Desde los concejales de urbanismo cocainómanos hasta los dictadores aficionados a las sustancias exóticas: los padres de la patria también tienen derecho a un poco de esparcimiento psicodélico de vez en cuando. Y, en ocasiones, la gente hasta se entera de ello.
Es un trabajo estresante, qué duda cabe: cuando el bienestar de tus conciudadanos (según algunos) o las plusvalías de las empresas que te han ayudado a llegar al cargo (según otros) están en tus manos, es inevitable sufrir tensiones que pueden poner en peligro tu equilibrio psíquico, y someter tu cuerpo a tormentos más o menos psicosomáticos. Unos tormentos que cerrarán el círculo vicioso, poniendo en peligro tanto tu continuidad en tu puesto como ese incierto futuro que te aguarda una vez hayas dejado la poltrona. Desde luego, la política no es cosa de debiluchos, pero, cuando las fuerzas flaquean, siempre cabe la posibilidad de recurrir a aquellas aliadas que los cursis llaman “las hijas de la Medicina”, y a las que el vulgo se refiere, lisa y llanamente, como “las drogas”.
¿Hasta qué punto llega el uso de sustancias dopantes en los círculos del poder? Difícil decirlo, al menos si nos referimos a la actualidad. En Europa, estudios como aquellos que encontraron trazas de cocaína en los lavabos del Bundestag alemán (2000), de la Eurocámara (2005) o del Parlamento de Westminster (2013) se suman a acusaciones como las de Emilio Olabarria (PNV) en el caso español, o a las de algunos próceres del sistema político italiano (en 2008, el subsecretario Carlo Giovanardi afirmó que la farlopa corre como el agua en la Camera dei deputati) para darnos a entender que pocos ocupantes de dichos organismos ignoran los usos alternativos de las tarjetas de crédito, de los billetes hechos turulo y del mechero aplicado para desecar el polvillo. Porque, dada la índole de su labor, sus señorías optan (o podrían optar) por los productos de la familia de los estimulantes, esos que te ayudan a vociferar en el hemiciclo.
Ahora bien: aquí hablamos de cifras abstractas, o de acusaciones sin un blanco claro. Son raros casos como el del barón John Buttifant Sewel, miembro de la Cámara de los Lores que abandonó su puesto este mismo año, después de que The Sun le pillara esnifando coca en lencería y acompañado por dos señoritas de vida ligera. Esas voces según las cuales cierto joven y célebre político de derechas se pone más tiros que Harry el Sucio pertenecen al campo del rumor, así como aquellas que achacan el deterioro neurológico sufrido por cierto artífice de nuestra Transición a un consumo voraz de anfetaminas durante los setenta y los ochenta. Sin embargo, los casos expuestos a la luz pública abundan más de lo que parece, y nos permiten ofrecerles este informe. Léanlo con atención y, cuando acudan a las urnas este domingo, recuerden que el candidato de sus amores bien podría estar usando un sobre y una papeleta, no para cumplir con su deber ciudadano, sino para armar unas clenchas como el brazo de un niño.
La loca juventud
“Del porro a la jeringuilla sólo hay un paso”, afirma ese lugar común citado aún por muchos progenitores. Y, para saber que el dicho es incierto cuanto menos, sólo debemos echarle un ojo a la carrera de según qué prohombres, algunos de ellos actualmente en el cargo. Sin ir más lejos, tanto Barack Obama como Bill Clinton admitieron haber consumido marihuana cuando eran unos pipiolos universitarios, y no parece haber indicios de que ninguno de los dos se haya metido picos en los lavabos del Despacho Oval. Cabe señalar, eso sí, una diferencia de actitud: mientras que Clinton se defendió en su día afirmando que nunca llegó a tragarse el humo, el actual presidente de EE UU sí reconoció haber alojado esencias cannábicas en sus pulmones. No sólo eso: durante sus años como estudiante en Hawai, aquel joven Barack Hussein con pelo afro también esnifó alguna rayita que otra “cuando le llegaba el dinero”. Y, de ahí, al Premio Nóbel de la Paz: la próxima vez que sus madres la emprendan con ustedes porque la ropa les huele a verde, recuérdenselo.

«Have you seen the bigger piggies / In their starched white shirts…»
Esa libertad orgiástica que las élites anglosajonas adjudican a los años en el college también ha dejado huella en la carrera de David Cameron. Aunque, en el caso del actual Primer Ministro de Su Majestad, podemos hablar de una vocación precoz: como es bien sabido, un Cameron preadolescente fue sorprendido chusta en mano cuando estudiaba en Eton, el centro educativo por excelencia para el pijerío británico. La transgresión le costó copiar 500 líneas de las Geórgicas de Virgilio, como si fuera el protagonista del School Daze. Tras su ingreso en la Universidad de Oxford, el joven Cameron pasó a ser miembro del Bullingdon Club, selecta institución estudiantil en cuyo seno podría haberse dado a excesos fumetas y esnifadores (con Supertramp como música de fondo, nada menos), así como a anticipar el episodio inaugural de Black Mirror haciéndole cochinaditas orales a un cerdo muerto. En fin: eran los ochenta.
Al igual que los casos de Clinton, Obama y Cameron, otras aventuras psicodélicas de personajes del foro son medianamente conocidas. Aun así, sorprende saber que la ultraconservadora Sarah Palin también le dio al ‘cigarrito de la risa’, experiencia que comparte con ‘halcones’ del Partido Republicano como Newt Gringrich o Rick Santorum. El ejemplo más destacado, eso sí, podría haber sido George W. Bush: durante los 70, mientras su papá (y también futuro mandatario) George H. W. Bush estaba ocupado con sus cosas de la CIA, el que habría de regir los destinos de EE UU entre 2001 y 2009 vivía un largo período vital marcado por el alcohol, según ha reconocido, y también por la farlopa y la maría, según fuentes aún por confirmar. Para alegría de todos, el joven Bush acabó superando sus toxicomanías gracias a una conversión religiosa.
Flipando en el gabinete

The War On Drugs.
Los años pasan, los círculos del partido de turno dan su visto bueno, la campaña electoral sale bien y, voilá, ya tenemos al ex joven bandarra convertido en todo un prócer. ¿Significa eso que debe interrumpir su consumo de tóxicos? No necesariamente. Digamos que, una vez aposentado en el sillón, sus hábitos pueden mantenerse, si bien reemplazando los estupefacientes por otros productos que ayudan a mantener la mente más despierta.
En esta especialidad, el plusmarquista absoluto podría ser John Fitzgerald Kennedy. Esto no sólo se debería a su natural inclinación por la farra, aunque también, sino especialmente a una salud quebradiza: su kilométrica lista de patologías abarcaba desde trastornos del aparato digestivo hasta la osteoporosis, pasando por esa enfermedad de Addison provocada por el exceso de medicación y a la que debía, irónicamente, el saludable color tostado de su piel. [pullquote align=»right» cite=»» link=»» color=»» class=»» size=»»]Durante su mandato, ‘JFK’ consumía un menú en el que figuraban el Librium, el Ritalin, la metadona y los antipsicóticos.[/pullquote]
La suma de todos esos alifafes justifica de sobra el recurso a la medicación. Pero, aun así, da un poco de reparo pensar que ‘JFK’ se enfrentó a la Crisis de los Misiles bajo los efectos, no ya de analgésicos, antiespasmódicos y corticoides, sino también del Ritalin (la droga que hacía alucinar a la hermanita de Pecker), de benzodiacepinas como el Librium, de la metadona, de aquellos barbitúricos que tanto se estilaban en los años de Mad Men y de unos antipsicóticos recetados para combatir los cambios de humor resultantes de semejante cóctel químico. ¿Que todas esas drogas estaban (y están) registradas en el vademécum, y que le habían sido recetadas por sus médicos personales? Pues sí. Pero drogas eran, al fin y al cabo.
Otra político que recurrió a drogas legales en un momento de crisis fue la inigualable Margaret Thatcher. En esta ocasión hablamos de la Guerra de las Malvinas, afrontada por la primera ministra a base de cantidades industriales de gin tonic, whisky con soda e inyecciones de vitamina B12. La insomne (cuatro horas de sueño por jornada) e hiperactiva ‘Maggie’ sólo seguía así las huellas de predecesores ilustres como Winston Churchill: a fin de espantar esa depresión a la que apodaba “el perro negro”, Sir Winston cultivó durante su vida una dipsomanía muy democrática que le permitía pasar del Johnny Walker al champán Pol Roger, al brandy y a bebidas más linajudas como el sherry y el Oporto de sus antepasados. Menos mal que su hígado de acero le volvía inmune a los resacones, porque lo más crudo del blitz, con los Heinkel y Junker alemanes dejando Londres como una escombrera, no debía ser un momento óptimo para pasarlo en la cama trasegando zumito y aspirinas.
Llegados hasta aquí, cabe preguntarse si algún primer ministro, presidente o similar ha sido sorprendido alguna vez dándole a temas peor vistos por la ley y las costumbres. En este caso, nos tememos, la cosa está cruda: si bien el recuerdo de un Mariano Rajoy exclamando “¡Viva el vino!” o de ese José María Aznar que espetaba “Las copas de vino que yo tengo o no tengo que beber déjame que las beba tranquilamente” puede movernos a la hilaridad, carecemos de datos sobre si políticos de rango parecido se han puesto unas lonchas o tragado unas pastillitas antes de un consejo de ministros.
Así las cosas, debemos bajar unos peldaños en el escalafón para encontrarnos con Marion Barry, alcalde Washington DC que le daba al crack como si no hubiese un mañana, hasta el punto de ser arrestado en 1990 por sus propias fuerzas policiales en comandita con el FBI. Señalemos que Barry retomó su carrera política tras cumplir seis meses de cárcel, y fue reelegido para el cargo en 1995. Otro primer edil aficionado a chupar la “polla del diablo” (simpático apodo que recibe la pipa de crack en lo más crudo del gueto) fue el canadiense Rob Ford, alcalde de Toronto cuya politoxicomanía, en la que también había hueco para la heroína, la marihuana y la coca, le llevó a entrar en tratos poco santos con bandas de traficantes. Antes del inevitable arresto, un Ford aún con banda y vara había protagonizado pintorescos incidentes previamente a los cuales se había encerrado durante horas en el cuarto de baño más próximo.
El caso español: grandes aspiraciones

Rodrigo de Santos: un padre de familia ejemplar.
¿Y en España? Pues también, ¡faltaría más! Nuestro rico panorama de diputaciones, parlamentos autonómicos, subsecretarías y ayuntamientos nos ofrece ejemplos a granel. Un caso particularmente entrañable es el de Javier Rodrigo de Santos, joven promesa del Partido Popular cuya carrera se fue al traste en 2008 por haberse pulido 50.000 euros del Ayuntamiento de Palma de Mallorca (si decimos que uno de sus muchos cargos era el de presidente de la Delegación de Urbanismo, ¿sorprende mucho?) no sólo en gramos y más gramos de polvo blanco, hasta 22 al día, sino también en chaperos de tierna edad. Una vida de disipación impropia de un señor casado, con cinco hijos y hondamente religioso.
Las gafas de sol y la mandíbula tensa de Francisco Guerrero (PSOE), aquel alto cargo de la Junta de Andalucía tan aficionado a los ERE fraudulentos como a compartir tiritos con su chófer, también son ya tesoros iconográficos de nuestra democracia. Desde la barra de El Caramelo, un bar de copas en el que gustaba de despachar sus asuntos, Guerrero usó a manos llenas los fondos del erario público para mantener sus fosas nasales bien provistas, e incluso podría haberle concedido una subvención de 300.000 euros a su camello de confianza para que éste montara una casa rural. Eso sí que es una buena relación entre proveedor y cliente, no digan que no.
También por latitudes sureñas nos encontramos con Enrique Bolín, ex senador del PP y ex alcalde de Benalmádena que, cosa rara en los de su gremio, gustaba de combinar el consumo de cocaína con el de hachís: tras sufrir en 1989 un arresto propio de Corrupción en Miami a bordo de su yate, en el que le fueron incautados 28 gramos de farla y una cantidad no especificada de grifa, Bolín fundó su propio partido político para así aspirar (ejem…) a la alcaldía del municipo malagueño. Al igual que Marion Barry, este edil sorprendió al mundo ganando las siguientes elecciones y manteniéndose como un recordman del magoneo urbanístico (ahí están las hemerotecas) hasta que, en 2008, un asuntillo de licencias no conformes a derecho le granjeó ocho años de inhabilitación. Los cuales, por cierto, se cumplen en 2016. Seguro que Enrique ya está enrollando un billete de 500 para celebrarlo.
Dejamos de lado otros casos igualmente entrañables, como el de Gustavo Hernández (alto cargo del PP en Ciudad Real, lo bastante pardillo como para hacerse mandar la materia colombiana por correo) y nos fijamos en el que podría ser el último ejemplar de esta fauna esnifadora. Con énfasis en el “podría”, porque no está claro si la foto que puso en un brete a José Vicente Adsuara, un señor que llegó a ostentar hasta seis concejalías (mas el puesto de teniente de alcalde) en la localidad castellonense de Nules, le mostraba usando una tarjeta de crédito para disponer en forma de línea pequeñas cantidades de una sustancia alta en alcaloides.
“@laccent: Passen suposada foto del regidor de Turisme de #Nules (PP) preparant ratlles de cocaïna. pic.twitter.com/3SFBOkul0A” @toninievas
— manu (@nleunam) abril 23, 2014
Es verdad que, como mantuvo el propio Adsuara, todo podría ser parte de una broma inocente, pero las cosas son como son: a los españoles, la estampa de un señor engominado y trajeado en según qué actitudes nos hace exclamar un “¡Haztelas gordas!” casi sin pensarlo. Así de malacostumbrados estamos.
Si bien en algunos casos pueden ser llamativos, incluso espectaculares, todos estos casos acaban resultando tibios. No digamos cuando, en lugar de a la poderosa fariña, los ediles de turno aparecen asociados a sustancias de daño leve: historias como la de aquel concejal y aquella concejala del PP leonés (pareja sentimental, además) que devolvieron sus actas tras ser pillados transportando un kilo de marihuana pueden suscitar poco más que risas flojas. Porque una cosa es una munícipe del Maresme como Antonia Benítez (alcaldesa de Sant Cebrià de Vallalta), que habría cultivado ganja en una de sus fincas hasta que un vecino exconcejal de CiU decidió chivarse, y otra un sátrapa capaz de darse a los mayores excesos de la química mientras su pueblo agoniza a las puertas del palacio presidencial. Ahí, como diría un vecino nuestro mientras nos recomienda a su dealer, es donde está la calidad.
Dictadores con barra libre
Cuando la separación de poderes es una filfa y uno tiene la totalidad del estado sujeta con puño de hierro, nada le impide entregarse a todo tipo de excesos. Incluyendo, claro, los excesos químicos. Salvando los abundantes casos de alcoholismo entre los grandes líderes de la antigüedad (ahí quedan, por poner un ejemplo, las paroxísticas cogorzas de Alejandro Magno) podemos decir que la cosa empieza con el primer dictador en el sentido moderno del término: durante su campaña de Egipto, Napoleón Bonaparte descubrió en el opio un eficaz remedio para los dolores de su úlcera, perseverando en su consumo hasta el punto de que un panfleto inglés de 1804 le adjudica el alias de “Opium Bonaparte”.
De esta manera, y según las interpretaciones más rebuscadas, la lentitud de reflejos mostrada por el Gran Corso en Waterloo podría haberse debido a la aplicación de un analgésico empleadísimo por los galenos de la época, básicamente porque apenas había otros. Contando con este precedente, no sorprende conocer la buena relación de Adolf Hitler con ese preparado a base de metanfetamina llamado ‘vitamultina’, que su médico Theodor Morell le administraba generosamente en conjunción con una farmacopea de la cual formaban parte la cocaína, la belladona, la morfina, la estricnina y un compuesto de bacterias desecadas para los gases (un cuesco en el búnker de la Cancillería debía oler lo suyo) bautizado poéticamente como ‘Mutaflor’.
Dados los precedentes napoleónicos y hitlerianos, sumados a la habitual galaxia de rumores que suele proliferar en torno a cada Líder Supremo, Gran Timonel y similares, no es extraño que muchos dictadores arrastren consigo leyendas que les señalan como drogatas de tomo y lomo. Así, es fácil leer que Francisco Macías Nguema se ponía fino a base de cannabis (en forma de infusiones) y de iboga. Bajo los efectos del THC y de la ibogaína, afirman, el ‘Líder de Hierro’ de Guinea Ecuatorial ordenó las ejecuciones en masa y las medidas delirantes a las que debió su fama una vez que la descolonización le dio acceso a la poltrona. Sobre su sobrino Teodoro Obiang, que le sucedió en 1979 tras el inevitable golpe de estado y la subsiguiente ejecución, sólo circulan aquellos rumores que le señalan como un destacado mecenas del narcotráfico en África Occidental. Más alegrías nos da el hijo y posible sucesor de este último, el influyente Teodorín Obiang, quien fue detenido en el aeropuerto parisino de Orly en 1995 con un copioso cargamento de mandanga.
Siguiendo con la rumorología, podemos recordar las voces según las cuales Muammar El Gadafi lucía un rostro tan pocho en sus últimos años como consecuencia de la cocaína y los barbitúricos, dos sustancias que ligan fatal con la leche de camella. O, tirando ya a lo extremo, mencionar a Saparmurat Niyazov, líder supremo del Turkmenistán desde 1990 hasta su muerte en 2006. Antiguo cuadro medio del PCUS, Niyazov no sólo habría aprovechado el derrumbamiento de la Unión Soviética para convertirse en sátrapa con derecho a estatua gigante, sino también para dar rienda suelta a su afición por el jamaro, producto en cuyas rutas comerciales su país juega un papel muy destacado. Más puesto que Johnny Thunders en sus mejores tiempos, el apodado ‘Turkmenbashi’ (‘Padre de los turcómanos’) habría dado así con hallazgos tan geniales como un nuevo alfabeto y un nuevo calendario para su pueblo, amén de con una política interior que le llevó a batir récords (por lo bajo) en las listas de Amnistía Internacional. [pullquote align=»right» cite=»» link=»» color=»» class=»» size=»»]Las toxicomanías de los dictadores afines a EE UU sólo suelen trascender cuando éstos caen en desgracia.[/pullquote]
Aun así, insistimos en que todo esto son habladurías. Habladurías que, además, suelen omitir tanto a los jerarcas del antiguo bloque comunista (los veteranos de Octubre, suponemos, estaban ya más para el Gerovital) como, y esto es lo más interesante, a aquellos regidores latinoamericanos que tanto hicieron en pro de la política exterior de EE UU. Si ustedes esperaban leer aquí historias sobre Jorge Rafael Videla (paisano de Maradona, al fin y al cabo) planificando la Guerra Sucia con la ayuda de apliques nasales, o de los jóvenes cachorros del pinochetismo recurriendo al mismo sistema para desentrañar las teorías de Milton Friedman, olvídense. Ahora bien: cuando uno de estos valiosos activos del Departamento de Estado cae en desgracia, pues tenemos historias tan edificantes como las del panameño Manuel Antonio Noriega, igualmente aficionado a la santería y a la coca.
Pero, pese a lo divertidas que pueden resultar, las historias acerca de dictadores toxicómanos nos llaman menos la atención que aquellas transcurridas en democracia. Para empezar, porque sus protagonistas suelen carecer de toda picaresca. Y, para seguir, porque la autocracia le priva a uno de esa sensación tan bonita que supone traicionar la confianza del ciudadano, disponiendo del erario público con liberalidad mientras extiende rayas kilométricas sobre una mesa de la casa consistorial (o presidencial). Pero lo peor, lo más indignante de todo, es que ni los cargos electos ni aquellos que han llegado al poder por la fuerza de las armas comparten aquello de lo que se meten. Serán tacaños…
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