Apocalipsis de clase media

Más allá de Years and Years o Apocalipsis suave, el verdadero espíritu del miedo al colapso de nuestra sociedad nos lo llevan describiendo casi 15 años de ciencia-ficción que arrancan con Hijos de los hombres de Alfonso Cuarón, pasan por Wall.E de Andrew Stanton, The Walking Dead, Max Mad: Fury Road de George Miller y llegan hasta Logan de James Mangold.

Cada generación se imagina su propio fin del mundo. No es tanto una cuestión de tecnología o amenazas existenciales como del miedo que la sociedad de turno tiene a sus vicios. Podemos tomar Apocalipsis Suave (2011), de Will McIntosh, y Years And Years (2019- ) como nuestros fines del mundo más realistas y -ay- inmediatos, pero llevamos viviendo nuestro propio Armageddon de la mediocridad a cámara lenta desde Hijos de los hombres (2006), de Alfonso Cuarón, donde la infertilidad de la raza humana -planeta enfermo, estado policial, refugiados en jaulas, racismo entre los pobres- es una metáfora tan evidente como efectiva.

Un paso atrás para coger carrerilla: En From Hell (1993-1997), de Alan Moore y Eddie Campbell, William Whithey Gull, verdadera identidad de Jack el Destripador, va encadenando visiones del futuro con cada asesinato ritual. En su último homicidio, el de Mary Kelly -o no-, accede a un estadio de conciencia superior y se ve transportado a una moderna oficina de los años 90 del siglo pasado.

El Destripador descubre las redes sociales. Lo que ocurrió a continuación te sorprenderá.

Gull se halla rodeado por maravillas de la técnica que para los londinenses de cien años en su futuro son cotidianas, pero encuentra a éstos “carentes de espíritu”. Se sube a una mesa y, en apariencia sin ser percibido por ellos, les lanza un discurso que en realidad Moore está dirigiendo a sus lectores. “¿Acaso sólo le serán concedidas maravillas al hombre cuándo no le quede capacidad de asombro?”. Los bautiza “el Apocalipsis de las Cacatúas” y recuerda al nihilismo de los Últimos Hombres de Nietzsche, que llega no de forma física, sino espiritual, cuando la Humanidad pierde su esencia.

Una variante para niños de ese apocalipsis de la mediocridad, de ese fin del mundo que llega sin gritos ni suspiros, sino con gente aplaudiendo, es el que se refleja en Wall.E (2008). Es el Apocalipsis Gordo, un mundo sobre el que a poco que se reflexiona produce auténticos escalofríos. Mientras el planeta se pudre cubierto de basura, los humanos son bebés grandotes cuyas vidas consisten en entretenerse de manera insustancial y devorar comida basura. No es sutil, es nuestra vida.

“Eso del cambio climático es un camelo, Wall.E, no caigas en las trampas de los progres”.

La esperanza es un robot que cumple su programación hasta el extremo. Sin embargo, el momento revolucionario de los tragones espaciales no son los primeros pasos del capitán de la nave, cuando se rebela contra el malvado ordenador primo de Hal 9000 al ritmo de Así habló Zaratrusta, sino cuando los dos gorditos que consiguen gustarse porque se les rompen los televisores se ponen de acuerdo para rescatar a los niños, haciéndose responsables de alguien más aparte de sí mismos, y, por tanto, madurando.

Apocalipsis suave y Years and Years hablan, en el fondo, del mismo Apocalipsis de la ausencia de esperanza -como los niños de Cuarón-, contra el que nada se puede hacer. También el La carretera (2006), tanto la novela de Cormac McCarthy como la versión cinematográfica de 2009 de John Hillcoat. Es el espíritu de The Walking Dead, tanto el cómic como la serie, estirando hasta la náusea una supervivencia imposible en la que el verdadero horror es la deshumanización de gente “normal” a la que habrías conocido en la cola del supermercado. Una obsesión muy estadounidense pero extensible al resto del mal llamado “primer mundo”, que en España vimos en la agorafóbica Los últimos días (2012) de Daniel y Álex Pastor, con Barcelona en el papel que suele ocupar Nueva York.

“Yo creo que el debate lo ganó Abascal, ¿y tú?”

Era también la base de, por ejemplo, la fallida Revolution (2012-2014), uno de los muchos intentos de suceder a Lost como La Serie Que Hay Que Ver, con JJ Abrams por detrás. En esta serie, que no pasó de su segunda temporada, la electricidad “desaparece” y la Humanidad vuelve a un cruce entre el Neolítico y principios del siglo XIX. En los primeros capítulos uno de los protagonistas confiesa su pasado como directivo de Google y explica cómo, después de aguantar abusos en el instituto y conseguir “ganar” a los matones gracias a su inteligencia, se siente aterrorizado por este nuevo mundo porque los matones vuelven a mandar. Cabría mencionar que el personaje es el único ‘no guapo’ del grupo de protagonistas, de una obesidad inverosímil dentro de la civilización de huertos y economía de subsistencias que se desarrolla tras ‘el apagón’.

Al final, parece que lo que nos da miedo es perder las comodidades actuales, no ser de verdad esos Últimos Hombres, esos gordos que flotan en el vacío. Es no estar viviendo el Fin de la Historia de Francis Fukuyama anunciado hace 30 años y tener todavía que seguir peleando, como le ocurre al protagonista de Apocalipsis suave, con tanto miedo a tomar decisiones que acaba por dejarse cocer como la rana a la que hierven a fuego lento, sin presentar resistencia. La misma esterilidad humana que puede confundirse con el colapso climático es la esterilidad del cultivo en Interstellar (2014), de Christopher Nolan, pero allí los versos de Dylan Thomas nos invitan explícitamente a luchar contra la indolencia de la extinción moral.

Son apocalipsis para ricos -como decía Carlos Taibo, a alguien que vive en Gaza la idea de que la civilización occidental colapse no le da ningún miedo– y ya los inventó H.G.Wells en La máquina del tiempo (1895). El viajero del tiempo sin nombre cree en un primer momento que los desangelados Eloi que viven a la luz del sol en un aparente paraíso libre de trabajo o preocupaciones son resultado del triunfo del comunismo, hasta que descubre a los Morlocks, los habitantes del subsuelo -como Coronado y Quim Gutiérrez en Los últimos días, como los obreros estadounidenses en La penúltima verdad (1964) de Philip K Dick-.

Las adaptaciones cinematográficas más recientes tienden a obviar un detalle de la novela de Wells: no hay un terrible cataclismo que acabe con la humanidad dividida y evolucionando en dos direcciones, es la propia deriva del capitalismo la que lo provoca al “enterrar” a los obreros en las fábricas y obligarlos a sobrevivir como animales. Los Morlocks de Wells no son “malos”, ni los Eloi “buenos”, por mucho que el viajero del tiempo conviva con estos últimos. Todos son víctimas.

“Yo aquí, dedicándome a los cuidados, y dice Tormenta que no estoy
deconstruido. Estas feminazis…”.

Contra ellos se rebela, irónicamente, la ciencia-ficción disfrazada de ensalada de hostias del mainstream: Max Mad: Fury Road (2015), de George Miller y Logan (2017), de James Mangold. Y encima con el añadido del discurso feminista –mucho más evidente en la primera– y ecologista. De hecho, la última película de Lobezno, a pesar de que subraye sus parentescos con el western, parece un remake superheroico de Hijos de los hombres o La carretera. Al igual que sus protagonistas, Logan muere al final, pero dejando una niña, una heredera, mejor que él. Como le ocurre al anónimo padre en La carretera, el verdadero secreto es que los portadores de la llama no devoran a sus propios hijos.

Irónicamente, los había adelantado el mismo Russell T. Davies que ahora es célebre por Years and Years, al menos en dos ocasiones dentro de su etapa en la nueva Doctor Who (2005- ). En el segundo capítulo de la primera temporada, con Christopher Eccleston como el Nueve, la Tierra es consumida por el sol fuera de plano mientras el Doctor combate a la última humana pura, una racista que reniega de la mezcla de con especies alienígenas. ¿Qué más da el planeta, si perdemos lo que nos hace humanos? ¿Qué sentido tiene sobrevivir convertidos en unos nazis?

La vida futura es un filme de 1936 con guión del mismo HG Wells, basado en sus propias novelas, que adelantaba la Segunda Guerra Mundial y las armas de destrucción masiva. Panfletaria y demagógica, como deben ser estas cosas, la película acaba cuando en pleno futuro postapocalíptico el héroe protagonista, John Cabal, regresa como enviado de una sociedad utópica de científicos que, con un programa basado en la razón, están aquí para salvar a la Humanidad.

Al final la solución es convertirse en Wall.E o Mad Max, sacrificarse por un bien mayor como Logan, pero con el mensaje de La carretera: la esperanza no muere mientras, en el peor de los escenarios, se mantengan la esencia mínima de lo que entendemos que nos hace humanos. Que no es tanto la cola del supermercado como escapar de la esterilidad de los Últimos Hombres.

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