Después de una semana hablando de libros, tebeos, videojuegos, música, todo lo que disfrutamos entre escalofríos llega el momento de ponerse serios. Inquirimos a nuestros colaboradores sobre sus terrores de verdad, los miedos a veces irracionales, a veces muy razonables, que les mantienen en vela por las noches. Desde animales satánicos a oleadas de intransigencia política, de lugares tenebrosos a dolencias varias. Ahora sí: nuestros terrores reales.
ADRIÁN ÁLVAREZ. Hace cinco años fui a celebrar mi cumpleaños a un campo de paintball. Me flipé mucho, porque aquello es muy divertido, y mientras daba disparos de supresión hacia unos enemigos parapetados, con el objetivo de que el resto de mi equipo hiciera el típico movimiento de pinza, me abalancé sobre una pared deslizándome por el suelo, con los pies por delante. Creí que eso sería todo y que luego podría seguir. Pero no. La fuerza del impacto, de los pies a la cabeza sin dispersión alguna, y la sujeción de la espalda por parte del suelo, hicieron que mi columna se plegara como un acordeón. Peor que una caída a gran altura. Mis almohadillas intervertebrales intentaron absorber el impacto, pero una de las vértebras tuvo una fisura. No soy un médico y nadie me vio estrellarme: es una conjetura.
El caso es que de repente, se me cortó la respiración. Ojalá hubiera sentido algo de dolor en ese momento: fue un pinchazo que nunca terminaba, una bola de granito fría que me oprimía la espalda mientras una mano firme e invisible me paralizaba. Todo mi cuerpo quería gritar y esa era su forma de hacerlo. Sin nadie que supiera donde estaba, intenté hablar pero las palabras no salían de mi boca, porque mi cuerpo se sentía tan traumatizado que acaparaba el poco aire que captaban mis pulmones, sólo para seguir consciente. Intenté moverme, pero no me atrevía, porque mi yo empezaba en la cabeza, terminaba a la altura del ombligo y volvía a ser en las rodillas.
Volví a boquear. Mis amigos se divertían a mi alrededor, pero les oía lejos porque tenía un casco de terror innombrable en la cabeza. Y entonces caí en la cuenta de que aquello no terminaría bien, que no me recuperaría esa tarde y seguiría jugando. Fui consciente, de la forma más dolorosa, de que mi vida había cambiado. Oh Dios, me dije, ¿es que ya no podré volver a andar? Intenté mover los pies y me alegré de poder hacerlo, pero mi intento por levantarme se tradujo en un puñal helado metido entre las costillas, que giraba y giraba alrededor de mis nervios, enrollándolos como un tenedor en un plato de espaguetis. ¿Qué pasará con mi trabajo? Me asaltó la idea de que ya no volvería a levantar cajas en el supermercado. ¿Podré volver a hacer una carrera de coña con los amigos, podré llevar peso, tendré una vida normal?
Sólo quería levantarme y una cocacola fría, y sacudirme el polvo y sonreír como si nada hubiera pasado.[pullquote align=»right» cite=»» link=»» color=»» class=»» size=»»]Mis amigos se divertían a mi alrededor, pero les oía lejos porque tenía un casco de terror innombrable en la cabeza. [/pullquote]
Transcurrieron cinco horribles minutos, hasta que un amigo pasó a mi lado. Retomé mis intentos por hablar, pero sólo me salió un grito ahogado. Hasta entonces, no creí que pudiera sentir más miedo, pero así fue. ¿Y si no podía volver a hablar? ¿Qué me estaba pasando? Por suerte, mi colega me vio y yo pude explicarme, y mi cuerpo se tranquilizó un poco aunque seguía sin poder moverme y me auxiliaron, y llegué al hospital acompañado de quien será mi futura mujer mientras nos decían que había perdido sensibilidad en las piernas.
Esa misma noche me trasladaron del hospital a casa de mis padres. Ya podía volver a andar, pero era doloroso. Tenía un hilillo de voz. Y me acosté en la cama y pensé que aquello era lo más incómodo del mundo. No sé cómo pude dormir, porque mi mente bullía con ideas sobre el futuro. Acababa de joderme la vida, pensé, y aquel trauma lo estaría pagando siempre. Tenía miedo. Aún lo tengo. Perdí mi trabajo y facultades, y a pesar de que he ido recuperando ambas cosas, temo un futuro en el que pueda sentirme otra vez como en aquel campo, inhábil e indefenso.
DANIEL AUSENTE. No es frecuente, pero en ocasiones en vez de dormir me sumerjo en un estado extraño. No es agradable, porque noto como me hundo en él y no quiero, e intento salir pero me cuesta horrores. Intento gritar, moverme, levantarme de la cama, pero estoy congelado, inmóvil. A veces creo que lo he conseguido cuando en realidad sigo ahí, estirado, preso. Además, escucho voces. Creo que son las voces de los vecinos. Este incomodo mal tuvo su máxima expresión cuando acababa de cumplir veinte años, hace pues mucho tiempo. Llegué a casa tras una juerga, acompañado de un amigo que se quedaba a dormir en casa. Pero en vez de dormir entre en esa extraña fase. A la pesadilla de no poder moverme se sumaron más ruidos que nunca. Gritos arriba, gritos abajo, gritos por todos los lados, y todo de pesadilla y mal rollo. Escapé de allí porque mi amigo me salvo del letargo mental. Su rostro estaba desencajado y parecía temblar. Me dijo que no podía dormir, que algo le estaba dando muy mal rollo pero que no podía concretar más, que era todo muy difuso. Tras un rato volvimos a nuestras habitaciones y pude conciliar el sueño. Al día siguiente, al abrir la puerta de casa, me encontré una cama al fondo del pasillo, frente al ascensor. Una vecina me dijo que esa noche la mujer del 3º 3ª había echado a su marido, que lo había sacado arrastrando la cama. Perplejo, bajé a la calle. Una ambulancia estaba estacionada frente al portal. La portera, alterada, me informó que al chaval del 2º 2ª le había dado un brote psicótico y que lo internaban en un sanatorio. Aquella noche lo irracional se había apoderado del edificio y siempre he temido haber sido yo la correa transmisora del mal rollo.
YAGO GARCÍA. Hay oficios que no sólo marcan a quienes los ejercen: también ponen su sello sobre toda la familia, sobre todo porque tienden a heredarse de padres a hijos. Así, hay familias ‘de militares’, ‘de policías’, ‘de notarios’… y ‘de médicos’. La de mi madre es de esas últimas. Mi abuelo materno tuvo una consulta bastante célebre en sus tiempos, entre otras cosas por ser la primera en nuestra ciudad con aparato para hacer radiografías. En lo que a mis tíos se refiere, uno era cirujano urólogo (un virtuoso de los trasplantes de riñón, que sólo dejó el bisturí cuando un tumor cerebral llamó a su puerta) y otro, anatomopatólogo de gran prestigio, cobra hoy en día pequeñas fortunas por escrutar las células de probos ciudadanos suizos en busca de indicios de cáncer. Así pues, no les extrañará saber que crecí escuchando historias de analíticas, biopsias, quirófanos y otras palabras esdrújulas de esas que tanto le gustan a David Cronenberg.
Combinado con un árbol genealógico en el que las enfermedades raras son la norma, no la excepción, todo aquello contribuyó a hacer de mí un hipocondríaco contumaz. Y, como a tantos otros hipocondríacos, los hospitales me dan auténtico pavor. Por mucho que quienes trabajan en esos lugares (la mayoría, al menos) piensen ante todo en sus pacientes, la realidad está ahí: no se trata sólo de que el interior de nuestro cuerpo sea una chapuza viscosa, siempre presta a funcionar como no debe… o, directamente, a dejar de funcionar. Es que esos edificios a los que acudimos cuando nos traiciona la quincalla de nuestro interior son campos de batalla en los que los buenos siempre pierden, y donde, junto a mucho heroísmo y mucha abnegación, también hay lugar para mucho desdén hacia el sufrimiento ajeno y muchas ganas de currar lo menos posible, por más que eso redunde en dolores atroces, o incluso en la muerte, para quienes deberían recibir sus cuidados. Esto último, créanme, también lo sé bien. Y no sólo por haber oído anécdotas.
MARIANO HORTAL. He borrado la fecha exacta en la que sucedió, pero no he borrado el hecho de mi subconsciente. Hace más de diez años salía de trabajar a mi hora, creo que incluso un poco antes; acababa de estrenar el primer coche de mi vida, un Seat Córdoba de color azul eléctrico, iba con la música puesta a tope, Wagner para más señas (El holandés errante) y disfrutando de mi vuelta a casa un jueves cualquiera, como si no hubiera un mañana…. y pudo no haberlo. Por un lado una extraña curva en obras zigzagueaba de manera confusa, por el otro lado, un camión largo, sí, de esos de más de diez metros,daba la impresión que se me estaba echando encima peligrosamente; mi capacidad de reacción anulada, por mi única salida posible pasaba otro coche a gran velocidad, no había escapatoria, el camión me dirigía inexorablemente hacia el muro de la mediana.
(Se dice que en estos momentos te pasa la vida por delante, que tienes tiempo de rememorar tu vida en un simple instante de tiempo)
Constaté que es cierto, esa sensación sucedía, lo que no te dice nadie es el terror que uno siente hasta el momento del impacto con la mediana. Un segundo o dos segundos de terror extremo: ¿Cómo será el impacto? ¿Sobreviviré? Seguro que no, a esta velocidad no me salva nadie. Y aunque sobreviva, con el choque ¿dónde acabaré? ¿Me llevará otro coche por delante? ¿Tenía airbags este coche? ¿Funcionarán? Es nuevo, deberían hacerlo… pero ¿será suficiente? No quiero morir entre hierros si no muero al instante. ¿Y mi familia? No los voy a volver a ver… y.. ¡no me he despedido de ellos! ¡Ni les he dicho cuánto les quiero! No es justo, ¿cómo puede pasarme esto?
Mil y un pensamientos y una sensación que no he vuelto a experimentar (afortunadamente). Algo ocurrió ese día (aparte del manido cliché de nacer de nuevo) que ha orientado mi futuro y lo que soy ahora: siempre voy a trabajar (y a la mayoría de sitios que frecuento) en transporte público, tardaré un poco más pero me siento un poco más seguro y, además, leo muchos libros, y hasta escribo sobre ellos.
JOHN TONES: Me temo que mi miedo es tan común que quizás no haga falta ni ponerlo por escrito: mi materialismo militante, un bloqueo de determinadas cuestiones metafísicas tan bueno como cualquier otro para tirar en el día a día, me impide agobiarme demasiado por culpa de La Parca, pero el camino hasta el momento de mi muerte, ah amigo. Cumplo en nada cuarenta años, las resacas me duran semana y media, como regular y duermo cada vez peor. Siempre he tenido una salud regulera tirando a bien, no tengo experiencias traumáticas de familiares agonizando durante años, pero sé que esa movida está ahí. Esperando. A partir de los cuarenta es cuesta abajo y sin frenos, me repiten una y otra vez los que tienen cuarenta y uno y, por tanto, están deseando que todos nos cojamos de la mano y bailemos la Danza de la Condenación. Deberías mejorar tu dieta. Deberías aflojar el ritmo. Deberías tener hijos antes de que sea demasiado tarde para asegurarte de que tu huella en este mundo quede plantada con más firmeza que lo que has hecho hasta ahora. No me da ningún miedo desaparecer del mapa, pero el largo (espero) proceso hasta ese momento se presenta más como una agonía decadente que otra cosa. A partir de los cuarenta, todos somos brundlemosca, sí, pero después de escribir esto, ¿en qué estado crees que me veo?
CAROLINA VELASCO. Escribo estas líneas tras leer que han encontrado el cadáver de un niño sirio de 4 años que fue secuestrado en un campo de refugiados en Berlín el 1 de octubre. El mal cuerpo que te deja que una familia que huye de la guerra se encuentre con que asesinan a su hijo en el país en el que buscan refugio es indescriptible. No es el único titular que se puede encontrar hoy en la prensa alemana: la prohibición de una organización neonazi en Kassel, la aparición de esvásticas y la palabra “gasear” en un monumento que recuerda a los gitanos víctimas del Holocausto y la manifestación de miles de personas convocadas por AfD para pedir la dimisión de Merkel y la deportación de refugiados son sólo algunos de los titulares de hoy. Luego tenemos las reuniones de Pegida cada lunes, donde hace unos días un escritor, ante miles de personas, dijo sin inmutarse que “desgraciadamente, los campos de concentración no están en uso”. Siempre he dicho que Alemania tiene en mente su pasado, que no necesitan una ley de memoria histórica porque en cada esquina te encuentras en recordatorio de su historia más negra. Pero parece que a algunos se le está olvidando.
KIKO VEGA. El pasado mes de septiembre, mi esposa se fue un par de semanas de vacaciones con las amigas. Todos los años lo hace y yo aprovecho esas dos semanas para revisar mis pelis de Van Damme o Jeff Speakman. Hasta ahí todo normal. el caso es que ahora ya no me quedo sólo. Me quedo con nuestro gato. Hancock. Cuatro años. Diez kilos de puro músculo. Instinto asesino. Hace tiempo que no se conforma con tener la puerta de la terraza abierta, algo que cuando uno está sólo en casa, resulta bastante inquietante después de pasar el día viendo pelis de terror. Pero lo peor no es el miedo a la intrusión, lo peor empieza cuando llega la noche y el gato se comporta como un asesino en serie. Me hacía gracia cuando dejaba el cuarto de baño como la sala de trofeos de la nave de Depredador, pero la risa desaparece cuando su trofeo más preciado… eres tú.
Ahora voy al gimnasio y allí me conocen como ‘Cicatrices Vega’, ya que tengo marcas en el 90% de mi cuerpo. Y no sé qué hacer. Lo he probado todo. Sus diez kilos suponen una carga letal a mis contramuslos, llenos de marcas moradas y dentelladas. Ahí se queda colgado mientras me araña con garras afiladas que no se han cortado en tres años x4. A veces espero a que esté dormido para irme en silencio a la habitación. Cerrar la puerta no sirve de nada, porque se pone de pie y las abre.
Vivir con miedo es vivir con Hancock. He estado a punto de volarle la cabeza cientos de veces, pero es que el cabrón es demasiado bonito.