[Canino Planet] Me encontré una niña abandonada en la selva

A ocho horas de Cuzco se encuentra la reserva natural del Manu, un área protegida que incluso cuenta con una amplia zona donde habitan pueblos originarios aun no contactados. Estuve un mes, ayudé en lo que pude e incluso me encontré haciendo de niñera en las circunstancias más extrañas.

Las discotecas de pueblo son iguales en España y en la selva, para empezar porque resulta grandilocuente llamar discoteca a un tugurio oscuro en el que sirven cerveza caliente y se escucha de fondo a Enrique Iglesias vociferando su última aventura amorosa. Era mi última noche en Pilcopata después de un largo mes como voluntario en un refugio de animales cuyo macho alfa, el mono araña Maqui, se distinguía por atacar a los niños e introducir sus genitales en las bocas de las mujeres, y decidí que en la medida de lo posible quería divertirme con mi amigo Jürgen.

Así que, después introducir una vez más en nuestros estómagos pollo con arroz -porque, como aquella secuencia de Forrest Gump en la que Bubba explica a su amigo las mil y una formas de cocinar las gambas, en el amable pueblo de Pilcopata se desayunaba, comía y cenaba pollo en sus diferentes variantes-, salimos a la pedregosa calle principal en busca de aventuras.

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Habíamos quedado con Wilson, un conocido que se dedicaba a la tala de árboles (nunca supimos si legal o no) y se vanagloriaba de haberse comido cualquier cosa que caminase entre la frondosa vegetación selvática. Nos llevó a un oscuro lugar que parecía un burdel sin mujeres para hacer tiempo hasta que abriese la discoteca. Abrimos la puerta y en la mirada de Jürgen pude notar que se sentía como un forastero que empuja tímidamente la barrera de un saloon en el salvaje oeste ante las miradas inquisitivas de los cowboys que solo levantan la mirada de su vaso de whisky para hacerle notar que no es bienvenido.

Aun así, Wilson parecía alegre porque iba a nacer su primer hijo varón. Era el tercero en el cómputo total, cada uno de una mujer diferente, mochuelos engendrados en puertos sin nombre, en la oscuridad de noches como la que estábamos viviendo. Apuramos velozmente nuestras cervezas y recuerdo que Wilson puso una cara realmente extraña cuando le pregunté si tenía que pasar la pensión a sus ex mujeres. Me pareció que nunca había oído hablar de algo parecido a la responsabilidad que conlleva plantar tu simiente en vientres ajenos.

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Ya medio borrachos llegamos a la discoteca. No serían más de las diez de la noche. Hay que tener en cuenta que los habitantes de Pilcopata funcionan con la luz del sol y tan habitual es despertarse a las cinco de la mañana escuchando las canciones religiosas del vecino como acostarse a las nueve intentando aplastar un insecto del tamaño de una zanahoria. La gran sala de fiestas estaba repleta. Repleta de hombres sudorosos y ligeramente ebrios ilusionados por introducir sus miembros tumescentes dentro de alguna de las cuatro o cinco mujeres que danzaban alegremente, quiero decir. Seguimos bebiendo a buen ritmo.

Dejamos a Wilson y comenzamos a conversar con dos españoles que se ganaban las habichuelas en el gran negocio de la cooperación y con el rabillo del ojo observé a Jürgen intentando poner fin a un desierto sexual que se prolongaba tanto como las sequías goleadoras de Anelka. Una austriaca que parecía medir más de tres metros desgastaba mis tímpanos ensayando su paupérrimo español. Los hombres se turnaban para bailar cumbia con la única amazona selvática que encendía sus deseos. Las rondas de cerveza se sucedían a un ritmo vertiginoso hasta que Jürgen derribo torpemente la botella llena de un grupo con cara de pocos amigos.

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Como ya he dicho, las fiestas en la selva no difieren mucho de las de un pueblo pequeño de la Castilla profunda en el que la frustración que provoca volver a casa solo da paso a la necesidad de pelearse con el extranjero. Decidimos retirarnos cuando aun era posible conservar nuestra integridad física. Las baladas románticas de Pitbull se entremezclaban con algún que otro grito espontáneo. “¡Gringos!”, decían. Creo firmemente que se referían a nosotros.

Justo en el momento en el que nos despedíamos de los españoles, que debían conducir en lamentables condiciones unos cuantos kilómetros sembrados de badenes y señalizaciones inexistentes, vimos como un perro inmenso atacaba a una niña de unos seis años que vagaba como alma en pena por la avenida principal de Pilcopata. ¡Oh, sí! Era el momento de hacerse los héroes. Ahuyentamos al chucho lanzándole piedras y salvamos a la cría de sus fauces. La recogí mientras sentía la adrenalina atropellándose en mi sistema nervioso y le preguntamos qué hacía sola en la calle. No se expresaba demasiado bien pero pudimos comprender que sus padres se habían ido a trabajar y, al despertar sola y asustada, había salido a buscarlos. «¡Qué fortuna haberse encontrado con nosotros!, ¡Los etílicos salvadores de la infancia abandonada!», pensé. En seguida la euforia dio paso a la confusión y Jürgen, con buen criterio, comparaba nuestra situación con alguna escena de Resacón en las Vegas. Como nobles ciudadanos europeos, que confían escépticamente en las fuerzas de seguridad, llevamos a la niña, cuyo nombre no entendíamos de ninguna de las maneras, a la comisaria del pueblo.

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Los policías en Pilcopata y, por extensión, en cualquiera de los pueblos circundantes, son muy similares al jefe Wiggum y sus secuaces. Comen incansablemente, de vez en cuando beben en horas de servicio y cada cierto tiempo les destinan a lugares remotos de la geografía peruana para evitar que caigan en las garras de la corrupción. Golpeamos insistentemente en la puerta hasta que uno de los agentes abrió visiblemente dormido:

-Eh, hola. Nos hemos encontrado a esta niña sola en la calle y no sabemos que hacer con ella…
-¡Joder! ¡Es la misma que estaba el viernes pasado por ahí también!

El jefe Wigumm nos reveló la verdad. Era la tercera semana que los padres de la criatura se largaban al pueblo de al lado a divertirse y dejaban a la niña abandonada. Sin embargo, más que preocupación, el agente exhibía una mezcla de desidia combinada con la pereza que le producía tener que hacerse cargo de la situación. Decía que la semana anterior la cría había pasado la noche entera en la estación de policía llorando y, no muy convencido de sus palabras, aseguraba que así iba a pasar una vez más.

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¡Qué mejor ocasión para hacerse el héroe de nuevo! ¿Por qué no llevarse a una niña abandonada a casa para prepararle un chocolate con leche y que pudiese dormir plácidamente alejada de su entorno infernal? Jürgen estaba aun más borracho que yo y le pareció una idea fantástica. Lo peor de todo es que Wigumm pensó que así podría planchar la oreja sin preocupaciones y nos dio el visto bueno. Nos despedimos de los españoles y nos encaminamos hacia casa con la satisfacción de haber cumplido con nuestras exigencias como forasteros solidarios.

Preparé chocolate con las últimas fuerzas que me quedaban. La niña parecía feliz hasta que bajaron las otras dos compañeras de piso, también alemanas. Comprendí que no se sentían a gusto con la situación cuando la pequeña indígena quiso beber de una botella de agua y una de ellas me pidió que cogiera un vaso porque “le podía pegar alguna enfermedad”. Obviamente, las dos teutonas, que en tres meses no habían aprendido ni una palabra de español, eran duchas en el arte de peinar a los monos pero, alejadas de ese diminuto mundo, resultaban tan solidarias como los ejecutivos del Banco Santander. Al poco rato quisieron saber dónde iba a dormir la pequeña. Se me ocurrió que podía dormir en mi cama mientras yo hacía lo propio en una hamaca que había en la terraza. Como compartíamos habitación, me espetaron sin asomo de conmiseración que ellas no estaban dispuestas a escuchar los llantos de una niña durante toda la noche. Estupefacto, decidí junto a Jürgen que él dormiría con sus paisanas, la niña en la habitación de al lado y yo en el suelo acompañado de mi esterilla y mi saco de dormir.

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Súbitamente llegó el bajón del alcohol y con él los pensamientos depresivos. No podía evitar recordar la película La caza, esa cinta danesa en la que un pueblo entero acusa a un profesor inocente de pederastia. Quizá llevarse a una niña abandonada a casa no fuese la mejor idea y mucho menos en una aldea en la que todos te conocen porque eres blanco, tienes barba y alcanzas una altura muy superior a la media. Sin haber dormido ni un minuto y visiblemente resacoso me acerqué de nuevo a comisaria a las siete de la mañana. El amantísimo padre de la criatura había aparecido a las cinco de la mañana completamente borracho en busca de su retoño y los agentes de la ley se habían negado a entregarla hasta que estuviese presente la protectora del menor. Dejé en sus manos la responsabilidad con cierta desconfianza y comencé a hacer mi maleta.

Horas después, en el autobús que me llevaría a Cusco, una mujer atorrante que decía odiar a los españoles se asomaba irrespetuosamente a la pantalla de mi ordenador con la intención de mirar conmigo una película. El vehículo se detuvo en una pequeña localidad todavía inmersa en la selva. A solo unos metros la policía hacía su ronda habitual y me acerqué a preguntarles que había sucedido con la niña abandonada. Con la desidia de una secretaria rellenando un formulario me dijeron que ya estaba con la madre. El camino de vuelta lo recuerdo como una eterna sucesión de curvas que me revolvían el estómago.

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