Raphael Bob-Waksberg no había cumplido los 30 años cuando logró que Netflix comprara su idea para hacer BoJack Horseman, consiguiendo, además, total libertad creativa para esos doce primeros capítulos. Ahora, la tercera temporada confirma lo que ya muchas de nosotras sospechábamos: BoJack Horseman es la mejor serie del momento.
La tercera temporada llegó a Netflix el 22 de julio y, pese a haber sido eclipsada mediáticamente por el fenómeno del verano Stranger Things, esta nueva remesa de capítulos ha consolidado a la serie de Raphael Bob-Waksberg y Lisa Hanawalt como una de las mejores y más lúcidas producciones del momento, dentro y fuera del campo de la animación. Mientras obras como la citada Stranger Things se arremangan la camisa y destinan todos sus esfuerzos a engordar el ego (como si no estuviera ya lo suficientemente cebado) de los que fueron niños en los ochenta, encajando así en ese discurso falaz de quienes enarbolan los asuntos de la nostalgia, de que aquel pasado sí era mejor, como una especie de letanía (casi como un himno para esa autoproclamada élite intelectual), la serie de animación protagonizada por el caballo BoJack (Will Arnett), una estrella de Hollywood en horas bajas, parte de un punto diametralmente opuesto: la nostalgia es un monstruo hambriento y grotesco que deforma y destruye la perspectiva del presente y del futuro y, además, es un recurso vago para los que no son lo suficientemente hábiles y capaces de cambiar y adaptarse.
En BoJack Horseman animales y humanos conviven en sociedad, su elenco protagonista tiene, en mayor o menor medida, relación con el mundo del espectáculo de Hollywood, y uno de sus temas centrales es la infelicidad como motor de empuje de tramas y personajes. Mezclar Hollywood, infelicidad y excesos es un tropo muy recurrido, desde Norma Desmond dentro de la pantalla hasta cualquier estrella venida a menos fuera de ella. Pero la particularidad de la serie de animación es que la suya es una infelicidad moderna, rabiosamente contemporánea, fruto de la urgencia enajenada con la que se nos impone vivir cada momento, de las prisas con las que la opinión, más pública que nunca, devora y fagocita vía RRSS cualquier información, producto e idea, dejándolas reducidas a cáscaras vacías y excremento. La serie hace gala de una perspicacia extraordinaria a la hora de entender e interpretar el presente, algo que solo es posible si sus creadores no tienen la cabeza metida en el culo de otros tiempos pasados que nunca fueron mejores; es más, fueron bastante peores en según qué cosas.
Por supuesto, no todo es infelicidad y amargura en la vida y trayectoria de los personajes. Hay un equilibrio muy delicado (delicado en el sentido de frágil, que se rompe muy fácilmente) entre la felicidad, o algo parecido a la felicidad, y la desdicha. Entre lo cómico y lo trágico, entre lo claro y lo oscuro, todo mezclado y pasado por un filtro de colores chillones y ligeramente enrarecidos que a menudo recuerdan a la psicotropía de Hotline Miami (2012). Y es que si algo tienen en común los personajes de la serie de animación de Raphael Bob-Waksberg y el videojuego de Jonatan Söderström es, aparte de ese cromatismo pasadísimo de vueltas, la pérdida de control, del control consciente, en favor de la activación de un piloto automático con el que seguir funcionando, pero desbocado y sin frenos, sin control sobre destino o consecuencias. BoJack Horseman es, también, una reflexión de hasta dónde puede llevarnos la pérdida de control sobre nuestras propias vidas.
Antes de recibir la propuesta de Bob-Waksberg, Netflix andaba buscando una serie de animación para adultos, centrada en peripecias y humor, al estilo de Los Simpson o Padre de familia. Sin embargo, finalmente encontraron una serie más pesimista que abiertamente graciosa, y centrada en los personajes, en su continua huida hacia delante, por encima del gag. Si bien de entrada la idea de empatizar con una estrella trasnochada del Hollywood de hace diez años nos resulta inverosímil, lo cierto es que será bastante probable empatizar con BoJack. Con BoJack, con Diane (Alison Brie), con Princess Carolyn (Amy Sedaris) o con Todd (Aaron Paul). Y es que todos ellos transcurren por una gama tan amplia de grises que es muy fácil que alguno, o varios, nos toquen muy de cerca en no pocos momentos.
Otra de las posibles claves en el éxito de la serie es el equipo de guionistas, formado por prácticamente el mismo número de hombres que de mujeres, lo cual se traduce, evidentemente y sin desmerecer el trabajo de la facción masculina del equipo, en personajes femeninos bien escritos, personajes en general mejor tratados y despojados de antiguos usos, costumbres y automatismos caducos y con olor a cerrado. La serie aborda (y, lo que es más importante, aborda bien, de forma responsable y no por ello menos ácida o graciosa) temas como el aborto, el consentimiento en las relaciones sexuales, el debate sobre la necesidad de espacios seguros para las mujeres en determinados contextos, y por supuesto la explotación de personas en sus diferentes modalidades y el autosabotaje como asidero al que aferrarse para no afrontar todo aquello que da miedo.
En medio de todo esta maraña de problemáticas actuales, emerge la sombra de la enfermedad mental como hilo conductor de todas ellas. Ya sea como desencadenante, ya sea como consecuencia, o como todo a la vez. La serie no intenta determinar el papel que estos trastornos psicológicos cumplen en cada caso, quizá asumiendo que son inherentes al ahora, pero lo cierto es que las conductas derivadas de la depresión, de la ansiedad, y de diferentes adicciones, articulan una buena parte de las tramas.
Si bien los temas, y el tratamiento que reciben estos, cumplen con unos mínimos exigibles en pleno año 2016, como decía antes, la serie es una serie de personajes. Y es una serie de personajes diversos, cuya diversidad no es tema central de nada, no es objeto de, no es peripecia, sino que es rasgo caracterizador, visibilizador y por tanto normalizador. Sin embargo, lejos de usar la normalidad como pretexto para, paradójicamente, invisibilizar causas, realidades y personas, aquí la diversidad está lo suficientemente subrayada como para que quede clara la idea de que, por ejemplo, la orientación sexual es una parte importante de la identidad de una persona. O para poner en perspectiva lo frágil que es nuestra percepción de las identidades de género.
A este respecto ha hablado el propio Raphael Bob-Waksberg, que explicó una de las funciones que desempeña la decisión de incluir animales antropomórficos con el mismo estatus que los humanos, y desempeñando los mismos roles sociales (salvo algunas diferencias inevitables y puramente fisiológicas). Bob-Waksberg habló de esa tendencia tan instaurada en el imaginario colectivo que hace ver a los personajes como inherentemente masculinos, a no ser que se especifique, expresamente, que son femeninos. La misma tendencia que llevó, en su día, a ponerle un lazo rosa y pintarle los labios a Ms. PacMan para resaltar que es una chica. Pese a ser un círculo al que le falta un triángulo. Porque claro, el otro, el neutro, el genérico, el que viene por defecto, tenía que ser masculino. Lo estándar es lo masculino.
En BoJack Horseman juegan muy bien con todas estas percepciones, aunque ni siquiera el propio equipo está libre de todo prejuicio. En uno de los guiones, Bob-Waksberg había escrito un pequeño gag sobre un perro (recordemos, aquí animales antropomórficos) babeando encima de una persona de negocios. Por su parte, cuando Lisa Hanawalt fue a hacer su trabajo, dibujó a ambos personajes como mujeres, cosa que chocó mucho a Bob-Waksberg porque aunque él no había especificado género, sí los había pensado a ambos en género masculino, y porque se dio cuenta de la necesidad de trabajar para frenar estos automatismos que no hacen sino remarcar que la mujer es una característica añadida, un rasgo asociado a otros rasgos muy determinados, y que “por lo general soy capaz (con algo de ayuda) de dar un paso atrás y no pensar de esa manera, y una de las cosas que amo de trabajar con Lisa es que desafía estos instintos en mí”.
BoJack Horseman es una de las serie más honestas y autoconscientes de la televisión actual. Una de las más modernas y sensibles. Ha conseguido pasar por encima del vertedero del cinismo en el que sigue chapoteando una buena parte de la comedia. Y como drama, tampoco busca una deliberada tristeza (ni siquiera en esos finales de temporada que dan ganas de descerrajarse un tiro en la cara); simplemente sabe mirarse al espejo, mirar alrededor y, lo más importante, conseguir vernos a nosotros.
La gran duda que tengo es si la serie sabrá mantener este ritmo o terminará decayendo. Como pasó con "Entourage" o "Californication".
Por lo demás, me parece una serie muy necesaria.
Empezando por el rol masculino hablando sobre dolor. Algo no muy extendido, pero que quizás últimamente empieza a tomar fuerza ("River" http://www.imdb.com/title/tt4258440/ podría ser otro buen ejemplo de eso).
p.d: Que no se nos olvide hablar de Mr. Peanutbutter. Quizás el personaje (inicialmente) mas plano/aburrido, pero que es de una ternura altamente necesaria. Junto a Diane Nguyen, hacen una de las mejores parejas televisivas.
p.d2: Shut up, Todd!!!!
Mejor serie del momento sin duda. Que llegue la 4.ª temporada ya por favor. Gracias Eva, este artículo (no lo había visto hasta hoy) es muy necesario!!!
Todd: ya van 3 temporadas, todo puede decaer pero nada nos dice que vaya a ser así, esta serie va a más, y de compararla en ese aspecto es breaking bad y no entourage ni californication.
Puede que nunca nos emocionemos con un capítulo como en el último de la 3.ª pero eso no es decaer.
*Llevo semanas tarareando ‘Stars’
Leer esto me convenció a la hora de echarle ojo a la serie. Enhorabuena como siempre, Eva.