Los juegos experimentales, 'artísticos' o directamente raros no son cosa de hoy, ni tampoco de anteayer. Exploramos la vanguardia del software de entretenimiento desde los días de las consolas Atari hasta el auge del CD-rom en los 90, deteniéndonos en títulos tan locos como Deus Ex Machina, Loom y The Sentinel.
A estas alturas, todo el mundo sabe lo que es un videojuego. Y cuando decimos “todo el mundo”, vamos en serio. Las nociones básicas sobre el medio (la pantallita, el mando, los gráficos, la interactividad) han sido ya asumidas en todas partes, aunque la parte en cuestión sea un medio generalista dispuesto a crear alarma social a cambio de un puñado de clics. Ahora bien: incluso dentro de la comunidad jugona hay cuestiones que siguen escociendo y creando cismas. Y una de ellas, seguramente la más antigua de todas, es la que se pregunta cuándo los juegos dejan de ser mero entretenimiento y se convierten en “arte”. Sea lo que sea eso, que tampoco está claro del todo.
¿Es antipática esa disyuntiva? Pues sí. Tanto, de hecho, como aquellas otras dicotomías que empujan a dividir la narrativa entre “literaria” y “de género”, o al cine entre “espectáculo” y “de autor”. La pregunta sobre si el matamarcianos más tirado se posiciona en un plano diferente al de la última mirada de Jonathan Blow a su propio ombligo, o sobre si un Soulsborne se halla más cercano a las alturas del intelecto que un Grand Theft Auto, resulta bastante ociosa cuando nos la llevamos a otros ámbitos de la producción cultural. Hoy en día, por ejemplo, nadie osa negarle a Crimen y castigo su condición de clásico, pese a tratarse de una novela que fue publicada originalmente por entregas y con destino a un público que se la tomaba ni más ni menos que como un folletín policíaco.
De la misma manera, podemos decir que todos los juegos primigenios fueron, en mayor o medida, obras de arte experimental. Así como Dostoievski o Stendhal sentaron las bases de la narrativa literaria tal y como la conocemos ahora a base de intuición, talento y marrullerías para que sus editores les pagasen más, los autores de Pong, Adventure o Space Invaders pusieron los cimientos del arte jugón trazando surcos en un terreno tan baldío y oscuro como la pared de una caverna prehistórica… o la pantalla de un monitor CRT. Aun así, y contradiciéndonos en parte, tenemos que desde esta misma génesis (o casi desde la misma) ha habido intentos de salirse de esos surcos.
Algunas de estas tentativas destacan por ofrecer puntos de partida hacia nuevas latitudes: el esfuerzo de concebir un videojuego como herramienta para contar historias, en lugar de una mera máquina de producir satisfacción mediante el mecanismo estímulo-respuesta, debió de suponer en su momento un esfuerzo cognitivo a la altura de la invención de la rueda. Otras, a su vez, se ganaron su lugar en la historia a base de desafiar las concepciones básicas de lo jugón. La más importante de estas, seguramente, fue prescindir del principio de causalidad (“dispara al marciano y el marciano estallará”, “coge la llave y podrás abrir la puerta”) como mecanismo de avance. También podríamos citar la ambición de proporcionarle al usuario, más que un desafío, un entorno en el que desenvolverse y en el que experimentar. Y, en muchos casos, también de esquivar la idea según la cual un juego solo admite dos resoluciones: ganar o perder.
¿Fueron esos juegos más ‘artísticos’ que otros que se atuvieron a desarrollos más convencionales? No necesariamente. Pero observarlos, aprender la raíz de su diferencia, puede ser una forma de saber más sobre el medio. Y, por ello, de disfrutar sus posibilidades más y mejor. Por eso vamos a recorrer su historia.
Vidas efímeras en el jardín del tesoro
En realidad, uno puede decir que los ‘art games’ existen desde antes de que existieran los videojuegos propiamente dichos. Y tenemos un ejemplo: en 1970, dos años antes de Pong y de la Magnavox Odyssey (la primera consola de la historia), el matemático John Conway dio la campanada con su Juego de la vida, un ejercicio matemático destinado a simular el comportamiento de un cultivo de células cuyo rasgo más fascinante era que apenas necesitaba la participación de los usuarios: una vez puesto en marcha, la partida tomaba la forma de un proceso puramente generativo que seguía adelante por sí solo. El experimento de Conway ha sido reproducido múltiples veces mediante la informática, claro, pero a nosotros nos interesa más cómo sus premisas influyeron sobre un temprano pionero del juego ‘artístico’. Un tal Jaron Lanier.
Pasada ya su popularidad como ‘padre de la realidad virtual’, Lanier es más conocido hoy como ese aspirante a profeta cuyos libros (nada desencaminados) anuncian que las redes sociales nos llevarán al Apocalipsis. El Jaron de 1982, sin embargo, era un programador con un precario puesto en Atari, compañía para la que produjo un juego de gran interés histórico. Se trataba de Alien Garden, un arcade (o así) en el que el jugador controlaba a una suerte de ave alienígena. O eso reza en las instrucciones, porque los gráficos de la consola Atari 800 no daban para mucha concreción. En su pugna por la supervivencia, el pajarraco de marras debe alimentarse de las plantas del jardín alienígena que da título al juego. Conforme estas vayan sufriendo sus picotazos, evolucionarán de formas no muy distintas a las propuestas por el Juego de la vida. Y uno, se supone, debe obtener su disfrute observando la proliferación de los pixelados matojos.
Tras perder su trabajo en Atari, Lanier publicó otro juego, en este caso para el flamante Commodore 64. Moondust (1983) era un arcade de desarrollo abstracto, casi indescifrable… pero con una interesantísima cualidad: mientras el álter ego del jugador, un astronauta apellidado Scriabin, trataba de cubrir la pantalla con píxeles titilantes, sus movimientos se traducían en ritmos y melodías. Es decir, que el verdadero interés del producto no estaba tanto en escalar puestos en la tabla de récords como de estimular la creación de música aleatoria. En contra de lo esperable, Moondust se vendió bien, pero Lanier (quien, tras haberse hecho rico, acabaría poseyendo una inmensa colección de instrumentos musicales) nunca volvió a desarrollar otro proyecto lúdico. No obstante, el camino que él había abierto fue pronto recorrido por otros, con destinos bastante diferentes e igual de raros.
Sin ir más lejos, Gran Bretaña tenía sus propios kamikazes del software. Y, en 1984, dos de ellos iban a producir el videojuego más ambicioso jamás creado hasta la fecha, estrellándose con todo el equipo gracias a él. Hablamos de Mel Croucher y Christian Penfold, un arquitecto hippie y un economista muy de derechas que habían entrado en el mundo del ocio electrónico de pura casualidad (para aprovechar una remesa de cintas de cassette vírgenes resultante de un negocio fallido) y, que sin comerlo ni beberlo, se habían forrado el riñón. Tras fundar su compañía, Automata Software, Croucher y Penfold aprovecharon la fiebre por las cazas del tesoro despertada por el libro ilustrado Masquerade (una historia desquiciada y fraudulenta que merecerá su artículo en CANINO) para lanzar Pimania (1982), un feroz juego de puzzles que obtuvo un enorme éxito gracias en parte a su humor alucinado y en parte a que en él se hallaban las pistas para hallar el escondrijo de un (feísimo) reloj de sol valorado en 6.000 libras de la época.
Programados a toda velocidad e injugables a día de hoy, pero sobrados de chistes y acompañados en su cara B (esto es importante) por bandas sonoras lo-fi grabadas por el propio Mel Croucher, los juegos de Automata se volvieron popularísimos. Algo a lo que ayudó lo proclives que eran sus autores a liarla parda en convenciones y otros eventos a los que Penfold acudía disfrazado de Piman (el narigudo protagonista de Pimania) y Croucher de Groucho Marx. De haber seguido por estos cauces, la historia de la compañía habría sido una de tantas en la industria británica de los ochenta: un éxito fulgurante basado en los costes reducidos y la abundancia de producción, seguido por un declive igual de rápido en cuanto las tornas del mercado se pusiesen en su contra. Nos alegra, pues, decir que, si bien Automata se dio de morros con las realidades de la sociedad de consumo, el final de su historia fue mucho más clamoroso y espectacular.
Espectacular, decimos, porque, para los estándares de los videojuegos en 1984, Deus Ex Machina no era solo un alarde técnico: era una superproducción a la altura de Cecil B. DeMille. Empaquetado en una caja de gran formato, algo que ocasionó muchos problemas con distribuidores y vendedores, el juego se dividía en dos cassettes: una para el programa propiamente dicho y otra para una banda sonora que contaba con las voces de actores (entre ellos, el ex protagonista de Doctor Who John Pertwee) y músicos (el gran Ian Dury) muy conocidos entonces por el público británico. El diseño de carátula (reproducido en un póster) era tan espectacular como el precio del invento: según indica The Digital Antiquarian, cobrar 15 libras esterlinas por un programa para Spectrum era algo a lo que no se atrevía ni siquiera Ultimate, el estudio de software más prestigioso de la época en Reino Unido. ¿Qué clase de juego se cobijaba tras tanto lujo, tanto poderío y tanto desembolso? ¿Se trataría de un arcade? ¿De una videoaventura, quizás?
Pues ni una cosa ni otra. Descrito en su día por la revista Microhobby como“una experiencia para ordenador”, Deus Ex Machina es en realidad una sucesión de minijuegos centrada, más que en poner a prueba los reflejos del jugador (cosa en la que fracasa miserablemente), en mantener su interés mientras presencia la vida de un humanoide artificial creado por la absorción de una cagada de rata (!) dentro de las entrañas de una supercomputadora futurista.
¿Es divertido este juego? La verdad, no: pasada la novedad (apabullante, por entonces, y precisada de una sincronización al dedillo) de experimentarlo acompañado por voces y música ‘auténticas’, el atractivo de Deus Ex Machina se agotaba muy rápido incluso en el año de su aparición. Pero, conceptualmente, el programa sigue fascinando todavía hoy debido a que su periplo nos lleva desde la concepción de la criatura protagonista hasta su muerte. En parte debido a los deseos moralizantes de Mel Croucher, en parte a que las limitaciones técnicas del Spectrum impedían un desarrollo más ramificado, no hay manera de evitar que la partida termine viendo al ser que hemos protegido y cuidado desde que era un cigoto consumiéndose de vejez. Los finales infelices no eran una novedad por entonces: en 1983, por ejemplo, Matthew Smith se había permitido concluir Jet Set Willy dejando al personaje jugador con la cabeza metida en la taza del váter. Pero en aquel caso se trataba de una humorada cruel destinada a subvertir expectativas: Deus Ex Machina, en cambio, empujaba al usuario a reflexionar sobre su propia mortalidad.
Por supuesto, la publicación de Deus Ex Machina arruinó a Automata, dando al traste con la empresa. Tras el batacazo, Mel Croucher volvió a probar suerte con los juegos experimentales dirigiendo Nu Wave, subsello de la compañía CRL que solo publicó una referencia. El título de la misma era iD (1986) y resultaba mucho menos ambiciosa que el anterior trabajo de su autor, pero también intrigante. Siguiendo los pasos de experimentos de inteligencia artificial como ELIZA (1966), iD nos hacía conversar con un enigmático ente que se había apoderado de nuestro Spectrum, ganándonos su confianza hasta que este nos revelaba los secretos de su identidad.
Con un calado emocional que sorprende todavía hoy (la angustia de la criatura al verse encerrada en un cacharro de 48k de memoria resulta fácil de entender), iD pasó sin pena ni gloria. En cuanto a su autor… pues reapareció en 2014, organizando un crowdfunding para una secuela de Deus Ex Machina (Deus Ex Machina 2, 2015) en cuyo reparto de voces participaron un Christopher Lee muy ancianito ya y el portugués Joaquim de Almeida, entre otros. El juego resultó un desastre injugable: sus premisas, casi idénticas a las del original de 1984, resultaban prehistóricas después de Braid y de Gone Home, mientras que su realización técnica era directamente bochornosa. Por el bien de todos (sobre todo de la reputación de Croucher como pionero de los art games) será mejor olvidarlo cuanto antes.
Tu ordenador no habría votado a Reagan
Esta misma premisa (la de seguir el transcurso vital de una persona creada dentro de nuestro ordenador) será el eje de dos de los juegos más sorprendentes aparecidos en los años posteriores. El primero es Little Computer People, programa de Rich Gold que publicó Activision en 1987. Lanzado en una época en la que las majors aún se permitían ocasionalmente extravagancias ‘de autor’ (o incluso basaban en ellas su identidad corporativa, como ocurría entonces con Electronic Arts), este trabajo invitaba al usuario a contemplar la vida diaria de una personita (siempre, ay, de género masculino) dentro de una casa cuya vista transversal aparecía en el monitor.
Acompañado por un perro muy majo, el habitante del juego iba, básicamente, a lo suyo, y el único control que el jugador ejercía sobre él consistía en sugerirle actividades (que podía realizar o no) o en jugar con él a las cartas. ¿Un antepasado de Los Sims? Pues sí, pero también de Nintendogs y de mascotas artificiales como el Tamagotchi. Y también, en general, de cualquier programa lúdico cuya base esté en los cuidados: todavía hoy, algunos entusiastas de lo retro que se acercan a Little Computer People se pasman ante la necesidad de atender a su inquilino virtual cuando este se pone enfermo tras un atracón de aguacates.
A Mind Forever Voyaging (1985) también gira en torno a la inteligencia artificial. Pero lo hace de una forma mucho más sofisticada, algo que se debe en buena parte a su condición de aventura de texto. Aunque ahora sea fácil olvidarlo, los trabajos de ficción interactiva estuvieron durante mucho tiempo en vanguardia del ocio electrónico, tanto en los aspectos puramente técnicos (exprimiendo la memoria para almacenar unas pocas palabras más) como en lo tocante al gameplay, creando mundos virtuales de gran complejidad e incluso personajes con los que compartirlos.
El usuario de A Mind Forever Voyaging esperaba mucho en ambos aspectos: no en vano aquel juego llevaba el sello de la compañía Infocom (la editora de aventuras más prestigiosa de EE UU, con raíces en el Instituto de Tecnología de Masachusetts) y la firma de Stephen Meretzky, uno de los autores más reputados de la compañía. Pero esas expectativas no podían prepararle para aquello con lo que se iba a encontrar.
A Mind Forever Voyaging gira en torno a las andanzas de PRISMM, un ordenador autoconsciente cuya existencia hasta la fecha ha tenido lugar en un mundo puramente virtual, una suerte de Show de Truman donde su persona es un varón humano llamado “Perry Simm”. Tras descubrir, nada más comenzar la partida, que su presunta vida ha sido pura ficción, al pobre Perry se le encomienda una tarea de aúpa: el Gobierno de los EE UU futuristas donde transcurre la historia piensa implementar un paquete de medidas económicas y sociales cuyo parecido con las políticas de Ronald Reagan no es pura coincidencia. La simulación en la que habita el protagonista ha sido programada para recrear las consecuencias a largo plazo de dichas reformas, a fin de que él las registre.
Y eso es todo. Durante el transcurso de A Mind Forever Voyaging, el jugador apenas tomará decisiones que alteren el transcurso de la partida. Su experiencia consistirá en ser testigo, a través de cuatro saltos temporales, de cómo el neoliberalismo más extremo va convirtiendo una pequeña ciudad estadounidense en un infierno donde se dan cita las cifras masivas de paro, el colapso ecológico, el recrudecimiento irrespirable de los ‘valores tradicionales’ (fanatismo religioso, racismo, homofobia…) y la paranoia antiterrorista. Así pues, en lugar de dedicar su tiempo a la resolución de problemas que le permitan avanzar en la trama, el usuario llevará a cabo actividades que pasarán de lo cotidiano y reconocible a lo apocalíptico, culminando en un último tramo donde el destino de su álter ego, haga este lo que haga, será morir de hambre. En algunos tramos, el juego se parece mucho al clímax de Regreso al futuro II (1989), con esa Hill Valley controlada por un Biff Tannen clavadito a Donald Trump. Solo que sin chistes.
¿Estamos hablando de un juego panfletario? Pues sí, pero también muy bien escrito y lleno de pequeños detalles pensados para convertirlo, no en un desafío al intelecto, sino en una experiencia emocional. Virtudes todas ellas merced a las cuales, claro está, A Mind Forever Voyaging resultó un sonado fracaso de ventas. El catálogo de Infocom, siempre formidable, daría en los años posteriores otro experimento jugable menos radical que este, pero cuyo estatus de clásico resulta totalmente merecido. Hablamos de Trinity (1986), concebido por el desarrollador Brian Moriarty como una parábola sobre el peligro de las armas atómicas, pero también como un densísimo puzzle de metáforas cuya intención es, más que lúdica, poética. Jonathan Blow (sí, otra vez él) lo ha reconocido como una de sus influencias clave en la creación de Braid.
Centinelas en el armario
Si nos ponemos a indagar a fondo, el mundo de las aventuras de texto nos daría ejemplos suficientes como para llenar este artículo hasta los topes. Así pues, será mejor que partamos hacia otros derroteros, si bien aún en los confines de los 8 bits. La industria de Reino Unido, por ejemplo, ofrece otros dos ejemplos muy curiosos de juegos fuera de la norma, y uno de ellos es un pequeño fetiche personal del que suscribe. Se trata de Frankie Goes To Hollywood (Ocean, 1985), programa que aprovecha una licencia comercial bastante absurda para inocularle al jugador un poco de experimentación formal… y algo más.
¿Qué clase de juego podría llevarse a cabo a partir de la música del grupo de Holly Johnson? Pues, ante la papeleta del encargo, el equipo Denton Designs ofreció un ejemplo muy temprano del género sandbox en el cual el jugador recorre un desértico vecindario de clase obrera, buscando en él las puertas a minijuegos de desarrollo muy variable a fin de aumentar su realización personal y alcanzar así un destino llamado “la Cúpula del Placer” (el álbum de debut de los ‘Frankies’ se tituló Welcome to the Pleasuredome). Ante este énfasis en la frustración de la vida cotidiana y en la necesidad de llevar una doble vida para superarla, sumado al hecho de que Frankie Goes To Hollywood (la banda) tiraba descaradamente de iconografía gay en sus canciones y sus videoclips, uno no se corta un pelo en calificar a Frankie… como el primer juego con trasfondo LGBT de la historia: la aventura Moonmist, el primer programa en incluir con un personaje no heterosexual en su reparto, llegaría al mercado dos años después.
El segundo bicho raro que nos interesa aquí es mucho menos concreto, pero tratándose de The Sentinel (Firebird, 1987) es precisamente la abstracción lo que lo vuelve interesante. Porque, durante su desarrollo, el jugador se ve enfrentado a un panorama 3D en primera persona por el cual no le está permitido moverse. Controlando a un robot anclado al suelo, el usuario de The Sentinel debe conquistar sus paisajes de sequedad minimalista absorbiendo la energía de sus objetos, creando otros robots en lugares cada vez más altos y, finalmente, situándose en una posición más elevada que ese Centinela que da título al juego, a fin de eliminarle y ocupar su lugar. Todo ello antes de que el Centinela lo localice y lo elimine mediante un lento, angustioso proceso de abosrción de energía.
El clima de paranoia que envuelve The Sentinel, su énfasis en la necesidad de devorar para no ser devorado, trae ecos de otros ejemplos de laissez faire con píxeles que, como Elite (Acornsoft, 1984), fueron realizados en lo más crudo del thatcherismo. Este juego, sin embargo, expone esta premisa de una forma tan austera, tan cercana al género de terror y tan privada de cualquier asomo de aventura que bien puede servir para vacunar al usuario contra los cantos de sirena de la desregulación económica. Quién sabe: a lo mejor habría que hacérselo jugar a Albert Rivera… o a lo mejor no.
Pesadillas, telares y reencarnaciones
Los 8 bits dieron otras joyas dignas de interés. Una de ellas, la videoaventura Below the Root (Windham Classics, 1984), se habría ganado de sobra un lugar aquí por muchas razones: prescindir de la violencia en su desarrollo, ofrecer al jugador la posibilidad de escoger su edad y su género y esquivar lo machuno a cambio de un recorrido sandbox y lleno de sorpresas por una sociedad utópica (e incluso, ¡cielos!, comunista) son algunos de ellos. Pero se nos acaba el espacio, así que toca avanzar en el tiempo para encontrar otro juego que comparte con Below the Root su ambientación de fantasía no deudora de Tolkien y su pastoralismo sosegado. Por si alguien no se lo ha imaginado aún, hablamos de Loom (Lucasfilm Games, 1990) uno de los art games que gozaron de mayor difusión en su época.
Observando este juego en su contexto, hay dos cosas que sorprenden. La primera, que su autor sea Brian Moriarty, el mismo que nos había deprimido con la pesadilla nuclear de Trinity. La segunda, que una major como Lucasfilm se hubiese decidido a darle salida comercial a una cosa tan rara. Y ambas tienen su explicación: aunque Loom no participe a priori de los temas de Trinity, en él siguen presentes el pacifismo militante y la idea de un mundo condenado a la destrucción por su propia estupidez. En cuanto a la cuestión empresarial, debemos recordar que por entonces George Lucas aún no había renunciado a darle un buen uso los millones de Star Wars: desde su fundación en 1982, Lucasfilm Games había servido como puerto seguro para desarrolladores atrevidos, que se veían mimados con lujo asiático por ‘tío George’ y con vía libre para entregar juegos fuera de la norma, siempre que estos se la apañaran para cubrir sus costes. Trabajos tan adelantados a su tiempo como el MMO Habitat (1986) y éxitos comerciales como Maniac Mansion (1987, debut por todo lo alto del sistema SCUMM para crear aventuras gráficas) demostraron que tanto dispendio valía la pena.
Ahora bien: Loom era excéntrico hasta para los parámetros de Lucasfilm. Para empezar, su mecánica prescindía del interfaz habitual de SCUMM (basado en la combinación de sustantivos y verbos), reemplazándolo por un sistema en el cual el jugador debía hacer… música. Cada uno de los hechizos al alcance del protagonista, un chaval algo atontado y sin rostro llamado Bobbin Threadbare, correspondía a una breve frase melódica que debía ser memorizada e interpretada después haciendo clic con el ratón. Por otra parte, la ambientación tenía mucho más que ver con la obra de Ursula K. LeGuin (especialmente la saga de Terramar) que con cualquier mundo de fantasía habitual hasta entonces en un videojuego.
Si el jugador buscaba bárbaros en braguero y amazonas con bikini metálico, aquella fantasía onírica no era para él. Y, a fin de dejar esto claro desde el principio, Moriarty consiguió que sus jefes de Lucasfilm le dejaran gastarse parte del presupuesto en un audiodrama, grabado a todo lujo, que narraba el trasfondo de la historia… y del cual los usuarios españoles nos vimos privados en su día. ¿El resultado? Un programa que se vendió bien, pero no lo bastante como para ser considerado un éxito. Las dos continuaciones que Moriarty había planeado para la historia de Bobbin, tituladas provisionalmente Forge y The Fold, se quedaron para siempre en el tintero, aunque ha habido intentos de llevarlas a cabo por parte de programadores amateur.
Conviene señalar que Brian Moriarty no estaba solo en su esfuerzo: también en 1990, el gran Bill Williams publicó Knights of the Crystallion (U.S. Gold), un “simulador cultural” (en palabras de su autor) que compartía con Loom la ambientación surreal y los deseos de ir más allá de las premisas habituales en los juegos de fantasía. El desarrollo de Knights of the Crystallion (en parte arcade, en parte juego de mesa y en parte simulador de gestión económica) era complejísimo y el mundo donde transcurría la historia tenía mucho de pesadillesco. Normal, pues, que comercialmente resultara un chasco. Pero si de pesadillas hablamos, es obligatorio hablar de Weird Dreams (Rainbird, 1989), juego en el que el diseñador Herman Serrano aspiraba a instilar en el jugador la ansiedad de un terror nocturno. Arbitrario, cruel y difícilísimo, Weird Dreams ha pasado a la historia más por su condición de locura indescifrable que por otra cosa, pero aun así quienes se exponen a él corren el riesgo de verse perseguidos en sus sueños (o fuera de ellos…) por su villana, la ‘adorable’ Emily.
A nosotros no nos persigue Emily, por suerte, sino más bien el conteo de palabras. Así pues, tendremos que dejar fuera de este recorrido trabajos tan macanudos y desafiantes como Another World (1991) para saltar de nuevo en el tiempo… y en el espacio, porque ahora nos vamos a Japón. Allí fue donde Yano Electric se la jugó publicando, en 1995, Cosmology of Kyoto, un juego que podría ser una aventura point and click, un RPG en primera persona o una novela visual, pero que si se sigue llevando menciones es, sobre todo, por los elogios que le dedicó el crítico de cine (y detractor acérrimo de los videojuegos) Roger Ebert. Poco honor para un juego inmensamente ambicioso, concebido para llevar las posibilidades del CD-rom mucho más lejos que otros esfuerzos occidentales como The 7th Guest (Virgin, 1993) a base de un recorrido tanto por la historia de la ciudad japonesa que le da título como por la teología budista (el personaje jugador acabará muriendo por narices a lo largo de la historia, con lo que debemos seguirle en sus sucesivas reencarnaciones) y los kwaidan, esos cuentos de terror populares que tanto han inspirado a los artistas del Sol Naciente.
Pero Cosmology of Kyoto no va a ser la última parada de nuestro itinerario. Porque quienes nos esperan al final del viaje son unos señores con esmóquin y cascos con forma de ojo gigante: nada menos que The Residents. Siempre dispuesto a meterse en berenjenales multimedia, el grupo más anónimo de San Francisco (uno de cuyos presuntos miembros, Hardy Fox, nos dejó recientemente) pergeñó también en el 95 Bad Day on the Midway, un juego que, al igual que sus elepés, aparecía poseído por igual por el humor negro, la misantropía y la compasión hacia los vicios humanos.
Poseído por la demencia grotesca tan característica de sus autores, Bad Day on the Midway nos anima a explorar una feria decadente, siniestra y mugrosa desde el punto de vista de varios personajes. Entre ellos se encuentran un niño que se ha fumado las clases para visitar el lugar, un inspector de hacienda, un asesino en serie (que irá apiolando al resto del reparto conforme vaya pasando el tiempo) y diversos freaks que se exhiben en las barracas. Aunque desenvolverse dentro del juego no sea precisamente fácil, hay que reconocerles a los Residents la buena voluntad para ofrecerle al jugador algo más que una instalación de arte camuflada como programa lúdico: si bien obtener un final ‘bueno’ requiere pasar las de Caín, es posible, y las instalaciones del carnaval ofrecen interludios para paliar el mal rollo. ¿Nuestra preferida? La galería de tiro, titulada ‘Mata a un comunista’.
Y esto ha sido todo. O casi todo, porque a este artículo todavía le queda una segunda parte en la que exploraremos la proliferación de juegos raros, atrevidos o ‘artísticos’ en el mundo de las consolas de 16 y 32 bits. Por otra parte, si a ustedes les parece que muchos detalles aclamados aquí como innovaciones tope de gama tampoco son gran cosa, porque se hallan presentes en un montón de programas que disfrutan cotidianamente… pues a lo mejor les convendría reflexionar sobre cómo dichos detalles se originaron en proyectos aparentemente ‘raros’ o ‘artísticos’ antes de pasar al mainstream. Porque una de las funciones del arte es, precisamente, servir como laboratorio de ideas aplicables al bien común.