Un grupo de cocodrilos gigantes ataca durante una tormenta colosal. El terror toma el rostro de un monstruo inverosímil en la nueva película de Alexandre Aja, Infierno bajo el agua. Pero no todo es tan sencillo: el director toma una premisa en apariencia absurda y pequeña para reflexionar sobre el terror, la supervivencia.
Buena parte de las actuales propuestas del género del terror son experimentos argumentales de sorprendente éxito. Algo de esa noción está presente en el tráiler de Infierno bajo el agua (2019) de Alexandre Aja, que juega a la peligrosa posibilidad de lo obvio: los dos minutos de metraje muestran lo esencial de la película. Se trata del ataque de cocodrilos gigantes.
Quizás ese sea el truco más ingenioso para describir una película en la que sin duda hay cocodrilos — y muy peligrosos — pero que, también, es mucho más que una opereta de horror superficial. Aja ha transformado una tradicional B movie en un magnífico ejercicio de estilo que elabora una versión sofisticada de la supervivencia y a la que dota de una atmósfera brutal de singular inteligencia. Infierno bajo el agua es exactamente lo que su tráiler promete y a la vez, es mucho más que eso.
No es la primera vez que Alexandre Aja intenta transformar el género de terror en algo más ingenioso y audaz que el canon tradicional. Aunque su nombre no se encuentra a la altura de maestros como Wes Craven o John Carpenter, el director francés tiene una inusual percepción sobre lo terrorífico en pantalla. Con Infierno bajo el agua, Aja además redimensiona el hecho del terror absurdo en situaciones extremas, lo que permite extender los límites de un subgénero que ha tenido especial auge durante los últimos cinco años.
No resulta sencillo sostener un guión sobre un hecho extravagante, que podría rozar los nada deseables límites de la autoparodia. Para la ocasión, el director de Alta tensión (2003) crea un vínculo inmediato entre la imagen de criaturas de aspecto hiperrealista y la percepción del peligro como una amenaza constante. Desde la tormenta de proporciones bíblicas a la que Haley (Kaya Scodelario) se enfrentará antes o después, hasta el mismo hecho del ataque de criaturas inverosímiles, Infierno bajo el agua es una apuesta por la suspensión de la incredulidad a través del buen uso de un hábil discurso visual.

Aja fue parte del llamado Splat Pack, que incluye a directores como Eli Roth, James Wan, Leigh Whannell y Rob Zombie, y cuyo tema en común en todas sus películas es la violencia gráfica, a menudo con historias de implicaciones muy retorcidas. En Infierno bajo el agua la influencia del grupo de directores es evidente: Aja reflexiona sobre lo terrorífico desde una concepción minúscula, que brinda una singular profundidad a lo que podría ser una película con escaso peso argumental. El director utiliza la misma perspectiva del horror en una situación única, que se abre en una sola dirección para entretejer las implicaciones de algo mucho más profundo.
Infierno bajo el agua tiene el mismo ritmo frenético y lineal de películas de las recientes películas de género que basan todo su argumento en un único evento terrorífico: como en Un lugar tranquilo (2018) de John Krasinski, que avanza con sigilo en medio de un ambiente opresivo, angustioso y casi doloroso basado en lo que se anuncia, antes de lo que se muestra. La película es un ejercicio de tensión elaborada a través de una perspicaz idea sobre lo misterioso. Desde la primera línea que anuncia que han transcurrido 89 días desde una colosal tragedia apocalíptica (de la cual no tenemos idea o tampoco indicio) hasta esa extraña dinámica familiar que se entremezcla con pequeños golpes de efecto bien construidos, el argumento se basa en lo mínimo para construir un tipo de terror incómodo. El resultado es una atmósfera malsana, inquietante, dura, hórrida, pero sobre todo, una experiencia sensorial por completo nueva.
En Infierno bajo el agua toda la acción transcurre en un único escenario y en la piel de un par de personajes. El nudo argumental está construido para elaborar ideas complejas a través de una sola percepción de la amenaza y de la misma manera que en Déjame salir (2017) de Jordan Peele, hay una mirada intimista sobre el hecho del terror. La primera incursión en el cine de terror de Peele tiene un trama sencilla o, mejor dicho, aparenta tenerla, y quizás ese es su mayor triunfo. Peele no invade los espacios de sus personajes con símbolos comunes sobre el miedo ni tampoco recarga las escenas con mensajes concretos sobre lo terrorífico, sino que elabora un discurso sobre lo fantástico y lo sobrenatural basado en lo doméstico. El suspense en la película apela a los metalenguajes y logra crear vínculos con el espectador para sustentar su propuesta desde cierto cinismo. Lo terrorífico evade lo simple y muestra no solo el miedo como una forma de sustrato que se desliza debajo de lo cotidiano sino que además, lo redefine desde cierta percepción temible sobre lo que se oculta más allá.
Con sus tuberías sangrientas, su pareja de personajes aterrorizados pero, sobre todo, la atmósfera abrumadora de una tragedia que se hace más compleja e insoportable por momentos, la película de Aja es un tributo a la percepción del peligro inminente como una conclusión de ideas en apariencia obvias. El guión — escrito por el mismo Aja con la colaboración de los hermanos Michael y Shawn Rasmussen — es una cuidadosa reinterpretación de lo terrorífico a partir de una premisa violenta: la supervivencia de los personajes depende de su capacidad para enfrentarse a una situación en condiciones extremas ante la que es evidente, desde la primera escena, que tienen poca oportunidades.

Por supuesto, se trata de un experimento osado: Aja debe encontrar un punto medio entre el discurso estrafalario —y muy semejante a la ciencia-ficción basura de las ya clásicas Sharknado (2013) y Lavalantula (2016)— para crear un medio narrativo efectivo que apele al terror en estado puro. La combinación de ambas cosas sostiene un extraño híbrido argumental que aunque tiene momentos bajos, disfruta de otros tantos brillantes y de asombrosa originalidad. Infierno bajo el agua es una película es una autoconsciente reflexión sobre las formas en las que la amenaza y el peligro pueden moldear la realidad. Los momentos absurdos —que los hay y en ocasiones, son los puntos más bajos del argumento— se entremezclan con los más elaborados, hasta llegar al terror a través del caos. Mientras los personajes se enfrentan a la tormenta que arrasa con todo a su paso, a los cocodrilos que les acosan y sus propias limitaciones físicas, el nudo argumental se hace más rico y mejor construido. Nada en Infierno bajo el agua es casual, y es ese notorio control de Aja sobre los vaivenes de la historia lo que permite que la película fluya con facilidad en terrenos tan dispares como el horror, el humor y las precisas referencias con las disaster movies, de las que bebe todo tipo de símbolos y trucos narrativos.
Con su habitual estilo gore, Aja va de escenas en las que el guión rinde tributo a cierta ambivalencia notoria en las películas de terror de los últimos diez años a otras en la que la tensión efectiva lo es todo. El miedo es un accesorio ideal para enlazar ideas contradictorias —mientras el dúo de personajes centrales atraviesa Florida en plena catástrofe, hay momentos para el afecto y conversaciones privadas— pero lo logra con tal eficiencia que Infierno bajo el agua se transforma en una surreal forma de terror, emotiva y cruda. Todo a la vez.

De la misma manera que la modesta Atrapada (2010) de Carlos Brooks —en la que un tigre ataca a una mujer atrapada en una casa— Aja utiliza la imposibilidad como un vínculo para analizar el desastre en sus repercusiones más inmediatas. Pero mientras que Brooks pierde el pulso y la coherencia de su película muy pronto, Aja logra encontrar una forma de recombinar ideas sobre el peligro, la amenaza y lo terrorífico bajo un cariz trepidante. Ambas películas coinciden en mostrar el terror como un hecho de naturaleza estrafalaria al que los personajes deben enfrentarse con cualquier arma a su disposición.
Infierno bajo el agua tiene un tiempo de ejecución muy corto (apenas 87 minutos), lo que obliga a Aja a resolver los conflictos mayores del guión todo lo deprisa que pueda. Ese sentido de la premura brinda a la película un aire frenético, violento y pertinaz que tiene mucho que ver con la economía de recursos que el director aprendió del cine independiente. Y aunque Aja sigue sin llegar a los momentos más brillantes de Alta tensión, en Infierno bajo el agua encuentra una buena forma de recordar por qué fue considerado una de las grandes promesas del cine de terror.

Al final, Infierno bajo el agua es una gran treta de inesperada solidez: tiene el humor de la fallida Piraña 3D (2010) y la destreza de Aja para utilizar lo horripilante como punto de partida para algo más enrevesado. Pero sólo se trata de una trampa mordaz que aterroriza con buen sentido del impacto visual y se burla de las películas a las que involuntariamente rinde tributo. Para Aja, es el regreso a algo semejante a sus mejores momentos. Para el cine de terror, un nuevo ejemplo de la interesante transición que en la actualidad disfruta el género hacia algo más complejo. Una combinación suficientemente efectiva para convertir la película en una pequeña y agradable sorpresa cinematográfica.