Estamos todos de acuerdo: las películas dan mucho tembleque, nada como un buen Silent Hill a oscuras, qué bonicas las portadas de los Eerie vetustos, pero como un buen libraco de terror, pocas cosas. Al fin y al cabo, las historias victorianas de fantasmas, el romanticismo necrofílico, los grandes hitos de la imaginación cruel aparecieron antes que en ningún sitio, en los libros. Por eso os hemos preparado para hoy unas cuantas lecturas siniestras: de literatura "seria" que de repente se pone tétrica a auténticos clásicos del género. Hemos evitado a los Poe, Stoker y King de toda la vida para dar alternativas con las que pasar un Halloween alejados de los tópicos. Estos son nuestros libros de miedo favoritos.
(Ilustracion de scaleblade)
ANDRÉS ABEL: El séptimo caballo y otros cuentos (The Seventh Horse and Other Tales, Leonora Carrington, 1988). Como buena surrealista, conocida sobre todo por sus fascinantes cuadros, Leonora Carrington conjugó en su obra literaria el humor más absurdo con el horror más pesadillesco. Sus relatos te llevan de la mano entre ambos campos la mayor parte del tiempo, pero a veces te empujan fuera de la linde y te dejan llorando un rato en el lado de los malos sueños. Prueba a leer Conejos blancos.
ADRIÁN ÁLVAREZ: Relatos japoneses de misterio e imaginación (Edogawa Rampo , Ed. española: 2007). Hirai Tarōu fue un admirador japonés de Edgar Alla Poe que publicó bajo el seudónimo de Edogawa Rampo, que viene a ser el nombre del escritor inglés pronunciado en su idioma. Esta recopilación de nueve relatos contiene una historia demente, La butaca humana, que consiguió hacérmelo pasar mal al convertir un objeto cotidiano en una parafilia. Narrada en primera persona en su mayor parte, la sencillez de su prosa y su capacidad de llevar tan lejos, y de forma tan rigurosa, una propuesta muy sencilla hacen que se lea en un suspiro pero se retenga para siempre, aunque el final diluya su atmósfera malsana. Luego traten de convencerse de que, hundidos en su sofá, no hay alguien disfrutando de la cercanía de su cuerpo.
ÁLVARO ARBONÉS: Tokio Año Cero (David Peace, 2013). Tokio en la posguerra no era un lugar de ensueño. No era una meca pop. Era un lugar sin suministros ni policías ni ausencia de soldados americanos hijos de puta ni de yakuzas que pelean contra las mafias coreanas para controlar un mercado negro que se da a la luz del día en nombre de la patria y los japoneses; en medio de ese escenario, el policía Minami intentará resolver horribles casos de asesinato de muchachas jóvenes. Pero todos le pondrán trabas. Y cuando pensabas que era una novela negra, sigues leyendo y notas la angustia y el ardor y la muerte atravesando cada página y te das cuenta: es terror. Es puro terror, porque seguramente fue verdad. Me pica, me rasco. Gari, gari.
DANIEL AUSENTE: Nuestra Señora de las Tinieblas (Our Lady of Darkness, Fritz Lieber, 1977). Sincrónicamente hermanada con Suspiria (Íd., 1977) de Dario Argento (ambas son de 1977, ambas empiezan con la cita del mismo poema de Thomas de Quincey), el terror que inspira esta novela parte de una experiencia real: Lieber se pasó un lustro borracho por la muerte de su esposa y acabó convirtiendo el paisaje urbano que veía por la ventana de su apartamento en la base de esta novela. Las virtudes son enormes: es tan generosa en citas, guiños y referencias que daría para escribir casi un ensayo sobre ella, pero al mismo tiempo es una lectura sencilla y nada pretenciosa. Es precursora en el concepto de pastiche posmoderno por la presencia de secundarios como Jack London, Ambrose Bierce, Dashiel Hammett o Clark Ashton Smith entre muchos otros a los que se cita o menciona. Por si esto fuera poco: 1 – Ofrece una lectura costumbrista del San Francisco setentero. 2 – Se saca de la manga el concepto de la megapolisomancia, es decir, magia negra que utiliza las arquitecturas urbanas contemporáneas. 3 – Expresa como ninguna otra que el mal y el terror se alimenta de libros malditos (reales o falsos) y novelitas pulp. En definitiva: Una maravilla.
EVA CID: Un vigilante junto al muerto y otros relatos de terror (Ambrose Bierce, Ed. esp. 1996). Ambrose Bierce, para la que escribe, es un autor imprescindible. Admirado por Lovecraft, Bierce recogió, a su manera o sin querer, el testigo de dos de los autores más importantes del terror moderno: Poe y (después) Maupaussant. Y digo a su manera (o sin querer) porque en sus obras nunca parece tener la intención deliberada de suscitar horror, no al menos en los términos canónicos de su época, ni tal como hoy día entendemos la etiqueta. Combatiente en la Guerra Civil estadounidense y con una larga trayectoria militar, Bierce conocía bien la muerte, la de verdad, la que da miedo. Fue un maestro a la hora de recrear el horror que la muerte suscita en los vivos, porque la muerte en sí misma es hueca, no es nada. Un vigilante junto al muerto, la historia que da nombre a esta antología, es el cuento más terrorífico que he leído nunca.
YAGO GARCÍA: Libros de sangre Vol. I (The Books of Blood Vol. I, Clive Barker, 1984). Si tuviera que resumir en una sola frase este volumen (la colección de relatos cortos que lanzó a su autor a la fama), servidor recurriría a un verso de una canción. Y ésta no sería de Coil, ni de Marc and the Mambas, ni de ninguno de los grupos anglosajones que podrían asociarse (por época, por temáticas o por afán de cancaneo) con el joven Clive Barker. Sería de Lola Flores, nada menos, y reza así: «No lo puedo remediar, y me voy a condenar / porque a mí, a mí, a mí, a mí me gustan los hombres». La asociación es obvia, claro, pero tiene su intríngulis, porque la primera entrega de estos libros ofrece mucha más carne que sangre. La carne descerebrada de las masas (En las colinas, las ciudades), la carne sacrificada en aras del poder y sus necesidades (El tren de la carne de medianoche) y, claro, la carne deseable de los cuerpos sobre los que uno se abalanzaría (El blues de la sangre de cerdo). Y la carne, pues es lo que tiene: que huele, que se gasta y que se pudre, sobre todo en según qué contextos de represión y miedo. Mucho más que en aquel monumental ‘codazo-codazo-guiño-guiño’ que fue Hellraiser (Íd., 1987), los textos de Barker cargan aquí con un peso secular de cárceles, de urinarios, de bares chungos y de cines de mala muerte en cuyo patio de butacas el personal se mete mano mientras proyectan películas de Judy Garland. Todo ello destilado en ese espanto universal que no entiende de géneros ni de preferencias. Un logro faraónico, qué duda cabe.
MARIANO HORTAL: Siempre hemos vivido en el castillo (We have always lived in the castle, Shirley Jackson, 1962). Leer a Shirley Jackson requiere una adaptación, más con esta novela. Estar acostumbrado a sustos, sangre y casquería variada, como ocurre en otros libros de terror, hace que encontrarse con una novela como esta suponga una incomodidad. No esperéis fuegos artificiales y sí muchas sutilezas. Merricat, la inolvidable protagonista, es la extensión perversa de la narradora, uno de esos contadores de historias tan poco fiables que te hacen cuestionarte cada hecho sucedido. Ella es el epítome de la «otredad», de la extrañeza que exhibió la autora en todas sus novelas acompañada de una atmósfera asfixiante, claustrofóbica. Es fascinante la forma en que plasma la devoción de su hermana, dispuesta a aceptar a Merricat independientemente de lo que haya hecho. Una obra íntimamente terrible. Deliciosa en su aparente simplicidad, compleja debido a todo el subtexto que lleva por detrás. Pocas obras me parecen tan imprescindibles como esta.
IVÁN MAZÓN: Los botes del «Glen Carrig» (The Boats of the ‘Glen Carrig’, William Hope Hodgson,1907). Aventuras marinas, pecios solitarios, costas extrañas y la mezcla perfecta de una atmósfera onírica con unas criaturas de una fisicidad repugnante. Los botes del «Glen Carrig» espiritualmente parece querer vivir en la alucinación irreal de las últimas páginas de La Narración de Arthur Gordon Pym (The Narrative of Arthur Gordon Pym of Nantucket, 1838) con unos náufragos que bien podían haber caído por aquel terror Ártico de Poe. Seres sin pasado que prácticamente no existen fuera de la pesadilla de la que tratan de salir, sobreviviendo a unas tierras, monstruos y comportamientos tan ajenos que ceder a la locura es la norma. No resulta difícil en su lectura cambiar mentalmente ese mar desconocido por el espacio exterior de la ciencia ficción, y es que Hodgson en su manera de estilizar la prosa logra capturar la esencia universal del temor a lo desconocido. Resulta lamentable que una obra y autor tan relevantes para entender el terror del siglo XX hayan quedado relegados a una mención de pasada cuando se glosan las influencias y antecedentes de H.P. Lovecraft.
ALBERTO MUT: El Wendigo (The Wendigo, Algernon Blackwood, 1910). Sé lo que están pensando. Que no es para tanto. Que total, hay relatos mucho peores en los Mitos de Cthulhu (sin que este pertenezca al ciclo principal sino a una parte secundaria del canon). Pero hagan un experimento mental, si les apetece: imaginen un caserón en la montaña. Un caserón de unos doscientos años de edad, con chimenea, muros gruesos, puertas pequeñas y ventanas casi inexistentes, leñera, letrina y los restos de un establo. Imagínenlo, si siguen queriendo, en la cima de una montaña. A una hora en coche por pistas forestales del pueblo más cercano y, en un momento dado, a varios kilómetros de cualquier otro ser humano vivo. Imaginen una noche de invierno fría y ventosa, una cama confortable y a un joven de doce años oculto bajo varias mantas y leyendo el relato de Blackwood a la luz de la linterna. Mientras la casa cruje. Sin nadie, absolutamente nadie, en kilómetros a la redonda. Aún recuerdo aquel viento aullador que por momentos parecía pronunciar mi nombre. Eso, y no otra cosa, es la esencia del miedo.
JESÚS ROCAMORA: La casa de hojas (Mark Z. Danielewski, 2000). En una de mis visitas a España por Navidad, justo antes de comprar La casa de hojas, una amiga con la que suelo compartir historias para no dormir me dijo que había tenido que dejar de leerlo porque se había cagado de miedo. Sola en su dormitorio, por la noche, mientras esperaba a que su novio llegase de currar, este libro laberíntico e irracional se le había hecho insoportable. Viven en un tercer piso en el centro Madrid y no me costó imaginármela mirando hacia el techo y las paredes para comprobar que permanecían ahí quietos. Bueno, me dije: yo vivo en una casa en Brasil, en medio del campo, separado de un escenario semisalvaje propio de La Cosa del pantano –lianas, sapos húmedos, polillas y cigarras grandes como murciélagos– apenas por una puerta ridícula que parece robada de un cementerio de niños, demasiado pequeña y oxidada. A veces, si hay tormenta, se va la luz durante horas y tenemos que poner velas. Así que este es mi libro, pensé. Danielewski juega con los elementos en página para transmitir muchas cosas. Con las columnas y la orientación del texto, imitando los pasillos y habitaciones de una casa. También con los blancos, para crear silencios y un suspense muy especial que hace que el lector mantenga la respiración antes de pasar de página. Y consigue, como me decía Marta, que levantes la vista y mires a tu alrededor para comprobar que todo sigue en su sitio, las puertas, las paredes, la estrecha y horrorosa despensa que improvisamos en lo que antes era un baño. Un momento. ¿Desde cuándo tenemos una despensa?
JÓNATAN SARK: La glándula de Ícaro (Икарова железа. Книга метаморфоз, Anna Starobinets, 2014). Que buena es Starobinets, que difícil elegir uno de sus libros. Quizá sean mejor por variadas sus recopilaciones de relatos, y aún así es difícil elegir entre esta edición de Nevsky Prospect en 2014 o la de Una edad difícil (Переходный возраст) que publicaron en 2005. En ambos casos son historias que oscilan entre el horror más orgánico y la ficción científica más reflexiva, encontrándose en ambos casos con la capacidad de enfrentarse a lo extraño, sea en entornos conocidos en los que se introduce lo grotesco o en otros inesperados en los que llevar adelante ideas que pueden parecer cotidianas y que acaban colocando a los humanos ante diferentes versiones del abismo vital, las más de las veces menos físicas que psicológicas. Mi sugerencia es que te leas tres relatos suyos. De este libro, del otro, del que sea. Así verás las múltiples facetas del horror que ella representa, porque a fuerza de sorprender, suyos son los nuevos relatos de lo inesperado.
JOHN TONES: Ceremonias macabras (The ceremonies, T.E.D. Klein, 1984). Para los lectores más encallecidos del género de terror, Klein es uno de los secretos a voces mejor guardados del género. Solo ha escrito un par de novelas y un puñado de relatos largos. Pero la única de esas dos novelas publicada aquí, Ceremonias macabras, planea una y otra vez sobre nuestras pesadillas, y guardamos su primera (de muchas) lecturas en el recuerdo junto a la primera vez que leímos Drácula, La máscara de la muerte roja o Salem’s Lot. Mezclando clásicos como Lovecraft, El hombre de mimbre (Wicker Man, 1973) y, sobre todo, el mítico El pueblo blanco (The white people, 1890) de Machen con un estilo de múltiples voces conformando una atmósfera aplastante -al estilo del King primerizo que entonces arrasaba-, Ceremonias macabras es la historia de una relación romántica que se revela como Algo Mucho Más Cósmico en el ambiente opresivo de un rancio pueblo de la América Profunda. Un clásico mayor.
KIKO VEGA: El horror vuelve a Amityville (The Amityville Horror, Jay Anson, 1977). No importa cuántas recreaciones, documentales o películas (de cualquier época) hayamos visto. Ninguna consigue helar la sangre como la novela en forma de diario que empezó a jugar con nuestros miedos ante supuestas historias reales. Y es que la obra es la captura (incluye los malditos planos de la maldita casa y un prólogo del reverendo John Nicola) del testimonio, recogida por el autor, de los hechos vividos por el matrimonio Lutz. Caretas de cerdo, millones de moscas y un olor nauseabundo que sale de debajo de tu cama. Es normal que las veas y lo huelas mientras lees el libro. Crímenes horribles y entes ultraviolentos incomodarán al lector de género más veterano. Coño, por eso es un clásico, por eso seguimos comprando entradas cada vez que se adapta de nuevo y por eso todavía nos acojonan los descubrimientos o (des)mitificaciones que podemos ver, ya sea en formato televisivo (hola, Íker) o en documentales con los hijos del matrimonio. La mudanza más jodida de la historia.
CAROLINA VELASCO: American Psycho (Bret Easton Ellis, 1991). Tuvo que llegar Ellis para acabar con todo la hagiografía del yuppie, y lo hizo con un maníaco retorcido, despreciable y esquizofrénico. Que Patrick Bateman no sea siquiera un asesino en serie más que en su imaginación le hace aún más patético, pero no por ello menos aterrador: la perfecta encarnación del podrido sueño americano.
Felicidades!