El guionista más interesado en retratar la humanidad como algo que se empezó a torcer en el mismo momento que nos supimos humanos ha estrenado película en Netflix. Estoy pensando en dejarlo es tan bajonera, pues, como cabía esperar, pero mediante un repaso a las inquietudes de su responsable es posible divisar formas de no perecer bajo la nieve del invierno de nuestro descontento.
(Este artículo contiene spoilers considerables de prácticamente todas las películas escritas por Charlie Kaufman, de Cómo ser John Malkovich a Estoy pensando en dejarlo)
Corría el año 2008 cuando Roger Ebert definió Synecdoche, New York como la mejor película de la década. Hasta entonces había aplaudido todos los films escritos por Charlie Kaufman, y para el primero de ellos que además se encargaba de dirigir —recurriendo al protagonismo de Philip Seymour Hoffman— quiso extremar las loas y constatar el deseo de que el artista neoyorquino siguiera esta senda. Pero no fue suficiente, claro. Synecdoche, New York fue un fracaso de taquilla brutal, envuelto en comentarios furibundos sobre lo incomprensible de su argumento, que le puso las cosas muy difíciles a Kaufman de cara a continuar su carrera. Y, ya que este había resuelto que lo mejor era dirigir sus propios guiones hacía años, el futuro profesional no se presentaba muy halagüeño.
Charlie Kaufman, nacido en Nueva York en 1958, contaba con 50 años exactos cuando sufrió este revés, y no dudaría en tratar de racionalizarlo a posteriori apelando a un grave cambio de paradigma en el cine estadounidense. “En 2008 la industria se estaba empezando a derrumbar a causa de la crisis económica”, contaba recientemente a The Guardian, “y los estudios resolvieron dedicarse por entero a las franquicias superheroicas. El tipo de película de presupuesto medio en el que yo siempre había trabajado ya no podía existir”. Tal apreciación es susceptible a los matices, pero más allá de que el entorno se hubiera vuelto mucho más amenazador para Kaufman, eso tampoco condujo a que se quedara sin nada que hacer en los años siguientes.
El guionista escribió numerosos tratamientos para posibles series en HBO y FX —una de las cuales, IQ 83, parece haber encontrado nueva vida hoy gracias al modo en que su sinopsis, una pandemia que causa estupidez, puede llegar a relacionarse con la coyuntura actual— y se involucró en Chaos Walking, adaptación de Patrick Ness que llegó a tener a Tom Holland y Daisy Ridley como protagonistas y que se supone que, con el liderazgo de nuestro Doug Liman y luego de una posproducción muy ajetreada, verá la luz en 2021.
La oportunidad de dirigir Anomalisa, basándose en una obra de teatro que él mismo escribió en 2005, surgió por entonces, y mientras volvía a fracasar en taquilla —obteniendo unas excelentes críticas y una nominación al Oscar a Mejor Película de Animación, eso sí—, Kaufman hizo lo único que podía hacer que no le frustrara demasiado: escribir una novela. En Antkind quiso resumir todas las frustraciones que llevaban sacudiéndole desde hace años —no solo desde una perspectiva existencial sino también profesional y creativa—, de forma que en su desquiciado argumento se cruzaran reflexiones sobre el cine, la cultura, la literatura crítica a la que podía dar lugar y otras pataletas algo más concretas.

Unas en las que se concentraban todos esos paseos por la ciudad donde un enfurruñado Kaufman se cruzaba con parejas de enamorados que le daban las gracias por haber escrito ¡Olvídate de mí! —“fue la razón de que siguiéramos juntos”, aseguraban, en lo que el escritor consideraba una interpretación muy cuestionable del film—, y las inevitables diatribas de hombre blanco heterosexual preocupado por los vientos woke de Hollywood. En Antkind, el crítico de cine B. Rosenberger Rosenberg está tan preocupado por que la gente le considere alguien de izquierdas que utiliza el pronombre no-binario y ficticio “thon” para no ofender a nadie. Y bueno, pues eso.
Charlie Kaufman no está demasiado feliz con el rumbo que han tomado las cosas. Nunca ha estado tampoco, o al menos eso han dado a entender sus películas, demasiado satisfecho consigo mismo, y tal era su estado mental cuando quiso adaptar al cine la novela Estoy pensando en dejarlo, escrita por Ian Reid en 2016. Pero esta vez no daría pie a episodios tan traumáticos como cuando quiso hacer lo propio con El ladrón de orquídeas de Susan Orlean; esa experiencia “me había hecho descubrir que se me dan mejor las adaptaciones cuando me permito a mí mismo tomarlas y hacer algo que tenga sentido para mí, que tenga sentido con quién soy. Si no hago algo así, estoy lidiando con un cadáver”, le confesaba a IndieWire. Así que eso es Estoy pensando en dejarlo, ni más ni menos: la obra de Reid pasada por el filtro de las experiencias y neuras de Charlie Kaufman.
A la hora de afrontar su desafiante visionado, quizá convendría tener claro cuáles son estas.
Cómo mola ser mono
Kaufman ya lo dejó todo muy claro al inicio de Cómo ser John Malkovich, cuando Craig Schwartz (John Cussack) observaba a un chimpancé y decía “Ser consciente es una maldición. Ser. Pensar. Sufrir”. Según el guionista, ahí radicaba el problema de la totalidad de la existencia: en ese momento de la infancia en el que miramos un espejo y supimos que éramos nosotros quienes devolvían la mirada, justificando cualquier inquietud posterior capaz de amargarnos la vida. De los lamentos a una de las reflexiones más aguijoneantes que encontramos en Estoy pensando en dejarlo pasaron más de veinte años, pero el desencadenante era el mismo: “Los hombres son los únicos animales conscientes de que algún día morirán. Los animales, por el contrario, son capaces de vivir en el presente, y como los hombres no lo son, inventaron la esperanza”. A la vista está, por tanto, que Kaufman no inició su carrera con ganas de juerga, precisamente.
Cómo ser John Malkovich, más allá de toda la amargura que contiene, es un proyecto sorprendente para inaugurar una filmografía. Su guion data de 1994, algo después de que Kaufman concluyera su corta andadura en la serie Búscate la vida y The Dana Carvey Show —donde alternó con gente como Louis C.K., Steve Carell o Greg Daniels—, y originalmente se cimentaba sobre una de las tramas más básicas que pudiera imaginar: un hombre enamorándose de alguien que no es su esposa. El tema fue degenerando y ese enamoramiento se redirigió a una idea sencilla, pero de ramificaciones caóticas y tendentes al despiporre surrealista que Cómo ser John Malkovich terminó siendo: Craig y quienes le rodeaban ponían en jaque sus vidas y matrimonios enamorados de la idea de ser otra persona. El sintético monólogo inicial frente al chimpancé evolucionaba de una forma aplastantemente lógica: en el mismo momento en que eres consciente de quién eres, deseas ser otro. Y la identidad de ese otro da igual. Puede ser cualquiera, o por ir afinando puede ser un actor, cuyo trabajo pasa a fin de cuentas por intentar ser cualquiera. ¿Qué actor? Pues John Malkovich mismamente, que tiene un apellido muy divertido de pronunciar.

Este fue el razonamiento de Kaufman; un ensamblado inapelable de pensamientos que no acababan de cuajar en la mente del productor de New Line, quien aparentemente respondió “¿por qué cojones no puede ser Cómo ser Tom Cruise?” según Kaufman le fue con el pitch. Pero no podía ser Tom Cruise, claro. No sería tan gracioso, y parte de los mejores chistes del libreto —referidos a cuando los transeúntes tienen dificultades para asociar a Malkovich con alguna película que hayan visto— perderían todo su sentido, como también lo perdería la inherente apuesta por el absurdo que buscaba la historia de Kaufman. No importaba la persona a la que suplantaras; lo importante era que podías hacerlo.
El guion de Cómo ser John Malkovich tenía muchos más elementos que, muy al modo de lo que Kaufman haría después, no tenían otra justificación que complementar la cuestión filosófica a tratar. La ansiedad de Schwartz por dejar de ser él mismo se intentaba canalizar igualmente a través de sus títeres —que, incapaces de sustraerse del alma torturada que movía los hilos, acometían sesudas representaciones donde el sexo y el dolor seguían estando a la orden del día— o del desesperado impulso por abandonar la vida con su mujer Lotte (Cameron Diaz) para perseguir a Maxine (Catherine Keener). Y en medio de todo esto, al pobre John Malkovich (John Malkovich) solo se le permitía experimentar una realidad alternativa en la que, entrando dentro de sí mismo gracias al piso 7 ½, descubría cómo sería un mundo concebido únicamente a partir de su propia subjetividad. Un mundo pesadillesco, capaz de disfrazar con lo grotesco las limitaciones del egocentrismo en el que, por cierto, Kaufman siempre ha acostumbrado a militar. Pero nos ocuparemos de ese asunto más tarde.
Cómo ser John Malkovich salió a flote cinco años después de su escritura gracias a que Francis Ford Coppola le pasó el guion a quien entonces era su yerno, Spike Jonze, y para su siguiente proyecto Kaufman colaboró con otro prometedor cineasta proveniente del mundo de los videoclips. Human Nature, dirigida por Michel Gondry en 2011, fue considerada como un paso atrás en la carrera de Kaufman, celebradísima ya de primeras por la nominación al Oscar obtenida por John Malkovich. Un juicio comprensible, pero más achacable a la inexperiencia de Gondry con la puesta en escena —muy llamativa en comparación a la exultante inventiva de Jonze y su uso de los espacios— que a un supuesto traspié en la escritura de Kaufman.
Se da el caso de que Human Nature forma una sesión doble incontestablemente orgánica con Cómo ser John Malkovich, complementándose sus preocupaciones a la perfección, e incluso encontrando rastros de un método similar a la hora de enfocar la escritura. Kaufman nunca ha sido admirador de las estructuras narrativas convencionales —tanto que su carrera puede entenderse globalmente como una constante huida de estos consensos—, pero sí se encuentra cómodo acotando las cuestiones tratadas a partir de cierto número de personajes que reflejen posturas filosóficas. En Cómo ser John Malkovich existía un triángulo muy claro —calificarlo de amoroso sería simplificar— entre Craig, Lotte y Maxine, orbitando sobre un espacio común de conflicto que supondría Malkovich.
En Human Nature encontramos un triángulo análogo entre Nathan (Tim Robbins), Lila (Patricia Arquette) y Gabrielle (Miranda Otto), que al igual que Craig/Lotte/Maxine representarían respectivamente la obsesión, la honestidad y el cinismo, y al igual que Craig/Lotte/Maxine girarían en torno a un concepto/personaje que engloba todas sus metas. En este caso Puff, interpretado por Rhys Ifans, un hombre que se ha criado ajeno a la civilización y frente al que el resto de personajes de Human Nature tienen sentimientos encontrados. El segundo guion de Kaufman, por tanto, vuelve a problematizar la consciencia, pero en lugar de hacerlo en torno a la búsqueda de una identidad alternativa aquí la entronca con la noción de civilización: el empeño por dejar de ser animales y de trascender nuestra propia naturaleza, incurriendo en todo tipo de falsedades, abusos y negaciones de nosotros mismos.
Human Nature no es tan divertida como John Malkovich, y eso se debe a que su discurso es mucho más feroz, al considerar que todos nuestros dilemas existenciales nacen de un esfuerzo civilizatorio que, lejos de ayudar a una autorrealización personal y empática, nos hizo egoístas e infelices. Kaufman resuelve, dentro de este discurso, apuntar al deseo sexual como única característica verdaderamente innata, soterrada bajo estúpidas convenciones sociales como las que representa el personaje de Nathan; un científico empeñado en enseñar modales de mesa a las cobayas de su laboratorio —siendo responsable por tanto del plano más descorazonador con el que haya cerrado una obra de Kaufman, acaso con permiso del que concluye Estoy pensando en dejarlo—, al que el guionista representa como un acomplejado pobre hombre cuya educación restrictiva y su pene minúsculo han condicionado su forma de estar en el mundo. Incidir en el tamaño del pene podría hacer parecer, llegados a esto, que el caudal retórico de Kaufman es bastante más limitado de lo que a este intelectual le gustaría, y en efecto lo consigue.

Volvamos por un segundo a Cómo ser John Malkovich. En cierto momento de su primera película, Kaufman no podía resistirse a vincular la ansiedad por ser otra persona con la cuestión trans. Lotte, al poco de probar a meterse en la cabeza de Malkovich, volvía con Craig y aseguraba haber descubierto que era “transexual”. Asistimos entonces a una broma sumamente envejecida, pero también a una especie de clave para acotar las diatribas de Kaufman, incapaces de distanciarse de su condición de hombre blanco heterosexual… y cis. Asociar la identidad trans con el esfuerzo de ser otra persona —y no de ser quien siempre has sido—, es síntoma de una perspectiva que acostumbra a utilizar la identidad propia, con sus conflictos específicos, como aglutinante de la experiencia humana completa.
Una perspectiva que toma la parte por el todo. Una sinécdoque.
La ficción también tiene sus limitaciones
Hay que concederle a Kaufman, sin embargo, que en múltiples ocasiones ha sido consciente de las patitas tan cortas que exhibían sus tratados, y de hecho ya en su tercer y cuarto guion producidos encontrábamos algo parecido a un pacífico entendimiento de que calibrar la existencia global le venía grande. Es fácil considerar —y de hecho se consideró— como un febril alegato de ego que en su tercera película Charlie Kaufman se introdujera como personaje y, a la manera felliniana, reflexionara sobre su propio bloqueo creativo; pero esto también puede tener su contrapartida, y entender que todo obedecía a un intenso ejercicio de honestidad intelectual.
Quien firmó Cómo ser John Malkovich y Human Nature fue un demiurgo que quería echarse unas risas a costa de comparar a los humanos con los simios; quien escribió Adaptation. El ladrón de orquídeas y Confesiones de una mente peligrosa, ambas estrenadas en 2002, no fue otro que Charlie Kaufman. Susan Orlean había publicado en 1998 El ladrón de orquídeas a partir de su investigación y fascinación hacia la figura del coleccionista de flores John Laroche. Un libro sin interés por enarbolar una narrativa típica pero sí concienciado con reflexionar sobre la obsesión en todas sus facetas; un libro cuya difícil adaptación al cine quizá podía encajarle a alguien tan tendente a la abstracción como Kaufman.

Pero no fue capaz. Kaufman peleó con el manuscrito durante meses, y solo cuando empezó a escribir sobre el propio y penoso proceso que estaba protagonizando las palabras empezaron a circular. Adaptation versaría sobre la propia adaptación de El ladrón de orquídeas para hablar igualmente sobre las pasiones irrefrenables y cómo estas podían determinar vidas enteras, pero también sobre Charlie Kaufman terminando de interiorizar las fallas que ofrecía la escritura de guiones en la que se había formado profesionalmente.
Para ello Kaufman se inventó a un hermano gemelo, Donald (interpretando a ambos personajes un Nicolas Cage sencillamente antológico), que dentro de su estupidez no tenía ningún conflicto con la arquitectura consensuada del storytelling y además poseía lo que más había podido envidiar Kaufman desde el momento en que miró su reflejo en el espejo: la facultad de no complicarse la vida. El toma y daca entre los hermanos escritores, la aparición providencial del gurú del guion Robert McKee (Brian Cox), y la final sumisión de los avatares de Orlean y LaRoche (Meryl Streep y Chris Cooper) a esta escritura institucionalizada completaban una obra genial en multitud de aspectos, pero que en especial le servía a Kaufman para terminar de exorcizar unos demonios que convivían con él desde hace décadas.
Hacía partícipe de este exorcismo al espectador, pues, de un modo visceral. Si las dudas del Charlie de Cage sobre las estructuras, los manuales y los pactos con el espectador no conseguían apelarte, era muy posible que sí lo hiciera ese rocambolesco “tercer acto” de Adaptation, donde Kaufman parecía sucumbir a la presión y concluía la historia con persecuciones, asesinatos y reconciliaciones fraternales típicamente hollywoodienses.
Adaptation está consagrada al juego metacinematográfico, y de un modo mucho más audaz de lo que hayan podido hacer posteriormente en 2019 Pedro Almodóvar con Dolor y gloria, Quentin Tarantino en Érase una vez en Hollywood o Lars von Trier en La casa de Jack —no así Greta Gerwig con su Mujercitas, que coincidió en atribuir las convenciones narrativas y de mayor agrado del público a un acuerdo extraliterario que podía llegar a traicionar la visión creativa original—, por cómo pone en contacto al espectador con una difícil encrucijada. Cómo es posible hacerte llegar una verdad ignota a través del arte si ya estás demasiado familiarizado con todos los mimbres utilizados en la configuración de esta verdad como para sorprenderte lo más mínimo.
Con Adaptation, Kaufman buscaba una patente de corso: decirle al público “esto es lo que hay” cruzando los dedos para hacerse entender, y continuar su carrera liberado de estos yugos. Adaptation, dirigida por Spike Jonze con resultados absolutamente brillantes, fue aplaudida por la crítica y le otorgó una nueva nominación al Oscar a Kaufman, de forma que sí: a partir de ahora podía hacer lo que le viniera en gana.
En el mismo 2002 Kaufman se alió con un George Clooney que debutaba a la dirección para Confesiones de una mente peligrosa; una película que complementaba a Adaptation tanto como Human Nature a Cómo ser John Malkovich, pero de un modo algo más equívoco. Al igual que El ladrón de orquídeas, Confesiones de una mente peligrosa ponía a prueba la profesionalidad de Kaufman como escritor al adaptar un material ajeno: en este caso las memorias de Chuck Barris, famoso productor y presentador de televisión norteamericano que a lo largo de los años sesenta, setenta y ochenta ideó infames programas como The Dating Game o The Gong Show.

La crueldad de estos formatos y su responsabilidad en una paulatina perversión moral de la televisión estadounidense no era, sin embargo, lo más interesante que ofrecían las anécdotas de Barris, sino cómo este había tenido que alternar su trabajo en los medios con una doble vida como asesino de la CIA. Confesiones de una mente peligrosa, como chillona autobiografía que era, poseía una narrativa mucho más clara que El ladrón de orquídeas, y no tenía por qué darle tantos problemas a Kaufman. De hecho ni siquiera tenía por qué interesarle, necesariamente.
La cuestión era que, poco después de publicar el libro a principios de la década de los ochenta, Barris ya había confesado su impostura: jamás había trabajado para la CIA, todo era una mentira producto del progresivo daño mental de encabezar esos programas y de su deseo de hacer algo verdaderamente significativo. Kaufman tenía entre manos, por tanto, un material que enunciaba la falsedad y cutrerío de la ficción en tanto a dos cuestiones muy jugosas: la incidencia de la televisión en el imaginario norteamericano y las pretensiones de verdad que anidaban por principio en cualquier biografía. Como en Adaptation, Kaufman se topaba con la oportunidad de defenestrar el poder de la narración y cuestionar cómo nos habíamos relacionado siempre con ella, buscando nuevamente una subjetividad desatada —en este caso, la del perturbado Barris— para dejar al desnudo unas convenciones que se revelaban insuficientes para afrontar una reflexión de verdadero calado.

¿Cuál fue el problema? Que George Clooney, como director primerizo, tenía más interés en emular el estilo de sus amigos Steven Soderbergh y los hermanos Coen antes que en entender las intenciones de Kaufman, desarrollando una película demasiado interesada en recrear la época y congraciarse con los tropos del cine de espías como para reflejar convincentemente los intereses del guionista. Alguna fuga había, claro: en ocasiones un siniestro cuestionamiento se cernía sobre las propias imágenes y nos topábamos con alguna frase puramente kaufmanesca, como aquella atribuida a Nietzsche (“quien dice que se desprecia aún se respeta a sí mismo lo suficiente como alguien capaz de despreciarse”) que le convalidaba mínimo siete sesiones de psicoanálisis. Pero no fue suficiente, y Kaufman nunca llegó a considerar Confesiones de una mente peligrosa como una película verdaderamente suya. De hecho, de sus desacuerdos con Clooney nació la idea de dirigir sus propios guiones, que seis años después cristalizaría en Synecdoche, New York.
Synecdoche, New York también habla de la ficción, pero fiel a su título —y al afán solipsista de Kaufman, como veíamos más arriba—, lo hace desde un punto de vista más fatalista si cabe. Las pretensiones totalizadoras de Kaufman y la persecución de una ficción libre, que únicamente albergue compromisos hacia la existencia humana, alcanzan en su primera película como director una dimensión titánica y sublimada, forjando un escenario fílmico que sigue sus propias reglas espaciotemporales.
Dentro, eso sí, de unas coordenadas a las que Kaufman no era ajeno en absoluto: su preocupación por conseguir una subjetividad radical en su obra, en cerrada comunión con los personajes, ya empezó a percibirse en Confesiones de una mente peligrosa e incluso en Adaptation —si interpretamos que los avatares de Orlean y Laroche formaban parte de la imaginación de Charlie desde el principio—, pero cuando decidió ser su propio director esta preocupación pasó a envolver completamente cada una de sus propuestas. En lugar de seguir escribiendo historias fundamentalmente psicológicas, el precedente de Adaptation apuntó a una liberación de los moldes, y Kaufman pasó a escribir paisajes mentales, donde alguien como Robert McKee (o Donald Kaufman) se sentiría francamente perdido.
¿Dónde se sitúa Synecdoche, New York? Dentro de la mente torturada del dramaturgo Caden Cotard, que en una estrategia que entonces Kaufman ya había ensayado dentro de la obra teatral Anomalisa, sufre el mismo síndrome que lleva su apellido, y que le hace sentir tanto que la muerte está a la vuelta de la esquina como que todo lo que le rodea es presa de la putrefacción. La primera película dirigida por Charlie Kaufman nos proyecta a una mente enferma obsesionada con el fin de su existencia, y todo lo percibimos en base a esa mente. Le abandona su mujer y su hija sin motivo aparente, empieza a enfermar sin motivo aparente, obtiene una beca universitaria de fondos inagotables para desarrollar su gran obra de teatro sin que este hecho parezca provenir de otro sitio que la arbitrariedad. Y paralelamente el tiempo pasa sin que Caden lo comprenda. Se va haciendo viejo en lo que a él le parece que han sido el transcurso de unos propios días. La gente de su alrededor va muriendo a una velocidad que no puede asimilar.

La tragedia de Caden concilia de un modo tan trágico como esperpéntico la futilidad de la existencia, y la necesidad de que esta acoja algún significado mediante el ejercicio creativo. Por ello, utilizando el dinero de la beca, el protagonista empieza a desarrollar una gigantesca obra de teatro determinada por lo mismo que ha determinado siempre el cine de Kaufman, y esto es la sinécdoque. La obra de teatro de la que no encuentra título quiere hablar del mundo, aunque esté emplazada en una réplica imposiblemente detallada de Nueva York, y quiere hablar de la vida, aunque no pueda tener más referencia en esto que la experiencia de Caden. La ficción que se traduce en la obra, determinada por perspectivas concretas y limitadas, no puede por tanto hacer otra cosa que replicar el sufrimiento de Caden, y es incapaz de ofrecerle consuelo alguno. Tampoco una respuesta, porque la única certeza que ha espoleado los avatares de Caden ha sido la muerte.
La ficción, nos dice Synecdoche, New York —como también nos dijo BoJack Horseman ampliando el radar fuera de las acotaciones cipotudas— no va a salvarnos. En esto cabría esperar que sí pudiera hacerlo el amor que a Caden se le antojó insuficiente —acaso porque, como el lugar al que se mudaba su amante Hazel (Samantha Morton) al comienzo, este siempre fue una casa en llamas—, e incluso podríamos recurrir al ejemplo de ¡Olvídate de mí! para proponer que Kaufman sí llegó a considerar esta opción. Solo había que intentar, claro, que el amor no se convirtiera en una ficción en sí mismo.
Resplandores efímeros
Es muy posible que, en 2004, a Charlie Kaufman no se le escapara la triste lógica de haber ganado por fin el Oscar gracias al guion de ¡Olvídate de mí!. Donde Cómo ser John Malkovich y Adaptation eran propuestas antipáticas y hasta cierto punto exigentes, empeñadas en que afrontáramos nuestras contradicciones metafísicas, su segunda colaboración con Michel Gondry parecía mucho más amable. Más hollywoodiense. Y la idea ni siquiera se le había ocurrido a él, sino a Pierre Bismuth durante una conversación con Gondry, aunque indudablemente poseía todos los ingredientes para interesarle.
A vueltas con la consciencia y con las distintas vías de escape para superarla —ya fuera la mentira de Barrish, la transmutación identitaria de Malkovich, o el primitivismo de Puff—, la noción de recuerdo sobre la que Bismuth y Gondry le pedían una reflexión era inseparable de la experiencia humana que Kaufman estaba determinado a retratar. Sabía, de hecho, que los recuerdos desempeñaban un papel definitorio en esa consciencia ingrata.

¡Olvídate de mí! es la película favorita de tanta gente, y la responsable de que tantas parejas recicladas paren a este guionista por la calle para darle las gracias, por una razón muy simple. Ofrece una demostración muy convincente de que los recuerdos no son ni buenos ni malos, sino que simplemente son, y que a partir de esta tautología negar su responsabilidad en las grandes decisiones de la vida implica negarnos a nosotros mismos.
La extrapolación de estos presupuestos a la cuestión amorosa cae por su propio peso: que los recuerdos de un romance sean borrados borraría al mismo tiempo nuestra propia identidad, y conduciría a la enunciación de ese amor como algo indeseable, pasando por encima de todo lo que nos dio en primer lugar, y haciéndonos un poco menos humanos. ¡Olvídate de mí! es, por tanto, una defensa encendida de la memoria por entender acertadamente Kaufman que esta es parte troncal de la identidad: un comentario a su modo tan sesudo como los de Cómo ser John Malkovich o Human Nature pero que aquí está sometido a lo que no dejan de ser (o aparentan ser) concesiones de cara a la galería.
¡Olvídate de mí! podría haber terminado con Joel (Jim Carrey) habiendo olvidado a Clementine (Kate Winslet) por completo, y el mensaje de Kaufman y Gondry habría quedado igualmente claro: el protagonista haría tantos esfuerzos durante el borrado de memoria por impedirlo que su final derrota sería una justa retribución a ese intento de darle la espalda al natural flujo vital. Posteriormente Mary (Kirsten Dunst) habría descubierto su anterior affaire con el doctor Mierzwiak (Tom Wilkinson) y revelado la verdad a sus pacientes, dejando a Joel y Clementine muy confundidos y con la sensación de haber cometido un gran error.
Pero ¡Olvídate de mí! no termina así, porque antes de la revelación de Mary los protagonistas se han reencontrado, y convenido en reiniciar la sucesión de errores que los llevaron ahí en primer lugar. Porque su amor es innato. Porque hay algo, quizá el destino, que les ha llevado a reencontrarse. ¿Cómo no va a ser eso terriblemente romántico? ¿Cómo no va a ganar el Oscar, y no va a dejarle el corazón calentito a tanta gente?

Pero es necesario repensarlo. Es necesario volver a esa mente primigeniamente inmaculada y resplandeciente, y plantearse por qué a Kaufman le repatea tanto las parejas que, bajo la frase “¿Y si esta vez te quedaras?” volvieron a intentarlo, y posiblemente a fallar. ¿Quizá es porque no considera que sea el destino lo que ha vuelto a unir a Joel y Clementine, sino simplemente la estupidez? ¿Una estupidez congénita, que nos define como especie tanto como la necesidad de recurrir a la ficción?
Quizá desde ese ángulo pueda no extrañarnos tanto que el artífice de una película tan aparentemente luminosa como ¡Olvídate de mí! escribiera y dirigiera después Synecdoche, New York y, tirando del hilo, encontremos otro problema en su seno que nos retrotraiga al falocentrismo del que ha adolecido toda la carrera de Charlie Kaufman. Y es que no hay que olvidar que toda la trama de ¡Olvídate de mí! está desarrollada desde el punto de vista de él.
Percibimos su final como un final feliz porque sabemos que Joel quiso impedir el borrado de memoria, descubriendo prontamente que aquél no era el modo de afrontar su pena. Nuestra actitud como espectadores asiduos a un imaginario romántico nos conduce, automáticamente, a pensar que Clementine pasó por un proceso parecido, aunque no lo viéramos ni tuviéramos pruebas de ello. ¿Y si Clementine nunca llegó a tener remordimientos, y pensaba firmemente que sería más feliz habiendo olvidado por completo a Joel? Desde luego su estado actual tras el borrado, soportando las manipulaciones de Patrick (Elijah Wood) no es el escenario más optimista, pero igualmente resulta notorio el desinterés de Kaufman y ¡Olvídate de mí! por preguntarse qué le pasaba a ella por la cabeza.
Y así es como llegamos a Anomalisa, precisamente el guion que Kaufman desarrolló justo un año después de ¡Olvídate de mí! para un espectáculo teatral de Carter Burwell donde también participaron los hermanos Coen. En el marco de Theater of the New Ear, Kaufman utilizó el Síndrome de Frégoli, por el cual se cree que todo el mundo es una misma persona disfrazada, para diseñar un nuevo artefacto que vinculaba la consciencia con una cuestión en torno a la cual, de un modo u otro, siempre había orbitado su cine: la soledad. Una soledad cuya posible solución radicaba en el hallazgo de alguien que se distinguiera del resto, que tuviera su propio rostro, su propia voz. El planteamiento estaba llamado a funcionar excepcionalmente bien como película animada, pero la oportunidad no se dio hasta una década después, cuando Kaufman ya se lamentaba del fracaso en taquilla que había supuesto Synecdoche, New York.
Con la producción ejecutiva de Dan Harmon y la codirección de Duke Johnson —uno de los responsables de la serie animada Moral Orel, donde también llegó a estar involucrado Kaufman— Anomalisa destaca en la filmografía de su director por la extrema sencillez de sus planteamientos. Lejos de diálogos reflexivos o de desvíos surrealistas —el único reseñable se encuentra en los confortables márgenes de una pesadilla—, la película se asienta en el enfermizo punto de vista de Michael Stone (voz de David Thewlis), escritor de libros de autoayuda cuya visión del mundo como un lugar opresivo donde todo el mundo tiene la misma cara y la misma voz (la de Tom Noonan) es siempre la nuestra, como también lo es en el punto en el que conoce a Lisa (Jennifer Jason Leigh), la “única otra persona del mundo”.
El hallazgo tiene lugar en el hotel Frégoli (por supuesto) y vehicula un ensayo filosófico a enrevesar como buenamente puedas, pero también una quintaesencial historia de amor donde todos los tropos románticos de la cultura occidental confluyen en esa “media naranja”, esa “persona entre un millón” que promete sacar a Stone de su rutina y sus interacciones clónicas. A la hora de manufacturar a Lisa, sin embargo y en contraste a las protestas de Clementine —quien en ¡Olvídate de mí! buscaba distanciarse lo máximo posible de las manic pixie dream girls— Kaufman cometía el aparente error de dibujar a alguien verdaderamente extraordinario: no solo una figura llena de vida y autenticidad, sino también una mujer de terrible autoestima, comportamiento irritante y una inteligencia poco prominente. Alguien que, sí, tenía todos los motivos para destacar en la percepción de Stone.

La mujer, como había sucedido en gran parte de los escritos de Kaufman, estaba marcada por la otredad y por las expectativas que el protagonista depositaba en ella, no quedándole otro remedio que ser un elemento monolítico dentro del habitual comentario sobre una experiencia humana que no tenía interés en preguntarle qué opinaba del tema. Pero, y aquí está lo interesante, que la perspectiva fuera exclusivamente masculina (y heterosexual, y blanca, y cis) no llegaba a quedar ajena al cuestionamiento.
En la última media hora de Anomalisa la ilusión perdía fuerza y la mujer resultaba ser como otra persona cualquiera —algo únicamente concebido como negativo por la visión de Sone—, conduciendo a un desencanto que les hacía daño a los dos, y cuya tragedia el guion no dudaba en achacar a la responsabilidad del protagonista. La perspectiva sobre la existencia que Kaufman llevaba persiguiendo toda su carrera seguía siendo insuficiente, pero aquí parecía empezar a entender por qué ocurría tal cosa. Qué era lo que fallaba. Y, en una última pirueta bastante más estimulante que el encuentro sexual entre moñecos del que habló todo el mundo —Team America llegó antes, se siente—, Kaufman colocaba al álter ego de turno observando a una muñeca sexual japonesa con un pensamiento en la punta de la lengua. El pensamiento de que, quizá, Kaufman había transformado a la mujer en otra ficción de tantas.
You’re doin’ fine, Oklahoma
En marzo de 1996, el periodista de Rolling Stone David Lipsky pasó cinco días acompañando a David Foster Wallace durante la gira promocional de La broma infinita. Las conversaciones mantenidas a lo largo del viaje —en su mayor parte dentro del vehículo de Wallace— fueron registradas primero en el libro Aunque por supuesto terminas siendo tú mismo, publicado en 2010 por el propio Lipsky, y más tarde en la película El último tour de 2015, donde Jesse Eisenberg y Jason Segel encarnaron a los integrantes de estas conversaciones. En una de ellas, que no llegamos a ver en pantalla, Wallace meditaba sobre la reacción que La broma infinita había suscitado en los lectores. Una gran parte de ellos, según él, confesaban que aquella monumental novela les había ayudado a sentirse menos solos en un mundo que no comprendían. Una aplastante mayoría de ellos, añadía Wallace pensativo, eran hombres.
Demos un salto de diez años y situémonos en otro viaje en coche. En él van Jake (Jesse Eisenberg) y su pareja, una joven interpretada por Jessie Buckley que en minutos anteriores ha respondido tanto al nombre de Lucy, como al de Louise, como al de Amy. Durante el largo trayecto de vuelta a casa y bajo una tormenta de nieve, ambos no dejan de intercambiar referencias culturales y de pensar en ellas.

Haciéndose un eco sospechosamente literal de la crítica Pauline Kael, la joven rechaza la validez de Una mujer bajo la influencia, protagonizada por Gena Rowlands en 1977, como un artefacto empoderante o siquiera empático para con la identidad femenina, por ser inseparable de la visión tendenciosa del director John Cassavetes —uno de los mayores legitimadores culturales, y esta observación es puramente mía, de una abrasiva masculinidad tóxica dentro del cine estadounidense— y de una espectacularización de su sufrimiento. Precisamente en tanto al espectáculo pasan a comentar posteriormente las ideas de Guy Debord, que en su ensayo titulado La sociedad del espectáculo y publicado en 1967 defendía que “todo lo que una vez fue vivido ahora se ha convertido en representación”. Y por último, claro, hablan de David Foster Wallace. De la colección de ensayos Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, y de una reflexión sobre el medio televisivo que es interrumpida de un modo similar a cada vez que la joven intenta extraer las palabras “estoy pensando en dejarlo” de su monólogo interno para comunicárselo a Jake. Sin ser capaz de conseguirlo. Pero, por seguir, sigue pensando en dejarlo.
La adaptación de Estoy pensando en dejarlo al cine hubo de costarle a Charlie Kaufman mucho menos esfuerzo que El ladrón de orquídeas o Confesiones de una mente peligrosa, puesto que el guionista había comprendido que, incluso intentando traducir el material de otra fuente, siempre iba a terminar hablando de sí mismo. Es motivo de debate el daño que este afán personalista puede haberle hecho a la novela de Ian Reid, pero ahora lo que más ha de importarnos es cómo la irrupción de esta historia ha afectado al corpus kaufmanesco, provocando bien un retroceso o bien un avance dentro de sus estrecheces mentales, sexuales y raciales.
La respuesta dista de ser fácil, puesto que Kaufman sigue siendo el mismo que en Antkind o en Synecdoche, New York: alguien que quiere abrazar el cosmos sin ver más allá de sus narices. Pero al mismo tiempo, y mira tú por dónde, Estoy pensando en dejarlo es la obra que con mayor transparencia refleja las limitaciones humanas sin disimular que estas están directamente relacionadas con una experiencia concreta, que es la del propio Kaufman. Alguien que desde luego ha triunfado profesionalmente y no ha llegado lleno de remordimientos y soledades asfixiantes a la vejez, pero que ha estado tan confundido por los significantes socioculturales como lo está Jake. El protagonista de Estoy pensando en dejarlo, para más señas. El pobre anciano que ha creado al personaje de Jessie Buckley como amalgama de sus amores, inseguridades y conflictos.
Hay mucho que desentrañar en Estoy pensando en dejarlo. Hasta el punto que Kaufman, que normalmente acostumbraba a dejar la comprensión de sus obras a entera disposición del público, ha llegado a ofrecer explicaciones bastante precisas sobre lo que él quería expresar adueñándose de la palabra escrita de Reid. Y esto no era, en fin, muy distinto a otros episodios de su carrera: persisten las preguntas sobre la soledad, sobre el sentido de la vida, sobre la consciencia de la propia mortalidad, sobre el amor como un modo de poner orden en un caos increíblemente difícil de soportar. Eso es Kaufman puro, pero Estoy pensando en dejarlo también remite a todas aquellas veces que el guionista reflexionó sobre nuestra relación con la ficción y resolvió que en ella tampoco había una respuesta, pero sí un entorno lo suficientemente proceloso como para olvidar la pregunta.

Estoy pensando en dejarlo es tan ambiciosa que, al arremeter contra la ficción —o, por acotar en este caso, los distintos significantes culturales que se han comunicado con la identidad norteamericana a lo largo de las últimas décadas— pone en duda todo tipo de expresiones de distinto arraigo y amplitud. Donde se le ve más disfrutón es a la hora de recordar a Donald Kaufman y poner a caldo la maquinaria de sueños hollywoodiense —en tanto a amores idealizados y a la obra de Robert Zemeckis y Ron Howard, quien Una mente maravillosa mediante se lleva una paliza especialmente sádica—, pero los debates de Jake y la joven van mucho más allá de ese cine que Buckley identifica como una “enfermedad social” nada más subirse al coche, al hacer hincapié en toda una forma de codificar la cultura y, subiendo la apuesta, mirar cara a cara a un marco sociocultural tan vastamente amplio y malentendido como es el posmodernismo.
David Foster Wallace, mismamente, fue considerado como su gran adalid a lo largo de los años noventa: en un mundo que había perdido el rumbo y la confianza en que existiera algo genuino y sólido por lo que vivir, DFW abogaba por superar nuestra adicción —a las imágenes, a las drogas, a la evasión en fin— y reforzar nuestras redes de afectos por muy difícil que el individualismo y la sociedad capitalista nos lo pusieran. DFW pedía honestidad, pedía humanidad, y lo hacía desde una experiencia puramente masculina y heterosexual, que al fin y al cabo por coyuntura histórica era la más proclive a estos retruécanos introspectivos. Desde esta experiencia, por tanto y al igual que le pasaba a Charlie Kaufman, burlarse de la cuestión trans —algo que hace en numerosas ocasiones a lo largo de La broma infinita— era un mero automatismo.
La última película de Charlie Kaufman es, como siempre ha sido su obra, eminentemente posmoderna, pero por fin se atreve a recurrir a este marco para especificar, entrar en detalles, y que la verdad alcanzada posea mayores visos de universalidad. Se acabó hablar de la experiencia del hombre blanco, hetero y cis en términos absolutos: este solo es una parte de la humanidad —la que siempre ha llevado la voz cantante—, y como tal hemos de analizarla. En una consecuencia inesperada del estreno en Netflix de Estoy pensando en dejarlo, parte de la conversación de índole más marcadamente woke —acaso para desagrado de Kaufman— ha convenido en considerar el film como una atinada deconstrucción de lo incel. Algo lógico, por otra parte, cuando te decides a no desviar la mirada del abismo.
Jake, por su parte y al contrario que hace el guionista, se empeña en darle la espalda a ese abismo existencial. Cuenta como apoyo con un catálogo inmenso de recursos audiovisuales y con una serie de construcciones identitarias que han hecho germinar en él la ambición y correspondiente seguridad (hola, sueño americano; hola, destino manifiesto) de que puede ser un triunfador. Pero el caso es que no lo es: ha terminado trabajando como bedel en el mismo instituto donde estas ínfulas adquirieron corporeidad —en una imagen facilona, pero inequívoca, del fracaso—, y a una avanzada edad solo le queda examinar el pasado, intentar asimilar en retrospectiva ciertas contradicciones, y en el tiempo que le quede libre ver cómo las juventudes representan Oklahoma!, musical de Rodgers y Hammerstein que también tuvo incidencia en la reciente Watchmen, y que resulta vital para el sentido último de las imágenes de Estoy pensando en dejarlo.

Oklahoma! es un musical triunfalista, eufórico, cuyo tema principal no puede resistirse a que el estribillo sea “Oklahoma, O.K.”. Un espectáculo reconfortante, que clava sus raíces en una fase concreta de la historia estadounidense donde la masculinidad clásica era la hegemónica, sin ningún tipo de amenaza circundándola, y se vehiculaba intrínsecamente con los valores patrióticos, borrando la diferencia tanto de un modo directo —el genocidio nativo americano— como históricamente refrendado —el hombre blanco como motor de cambio y generador de hitos y movimientos frente al papel subyugado de la mujer. Oklahoma! es el lugar feliz de alguien como Jake, y si Charlie Kaufman no fuera quien escribe el guion, el protagonista podría quedarse allí. Alegremente encerrado. Capaz de convertir sus traumas en nostalgias, y de convencerse a sí mismo de que hizo lo que debió con su familia y sus relaciones sentimentales.
Pero hablamos de Charlie Kaufman. Alguien que odia la autoconsciencia, pero cuya falta de confianza en la ficción no hace más que empujarle de vuelta a ella. Como empuja a Jake, a quien le asalta constantemente el pensamiento de “dejarlo” —es decir, de darse por vencido y quitarse la vida—, y que llegado un punto es incapaz de seguir imaginándose como el héroe Curly McLain. Bien al contrario, se desdobla una vez más, y Jake también termina siendo el despreciable Jud Fry, consumido por el deseo y antagonista de la historia. El tema que Jake canta, ataviado como Russell Crowe, en el final de Estoy pensando en dejarlo, es una canción de Jud —interpretado por Rod Steiger en la versión cinematográfica de 1955—, y en el espectáculo original aparece poco después de que el tema Poor Jud is Daid defienda la idea de que la única paz y reconocimiento a los que puede aspirar este personaje tendrán lugar una vez muerto.
Poco después de que Jesse Plemons termina de cantar Lonely Room, el último plano del film ha de explicar si Jake terminó decidiéndose a dejarlo, o no. No termina de quedar claro, sin embargo, si el protagonista llegó a salir del instituto, pero a la larga es irrelevante: lo que importa es que ya hemos visto todo lo que había dentro, y en nuestra mano está alejarnos de él. Puede que Charlie Kaufman esté en proceso de hacerlo y puede que, por tanto, siga habiendo lugar para la esperanza.