con la introducción de nuevos enemigos, trampas u objetos, el juego nos obliga a estar aprendiendo de forma constante.
Dicho en términos especializados, nos mantiene en estado de flujo. Al decidir nosotros cuando nos aburrimos de explorar y queremos dirigirnos al siguiente reto, siendo estos retos diseñados de tal forma que son en sí mismos puzzles autocontenidos —pues, a diferencia de otros juegos, en A Link to the Past cuenta más el ingenio y saber usar las herramientas que la fuerza bruta o los recursos—, es casi imposible aburrirse. El juego nos mantiene en un estado mental en el que siempre estamos ocupados o bien explorando el mundo o bien aprendiendo nuevas formas antes desconocidas de abordar el mundo.
Su diseño mecánico: los ítems
Es precisamente esa diferencia constante en la forma de mirar, de acercarse a los escenarios, la que hace de A Link to the Past no sólo un mundo abierto, sino un buen mundo abierto. Donde hoy en día la mayoría de estudios de desarrollo creen que tener un mundo abierto implica tener mucho espacio para explorar, la mayor cantidad de misiones secundarias posibles y, en general, más contenido aporte o no algo al juego, Nintendo ya entendieron hace veinticinco años que eso era aburrido. Que el único modo de hacer que un mundo abierto tuviera sentido es que estuviera en constante evolución.
¿Y cómo haces evolucionar un mundo? Hay dos maneras. O bien haces que cambie constantemente (algo que de hecho ocurre en algunos de sus dungeons) o bien haces que cambie el modo de interactuar el jugador con ese mundo. En Nintendo lograron esto segundo a través de los objetos.
Con al menos uno por dungeon, cada objeto es, al mismo tiempo, imprescindible para acabar el dungeon donde es encontrado y también la puerta de entrada a otras formas de interacción. Pongamos un ejemplo clásico: el gancho. Además de necesario para derrotar al boss de Ruinas del Pantano, el tumoral Arrghus, también nos sirve para hacer un variado abanico de acciones: recoger objetos a distancia, paralizar enemigos e incluso cruzar abismos enganchándonos a algún objeto que haya al otro lado. De ese modo cambia todo el modo de jugar. Si antes cada vez que había un abismo era necesario dar un rodeo, o no poder llegar al otro lado, según conseguimos el gancho ya sólo necesitamos equipárnoslo para solventar en medio segundo algo que antes podía llevarnos varios minutos. Nuestro modo de interactuar con el mundo ha cambiado, permitiéndonos todo un abanico de posibilidades que antes nos estaban vedadas.
El juego no confía en hacer que el mundo cambie radicalmente, sino que el jugador lo haga. Que aprenda a moverse de otras maneras según vaya desbloqueando nuevas habilidades y formas de ver el mundo. De ahí que cada dungeon sea un espacio autocontenido: es un campo de pruebas en el que experimentar nuevas formas de interactuar con los escenarios.
Su diseño de escenarios (III): dos mundos en uno
Pero resulta que sí cambia. A fin de cuentas, sería estúpido por parte de Nintendo jugar sólo con una carta. A Link to the Past es un juego complejo. De ahí que otro de sus encantos sea ser el primer Zelda que incluye un aspecto presente en buena parte de las entregas posteriores de la saga: el binarismo.
Veamos una serie de ejemplos rápidos. En Ocarina of Time es la dicotomía entre el Link niño y el Link adulto, en The Wind Waker la diferencia entre el océano y las islas, en Twilight Princess el Link humano y el Link lobo. Y la lista sigue. Incluso si obviamos el genérico mundo abierto / dungeon. Pero en el caso de A Link to the Past, ¿cuál es su dicotomía? La que se da entre los dos mundos en los que transcurre el juego: el mundo de la luz, en el que viven Link y Zelda, y el mundo de la oscuridad, en el que está encerrado Ganondorf.
Esa existencia de un mundo paralelo, gemelo, donde todo es parecido pero en colores más oscuros y con enemigos más jodidos y más dificultades en general, no hace sino potenciar todo lo que hemos visto hasta ahora. Para avanzar necesitamos hacer uso intensivo de los objetos para poder sobrevivir en un mundo inhóspito y extraño que nos remite a Hyrule, pero que no es Hyrule. Es otro lugar. Es un lugar corrupto. Porque donde en el mundo de la luz todo son colores brillantes y cierta alegría general, en el mundo de la oscuridad todo está teñido de un cariz oscuro y negativo que nos lleva a pensar, de forma natural, cada escenario como otro escenario. De ese modo no sólo nos obliga a cambiar nuestro modo de interactuar con el mundo, sino que también cambia el mundo.
Porque A Link to the Past se articula, en última instancia, a través de la idea del espejo. No sólo del objeto que nos permite volver del mundo oscuro, sino también de la narrativa como espejo. En el mundo de la luz empezamos yendo al castillo, consiguiendo una serie de objetos y regresando al castillo; en el mundo de la oscuridad empezamos yendo a la pirámide, rescatando a una serie de sabios y regresando a la pirámide. Todo ocurre dos veces. Primero como simulacro, luego como tragedia.
Todo cuanto ocurre es la forma especular de lo que ocurrirá después. Aquello sin revelar a lo que volveremos, necesariamente, una y otra vez, desde una óptica diferente. Como la saga Zelda. Como el propio A Link to the Past. Un juego tan perfecto que, aun veinticinco años después, todavía sigue dándonos lecciones sobre diseño y narrativa.
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