Cómo ‘The Mandalorian’ trajo por fin el consenso a la galaxia

¡Guerra! Star Wars no solo es el gran fenómeno pop de nuestra era; también el más discutido y el que causa reacciones más encendidas entre quienes afirman ser sus fans. La compra de Disney en 2012 dio pie a una fase particularmente dramática cuando ya la marca estaba quemada gracias a las precuelas pero, de repente, Jon Favreau consiguió poner de acuerdo a todo el mundo…

Es complicado ser fan de Star Wars. Es decir, desde luego no lo es hacerse fan de la saga, ya que en 1977 George Lucas hizo su trabajo lo suficientemente bien como para asegurarse de que ningún perfil de espectador quedara sin seducir, facilitando su posterior apego con la marca gracias a un potente y variadísimo catálogo de estímulos. Lo que resulta más dificultoso es militar en el fandom, compartir espacio con conversos como tú, y no perder la calma ante tantas cuestiones polémicas despachadas con mayor o menor insensatez, y en discusiones proclives a resumirse con un “es que Los últimos Jedi traiciona la esencia de Star Wars”. O frases del estilo, siempre haciendo hincapié en esa esencia, que a estas alturas no es sino lo que cada persona tiene en la cabeza, y que se parece mucho a lo que significó para ésta la primera vez que vio una película de la saga.

Esto ocurre, por supuesto, porque Star Wars es inseparable de una visión infantil y estrictamente emocional; una impresión inicial lo bastante poderosa como para justificar la adhesión a un mismo fenómeno durante años, por mucho que este cambie o te desagrade su evolución. Debido a la amplitud de dicho fenómeno, se da el caso divertidísimo de que Star Wars es la saga de la que puedes declararte fan, sin embarazo, aunque desde que empezara solo te hayan gustado dos películas y el primer tercio de El retorno del Jedi. Es precisamente en el film de 1983 donde cabe fijar el origen de un extrañamiento entre los fans, de una tímida sensación de euforia tambaleante mientras se daban las primeras quejas furibundas por haber arruinado la franquicia. Por culpa de los Ewoks, y por culpa de un supuesto final de trilogía decepcionante, “infantil”. Queja esta última, la de la infantilidad, que se repetirá insistentemente en el futuro, haciéndose eco de la esencial ironía que posee el fenómeno.

Desde entonces, pues ya conocemos la historia. La trilogía de precuelas. La compra de Lucasfilm a manos de Disney, y la correspondiente y maltrecha trilogía de secuelas. Con sus spin-offs. En estos casos, la posibilidad de que estas nuevas películas dieran pie a la impresión inicial que antes citaba, capaz de traer sangre nueva al fandom, ha sido absorbida por la conversación. Ahogada por el ruido de Internet, que además ha amplificado la acumulación de voces descontentas conduciéndolas a escenarios novedosos que contemplan el acoso selectivo —sea la víctima Ahmed Best, sea Kelly Marie Tran— y su adscripción a la guerra cultural de turno. Los últimos Jedi y El ascenso de Skywalker han supuesto, en ese sentido, los puntos de fricción más dramáticos, la definitiva constatación que Star Wars nunca fue solo Star Wars porque contenía demasiado de nuestra identidad. Y por eso, por darse en un escenario más confuso que nunca, fue tan tranquilizador que de un día para otro todos nos enamoráramos de Baby Yoda.

Todo lo que está bien está aquí

De primeras es fácil dar con la causa del éxito de The Mandalorian. Es, a todas luces, un muy buen producto. Desarrollado con dinero y ganas y, como cada contenido mainstream de nuestra era, planteado siempre con una determinada reacción del público en la cabeza. Sabiendo en qué momento los espectadores emitirán grititos de emoción, en qué momento lanzarán una carcajada complacida, en qué momento experimentarán el deseo de comprarse el LEGO de turno. Esta naturaleza tan servil y sobrepensada podría haber espantado a quienes, por ejemplo, renegaran en 2015 de El despertar de la Fuerza en tanto a su nostalgia inmovilista, pero no lo ha hecho, y eso que la serie protagonizada por Pedro Pascal también posee nostalgia a saco, introduciendo en su primer episodio unas tres referencias a Una nueva esperanza por minuto.

Porque hay nostalgia inmovilista, pero hay algo más. Una historia con carisma para aquellos seguidores que tengan a J.J. Abrams en su lista de archienemigos. Un mundo que le da la bienvenida a cualquier persona, sea ésta warsie o haya llegado atraída únicamente por los moñecos. Ahí, quizá, radica su gran acierto. Aunque ni por asomo sea exclusivamente suyo.

George Lucas se pasó cerca de la primera mitad de los años setenta dando forma al universo de Star Wars, ensayando numerosas versiones de la historia y reescribiendo constantemente hasta dar con el guion que sería Una nueva esperanza. Este tiempo lo dedicó a escupir sobre un papel los nombres más extraños y altisonantes que pudiera imaginar —escribiendo, como se figuraba Peter Biskind en su libro Moteros tranquilos, toros salvajes, la palabra “Chewbacca” de forma distinta en cada borrador—, pero sobre todo tuvo que esforzarse por meter en un mismo relato todas las cosas que molaban del mundo.

Star Wars ha sido siempre un pastiche, y en su génesis fue tan importante el cruce de imaginarios culturales como la historia que de estos se pudiera extraer. Western, cine de aventuras, space opera, cine bélico e historias de samuráis, todo cabía en el plato combinado de George Lucas, y cada ingrediente apelaba a un posible consumidor. Por eso, principalmente, el poder de fascinación de Star Wars es infinito, y The Mandalorian hubo de gestarse teniendo bien interiorizado cómo replicarlo y despojarlo de toda la aridez que había ido aparejando con el paso de los años y las trilogías.

Más aún que El despertar de la Fuerza, The Mandalorian nació con la pretensión de darle la bienvenida a los neófitos, alejando su ajustadísima trama del culebrón Skywalker y de los traumas de la Orden Jedi y la República caída. Es, por decirlo así, Star Wars destilado, en su forma más sintética y friendly, y con un marcado interés —que Disney ya venía cultivando desde que desarticuló el Universo Expandido al poco de hacerse con Lucasfilm— por desvincularse del lore espeso y monstruoso que ha ido apuntalando la saga. La mejor muestra de esto —además del liviano escenario cronológico en el que se ambienta, tan previo a El despertar de la Fuerza como podría serlo a Una nueva esperanza— es el tema de los episodios autoconclusivos.

La primera temporada de The Mandalorian consta de ocho episodios y, salvo en el caso de los dos últimos, todos ellos están conectados de una forma narrativamente muy vaga. Garantizando el relax, guiñando el ojo, sin abrigar tampoco la idea de quitarte mucho tiempo al durar cada uno menos de media hora. Se trata de un molde bastante sorprendente en la actualidad —sobre todo si hablamos de una superproducción—, pero de espíritu inequívoco: al igual que Lucas recurrió a glorias pasadas para pergeñar el entretenimiento definitivo, la brevedad y falta de aspiraciones de The Mandalorian nos retrotraen a tiempos más sencillos, a fantasías escapistas de aventurilla independiente y “monstruo de la semana”. Por eso, básicamente, ha sido recibido como un producto tan refrescante, en contraste a tantos años de histeria y fans enfrentados por tal giro en la trama, o tal apuesta por la relectura.

El gran atractivo de The Mandalorian radica, por consiguiente, en la inanidad bien entendida. En achuchar a los fans sin quebraderos de cabeza, entregándoles una ficción convencida de su pureza. Tal jugada supone la lección mejor aprendida de George Lucas y, por qué no decirlo, el regreso más convincente a las raíces de Star Wars al que hemos asistido en cuatro décadas, pero la maestría con la que se ha pergeñado va más allá. Porque The Mandalorian ha sabido leer a la perfección los convulsos tiempos que vive el mainstream, y lo ha hecho a partir de los pálpitos de un tipo muy majete llamado Jon Favreau.

Gracias sean dadas al cocinero

Chef, estrenada en 2014, es una película de lo más simpática. Dirigida, escrita y protagonizada por Jon Favreaushowrunner de The Mandalorian, por si alguien no lo sabe—, los análisis más sesudos de entonces hicieron hincapié en el curioso ejercicio de autoficción que contenía, acaso avisados porque no era la primera vez que Favreau se marcaba una jugada del estilo (más de esto en breve).

La historia de ese chef absorbido por el trabajo que acababa encontrándose a sí mismo a través de un significativo cambio en sus circunstancias laborales era susceptible de ser leída tanto como una respuesta al pasado reciente de Favreau —después de su misteriosa salida como director del Universo de Marvel pese a haberlo construido prácticamente él—, como en calidad de reflexión transversal, casi filosófica, por parte de un creador que siempre fue incapaz de entender su obra sin el cariño del público. En ambos escenarios la película era agradable, interesante, y casi carente del tufillo ególatra de ejercicios similares; Favreau caía demasiado bien como para parecerse a ellos.

Pero lejos de los márgenes de cómo Favreau entiende su lugar en el mundo, Chef también sorprende por su particular retrato de las redes sociales, de una lucidez y pragmatismo verdaderamente inusuales. Sin alarmismos, Chef las muestra como un ente capaz de lo mejor y lo peor, amparándose en la comprensión de que al fin y al cabo éstas no reflejan otra cosa que el rostro de los seres humanos que las utilizan; con mayor estruendo, claro está, debido al mayor alcance de sus voces y a nuestra naturaleza gregaria. Por eso, en lugar de marcarse un Black Mirror pocho y limitarse a mostrar dinámicas de acoso, bullying y coyunturas donde la razón llegue a diluirse a partir de las formas y los vapuleos, Chef las muestra… y entrega la contrapartida. Las redes sociales también sirven para divertirse. Para conectar con tus seres queridos, estén lejos de ti o no lo suficientemente cerca como para mantener una comunicación saludable. Y, sobre todo, las redes sociales pueden servir para prosperar económicamente.

A The Mandalorian le han venido muy bien las redes sociales. Según se lanzó su primer episodio en noviembre, el mismo día del lanzamiento en EE.UU. de Disney+, todos estaban hablando de Baby Yoda, tomando carrerilla para una tormenta de memes que se extiende hasta nuestros días y que no muestra visos de acabar. Dando forma a una situación, si bien no ejecutada de forma modélica —quizá por no calibrar del todo el fenómeno de la piratería, en la Casa del Ratón no fueron tan previsores como para tener ya preparado el merchandising correspondiente—, que contrasta estrepitosamente con la historia previa de Star Wars en este medio.

Por primera vez, Twitter aparecía vinculado a la saga a partir de noticias que no tenían que ver ni con el odio, ni con las peticiones en change.org, ni con los despidos de Disney. Solo con Baby Yoda. Con cómo lo amábamos todos gracias a su adorabilidad primorosamente manufacturada, de un modo que ni ochocientos droides ni dos Porgs habían conseguido antes, y lo satisfactorio que era utilizarlo como gif de respuesta, como sticker de Telegram, o como simple chiste recurrente para reducir de forma simplista (pero bastante acertada) el impacto cultural de The Mandalorian.

Unido esto a cuestiones más residuales pero también muy elocuentes como el personaje de Werner Herzog o las formas alternativas de llamar al sobrio protagonista, se daba el caso de que nadie tenía por qué hablar de The Mandalorian en sí. Si acaso, solo para bendecir la banda sonora de Ludwig Göransson e insistir, a todas horas, en que esto por fin era Star Wars. La conversación resultante no ha sido, por tanto, muy variada, pero sí ha fijado un signo unidireccional, extremadamente beneficioso para una Disney que ya ha dejado claro que no sabe qué hacer con su lucrativa propiedad, y del que cabe identificar a Favreau como luminoso artífice.

Gracias a The Mandalorian, Star Wars ha vuelto a ser un pastiche respetuoso y confortable, anclado sin disonancias a sus referentes; es por ello que el humor autoconsciente brilla por su ausencia —únicamente pudo incluir una pizca de este cuando Taika Waititi dirigió el último episodio, con la pareja de stormtroopers—, y también lo hacen las ganas de plantear atractivos a partir de la condición de Star Wars como fenómeno. La ficción de The Mandalorian es monolítica y ajena a subtextos; así lo requiere su ambición de gustarle a todo el mundo y, lo que es más sorprendente, así lo dictamina la visión creativa de su autor.

Porque sí, The Mandalorian es un producto tan de autor como pudo serlo Los últimos Jedi; tan 100% Jon Favreau como fue de Rian Johnson el Episodio VIII. Estas constantes autorales son de todo punto imperceptibles si lo que buscamos son líneas de fuga, pero ahí están, y pueden ser extraídas a poco que comprendamos la relación de ambos directores con los géneros donde recalan. A Johnson, como ha demostrado a lo largo de toda su carrera, le gusta agarrar con firmeza dichos géneros para precipitarlos hacia la contemporaneidad, sintiéndose más ufano cuanto más relecturas y formas de certificar su relevancia despierte este trasvase.

Favreau, por el contrario, es un tipo tradicional, amante de la literalidad y de los marcos originarios de interpretación, convencido de que dichos géneros no necesitan actualizarse para ser del agrado de su público. Es una creencia que explica por qué The Mandalorian forja un relato tan plenamente tradicional, que podría haberse rodado en los años ochenta (quizá ahí con menos dinero y siendo Baby Yoda algo más feucho) y no habría cambiado nada. 

Su apego tan cuidadoso al western, el modo en que este respalda su narrativa hasta fundirse con ella, muestra reminiscencias muy claras a la que puede que aun hoy sea su mejor película, Cowboys & Aliens. Ya sabéis, esa que se tomaba muy en serio a sí misma durante todo su metraje —pese a llamarse Cowboys & Aliens—, pero que a la hora de intentar comprender en totalidad las claves autorales de su responsable se antoja tan insuficiente como Chef.

Como The Mandalorian, o la experimentación digital de El libro de la selva y El rey león, solo es otra cara de lo que Favreau pretende conseguir con el audiovisual, pero al menos él mismo pudo dejarlo meridianamente claro en el primer guion que escribió en toda su carrera. Se trataba de Swingers, estrenada en 1996 y dirigida por Doug Liman, donde Favreau volvía a tirar de biografía para inspirar la historia (además de protagonizarla) y donde, acaso por la juventud desatada, el esfuerzo acababa siendo mucho más honesto que el que luego haría en Chef. Tan honesto que, bueno, llegaba en varias ocasiones a ser profético.

En Swingers Favreau (o Mike) trataba de consolar a un colega actor por el trabajo mierder que había conseguido replicando que “eh, al menos es Disney”, y cuando andaba con el ánimo bajo su amigo Trent (Vince Vaughn) se obstinaba en decirle una sencilla frase: “You’re so money you don’t even know it”. You’re so money, repetido como lema, imposible de no emplear si quieres asomarte a la figura. You’re so money como frase a figurar en el epitafio, varias décadas después de que Jon Favreau haya consumado la totalidad de objetivos que se marcó cuando quiso hacerse un hueco en Hollywood durante los noventa. The Mandalorian puede ser muchas cosas pero, ante todo, es “so money”. Y lo sabe.

Pero, ¿deberíamos darnos por satisfechos?

Jon Favreau es un tipo con inquietudes —así lo demuestra su profundo conocimiento del western y su encomiable afán por dar con un nuevo tipo de animación, lamentablemente constreñido por los remakes de Disney—, pero sobre todo es un tipo que sabe cómo ganar dinero y dejar contentos a sus jefes, medie la circunstancia que medie. Incluso en una coyuntura tan desafiante como la que supone Star Wars actualmente, donde los directores son despedidos a cada tanto y la comunicación con el público es tan imprevisible, Favreau se las ha apañado para llegar, hacer lo suyo y no dar problemas, consiguiendo el único producto galáctico en acción real que despierta algo parecido a la unanimidad entre sus receptores en cuarenta años.

Tampoco cabe pecar de optimistas: The Mandalorian es una ficción tan cuadriculada como gran parte de las películas que ha surgido de la entente Disney/Lucasfilm. La diferencia es que aquí la parálisis creativa es autoimpuesta. Porque Jon Favreau no sabe trabajar sin imposición, sin estar todo el rato pendiente de si esto le gustará a la gente. Y es una actitud irreprochable, dado que parece que está haciendo lo que buenamente le apetece, y que es del todo feliz haciéndolo.

Otra cuestión es si es suficiente. A efectos expresivos o artísticos, me refiero, ya que dentro del apartado económico y del amor fan (y no tan fan), queda claro que ha sido más que suficiente, y que en Disney aún no pueden creerse la suerte que tienen de contar con alguien tan currante y disciplinado como Favreau entre ellos. De hecho, aun arriesgándome a entrar en cuestiones como si The Mandalorian es una buena serie o no desde el punto de vista más analítico y frío al que pueda acceder, persiste el problema.

Han pasado varios meses, y aún me cuesta racionalizar por qué The Mandalorian no me gusta un carajo; de tal forma que, creo, solo se puede acotar la cuestión en función de lo que cada persona quiera que Star Wars signifique en la actualidad. Más allá de ese impulso inicial que nos dio el carné de fan para los restos, más allá de entender que lo más beneficioso a efectos de crecimiento personal sería conseguir que esta saga dejara de importarme tanto. 

Puedes querer que Star Wars solo sea un pasatiempo de aventuras para vender juguetitos, o puedes querer que suponga un blockbuster consciente de cómo su legado ha cambiado la sociedad para edificar a partir de él, resignificándose según las pulsiones del ambiente y de las identidades que jueguen un papel en su desarrollo (o las identidades que ha contribuido a forjar durante el mismo). Está muy gastado el ejemplo de Los últimos Jedi —y lo seguirá estando mientras permanezca fresca la infamia de El ascenso de Skywalker—, pero de todas formas ni siquiera es necesario volver a recurrir a él, sino que también es posible encontrar rastros en El despertar de la Fuerza o en la trilogía de las precuelas.

En ellas, antes de que Johnson se pusiera a jugar, Star Wars ya reflexionaba sobre su memoria y su condición de historia que contiene todas las historias, e iba sumando profundidad discursiva al tiempo que enriquecía su universo y era lo suficientemente amigable para engrosar el fandom. Y para alegría tanto de los espectadores que solo querían limitarse a coleccionar maquetas de naves, como de los que gustaban de pensar lo que veían y de replantear su evolución personal a través de estos films.

The Mandalorian, en cambio, no tiene discurso ni profundidad. Su esquema narrativo funciona (¡cómo no iba a hacerlo!), pero es imposible que vaya más allá del eterno tipo duro encontrando su corazón a partir de cientos de honrosos referentes. Traspasar esta frontera, al fin y al cabo, podría ser sancionado por las redes. Y en su necesidad de gustar a todo el mundo, de no molestar a nadie, también se limita a reutilizar la imagen galáctica sin pensar lo más mínimo en ella. Como algo desprovisto de significado, desprovisto de historia más allá del correcto intercambio de capital entre productor y consumidor. Es un buen ejemplo de esto la operación efectuada con la cultura mandaloriana.

Todo lo relacionado con Mandalore, con sus guerreros y costumbres, tiene una larga historia dentro del Universo Expandido, pero en The Mandalorian ha sido reducido a un par de elementos básicos, ocasionalmente de invención propia para los objetivos específicos de la serie. Debido a su ambiguo credo, Din Djarin tiene prohibido quitarse el casco. Es algo de lo que no se tenía constancia en historias previas, pero que deviene un gesto notorio por cómo se vehicula con la figura de Boba Fett —el “personaje” que se hizo famoso en el fandom únicamente por tener un diseño chulo— y cómo habla de esta Star Wars atrapada en la imagen, en lo aparente, incapaz de salir de ella más que en momentos puntuales y de nula relevancia dramática, como cuando vemos durante unos minutos el rostro de Pedro Pascal en el último episodio.

The Mandalorian no sería The Mandalorian sin ese hombre enmascarado, ese fantasma de Boba Fett con arco genérico incorporado, y no deja de resultar llamativo este desinterés por extraer nuevas imágenes de su universo —aún limitado a desiertos, cantinas, cementerios imperiales— si lo comparamos con algo como The Clone Wars.

La serie animada de Dave Filoni concluyó el pasado Día de Star Wars, poco después de que The Mandalorian finalizara su emisión en el resto de países con Disney+ y el mismo día en estrenarse una serie documental sobre cómo se hizo la ficción de Favreau. No corresponde aquí analizar la importancia de su desenlace o de toda su andadura, pero sí utilizarlo como elemento optimista, muestra junto a otros contenidos como Star Wars Rebels —que cometió la osadía de introducir un elemento como el viaje en el tiempo dentro del universo— de que la galaxia se sigue moviendo lejos del live action.

The Clone Wars no tenía grandes posibilidades expresivas por estar agazapada entre dos episodios y partir de una tesitura tan consuetudinariamente ingrata (en apariencia) como las precuelas de George Lucas, pero quizá por ello se fijó el nada que perder como coartada. Y, a partir de ella, ha jugado con el canon desde la picaresca y el goce, enriqueciendo una historia ya conocida —todavía Star Wars, a diferencia de Luke Skywalker, no se atreve a mirar el horizonte—, pero sorprendiendo a los fans por su arrojo y falta de prejuicios, en constante desarrollo de los conceptos que quiso desarrollar Lucas en los Episodios I, II y III.

The Mandalorian no tiene ese arrojo, no puede permitírselo, pero tampoco parece necesitarlo. De tal forma que todo lo expuesto quedará como una queja de tantas sobre el rumbo de la saga, permaneciendo la posibilidad no obstante de que incluso dentro de la serie de Jon Favreau siga habiendo espacio para lo inesperado. Al fin y al cabo, parece que en la segunda temporada de The Mandalorian va a aparecer Rosario Dawson como Ahsoka Tano, y es un buen motivo como cualquier otro para conservar el interés. Otra cosa muy propia del fandom de Star Wars, en realidad: la constante creencia, desigualmente contestada, de que las cosas siempre pueden ir a mejor.

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