El flâneur, el paseante anónimo que recorre la ciudad entre la multitud, ha tenido una proyección especial desde el siglo XIX. El cine ha sabido recoger a la perfección esta figura de la literatura francesa, pero el videojuego la ha abordado de una forma especial, inherente al medio. Es hora de repasar qué ha recogido y qué ha reinventado.
En La pérdida de la aureola (1862), Charles Baudelaire cuenta cómo el poeta es desprovisto del aura que le convierte en divino. Sin su aureola, el poeta se convierte en un ser más en la ciudad para vagabundear en el anonimato. No nos es ajeno este tópico: a menudo, el salir a la calle a deambular sin ningún destino aparente termina resultando un ejercicio de meditación que nos ayuda a comprender el entorno en el que vivimos. Fellini lo comprendía muy bien al convertir en La Dolce Vita (1960) al poeta en un periodista de la prensa rosa, que retrata la maltrecha sociedad romana en los años de la posguerra. La figura del flâneur, la del paseante despreocupado que recorre las calles de la ciudad admirando sus pormenores, ha tenido una particular relevancia en la narrativa desde el siglo XIX hasta nuestros días. No es de extrañar que el videojuego lo asuma a su manera. Volviendo a Francia, recorrer las calles del París revolucionario a través de los recuerdos de Arno en Assassin’s Creed Unity (2014) puede ser una nueva forma de entender esta figura definida por Walter Benjamin. En el videojuego, el jugador es el protagonista; en el videojuego, somos el flâneur.
Los parajes norteamericanos del western devuelven al jugador de Red Dead Redemption (2010) una imagen sublime, cuya paleta de colores no dejaría indiferente a ningún pintor de la Escuela del Hudson. Nuestro recorrido por los paisajes del Salvaje Oeste transcurre sin que el entorno parezca percatarse de nuestra presencia salvo cuando decide atacarnos. En las pequeñas villas y ciudades, el entorno es más interactivo. Tiendas, salones, rufianes y prostitutas salen a nuestro encuentro para mostrarnos el lado humano de la barbarie en toda su variedad.
Donde Grand Theft Auto (1997-) siempre fue un cajón de arena en el que planear una destrucción masiva, Red Dead Redemption, en cambio, contempla una experiencia pausada y contemplativa, sinérgica, más centrada en participar de ese mundo que en volarlo por los aires. En este ambiente, el jugador convive con el espacio en sí mismo en una relación de igualdad por la que deambula a veces sin rumbo fijo, dependiendo de la comunión con el escenario. El flâneur es un ser urbano, no obstante. Los paisajes naturales del Oeste no hablan del paseante como sí del viajero romántico. Lo vemos cuando John Marston llega a Armadillo y ve como unos malhechores secuestran a una dama en el bar, o cuando Arthur Morgan presencia un duelo en mitad del campamento.
Como un vestigio del romanticismo, el flâneur es visto como un símbolo de libertad, carente de atadura. Del mismo modo, los vastos mundos abiertos de Rockstar nos la aseguran falsamente. El poeta en los versos de Baudelaire camina sin rumbo entre la multitud y observa sin inmiscuirse. No tiene objetivos ni razones. Desproveer a la experiencia de metas que alcanzar es un contrasentido en el videojuego mainstream. La filosofía de obras como Red Dead Redemption es la de tener siempre algo que hacer, una historia que seguir, un hilo del que tirar. Fuera de las misiones, el jugador no es obligado a intervenir en los eventos aleatorios, pero las recompensas le coartan. Ya no es un ser imparcial, sino que se involucra en lo que acontece a su alrededor. El jugador ya no es un flâneur, es el que hace avanzar la historia. Acercar la figura del caminante al videojuego convencional requiere más del jugador que del creador. Borja Pavón acepta este rol cuando decide imaginar las conversaciones que los NPC de Assassin’s Creed mantienen ante él. Así, el tópico se convierte en experimentación.
Paseos digitales
No son muchos los videojuegos que hayan explorado la idea del flâneur. Ruth García desgranó en su día, en clave estética, las relaciones entre este fenómeno y The witness, pero a nivel literario la cosa no está tan clara. The Witness (2016), a pesar de presentarse como una experiencia poética y abierta, sigue teniendo un rumbo marcado y un objetivo. Habrá que ver en los entornos interactivos como Proteus (2013) o The night journey (2007) un acercamiento más preciso a la estética del flâneur donde el mismo objetivo de la experiencia reside en la falta de objetivos.
Sin embargo, la espiritualidad de la naturaleza que busca transmitir Proteus no es el ámbito en el que se mueve el flâneur, pues aunque anónimo, es un ser social que goza de las grandes multitudes. Baudelaire detestaba la naturaleza y veía la ciudad como antítesis y escenario del desfile circense que era la sociedad parisina. Cyberpunk 2077, en su reciente presentación, parece mostrar la diversidad social en su máximo esplendor, aunando la podredumbre de los bajos fondos con la renovación tecnológica. Una vez más, el imaginario poético del siglo XIX es reafirmado por la tecnología en pos de airear las viejas estéticas.
Repasando a grandes rasgos todo lo anterior, la presencia del flâneur en los videojuegos parece una quimera. La realidad es que la figura del paseante despreocupado en su versión original -camuflado entre la multitud de la gran ciudad- no siempre se ha representado en su vertiente más pura. En las películas de Woody Allen, Nueva York y otras ciudades europeas sirven de escenario viviente sin llegar realmente a tener el protagonismo que recibe en los versos de Baudelaire o en los diálogos de Luces de bohemia. Lo mismo ocurre en Amelie (2001) , donde los pequeños destellos de belleza fruto del caminar por la ciudad son expuestos después de que la señorita Poulin haya recorrido sus calles durante años. En Roma (1972), también de Fellini, este papel es asumido por el espectador, que junto al director recorre las calles de la ciudad eterna en una suerte de Dante y Virgilio, mientras que en Berlín: sinfonía de una ciudad (1927), heredera del cine-ojo de Dziga Vertov, las imágenes son desprovistas de cualquier atisbo literario para convertir al espectador en paseante a tiempo completo. El recurso siempre al servicio del medio al que se preste.
Los videojuegos requieren de una actitud más participativa en su mundo. Es su reclamo, lo pasivo no se contempla apenas. Antes que del flâneur, el videojuego ha explorado la figura de la que parte, la del detective, haciendo participe al jugador del escenario en el que habita sin que intervenga sobre él: Gone Home (2013) sigue siendo el ejemplo más claro.
Sin embargo, es posible que la obra de From Software sea la que más haya explorado el limbo que distingue al detective de Edgar Allan Poe del flâneur francés. Dark Souls (2011) es una visita al pasado, a un fragmentado recuerdo que debemos reconstruir. El no muerto elegido no es un flâneur –tiene objetivos, además de habitar una ciudad carente de vida-, pero sí un investigador anónimo. Con Bloodborne (2015) la cosa cambia. Nuestro cazador es testigo del aquí y ahora de una gran ciudad decimonónica por la cual deambula sin más objetivo que matar bestias. No hay mucho más a lo que aspirar. Hidetaka Miyazaki diluye las formas narrativas hasta casi desproveer por completo a la experiencia de un guión. Es, ante todo, un retrato de la ciudad de Yharnam, de la que apreciamos en su presente y pasado. A nuestro paso, los mendigos, los ladrones y las mujeres de alterne del decadentismo dan paso a los maltrechos habitantes de Yharnam, convertidos en bestias, cazadores o, simplemente, ciudadanos ariscos y reticentes para con los forasteros. Con la caza, el pasear por la ciudad con el fin de aprehender el entorno en el que el poeta cohabita termina por convertirse en un acto violento y a veces interesado. El jugador ahora es un flâneur activo, sediento de sangre, y la sospecha sobre el progreso que tanto atormentaba a Baudelaire queda patente en la caída en desgracia de Yharnam.

Bloodborne.
Casi no parece haber una excepción que confirme la regla. El flâneur videolúdico es una herramienta más que un tópico, una búsqueda accidental para elaborar nuevas experiencias. Lejos quedan los grandes bulevares parisinos, las viejas tascas llenas de exhaustos bebedores de absenta. El videojuego toma para sí lo que le interesa, y hemos de estar agradecidos por ello, por tener en el arte la pluralidad necesaria para que siempre exista una nota de color. El videojuego es un ancho campo en el que innovar con respecto al pasado. Lejos queda imitar por imitar, ahora queda aprender.