8 elementos que hacen de ‘Hereditary’ la película de terror definitiva de la década

Hereditary es la sensación de la temporada, el hype independiente del año y la película de terror más espeluznante de la década. La rara obra que logra sobrevivir a toda la ola de halagos recogida en festivales, quizá siendo mucho más de lo que sus primeras críticas hacían pensar. Por supuesto tiene sus detractores, pero las voces suenan más tenues que en otras ocasiones. Desmenuzamos las claves que hacen de la película de Ari Aster una conclusión a los temas y obsesiones que han ido forjándose en las bambalinas del indie de los 2010 hasta encarnarse en una obra maestra que hace por el cine de terror adulto lo que hizo Mad Max: Furia en la carretera por el cine de acción.

OJO: Spoilers a partir de aquí.

La corriente de dudas, debate, división y bilis que suele acompañar el estreno de una película de terror con buenas críticas bajo el brazo se ha convertido más o menos en costumbre a lo largo de la década de los 2010. Los síntomas suelen venir en forma de críticas, generalmente exageradas, desde festivales de cine independiente, y la bola se va alimentando con las opiniones en las redes. En su estreno, el gran hype se encuentra con la realidad de que son películas que no se adecúan a los gustos mayoritarios, moldeados por la huella de la tendencia más reciente que hace olvidar que el terror puede ir más allá de la sangre y los sustos. Por ello, siguen apareciendo discusiones interminables sobre lo que es terror o no, sobre el post-horror, y una buena lista de etiquetas que no acaba de dejar contento a casi nadie. Esta plantilla se puede aplicar al estreno de Babadook (2014), It Follows (2014), La bruja (2015) o Llega de noche (2017), entre otras.

Preocupación por lo visual, poder simbólico, imaginería macabra, atmósfera, y mucho drama familiar son puntos en común en todas ellas. Un tipo de cine fantástico menos centrado en las set pieces y la orquestación del susto de la corriente James Wan, a la que parece que el público ha llegado a reinterpretar como un cine de terror más puro, sencillo, tal y como fue relacionado con adolescentes y asesino enmascarado en los noventa, o los zombies y el american gothic en los 2000. Esta tendencia, sin embargo, está lejos de ser algo novedoso en el género y responde a una versión más intelectual del mismo, o al menos es así percibida. Pero desde luego, a nadie que tenga los ojos puestos en el cine de los setenta le puede sorprender que los referentes de Robert Eggers o Ari Aster estén en Bergman o Nicholas Roeg. El gran problema quizá es la fobia a esos nombres con pronunciaciones extranjeras, que ponen en guardia a todo un sector de espectadores y críticos que creen que el director sueco no hacía cine de terror, o que éste no puede ser reflexivo, atmosférico y extraño en vez de intenso, violento o sangriento.

Dicho esto, Hereditary (2018), se presenta como un ejemplo arquetípico de este caso: enfrenta a espectadores verdaderamente aterrados con quienes encuentran ridículas algunas propuestas extremas, y que no empatizan con los momentos de humor oscuro del filme. En el sector de la crítica, esta vez, parece que hay más unanimidad, pese a que existen algunos disidentes que encuentran que la propuesta es demasiado engañosa y tramposa, o que sencillamente no conectan con el estilo áspero o el determinismo brutal con la que Aster aborda su primera película. Sin embargo, si hay algo que nadie debería negarle es la capacidad de aunar en un solo proyecto la mayoría de corrientes que han dejado su huella en los 2010. Desde las tonalidades ocres de las producciones A24, con su dimensión psicológica grave y familiar, a los terrores de corte demoníaco y espectral propios del cine post-Insidious (2010), la óptica brutal y cruenta del mumblegore, la filigrana paranoica de Déjame salir (2017), el sustrato dramático de La bruja y Babadook, y la matriz satánica, de cultos casi lovecraftianos de Lords of Salem (2012) o La cura del bienestar (2017). Está todo, pero tan asimilado que no se limita a deglutir y regurgitar, sino que va dos pasos por delante y concibe el todo como una obra cerrada, casi cíclica, rozando la perfección. Hay una serie de factores que hacen que triunfe en un planteamiento ambicioso, y como consecuencia, no solo acaba siendo la mejor película de terror del año, sino que puede serlo, en calidad de comodín, de toda la década.

1 – Su director, Ari Aster

A veces, hay películas de terror que nacen como la expresión de un autor que desea hacer cine fuera de etiquetas pero se ve conducido hacia el género en su debut por razones de presupuesto, promoción y otras facilidades en la distribución. Este parece haber sido el caso de Ari Aster, un director joven, de 31 años, que demuestra que su debut es más una oportunidad que un trabajo. Tiene parte de ese ADN de director con hambre y al mismo tiempo una planificación y paciencia poco comunes en un novato. Se graduó en el prestigioso pero muy duro American Film Institute, y se había ido forjado una sólida reputación con los desgarradores cortos The Strange Thing About the Johnsons (2011) y Munchausen (2013).

Tal y como había llamado la atención un pequeño joven prodigio como Richard Kelly con Donnie Darko (2001), su trabajo en la dirección es sorprendentemente maduro para ser un director novel, pero su atención al detalle indica un nivel de perfeccionismo que apunta a uno de esos directores obsesivos con tendencia al control del más mínimo pliegue de atrezzo. Ya se dejaba ver en los cortos y se muestra en Hereditary, cuya narrativa está supeditada al guion, a un concepto general con el que juega toda la obra, pero que en lo visual se permite dialogar con las ideas que se representan a base de una puesta en escena llena de planos medios, en los que casi siempre se ve el espacio en el que se mueven los protagonistas como un personaje más.

La geografía se establece gracias a un ojo de voyeur que pasa de habitación a habitación saltando la pared, como en una película de Peter Greenaway, de tal forma que se respeta la idea desde la que comienza la película, con un plano de la habitación de Peter en una casa de muñecas que es, básicamente nuestro punto de vista. Aster se revela un gran conocedor del cine de terror reciente, pero da la impresión de que ha estado agazapado, viéndolo desde la barrera, apuntando ideas para darles la vuelta y ofrecer una obra que dé sentido a un camino del cine independiente que ha llevado al género a un terreno de juego adulto y reposado, alejado del jolgorio y el exabrupto gore de los 2000. Cuando la década se mire en perspectiva, su película puede servir de aguja dirigiendo al norte.

2. Los referentes

Mucha de la culpa del impacto de Hereditary en el profuso panorama de películas de miedo estrenadas en salas, es su capacidad de recuperar un cine de terror de calado perturbador, serio, con pinceladas de melancolía deprimente. Una vuelta a un género amargo que bebe desde el William Friedkin de El exorcista (1973) al Peter Medak de Al final de la escalera (1980) pasando por el Robert Mulligan de El otro (1972). No precisamente por las coincidencias de la trama, que al fin y al cabo hemos visto una y otra vez docenas de veces, sino por la capacidad de establecer un tono de drama familiar, contemplando el hecho mágico o sobrenatural como un elemento intangible pero presente. La única diferencia de esta con una película como Expediente Warren: El caso Enfield (2016) es la manera en la que la relevancia de lo sobrenatural pasa a un plano subcutáneo, no siempre evidente, y que es capaz de guardar sus cartas tapadas hasta el momento adecuado. La paciencia, el peso de los personajes sobre el número de circo no la hacen necesariamente mejor, pero si la emparenta con el terror de barrica más típico de los setenta.

No es nada nuevo, eso sí, que nuevos directores se centren en regresar a una época determinada del terror, concretamente mirándose en autores como Polanski o Roeg. La misma Lords of Salem resamplea sin temor La semilla del diablo (1968) y podemos también encontrar su huella en películas tan importantes como Déjame salir o La cura del bienestar. Aunque reiterar la figura del director polaco a estas alturas es redundante, el clima de paranoia, de descenso a la locura de la mujer protagonista, o la orquestación en la oscuridad de una conspiración a través del culto al demonio regresan a Hereditary como si, de alguna manera, el propio Polanski fuera hoy un subgénero en sí mismo. De nuevo, tras ver más de un detalle en Channel Zero: Butcher’s Block (2018), sale a escena una de las joyas ocultas más reivindicadas de los últimos años, Amenaza en la sombra (1973), en la que todo el desarrollo iba dejando un rastro hacia una espiral de horror que se traducía en una somatización fantástica del dolor por la pérdida. El duelo, como proceso de pesadilla sin retorno y sobre todo, la predestinación, son dos temas que Aster maneja en su debut, coloreando su homenaje con la presencia en la trama de una niña con el rostro extraño, diferente, que nos lleva a pensar en el misterioso enano del chubasquero rojo y su terrible secreto final.

Guiños y codazos a películas de terror y episodios televisivos con casa de muñecas, primeros planos de la cara de Annie que parecen sacados de El resplandor (1980) -con la que comparte un discurso de la degradación del núcleo familiar a través de la locura (y un clímax particularmente parecido)-, acordes de J-Horror, apariciones espectrales de cadáveres cenizos como en La centinela (1977), y un sinfín de convergencias de género que no diluyen la sensación de que Aster ha querido hacer un cóctel con otro tipo de dramas. Sin ningún tipo de vergüenza se deja ver la angustia metafísica de Gritos y susurros (1972) y otras bolas de demolición emocional de Bergman, un giro desalmado como el de En la habitación (2001) de Todd Field, el chapapote disfuncional y gélido de La tormenta de hielo (1997) de Ang Lee y la melancolía (de raíz más bien depresiva) de la algo olvidada ganadora del Óscar Gente corriente (1980), de Robert Redford, con la que además comparte conflicto de luto y tensiones familiares madre e hijo, con una escena, la de la cena, particularmente parecida a la de aquella. Sin olvidar el humor cáustico, tremendamente cruel, que aparece ocasionalmente y de forma muy sutil, de Todd Solondz.

3. Drama y subtexto

Hereditary es una de las películas de terror en estado más puro que uno puede encontrar hoy en el cine. Sin embargo, el hecho de contener alto contenido de drama generan esas sobredosis de comentarios embarazosos y de listillo del tipo “realmente no es terror, es un drama” o “es mucho más que una película de terror” que hacen querer retroceder cuatro décadas. Esta reacción es en parte obvia, porque la película se toma su tiempo en desarrollar un situación muy volátil en medio de un momento tormentoso para una familia, penetrando en los personajes poco a poco, exponiendo el patetismo en la perdida y delectándose en los pequeños detalles del infierno del día a día tras la muerte de un familiar antes de tiempo.

Todo esto no quiere decir que no se pueda apreciar como merece todo ese aspecto, especialmente cuando ya solo el proceso degenerativo de cordura de Annie merece un tratamiento en sí mismo, pero conviene puntualizar que este mismo desarrollo es clave en la historia del terror contemporáneo, desde La maldición de los Bishop (1971) a Círculo de la muerte (1977). Para muchos, incluso la lectura de la esquizofrenia como maldición anula sus elementos fantásticos, puesto que el enfoque deja cierta vía a la interpretación ambivalente, aunque cualquier tipo de ambigüedad sea metafórica, puesto que desde el primer fotograma la película abraza su categoría sobrenatural sin remilgos. Vemos cómo el marido es incapaz de asimilar el declive de su mujer, e incluso cómo empeora la relación con su hijo mientras descubre la comprensión que necesita en una persona ajena a la familia.

Esto nos lleva al discurso de Aster, ya presente en sus primeros trabajos, de concebir la familia como un cáncer, como elemento autodestructivo que implosiona cuando no logra desenmarañar sus conflictos afectivos. La influencia sobre la formación de los hijos cuando los padres tienen las capacidades, incluso el sentido de la realidad, alteradas impregna la manera en la que son presentados los Graham como arquetipo de normalidad. También hay una interesante lectura de género y estructura parental, puesto que la descripción de los Graham, claramente dibuja una jerarquía matriarcal, desde la abuela a Charlie, mientras que las figuras masculinas son las más vulnerables. Sin embargo, el demonio Paimon quiere un cuerpo masculino, y trata de conseguirlo aunque la más pequeña se quede por el camino, literalmente. Ni siquiera la líder del culto es digna. Pero, de nuevo, la metáfora más sencilla es la del demonio como condición mental hereditaria, de la inevitabilidad, del temor a llevar la chispa de la locura (o la maldad innata) en el genoma, a perder la autoconsciencia y la capacidad de decisión en el futuro, a desarrollar patologías mentales que están asociadas al apellido.

4. El horror

Y por supuesto, ante todo, Hereditary es una obra de horror, y puede que uno en ocasiones demasiado extremo. Esto, consecuencia de su constante atmósfera opresiva, se hace patente desde el momento del funeral, en el que ya todo es extraño y avanza a contrapelo. Hay algo que va mal. Desde la primera fotografía de la madre muerta ya se transmite algo siniestro, con una sencilla presentación del retrato encajado en el encuadre y con una iluminación que dice mucho de la señora. Una sonrisa incómoda de un desconocido, un extraño tic de sonido con la boca, dibujos perturbadores y leves empujones de la banda sonora para arrojarte al desasosiego constante funcionan ya en el primer minuto. Esto no es un drama al uso al que se le añaden elementos de género. El peso de la maldición se empieza a sentir desde que comienza, hay un efectivo uso del color y el sonido para indicarnos que las cosas no van a ir bien, y esto crea un efecto acumulativo que desata el terror puro cuando se usa la imaginería más habitual en el género. Los terrores atávicos, encerrados en el subconsciente, se reorganizan en la zona más oculta de nuestra materia gris, mientras observamos perplejos como el tren se pone en marcha, sabiendo que no hay marcha atrás y que el peso del destino es irrevocable. Puede que no haya habido una película de terror más nihilista y oscura desde Funny Games (1997).

Apariciones, manifestaciones sobrenaturales, la muerte violenta y el feísmo de las imágenes más fuertes, como esas cabezas decapitadas que parecen sacadas de un cuadro de Géricault, son una receta que utiliza todos los artículos de la caja de herramientas sin resultar condescendiente con el género, chapoteando en él, dosificando sus golpes de efecto. Por ejemplo, muy pocas películas han sacado partido de esa forma a la típica imagen de poseída levitando, a los sueños dentro de un sueño, las hormigas y la decapitación ritual como símbolos, o la propia iconografía del cine de sectas, con sus runas y marcas en paredes y suelos, que dan la impresión de que hay algo decididamente siniestro ocurriendo. El sencillo uso de la luz de los radiadores dentro de la caseta, apareciendo como una infernal luz roja desde la ventana, o como reflejo en los ojos de Peter, maneja la evocación de lo sobrenatural sin mostrarlo. Las escenas de la casa de muñecas creadas por Annie explican escenas cotidianas del pasado, como esa efigie de su madre tratando de dar el pecho a la pequeña Charlie, o su figura apareciendo en el marco de la puerta, a contraluz, erigiendo una extraña sensación de malestar que sigue añadiendo hasta su último tercio, ya desatado, en el que escenas como la de Peter mirando a su reflejo malvado o con la cara y los brazos grotescamente deformados, generan puro pavor físico, con el angustioso escorzo de su cuerpo como una marioneta, como si estuviera siendo estrujado y manejado por una gigantesca mano gigante que le golpea la cara contra el pupitre.

5. Dos secuencias magistrales

Aunque toda la película esté plagada de buenas ideas de narrativa, con propuestas visuales frescas, que nunca terminan siendo las protagonistas, es necesario destacar dos secuencias que dejan huella tras salir de la sala de cine. En primer lugar, toda la orquestación de la muerte de la hermana pequeña, Charlie, y su devastador efecto de culpa en su hermano hasta su mismísimo funeral. Una secuencia estructurada en tres actos, uno en la fiesta, en la que ya se palpa la tragedia, en la que se puede sentir el peligro sin que haya pasado nada aún. El siguiente, ya con Charlie sufriendo una reacción anafiláctica por comer frutos secos, a los que tiene alergia, con su hermano Peter llevándola a toda velocidad al hospital, y con el inevitable y fatídico final de decapitación la niña contra el poste hechizado. Y finalmente, la absolutamente devastadora concatenación de escenas de silencio, guiadas por los ojos del hermano responsable, asimilando lo que acaba de ocurrir, en uno de los estados de shock más creíbles mostrados nunca en pantalla. Seguimos su mirada al vacío mientras llega a casa y trata de conciliar el sueño hasta el día siguiente, cuando, con su cara en primer plano, escuchamos a su madre encontrar el horror más absoluto, con sus lamentos fuera de plano. Y cuando aún tenemos el estómago en carne viva se nos muestra explícitamente la cabeza de la niña, llena de hormigas, en un plano fijo interminable que da paso a una violación cruel de la intimidad, con Annie expresando su dolor terrible en otro plano eterno que por fin, da paso a la escena del entierro, con un movimiento de la cámara hacia la tierra que vuelve a cortar el plano de lo visible para recordarnos que todo pasa en una casa de muñecas abierta.

La segunda corresponde a la conclusión, justo cuando Peter despierta tras su brutal golpe en la nariz y va a encontrarse con todo lo que ha pasado. Probablemente, y no me tiembla la tecla al escribirlo, la mejor secuencia de terror de esta década. Sabemos que ha pasado algo terrible, pero no tenemos idea de dónde está Annie. En el marco de la habitación aparece alguien volando pero Peter no lo ve. Ahora ya sabemos que todo está perdido. El adolescente baja al salón y encuentra el cadáver de su padre calcinado. Pero nosotros ya sabemos que hay un peligro que él ignora; la cámara se eleva y encontramos a Annie encaramada al techo como una araña, como la vieja poseída de El exorcista III (1990), tantas veces imitada. Luego vuelve a bajar para revelarnos una sorpresa, en el marco de la puerta hay otra persona. El hombre extraño del funeral sigue sonriendo, desnudo y con el cuerpo con un color cenizo y mortecino, como el padre resucitado en La centinela. Ni un susto, ni una subida de volumen y el terror se ha engarrapatado a nuestra piel. Cuando todo empieza a rodar, con Annie persiguiendo a Peter y tratando de entrar en el desván, la tensión es ya prácticamente insoportable. Oímos los golpes, como cuando un intruso quiere entrar en nuestra casa, pero no vemos lo que está pasando detrás. Cuando la vemos, golpeando la cabeza brutalmente contra la trampilla, la película ha pasado al terreno de la pesadilla real.

Encadenamos con el descubrimiento de lo que hay en el propio desván, gente extraña desnuda sonriendo y el cuerpo desaparecido de su abuela, con una foto suya con los ojos marcados, como los dibujos que hemos visto en la libreta de su hermana. Y finalmente, llega la imagen más icónica de la película, puede que la que la convierta en un clásico. Tony Colette flotando, con la mirada completamente inyectada en el delirio, la enajenación o la maldad pura, cortándose la cabeza con un hilo metálico. El nivel de locura es tal que el espectador quiere tirarse por la ventana como el propio hijo viendo a su propia madre mutilarse. La siguiente escena, con el cuerpo del muchacho en el suelo, nos permite escuchar el ruido, de nuevo fuera de campo, de su madre terminando el trabajo, coronado por el sonido de la cabeza cayendo. Luego vemos una sombra pasar por encima, y el cuerpo de Peter es poseído por el demonio Paimon. La escena acaba con el vislumbramiento panorámico del cuerpo flotante de Annie, subiendo a la cabaña del jardín que se ha convertido ahora en un templo infernal. La música del momento no es de cine de terror, sino litúrgica, casi melancólica, un cambio de tono para el momento quizá más terrible, que nos muestra cadáveres sin cabeza y el tótem con la de su hermana, en avanzado estado de descomposición. Peter es coronado, finalmente rey, acorde al plan tan largamente buscado por su abuela, la líder del culto. Soberbia.

6. Los actores

Además de la concepción a lo grande en lo visual y conceptual, una propuesta con tanto riesgo podría haber resultado una chapuza si todos sus elementos no funcionaran engrasados como los mecanismos de un reloj. Y quizá el mayor problema podría haber estado en la manera en la que se representa el descenso a los infiernos de la familia. A veces toma posiciones de exageración tales que parece un grand-guignol perverso, por lo que nadie más indicada para llevar el peso del baile bajo sus hombros que Tony Collette. La capacidad de nadar entre el patetismo y la humanidad de la actriz se convierte aquí en un combinado letal de angustia, dolor, y bipolaridad que se transmiten en una mímica cambiante, transfigurante y casi dolorosa, pues sus facciones se estiran hasta el punto en el que se juega cerca de la exageración. Escenas como la de la cena, en la que del enfado pasa a la histeria son casi monólogos de miradas vagas a desquiciadas, en la que la sobreactuación está plenamente justificada. Hasta el final, en el que la vemos convertirse, casi literalmente, en un monstruo verdadero, sin necesidad de ningún maquillaje. Merece la nominación al Óscar, pero si no llega, probablemente el paso del tiempo la coloque con el selecto grupo de actores que definen su película, como Jack Nicholson, el Jack Torrance de El resplandor.

El resto del reparto es también tremendo. Desde la mezcla de extrañeza y tristeza que transmite la joven Milly Shapiro a la ejemplar recuperación de un Gabriel Byrne, que parece un personaje de una película de los Coen perdido en un drama satánico: todos representan una clave en el plan maléfico de la matriarca. Pero si hay alguien que ejerce de perfecto contrapunto es Alex Wolff, dando una réplica sorprendente a su otro papel en otra de las películas de terror del año, My friend Dahmer (2017), en la que se muestra como un joven vivo, normal y con carisma. En Hereditary, su Peter es ya de por sí un chico más retraído, un fumeta adolescente al que se le nota alienado en sus relaciones con su madre, por razones obvias que serán reveladas más adelante. Pero cuando le invade la culpa por la muerte de su hermana es capaz de mostrar ira, profundo dolor y miedo real. Nunca una reacción adolescente a un hecho sobrenatural había sido tan creíble en una película. Un lloriqueo casi regresivo, una llamada desesperada a su padre (“mamá me está asustando”), la angustia adolescente hecha nudo en el estómago y desidia por puro trauma. Y si pudiera haber una guinda a la altura de estos trabajos, a media película aparece la divina Ann Dowd, capaz de lograr que su personaje, Joannie, resulte escalofriante siendo absolutamente adorable.

7. Todo estaba ahí (I): la gran tragedia griega

El impacto de Hereditary reside en su desarrollo a fuego lento, marcado por algunos giros inesperados que actúan como mandoble emocional tanto para la familia protagonista como para el espectador. Si las imágenes promocionales hacían pensar que el debut de Ari Aster tiene que ver con una especie de nueva versión o variación de La profecía (1976), con una niña maléfica ejerciendo su influjo sobre una familia, el golpe de efecto de la primera media hora está en plena consonancia con Psicosis (1960), con la decapitación de Charlie haciendo las veces de escena de la ducha. La serie de descubrimientos, revelaciones y confesiones que van dejando la información en el momento adecuado revelan grandes secretos, sí, pero nada que no hubiéramos llegado a pensar. Desde la frase en el funeral de Annie, dirigiéndose a los asistentes con un “veo hoy muchas caras nuevas aquí” ya da la impresión de que su madre escondía secretos. Unos segundos después vemos el colgante del cadáver y las impresiones, a poco cine de terror que se haya visto, ya marcan por dónde irán los tiros. Conforme va profundizando nos desvela cosas un par de pasos por delante, pero en ningún lado completamente sorprendentes. Por cierto, el símbolo del demonio existe, no ha sido creado para la película.

Sí sorprenden las maneras, las consecuencias y los efectos sobre los personajes. Todo tiene cabos sueltos, rupturas de la vigilia y el sueño, altas dosis de paranoia y cierta ambigüedad en cuanto al espectro psicológico, ya que la presencia de la esquizofrenia y el gran peso de la consciencia genética puede resultar una lectura alterna más que interesante. Pero aunque hay un par de momentos de pesadilla que toca con realidad de ida y vuelta, la trama está organizada sobre la idea de la imposibilidad de escapar al destino. Sí, puede ser la imposibilidad de escapar a los genes y el complejo de persecución que genera una enfermedad mental grave, pero también hay que jugar con los mimbres que nos deja a la vista Aster, y no hay tampoco ninguna necesidad de escapar de su condición de película satánica casi arquetípica, organizada de forma reversa, en efecto, pero dentro de los límites que marca El hombre de mimbre (1973) o El quimérico inquilino (1976), cuyo final se replica de forma casi religiosa. El resultado es que ninguno de sus giros y sorpresas son tan engañosos como algunos quieren hacer creer, y un revisionado es obligatorio para conectar todos los puntos.

Toda la película está llena de pistas, pero es que parece que el director haya pensado en el momento en el que vamos a ver la película de nuevo. Casi como un guiño cómplice, su primer plano es ya una declaración de intenciones, con una mirada a la caseta de madera en al que acaba la película desde la ventana de Peter. La caseta aparecerá desde ese mismo ángulo durante el resto de la película, como un recordatorio siniestro del destino del personaje. Y es que también nos avisan de esto cuando se desarrollan las bases de la tragedia griega a las que se referencia constantemente. Del camino de Hércules, quien tiene todas las señales de su destino durante su viaje (al igual que Peter, y al igual que nosotros) a la imposibilidad de deshacer el destino, que se referencia en ese mismo momento, cuando ante su mirada se interpone el trasero de su compañera de clase, que será la razón por la que acabe en la fiesta que lleva a la muerte (programada) de su hermana. Referencias al sacrificio de Ifigenia enlazan con esta misma idea y dan la réplica a una película con un tema de tragedia similar, la reciente El sacrificio de un ciervo sagrado (2017), con la que comparte una visión demoledora del núcleo familiar.

Todo estaba ahí (II): decodificando el legado

El resto de pistas aparecen en forma de palabras escritas en la pared, triángulos rituales en el suelo de la habitación de la abuela o la descripción de los avatares familiares. Todo se va desentrañando con sentido cuando somos conscientes de que la propia familia es el sacrificio, la herencia de su abuela es hacer que se cumpla su plan incluso después de muerta. Tras fracasar con su hijo, quien terminó suicidándose porque su madre «intentaba meterle espíritus en su cuerpo«, o incluso con su marido, que “se dejó morir de hambre”, presiona a su hija para tener a Peter, pese a que esta no quería, y trata de abortar. Tratando de evitar que su madre se acercara a Peter, permitió que su madre tuviera un papel importante en la educación de su nieta, hasta el punto de amamantarla. El receptor de Paimon debe ser un hombre, -la abuela quería que Charlie fuera un chico, incluso tejió un felpudo con nombre de “Charles”- por lo que el plan de matar a Charlie para traspasar al demonio al primogénito está orquestado con el resto de miembros del culto.

Hay muchos detalles que también muestran el nivel de dedicación de Aster para conectar con sentido su mitología. Por ejemplo, el rey Paimon es el maestro del arte y la ciencia, y tanto Charlie como Annie tienen una inclinación artística, así como Peter, que toca la guitarra. La afición por crear muñecos macabros de la niña no es tanto el pasatiempo extraño de una persona con un problema mental o del desarrollo, tal y como nos sugiere su físico, sino que responden a un deseo, una configuración del tótem que debe hacerse con cabezas de animales o gente. Finalmente, es su cabeza la que aparece colocada en la verdadera efigie del rey Paimon. El hecho de que las tres, abuela, madre y nieta, estén decapitadas, responde al ritual de invocación, en la representación del demonio con corona y encima de un dromedario.

Uno de los detalles que hacen que Hereditary juegue más allá de su dualidad y se conforme como una rotunda propuesta de género, consciente y respetuosa con su tradición, es la bipolaridad del protagonismo de la madre y el adolescente. El conflicto por el que pasa su relación recae en que es un hijo no deseado, aunque sabemos cuáles son las razones por las que esto es así. Aunque descendemos a la locura junto a Annie, también tenemos la paulatina persecución a Peter, que se va cerrando sobre él hasta hacerse imposible de esquivar. Si el destino del héroe de la obra está conectado en cada paso que va dando, el de Annie no está menos dirigido por la serie de conjuros y ritos que Joan ayuda a reconducir. Pequeños acontecimientos, como esa extraña caída del bote de pintura, que no llega a tocar, llevan a encontrar el número de teléfono y volver al plan como una marioneta sin decisión en la casa de muñecas. Incluso es ella quien insiste a Peter que debe llevar a su hermana a la fiesta, lo que la convierte en coadyuvante cómplice de los planes del culto. En un momento de la trama se nos revela que es sonámbula, con lo que parte de ella es consciente del problema y a un nivel remoto sabe que todo lo que quiere su madre está mal, por lo que en uno de esos sueños trató de prender fuego a sus hijos para evitar la resurrección de Paimon. “No estaba tratando de matarte, estaba tratando de salvarte” le dice a su hijo.

La intriga, en apariencia irrelevante e intermitente, de la pérdida del cadáver de la abuela, conectada con el olor que se va haciendo cada vez más insoportable en la casa, hacen pensar a Steve que es Annie quien lo ha llevado hasta allí, acusándola de que estaba ocupada en esa tarea en sus viajes a las sesiones de terapia. Sin embargo, los responsables son los miembros del culto, los que están rodeando la morada constantemente, esperando su momento. Esto también se nos deja entrever en alguna escena particular, como cuando Peter fuma en su ventana y vemos cómo alguien también está echando vapor desde fuera de la casa.

Esta suma de señales hace que podamos diferenciar capas y matices en sucesivos regresos a la película y descubramos que, de alguna manera, la protagonista oculta y real verdaderamente sea Annie, la matriarca que solo vemos muerta, en fotos o representada en maquetas. La paciencia para presentar su gran plan muestra a un director minucioso, consciente de lo fugaz del calado de mucho cine de género. Una nueva voz que, además de provocar una reacción de tormento en el espectador, con un celuloide condenado que conecta con miedos ancestrales, se ha dedicado a cerrar la cuadratura del círculo para que su ópera prima bascule entre la obra con profundidad inherente y la pulcritud formal sin mácula. Una pieza rotunda, con el grado justo entre la complejidad y lo accesible, pero con la suficiente inteligencia como para aguardar el tiempo necesario antes de hacer desfilar su colección de imágenes sobrecogedoras, diseñadas con pregnancia sadiana, y que acaban imprimiéndose en nuestros nervios ópticos y auditivos durante días.

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