Tras ser encontrada en una casa de Connecticut, una partitura autógrafa de Beethoven ha sido subastada y vendida al módico precio de 92.000 euros. Tal vez estos ejemplos de notación resulten menos costosos, pero desde luego son más divertidos.
El fetichismo coleccionista es lo que tiene: uno encuentra una vieja y ajada partitura en el desván de su casa, la confunde (pongamos) con una lección de piano de su bisabuela, la guarda un poco por hacer el paripé… y resulta que tiene entre manos una obra autógrafa de Ludwig Van Beethoven (concretamente, los primeros compases de la Obertura del Rey Esteban), extremadamente apta para ser subastada en Sotheby’s y alcanzar el bonito precio de 92.000 euros. Justamente eso, leemos en The Guardian, fue lo que le ocurrió a una familia de Connecticut, que se forró medianamente el riñón gracias al oportuno descubrimiento de un anticuario alemán. Quien, suponemos, se habrá forrado bastante más con las comisiones.
En CANINO, noticias como estas nos vienen al pelo para indagar en lugares recónditos de la ‘alta’ y la ‘baja’ cultura. Y, como todo eso de las subastas y las cifras astronómicas nos aburre un poco bastante, hemos decidido dedicar hoy un espacio a las partituras raras… pero raras de verdad. Es decir, aquellas que deben su condición de excepcionales, no a la firma de sus autores o a las cotizaciones de las casas de subastas, sino al empeño que pusieron sus responsables en hacerlas cuanto más extrañas, mejor.
La costumbre de trollear al sufrido intérprete mediante partituras indescifrables viene de largo. Concretamente, y a falta de referencias anteriores, desde mediados o finales del siglo XIV: es entonces cuando germina en Francia el llamado Ars Subtilior («arte sutilísimo»), una escuela de composición extremadamente pija y cortesana, dispuesta a dejar en mantillas a Guillermo de Machaut y sus compadres del Ars Nova. Además de atreverse con frivolidades que sin duda habrían puesto de los nervios a un Víctor Lenore tardomedieval (o a nuestro Cuñado Medieval, ya que estamos), como voces masculinas por debajo del registro de tenor, los compositores del Ars Subtilior se permitían tomarle el pelo al público trazando partituras como esta. Corresponde al canon circular (¿lo pillan?) Tout par compas suy composes, firmado por Baude Cordier.
Otra obra del mismo autor, titulada Belle, bonne, sage («Guapa, buena y lista»: anda que no pedía nada, el tío) tiene la bonita forma de un corazón. Auditivamente hablando, la verdad, todo recuerda más bien a la clase de música que animaba los sketches de Les Luthiers en sus mejores tiempos: de hecho, a uno a extraña no oír la voz de Marcos Mundstock introduciendo las piezas.
Con el tiempo, conforme la notación musical va saliendo del sindiós de la Edad Media, esta clase de chanzas llegan a su fin. Las coñas musicales quedan así limitadas a detalles casi imperceptibles, como la leyenda según la cual Johann Sebastian Bach aprovechó la notación alfabética alemana (esa en la cual al Si lo representa una «H» en lugar de una «B») para camuflar sus iniciales en El arte de la fuga, justo antes de pasar a mejor vida. O, moviéndonos a terrenos más humorísticos, la llamada Fuga del gato, de Domenico Scarlatti. Según se afirmó en su día, el compositor italiano registró en la partitura los movimientos de su micho (llamado Pulcinella, para más señas) cuando éste se daba un paseo sobre las teclas de su clavicordio.
Pero, para encontrar auténticas barrabasadas con pentagramas, tenemos que movernos al siglo XX y a sus vanguardias. Sin ir más lejos, aquí tienen una de las partituras más influyentes de la historia, aunque no lo crean: aquella con la que La Monte Young fundó oficiosamente la escuela minimalista en 1960.
Efectivamente: sólo tenemos un Fa sostenido y un Si, acompañados por la instrucción «Manténgase durante mucho tiempo». En comparación con esto, Philip Glass y Steve Reich parecen más desaforados que Wagner. Pero, para llegar al summum del mosqueo, es de rigor acudir a otras escuelas de lo clásico-contemporáneo. Porque, si la Artikulation (1958) de György Ligeti resulta más o menos interpretable una vez que se mete uno en el rollo, como demuestra este vídeo…
…échenle ustedes un vistazo a las imágenes de abajo, y entenderán por qué centenares de músicos llevan desde 1967 dándose de cabezazos contra tamaño jeroglífico. Su título es Treatise, lo firmó el británico Cornelius Cardew, y consta de enormes diagramas geométricos acompañados por pentagramas en blanco. Ni indicaciones sobre la instrumentación, ni nada que indique a qué demonios tiene que sonar eso. Y es breve, además: 193 paginitas de nada.
En comparación, trabajos como este (La passion selon Sade, del italiano Silvano Busotti) resultan facilitos, y todo.
Sobre esta misma época podemos encontrar páginas musicales que prescinden de cualquier intención vanguardista y asumen sin complejos su misión: la de bromear con el lector y con el posible intérprete, caso de que haya alguien que se atreva a tocarlas de alguna manera. En esta especialidad, el estadounidense John Stump (1944-2006) se lleva la palma: su Faerie’s Dance and Death Waltz, para piano, es una de sus composiciones más sencillas. Creemos que con eso está todo dicho.
En este orden de cosas, tampoco podemos olvidarnos del nipón Yamasaki Atsushi, confeso discípulo de John Stump y autor de la preciosidad que pueden ver abajo. Por supuesto, el rumor según el cual estas partituras forman parte de elaboradas bromas en internet resulta absolutamente infundado.
Pero, claro, ningún informe sobre notación musical demente estaría completo sin mencionar a Karlheinz Stockhausen. El alemán que llegó de la estrella Sirio, y amigacho de Franco Battiato por añadidura, fue uno de los mayores expertos en reemplazar notas, pentagramas y similares por displays que semejan estadísticas electorales, más que partituras. Hasta tal punto es así, que su Helikopter-Streichquartett (1955) resulta sencillita, en comparación. ¿Dónde está la gracia? Pues en que los integrantes del cuarteto de cuerda que da título a la pieza deben interpretarla a bordo de otros tantos helicópteros. Las líneas de colores que acompañan a las notas representan la altitud de cada vehículo. Vista la evolución requerida por la pieza, esta debe ser la única composición de la historia que requiere tomarse una pastilla para el mareo antes de su ejecución.
Abandonamos estos terrenos tan extremadamente serios, para ofrecerles una auténtica preciosidad: este Tribute to Serge Gainsbourg, en realidad una añagaza publicitaria para un anuncio del Canal + francés. La partitura transcribe los primeros compases del mítico Je t’aime, moi non plus, pero seguro que al difunto compositor le hubiese encantado.
Y, finalmente, una partitura sin nada de especial en apariencia, pero tremendamente inquietante: nada menos que la risa de Jeff Goldblum en Parque Jurásico, lista para ser interpretada en el instrumento de tu elección.
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