‘Alta fidelidad’: Dos décadas en busca de la playlist definitiva

Han pasado 20 años del estreno de la película de Stephen Frears, y 25 de la publicación de la novela de Nick Hornby. El aura de clásico ya no hay quien se lo quite, ¿pero qué tal ha envejecido? ¿Sigue comunicándose igual de bien con el público? Al hilo del estreno de la nueva serie de Hulu, discurrimos qué hacer con el legado de Alta fidelidad.

(Este artículo contiene spoilers serios de Alta fidelidad -novela, película y serie-, ligeros de 500 días juntos y Juliet, desnuda, y uno muy mínimo de una novela llamada Lena y Karl)

Hacer una lista de reproducción es un arte delicado”, nos cuenta Rob Brooks (Zöe Kravitz) al comienzo del segundo episodio de Alta fidelidad, estrenada el pasado 14 de febrero en Hulu. En esta sentencia encontramos ecos de otros Robs: del Rob Fleming de la novela homónima publicada en 1995, del Rob Gordon interpretado por John Cusack en el la adaptación cinematográfica del año 2000 y de, aunque no se llame Rob, el Nick Hornby que ejerció de artífice del fenómeno.

Hornby siempre ha sido consciente de la importancia de una playlist, y de lo épico y disciplinado que ha de ser el esfuerzo que la ponga en pie. Puestos a ello, es imprescindible hacer todo lo posible para que la selección definitiva, ya esté contenida en un CD, una cinta de casete o una lista de reproducción en Spotify, sea perfecta. Orgánica. Cuente una historia. Porque muchas veces (todas las veces) diseñar esta compilación es un acto de amor hacia la otra persona, o de amor hacia ti mismo. O de amor, así en general. Amor que busca un destinatario.

La obsesión compartida por los Robs no les pertenece sólo a ellos dentro del audiovisual contemporáneo, y dependiendo del producto encuentra otras formas de establecer la relación del protagonista con la música. Este personaje va a estar definido forzosamente por aquello que consume, teniendo la opción de moldearlo para regalárselo a alguien y fortalecer un vínculo emocional. El Awesome Mix de Peter Quill (Chris Pratt) en Guardianes de la galaxia (2014) lo ata a su madre muerta y a la Tierra que abandonó. La cuidadosa playlist que Baby (Ansel Elgort) siempre tiene a punto en el coche ilustra sobre su traumática relación en el pasado, detallando el background de Baby Driver (2017). El Barney Stinson (Neal Patrick Harris) de Cómo conocí a vuestra madre (2015) tiene una lista de canciones única, porque esta siempre —contraviniendo las indicaciones de los dependientes de Championship Records— va hacia arriba. Convencido de que sus amigos, ante cuyo afecto siempre se ha sentido inseguro, van a saber apreciarlo.

Regalando una playlist te regalas a ti mismo. Regalas una porción de tu mundo interior, y permites con ella que una persona afortunada pueda entrar en él y maravillarse del excelso gusto que lo ha manufacturado. Las playlists, según los Robs, nos definen. Definen nuestras relaciones. Que lo hagan mejor o peor era algo que Nick Hornby se propuso explorar a mediados de los noventa con su primera obra de ficción. Antes había publicado dos ensayos relacionados, precisamente, con cosas que le apasionaban —uno sobre literatura estadounidense y otro sobre fútbol, Fever Pitch, que daría pie a dos adaptaciones al cine—, y cuando escribió Alta fidelidad dio con un ambicioso tratado sobre la cultura pop según la perspectiva de su cliente más favorecido: el varón blanco heterosexual. La novela se vendió, la adaptación de Stephen Frears acabó por consolidar su influencia, y que años después diera lugar tanto a un musical de Broadway como a una serie de televisión no hacía sino constatar lo evidente: Alta fidelidad es un clásico moderno. Cabe preguntarse, sin embargo, cómo ha sido esto posible.

¿Cómo es posible que sigamos hablando de Alta fidelidad teniendo en cuenta su estrecho localismo temporal, lo explícito de sus referencias y lo limitado de su punto de vista? ¿Cómo es posible que pueda llegar a emocionar tanto a un millenial, como el que escribe estas líneas, que en su vida ha comprado un vinilo y ni siquiera recuerda la última vez que adquirió música en formato físico? Puede deberse a que, más de dos décadas después, seguimos viviendo en una era determinada por la multirreferencialidad y a que, quizá, el paso del tiempo ha ido blindando su auténtica relevancia. 

De las páginas a la pantalla

Es esencial examinar Alta fidelidad —en tanto a película, que es a lo que se atendrá mayormente el artículo— desde una génesis que vaya más allá de Nick Hornby, aun cuando su pensamiento alcance a calibrar el fenómeno mucho después del estreno del film, como se verá. Pero el caso. La primera persona que tuvo la posibilidad de adaptar Alta fidelidad al cine fue Scott Rosenberg

¿Y quién es Scott Rosenberg? Actualmente, el guionista que está detrás de películas tan simpáticas, por definirlas de algún modo, como Venom (2018) y Jumanji: Bienvenidos a la jungla (2017). En los años 90 era uno de los protegidos de Harvey Weinstein —a cuyo posterior escándalo dedicó un texto tan desquiciado como esclarecedor vía Facebook—, gracias a Cosas que hacer en Denver cuando estás muerto (1995) y, esta nos interesa más, Beautiful Girls. Estrenada en 1996, supone un film francamente incómodo de ver hoy en día, no tanto por el rechazo que despierta al instante la relación entre una Natalie Portman de 15 años y Timothy Hutton —acusado hoy en día de haber violado a una menor a principios de los ochenta—, como por otro tipo de cuestiones que reflejan algo mejor lo limitado que es, o debiera ser, su arraigo en la memoria cinéfila.

Puesto que lo de Portman tiene una coartada a nivel simbólico e incluso autoconsciente —ya hay referencias explícitas a Roman Polanski—, lo más llamativo de Beautiful Girls es cómo el esfuerzo que Rosenberg hace por retratar la inmadurez masculina termina conduciendo a un solipsismo extremadamente pueril, ejemplificado por un monólogo de Rosie O’Donnell sobre las “mujeres de verdad” que debería bastar por sí solo para prohibirles hacer más cine a los heteros. Dicho de otro modo, a Rosenberg le interesaba la crisis del hombre moderno y conocía bien sus vericuetos, pero era incapaz de situarlas en un escenario real, reconocible, habitado por personas (locura) de un género distinto. 

Lo que nos lleva a Alta fidelidad. El libro de Nick Hornby, en primera instancia, toca muchos de los temas de Beautiful Girls, como son el miedo al compromiso, la crisis de los treinta o el valor de la música para hacer confluir inquietudes individuales —no en vano la escena más famosa del film dirigido por Ted Demme es aquella en la que los intrépidos manbabies destrozan Sweet Caroline en el bar—. Y sin embargo, el libro de Nick Hornby tiene algo que Beautiful Girls insinúa, pero nunca llega a abrazar del todo: una amarga y feroz autocrítica.

Adaptar de una forma conveniente Alta fidelidad suponía meterse en unos fregados relacionados con los dobles sentidos y el narrador no fiable que quizá eran demasiado procelosos para Rosenberg, y por ello acabó embarcado en el proyecto el trío formado por John Cusack, Steve Pink y D.V. Vicentis. Colegas de la universidad, melómanos todos ellos, que en 1997 habían firmado el guión de Un asesino algo especial. Cusack, Pink y Vicentis pillaron al vuelo lo que quería decir Hornby —evidentemente, porque todos ellos se sentían un poco Rob—, y sobre el tratamiento de Rosenberg trazaron un guión escrupulosamente fiel a la novela, sin divergencias en el tono pero con tres únicas modificaciones. Dos de ellas, como cambiarle el apellido a Rob Fleming por Gordon y algunos de sus fetiches musicales, era insignificantes. La otra no tanto.

La novela Alta fidelidad está ambientada en Londres, mientras que los acontecimientos de la película tienen lugar en Chicago. Puede parecer un cambio superficial, pero el (re)visionado del film teniendo el libro reciente nos indica lo contrario. El espíritu de la capital británica, con su grisáceo trajín y su lluvia pertinaz, subraya la miserable decadencia de las criaturas de Hornby, mientras que en Chicago —donde también llueve lo suyo, por lo visto—, este mismo espíritu deviene más amable. Melancólico, antes que deprimente.

Si le sumas a esto que nadie se moja bajo un chaparrón con la clase de John Cusack, te encuentras con el hecho de que en muchas ocasiones Alta fidelidad parece concebida como una comedia romántica, y la virulencia de algunos de los chistes de Hornby termina deslucida. Un par de ejemplos al azar: cuando Rob incurre en comportamientos tan cuestionables como gritarle “puta” a una de sus novias desde la calle o desdeña la confesión de otra ex de que por culpa suya sufrió una violación, el carisma de Cusack (y el escenario que lo enmarca) logra que lo veas como faltas menores. Con un encogimiento de hombros mientras dices “este Rob, cómo es”.

Detalles que no bastan para pensar, en cualquier caso, que Cusack y sus colegas perdieran el rumbo mientras escribían el guión. La película de Alta fidelidad sabe muy bien a qué juega, e incluso se muestra preocupada por las limitaciones que pueden cercar al medio audiovisual cuando la misma actitud que se quiere criticar es aquélla que practica su protagonista y narrador. Por eso Stephen Frears acaba colocando en primer plano a Rob diciendo “soy un gilipollas”, y por eso Hornby quedó encantado con el film, diciendo que “parece que el protagonista esté recitando mi libro”.

Nick Hornby

Sin embargo, y pese a lo mucho que se esforzaran sus responsables, el tiempo ha pasado, y la naturaleza del debate cultural ha perfilado una duda indispensable, formulada hoy en día con más fuerza que nunca. “¿Disculpa lo suficiente Alta fidelidad a su protagonista?”, sería la pregunta que vertebra el actual debate sobre el film de Frears, en lugar de la más legítima “¿por qué debería importarnos un carajo otra historia autocomplaciente protagonizada por un señoro triste?”. Y esa, desde luego, sí que es una que merece la pena intentar responder.

No more Mr. Nice Guy

¿Quién es Rob Gordon? ¿Por qué, pese a lo cristalinamente que se revela como un perfecto imbécil ante un espectador determinado (dejaré que aquí se incluya quien quiera), reviste tanto interés su figura? Fruto de su extremo egoísmo, podríamos empezar diciendo que es un hombre incapaz de llevar una relación afectiva de manera decente. No tiene amigos, las únicas personas que le soportan en el día a día son sus empleados, es mezquino con todo el mundo y sin embargo, como cualquier ser humano, cree que el amor puede hacer su vida más llevadera. Pero no cualquier amor. Una idea concreta del amor, que ha ido diseñando para sí mismo, primorosamente, a lo largo de toda una vida de consumo cultural. Una idea concreta, impracticable, cuyos aparatosos amagos de ejecución son capaces de hacer daño a un creciente número de personas.

¿Un chaval sensible, de físico poco amedrentador, considerable ingenio, interesado por el pop, para quien la idea de amor se confunde siempre con la del amor romántico? Está claro que hablamos del tropo del Nice Guy, al cual hace algunos días el recomendable canal de YouTube The Take dedicaba un completo análisis. Según este videoensayo, dicho lugar común narrativo puede llegar a remontarse al Scottie interpretado por James Stewart en Vértigo (1958), pero en los años ochenta pasa por una prueba de fuego enormemente sintomática.

En los primeros pases de La chica de rosa (1986), Duckie (Jon Cryer) terminaba quedándose con Andie (Molly Ringwald). La recordada película escrita por John Hughes culminaba así los esfuerzos de Duckie por escapar de la friendzone, que a medida que transcurría el metraje se iban haciendo más agresivos y amenazadores, desbaratando su fachada de “buen chico”. ¿Y qué ocurrió en estos primeros pases? Que el público aborreció ese final. En los esquemas de la época, el nice guy que encarnaba Jon Cryer de forma cuasi pionera ya era recibido con rechazo, pues su fachada atolondrada no engañaba a nadie: Andie no merecía quedarse con semejante pelmazo, y por ello el final se cambió al propio Duckie animando a su amiga a que corriera a los brazos de Andrew McCarthy

En años posteriores Ringwald trataría de restar importancia a este episodio revelando que a ella siempre le había parecido que Duckie era secretamente gay (ejem), pero lo haría una vez el tropo ya estaba plenamente asentado, y sólo cambiaba la postura que decidía tomar la película con respecto a él. En lo que respecta al público, esta siempre solía ser la misma: entre la condescendencia por sentirse vagamente increpado, y la abierta burla. Un zeitgeist transversal a las décadas que, en su vertiente televisiva, condujo a personajes paradigmáticos como el Ross (David Schwimmer) de Friends (1994), el Dawson (James Van Der Beek) de Dawson crece (1998), el Seth Cohen (Adam Brody) de The O.C. (2003) o el Ted Mosby (Josh Radnor) de Cómo conocí a vuestra madre.

Todos ellos estaban enunciados como encantadores e inofensivos, aunque con la suficiente manga ancha como para, de vez en cuando, convertirse en el blanco de las bromas. Sin embargo, una vez llegado el siglo XXI audiovisual algo cambió, y los guionistas empezaron a jugar otras bazas. Prefirieron explorar entonces las connotaciones inquietantes del tropo —Oscar (Jason Sudeikis) en Colossal (2016), Joe (Penn Badgley) en la serie You (2018), el nazi de Fredrick Zoller (Daniel Brühl) en Malditos bastardos (2009)—, o bien utilizarlos como reflexiones en torno a la neurosis masculina, que es donde entra Alta fidelidad pero también, y aquí teníamos que llegar tarde o temprano, (500) días juntos (2009).

El vínculo de(500) días juntos con Alta fidelidad es incontestable, y para demostrarlo no hay más que comparar las frases que presentan a los protagonistas de uno y otro film. Rob Gordon, como narrador, se pregunta “¿Qué fue antes, la música o la miseria?”. La voz en off de la película de Marc Webb introduce a su protagonista, el Tom de Joseph Gordon-Levitt, con la siguiente frase: “Tom empezó a creer en el amor romántico tras escuchar mucha música pop y hacer una lectura errónea de El graduado”. Ambas películas construyen a su protagonista de un plumazo, describiendo con una única y certera imagen que no conciben sus emociones sin aquella música (o cinefilia desencaminada) que les ha dado herramientas para comprenderlas. La diferencia es que, como en (500) días juntos lo desvela un narrador anónimo y no el protagonista, se podría decir que el film de Webb va más de cara… pero tampoco impediría que siguiera ejerciendo de refugio para hombres despechados a más de diez años de su estreno.

En este tiempo nunca hemos dejado de hablar de (500) días juntos y esto, más allá de la rotunda calidad que atesora el film de Webb, puede deberse a dos motivos. Para empezar, a que los guionistas Scott Neustadter y Michael H. Webber no fueron tan claros a la hora de delimitar su tesis como pretendían. Quizá porque se pasaron de listos —esa carta de presentación con “Jenny Beckman puta” hacía más mal que bien—, pero eso no evita que en otros apartados el film sea infatigablemente unívoco, lo que nos conduce al segundo motivo: (500) días juntos retrata una neurosis masculina que aún dista de parecer superada, y que obviamente está emparentada de forma directa con la de Rob Gordon.

La idea del amor que guía al nice guy no ha salido de la nada, como bien indicaba el narrador al inicio de la película, sino que se ha configurado a partir de sus hobbies: los mismos que lo absorben todo y destruyen la comunicación con aquella persona a la que se ha hecho beneficiaria de ese amor obsesivo —o, por volver al inicio del texto, de esa playlist—. La imposibilidad de esa comunicación, y la cerrazón emocional que la produce, determina el devenir de los acontecimientos de (500) días juntos, y encuentra una exposición sintética en la famosa escena donde Tom, después de haber tenido sexo con Summer (Zooey Deschanel en plena deconstrucción de la manic pixie dream girl), improvisa un baile por la calle al que le acaban acompañando los demás transeúntes. La euforia de Tom, al igual que su construcción de la idea de quién es Summer y sus deseos, vuelve a canalizarse a través de sus fetiches. Una canción pegadiza, el número musical de alguna película de Hollywood, Han Solo guiñándole un ojo diciendo “buen trabajo”, un pajarillo de Disney sobrevolando el percal.

Este desesperado ancla en referencias que ayuden a entender lo que le pasa se combina con otro equívoco que marca la relación de Tom con Summer (y la de Rob con todas sus ex): creer, parafraseando a Chloë Grace Moretz, “que si a ella le gustan las mismas mierdas que a ti significa que estáis hechos el uno para el otro”. La identificación de Summer con el amor de la vida de Tom se ajusta a muchos checks en la lista personal del prota, pero sobre todo se debe a que le gustan los Smiths. El fracaso es inevitable, y el arco de personaje de Tom pasa por asumir que el curso natural de la vida es el caos y no la estructuración perfectamente calculada, matemática, de una melodía o una película que sabe muy bien dónde introducir los clímax emocionales.

La importancia de las estaciones del año en el film de Webb alude, por tanto, a la transitoriedad, a la escasez de certezas en la vida y especialmente en el amor, y es curioso que la forma en la que Tom le hace frente una vez ha descubierto su miopía sea la misma que se esboza en los arcos de Rob Gordon y Ted Mosby: centrarse en una carrera como arquitecto. Puede que la arquitectura, en la mente de estos guionistas intensitos pero dolorosamente deconstruidos, fuera la salida más cercana a un mantenimiento del control. Al encuentro de un sentido.

Todo esto está muy bien, pero el caso es que Rob no se ajusta exactamente al tropo de nice guy. Sus similitudes con Tom están fuera de toda duda, pero hay un rasgo que no comparte con el personaje de Gordon-Levitt: el miedo al compromiso. Pese a su insistencia en que no quiere nada serio, Tom visualiza al instante a Summer como su esposa, como su ama de casa, como la madre de sus hijos, y Rob es capaz de hacer eso, pero no de tomar medidas que puedan desembocar en dicho escenario. La inmadurez emocional del protagonista de Alta fidelidad está diseñada de otra forma, y choca estrepitosamente con esos nice guys que no dejan de ser también, como radiografiaba Alberto Moreno, Perfectos Yernos en Busca de Suegra. La mezquindad de Rob va más allá, a un extremo acaso sorprendente para los estándares actuales, y tiene que ver, como tantas cosas en la vida, con un asunto generacional. Con el hecho de que Rob, y Alta fidelidad en su totalidad, son hijos tardíos de los noventa y de la Generación X.

Lo único que nos queda es consumir

Y todavía se preguntan por qué los que tenemos veintitantos años nos negamos a trabajar ochenta horas semanales para poder comprarles sus coches BMW (…) Como si no les hubiéramos visto pisotear su revolución con un par de zapatillas deportivas. Pero la pregunta sigue en pie, ¿qué vamos a hacer ahora? Queridos compañeros, la respuesta es sencilla, la respuesta es… no lo sé (Discurso de Lelaina -Winona Ryder- al comienzo de Bocados de realidad, 1994)

En la actualidad nada nos une más que el consumo. Ya sea desde la intimidad del hogar o las celebraciones desvirtuadas que a veces se permite la propia cultura pop —con el gigante de hierro de Ready Player One utilizado como una máquina de guerra para contradecir al film de Brad Bird—, los seres humanos de la sociedad capitalista trazan sus caminos, sus relaciones y sus guerras ideológicas a través de un común caudal pop. Una memoria colectiva cambiante, conflictiva según la evolución o involución de la mirada, que por mucha agitación a la que sean sometidos sus tótems puede ser explicada en última instancia, al igual que las tribulaciones de todos los protagonistas masculinos estudiados, desde el consumo. Esto pasa ahora, pero también pasaba en las postrimerías del siglo XX, con diferencias específicas que identificaban a la Generación X como suponían el conformismo, el cinismo medular y la exaltación despolitizada del yo.

Obviamente aquí hay un poco de análisis sociológico fácil y un mucho de generalización, pero por ir acotando y no pecar demasiado de millennial listillo basta acudir a las películas más influyentes de la década que Alta fidelidad estaba llamada a clausurar. Slacker (1990), Trainspotting (1996), Solteros (1992), El mundo de Wayne (1992), la antológica y ridícula Bocados de realidad de Ben Stiller. Todas daban cuenta de una apatía juvenil muy concreta, extraída de un ecosistema uniforme donde el progreso profesional no servía para jerarquizar esfuerzos o valías individuales tanto como el capital cultural. O, lo que es lo mismo, que tu gusto fuera mejor que el del otro.

En este escenario tu identidad ya estaba asociada a tu consumo: tu forma de ser, y perdonad si esto suena un poco a soflama de Tyler Durden, era la música que escuchabas, las películas que analizabas y los libros sobre los que pontificabas, y la formación de un criterio en medio de esta monumental cantidad de oferta era lo máximo a lo que podías aspirar. Un criterio, a ser posible, excluyente. Elitista. Dejando bien marcada la noción del otro.

Tanto el Troy que interpreta Ethan Hawke en Bocados de realidad como los dependientes de Championship Records de Alta fidelidad odian el Baby I Love Your Way de Peter Frampton. Es un detalle tan significativo como otro cualquiera, pero las películas de Stiller y Frears coinciden en asociar esta melosa tonadilla con la amenaza de una pérdida de la “autenticidad”, valor intangible que era buscado desesperadamente por los tipos como Rob. Y no sólo tipos, ya que sin salir de Bocados de realidad encontrábamos en ella al personaje de Vickie (Janeane Garofalo), con tanto miedo al compromiso y tanto empeño por listar las personas con las que se había acostado como nuestro antihéroe favorito.

En 1995 Nick Hornby escribió Alta fidelidad con la conciencia de que el consumo cultural había determinado para siempre las relaciones sociales y años después, por mucha crítica del fenómeno que quisiera hacer con su primera novela, asiste dócilmente a la perpetuación de esta dinámica. “No comparto necesariamente eso de descalificar a alguien por su mal gusto, pero lo entiendo”, declaraba durante una entrevista con Terry Groff grabada el pasado febrero. “Es más prometedor fortalecer relaciones a partir de puntos de contacto que no estén basados en el gusto pero, a la hora de empezar con una, este tipo de cosas son muy importantes”.

La actual diplomacia de Hornby daba pie dentro de Alta fidelidad a la frase “no importa quién seas, sino las cosas que te gustan” que presenta al lector el discurso central de la obra: cómo nuestra exposición a las corrientes culturales ha herido de muerte nuestras redes de afectos y nuestra capacidad de comunicarnos con nosotros mismos. Y es un discurso valioso, sin ninguna duda, que hace poco BoJack Horseman, entre otras ficciones, conducía a sus últimos extremos. También es un discurso, evidentemente, muy apegado a un género y sexualidad determinadas, y a un marco sociocultural cuya variable más significativa, en los noventa, tenía que ver con el capital a secas. Esto es: que el gusto no se generaba sólo amparado por la experiencia y la curiosidad, sino también por un esfuerzo físico y económico. Esta es la razón por la que Rob Fleming/Gordon regenta una tienda de discos.

El coste material es inseparable de ese gusto sagrado que ha de guiar, en el cosmos de Alta fidelidad, las relaciones sentimentales. Un coste que según le convenga a Rob puede diluirse frente a ideales como el citado amor romántico o la noción de “destino” —otro intangible que anima mucho al protagonista cuando descubre que su “primera novia” acabó casándose con el chavalín por el que le dejó en preescolar—, pero que no deja de venir dictado por esas mismas dinámicas. En este sentido, es una pena que la película de Frears no incluya uno de los pasajes más divertidos y ejemplares de la novela, cuando Rob va a adquirir una espléndida colección de vinilos pero se vuelve a casa con las manos vacías ante la negativa de la proveedora a venderla por más de veinte dólares.

El valor de mercado guía a Rob incluso cuando no hay un imperativo material; el protagonista tiene tan asociada la valía de sus gustos a las fluctuaciones capitalistas que se niega a comprar por el precio incorrecto la mejor colección que ha visto en su vida. Asume que es injusto, porque pagar esos veinte dólares significaría que su gusto es mucho más barato de lo que él quiere creer. Además se siente identificado con ese melómano insoportable al que su mujer quiere hacer la puñeta vendiendo a precio de risa sus más preciadas posesiones, por lo que no queda otra que dar media vuelta.

El criterio que el mercado permite fraguar lo era todo en la Generación X y puede que también lo sea en circunstancias posteriores, pero a finales de los noventa, justo cuando el fenómeno de Alta fidelidad se hacía corpóreo, se dieron cambios enormemente drásticos. 

En 1999 apareció Napster marcando el inicio de la demolición de un canon en el que ya llevaba tiempo apareciendo grietas, y a la película de Stephen Frears le tocó estrenarse en una coyuntura donde el snobismo de sus protagonistas ganaba paulatinamente cotas de ridiculez, exacerbadas con el paso de los años y, por lo tanto, incrementando el impacto de su mensaje. YouTube en 2005, Spotify en 2006, la personalidad de Rob y sus amigos no dependía ya sólo de objetos en los que se proyectaban de forma kamikaze, sino de reliquias puras y duras que acentuaban su incapacidad emocional. Dando pie a una tesitura por la cual se podría decir que Alta fidelidad no puede envejecer, puesto que la misma idea de envejecimiento redondea su discurso.

Al margen de esto, está el hecho de que Alta fidelidad se sustenta en dos realidades ineveteradas que siguen siendo tristemente actuales a día de hoy: una, que la cultura pop sigue determinando nuestra forma de ser y estar en el mundo. Y dos, que da igual de qué generación estemos hablando: los hombres seguimos siendo gilipollas. 

La agonía del vinilo

Tampoco hay que engañarse: Alta fidelidad cuenta la historia de un hombre analizando su propia vida y mostrando interés por cambiar, pero en puridad no se puede decir que su arco concluya de forma satisfactoria. No hay una redención como tal, y la prueba es que tanto la novela como la película concluyen con Rob muy feliz de haber vuelto con Laura (Iben Hjejle) y de haber analizado todos sus errores, pero mostrando la determinación de hacerle a su amada una nueva playlist. La definitiva. La que de verdad muestre su amor. Permanece esa imbricación en lo pop y permanece esa dejadez por las muestras de afecto en beneficio de las transacciones. Porque Nick Hornby tenía claro que la sociedad occidental había avanzado de tal modo que no había escapatoria. Que los hombres-consumidores ya no iban a poder escapar de sí mismos y, como consecuencia de ello, las ficciones también perderían libertad.

Alta fidelidad inauguró el siglo XXI con un concepto (inmadurez tamizada por el pop) que no dejaría de repetirse e infiltrarse en muchos otros productos. Ya fuera un coming of age, un drama indie con clásicos rock pasados al acústico o un blockbuster pensado para enganchar a todos los Robs desencantados del mundo —que llegados a este punto es lo mismo que decir todos los Ernest Cline del mundo—, la ficción tuvo que lidiar con la multirreferencialidad y hubo de emplearla no tanto para que sus personajes se comunicaran entre ellos, como para comunicarse directamente con el público.

Así de potente e incombustible es el legado de Alta fidelidad, lo cual tampoco tiene por qué significar que sus derivados hayan tenido que resignarse siempre a su posición irónicamente inmovilista. De hecho, de entre todas las manifestaciones culturales relacionadas o posibilitadas por la existencia de la obra de Nick Hornby y Stephen Frears, podemos rescatar tres de interés destacado, que ilustran sobre unas hipotéticas vías de escape. Sobre las maneras posibles en que Rob pudiera encontrar, esta vez de forma definitiva, la madurez.

Para analizar la primera de ellas no tenemos por qué salir de los márgenes de la obra de Hornby. En 2009 el escritor británico publicó Juliet, desnuda, como culminación a una serie de esfuerzos que se había impuesto para superar las carencias de su novela más conocida. Antes de Juliet, desnuda habían estado Un gran chico —llevada al cine en la deliciosa película de Paul y Chris Weitz Un niño grande (2002)— o Cómo ser bueno, donde el protagonismo por fin escapaba de la perspectiva masculina, pero concretamente en Juliet, desnuda esta se proyectaba a unos horizontes de lo más estimulantes.

La novela dio paso en 2018 a una adaptación al cine que se benefició tanto de la escritura de Tamara Jenkins —guionista extraordinaria que ese mismo año estrenó en Netflix la no menos extraordinaria Vida privada—, como de la genialidad táctica consistente en fichar a Ethan Hawke (protagonista de Bocados de realidad y rostro icónico de la Generación X) como el decadente rockero que se enamoraba de Annie, la protagonista interpretada por Rose Byrne. Básicamente, Juliet, desnuda está planteada desde el punto de vista de una de las posibles parejas de Rob, que aquí se convierte en Duncan (Chris O’Dowd) y evidentemente tiene a Annie muy hasta el coño con su obsesión por la música. Obsesión excelentemente retratada gracias a imágenes tan potentes como aquélla en la que Duncan utiliza las pilas del consolador de su mujer para hacer funcionar su walkman, o a apuntes de guión afiladísimos que no disimulan la condescendencia con la que este Rob revisited trata a su novia.

Juliet, desnuda narra la separación de esta pareja por culpa del capullo de Duncan que, literalmente, “abandona a su mujer por no tener la opinión correcta sobre un álbum”, pero luego va más allá al introducir en la trama al rockero por el que Duncan está obsesionado, y que no es otro que el propio Ethan Hawke pendiente de inyectarle orden a su vida y de asumir responsabilidades con la ayuda de su nueva amante… Annie. Duncan, como fan fatal, se enfrenta a la poco envidiable situación de descubrir que la música pop según la cual ha forjado su personalidad ha sido producida por un hombre que le ha “robado” a la novia, sí, pero que lo peor de todo es que es tan patético e inseguro como él. Alguien incapaz de darle respuestas, y que sabe menos de su propia vida de lo que sabe Duncan. De lo que se extrae que el pop no significa nada por sí mismo, no se genera por manos celestiales, y aún así alumbra una serie de expectativas que dan al traste con la cordura de quienes se empapan de él. Ya sea como productores, o consumidores.

La película dirigida por Jesse Peretz es enormemente lúcida y un producto sintomático de la crisis de identidad a la que, sobre todo en tanto a hombres, nos ha arrojado esta situación. El único problema con el que cuenta, atribuible al propio Hornby, es que la presencia femenina de Juliet, desnuda sigue sin ser satisfactoria a efectos de representación. Relegada a su papel como testigo racional de estos naufragios masculinos, la mujer sigue sin ser un personaje; sólo puede optar a ser un catalizador del cambio y la sucesión de verdades, y a la larga no es un paso demasiado determinante con respecto a la seminal Alta fidelidad. La serie del mismo título, emitida por Hulu y al ser protagonizada por una mujer (Kravitz, hija de la misma Lisa Bonet con la que Rob se enrollaba en el film de Frears), tenía como objetivo resolver esto.

La mala noticia es que no lo consigue. La nueva Alta fidelidad, nuestra segunda manifestación a estudiar, es un producto desorientadísimo, que fracasa de forma estrepitosa a la hora de enfrentarse a una nueva generación y empaparse de las sensibilidades contemporáneas. Es legítimo preguntarse, claro, si ese era el plan desde el principio —es decir, que el gender bending no fuera más allá de la etiqueta— , pero la serie desarrollada por Sarah Kucserka y Veronica Becker está lo suficientemente pendiente de satisfacer unas demandas determinadas como para hacer comprender que no, que ese no era el plan.

Obviamente algunas de estas reformulaciones, superficiales en el mejor de los casos, funcionan —el reiterado chiste de la paliza a la nueva pareja del ex, el “puta” bajo la lluvia, la relocalización de la promesa del 9%—, pero siempre lo hacen por ecos, y cuando no lo hacen desvelan plenamente el sinsentido de su existencia. No hay mejor ejemplo del cacao que la nueva Alta fidelidad tiene en la cabeza que el modo en que se actualiza la escena de Barry (Jack Black) echándole la bronca a un cliente por querer comprar el single cursilón de Stevie Wonder. Aquí es Cherise (Da’Vine Joy Randolph) quien la lía por negarse a vender un disco de Michael Jackson aduciendo que dicho artista es un pedófilo y sólo podría escucharlo un desalmado. 

Lo que sería una interesante muestra de hasta qué punto ha cambiado las dinámicas mercantiles en la segunda década del siglo XXI —donde el capital moral es tan importante como el económico e incluso puede retroalimentarse con este—, fracasa al darse el caso de que Cherise, quitando este arranque de dignidad, es un personaje idéntico a Barry: purista, insoportable, egocéntrico y tan concienciado con el poder sanador (y apolítico) de la música como sus compañeros. Es una contradicción, vaya, y ocurre algo parecido con el citado pasaje en el que Rob acude a comprar la colección de vinilos. La serie de Hulu sí adapta este memorable capítulo de la novela, pero lo hace muy deficientemente: Rob se niega en redondo a hacerse con la mercancía por veinte dólares, pero cuando su ligue (Jake Lacy) roba uno de ellos y se lo regala, esta se lo toma como un gesto precioso en lugar de una herejía. Que es lo que haría un Rob Gordon pero también, según se nos ha dicho, la Rob de esta misma serie.

La nueva Alta fidelidad, confusa entre adaptar religiosamente el material de partida y ajustarse a la contemporaneidad, no sabe dónde hacer pie, y se muestra incapaz de emitir algún discurso que dé cuenta de cómo han cambiado las cosas desde el año 2000. Las listas de reproducción ahora se mandan directamente por teléfono y Kravitz define su empeño en tener una tienda de discos como el propio de una “hipster nostálgica”, pero la cosa no va más allá de ahí, y es tan endeble su ensamblaje que lo único que podemos sacar como virtud es lo que supondría el propio pitch de la obra: aquél según el cual una mujer joven, por fin, cuenta con el derecho a ejercer su inmadurez, y que esta focalice toda una ficción. No es poco, pero la situación ha avanzado de tal manera —con Fleabag (2016) cuestionándose la propia naturaleza de la cuarta pared— que tampoco es suficiente.

Algo distinto ocurre, apartándonos por fin de ese audiovisual engañoso y pagado de sí mismo, con Lena y Karl, tercer y último derivado de Alta fidelidad a estudiar. Lena y Karl es una excelente novela que Mo Daviau escribió en 2016 con el título Every Anxious Wave. Sus elogiosas críticas remitían, con razón, a Nick Hornby, pero la multirreferencialidad iba mucho más allá y nos planteaba una narrativa igualmente humorística, pero tan furiosamente pop que no hacía ascos a ir evolucionando de las formas más pintorescas posibles. Sin ánimo de spoilear más de la cuenta, Lena y Karl se centra en un músico fracasado que regenta un bar y un buen día descubre en su apartamento un agujero de gusano que le permite viajar en el tiempo para asistir a los conciertos de rock más célebres de la historia. A partir de ahí, la trama no deja de enrevesarse para plantear unos temas comunes a la obra magna de Hornby, pasados por el filtro de, nuevamente, un treintañero de relación chunguísima con el pasado, con la música, y las imposibles aspiraciones vitales que esta última le ha generado. 

Lo revolucionario de Lena y Karl es que poco a poco arrebata este misticismo a la música —por revelarse cómo esta puede, a veces, retrotraer a un pasado más doloroso que romántico— y, además, por fin nos presenta a un personaje femenino de verdadera entidad, la astrofísica Lena Geduldig. Ambos personajes, en las arrebatadoras páginas de esta novela, descubren juntos que la música no les puede salvar porque esta no significa más que lo que proyectan en ella, y lo mismo se aplica a un pasado al que acuden insistentemente en busca de un sentido esquivo, de modo parecido a cuando Rob en la película de Frears decía que estaba ordenando sus discos de forma “autobiográfica”. Frente a esta imagen —resumen idóneo de una forma tóxica, onanista y limitada según la cual muchos hombres hemos tratado de entendernos a nosotros mismos durante demasiado tiempo— unas últimas palabras del amigo Karl:

Vamos a sobrevivir, Lena. Es la primera vez que amo el futuro. Y amo el futuro porque te amo a ti”, dice el protagonista. Y esta declaración de amor, me temo, es mucho más bonita que la playlist mejor estructurada del mundo. 

¿Te ha gustado este artículo? Puedes colaborar con Canino en nuestro Patreon. Ayúdanos a seguir creciendo.

Publicidad