Cristo en orina, Franco en la nevera: la guerra de la ultraderecha contra el arte moderno

Antes del 'Gamergate' y el 'Comicsgate', la guerra estaba en los museos. Durante los noventa, la extrema derecha de EE UU descubrió que arremeter contra los artistas de vanguardia era una buena estrategia para unificar posiciones, ganarse titulares y cosechar votos.

Era 2010, pero cualquiera lo diría. A esas alturas del siglo XXI, resultaba casi inverosímil que una organización religiosa pudiera exigir la retirada de una obra de arte de una institución pública, máxime de una tan respetada como el Instituto Smithsoniano. Menos aún que dicha demanda triunfara. Y, sin embargo, así era: una protesta instigada por la Catholic League y respaldada por los congresistas republicanos John Boehner Eric Cantor hizo que el Smithsoniano renunciase a exponer un fragmento de A Fire in My Belly, película firmada por el artista David Wojnarowicz entre 1986 y 1987 que se exhibía como parte de una muestra en la National Portrait Gallery de Washington DC.




El motivo de la protesta era, siendo generosos, una imbecilidad: se trataba de que uno de los momentos del cortometraje mostraba un crucifijo cubierto de hormigas, imagen que según el presidente de la Catholic League, Will Donohue, era parte de «un discurso de odio». Debido a las presiones políticas, y sobre todo a la amenaza de una retirada de fondos para la institución, el Smithsoniano retiró la película de su exposición, algo que motivó una concurridísima manifestación de protesta. En el día de hoy, los responsables de la galería admiten que ceder ante la Catholic League fue un error.

Al menos, el escándalo sirvió para renovar el interés por la obra de David Wojnarowicz, uno de esos creadores tan neoyorquinos que dan hasta rabia (y cuya obra fotográfica en colaboración con Peter Hujar acaba de ser objeto de una exposición en la Fundación Juan March de Madrid). Pero al propio, cuyos cabreos eran legendarios, esto le habría importado bien poco. Para empezar, porque Wojnarowicz había muerto en 1992 a causa del sida. Y, para seguir, porque la polémica a cuenta de su trabajo fue un coletazo de esa ofensiva contra el arte contemporáneo emprendida a finales del siglo pasado por la extrema derecha en EE UU. Un enfrentamiento que llega hasta hoy, que ha registrado varias batallas en España y que, en su momento, fue designado con un nombre que tal vez les suene: Culture Wars.

Para mear y no echar gota (el origen)

Antes de seguir adelante, quien suscribe se ve obligado a poner un disclaimer: de arte contemporáneo, de sus tendencias y de sus puñaladas traperas entre egos enormes está completamente pez. Que no tiene ni pajolera idea, vamos, más allá de un nivel muy poco sofisticado de apreciación. Pero, aceptando eso, el autor de este artículo sí tiene claro que la extrema derecha ha visto esas obras presuntamente «incomprensibles» y «desagradables» como flancos débiles en las filas del progresismo, susceptibles a arrebatos de indignación y a ataques fáciles que les garantizan un cómodo lugar en los titulares.

Los ejemplos de manual vienen rápido a la memoria: las agresiones de la Ligue des Patriots francesa a las proyecciones en París de La edad de oro de Luis Buñuel (1930) o las exposiciones nazis de ‘arte degenerado’ son ejemplos conocidos por todos, más o menos. Ahora bien: medio siglo después de estas ignominias, EE UU fue el escenario de otra ofensiva mucho más insidiosa (por tener lugar en el contexto de una teórica democracia), que creó precedentes muy jodidos y en cuyo seno se gestaron artimañas retóricas que han acabado migrando de la alta cultura al universo pop.

Porque antes del Comicsgate y el Gamergate, la guerra estaba en los museos. Y quienes la declararon fueron los adláteres del Partido Republicano, alentados por el éxito del rearme moral que, como el ‘pánico satánico’ y la cultura yuppie, acompañó y propició los mandatos de Ronald Reagan. ¿Quién disparó el primer cañonazo? Es posible que fuese Pat Buchanan, periodista y asesor de Ronald Reagan George Bush que trató de convertirse en candidato presidencial en 1990. Durante un célebre discurso pronunciado tras perder las primarias de su partido, Buchanan señaló que «[el] feminismo radical (…) el aborto libre (…) los derechos de los homosexuales, la discriminación contra los colegios religiosos, las mujeres en el ejército»  eran las armas del Anticristo (o de Bill Clinton, que desde su perspectiva venía a ser lo mismo) en el conflicto que él denominó «una batalla por el alma de América». 

¿Les suena todo esto de algo? Pues sí: con algunos matices, es un argumentario medianamente similar al que maneja hoy la llamada alt-right. Y, más allá de históricos berrinches para la derecha yanqui como el caso ‘Roe contra Wade’ (que levantó varias restricciones contra el aborto en 1973), la pertinencia del rezo en las escuelas o si quemar banderas es un delito o no, Buchanan y sus correligionarios necesitaban un espacio en el que materializar su guerra. Acabaron encontrándolo en las galerías de arte.

Lejanos estaban ya los tiempos en los que la CIA amadrinaba la expansión internacional del expresionismo abstracto, viendo en los cuadros de Pollock, De Kooning y compañía un vehículo de propaganda contra la URSS y su realismo socialista. Con el bloque soviético a punto de pasar a mejor vida, convenía más fijarse en cómo el arte pop había facilitado un retorno a lo figurativo, porque las imágenes identificables son más susceptibles de crear escándalo y ofender. Y no digamos si la imagen en cuestión es la de un crucifijo (sí, otro crucifijo) sumergido en orina: justo lo que muestra la fotografía Piss Christ (1987) del neoyorquino Andrés Serrano.

Sobre el mérito artístico de Piss Christ se ha especulado mucho: hay quienes la consideran una obra maestra, hay quienes la ven como una boutade sin gracia. En cuanto a sus intenciones, Serrano afirma que él es católico practicante y no la considera como una blasfemia. Pero eso no ha librado a la obra de ser piedra de escándalo en todo el mundo desde 1989, cuando fue denunciada por el congresista Jesse Helms. En realidad, los denuestos de Helms (quien, con rara elegancia, calificó a Andrés Serrano de «gilipollas» en un discurso) iban dirigidos contra el National Endowment for the Arts (NEA), institución dedicada al patrocinio de las artes plásticas que viene a ocupar, en el imaginario republicano, un lugar similar al del ICAA y la Academia de Cine en el de la derecha española como nido de rojos subvencionados. Desde la llegada de Reagan al poder en 1981, el gobierno de EE UU estudiaba formas de quitarla de enmedio.

Como resultado de este follón, Andrés Serrano recibió amenazas de muerte, y las exposiciones donde se ha exhibido su trabajo han llegado a sufrir atentados: en 1997, un grupo de jóvenes destruyó una copia a martillazos en Melbourne, mientras que otro de los positivados originales pasó a mejor vida durante la protesta de un grupo cristiano (vinculado al Front National) en Aviñón. De esta manera, Piss Christ se convirtió en una pieza icónica de las Guerras Culturales. Pero no en la más interesante, ni de lejos.

Robert Mapplethorpe quiere tu alma

En un giro dialéctico perverso, la campaña de la derecha contra el arte transgresor aprovechó cómo la eclosión de la visibilidad gay post-Stonewall, por un lado, y la pasividad institucional ante la pandemia del sida, por otro, habían dado lugar a obras muy obscenas y encabronadas por parte de artistas muy gays. Tan gays como Robert Mapplethorpe, de hecho: cual Cid Campeador del escándalo artístico, el insigne fotógrafo y amigote de Patti Smith instigó una de las batallas culturales más señeras después de muerto.

Mapplethorpe había abandonado este mundo (a causa del VIH y sus consecuencias) en marzo de 1989. En junio de ese mismo año se puso en marcha la exposición itinerante The Perfect Moment, una retrospectiva de su trabajo patrocinada por el NEA que debería haber debutado en la Corcoran Gallery de Washington DC. Una pena que, temerosos de causar un escándalo semejante al provocado por Piss Christ, los responsables de la Corcoran (selecto espacio a pocas manzanas de la Casa Blanca) decidiesen cancelar The Perfect Moment tres semanas antes de la fecha prevista para inaugurarla.

Tomémonos un momento para analizar las fuerzas que este caso ponía en conflicto. Por una parte, Mapplethorpe (cuyo cuerpo estaba aún caliente en la tumba) tenía la consideración debida a uno de los mejores fotógrafos del mundo, así como a un icono de la causa LGBT y a una víctima de ese sida que, a aquellas alturas, había causado ya cerca de 20.000 muertes solo en la superpotencia. Por otro lado, políticos republicanos como nuestro viejo conocido Jesse Helms se regodeaban en su indignación, hablando de pornografía pagada con fondos públicos y comentando escandalizados fotos particularmente escandalosas, como aquel autorretrato que mostraba al autor introduciéndose el puño de un látigo por salva sea la parte.

De esta manera, aunque el caso de The Perfect Moment provocó la consabida manifestación de protesta (durante la cual algunas obras de Mapplethorpe se proyectaron en las fachadas de edificios cercanos a la Corcoran), los impulsores del escándalo habían logrado su objetivo. Mientras que, como explicó el sociólogo Todd Gitlin, Robert Mapplethorpe se convertía en «el rey de los demonios» para parte del electorado estadounidense, el NEA sufría un severo recorte de fondos (45.000 dólares de entonces: la suma de las becas concedidas a Andrés Serrano y a la exposición de Mapplethorpe) y Jesse Helms presentaba un proyecto de ley que le prohibiría financiar obras de arte «obscenas o indecentes». 

Por desgracia, dicha norma fue aprobada, pese a lo cual el NEA carga desde entonces con el estigma de ser tanto una rémora para los fondos públicos como «un grupo de hippies entrados en años dedicados a profanar crucifijos» (palabras del congresista Duncan D. Hunter en 1997). Los últimos presupuestos generales presentados por Donald Trump podrían suponer el final definitivo de la institución, dado que no contemplan para ella ninguna partida.

Por un puñado de caudillos

Como hemos visto, el origen de las Culture Wars en EE UU tuvo como origen la irritación de sectores conservadores hacia obras que representaban sexualidades no normativas, o que abordaban la religión de manera poco ortodoxa. Temas que, salvo la puntual espantada de la Conferencia Episcopal o similares, apenas han impulsado causas célebres en nuestro país. Según las hemerotecas, lo que sí puede costarle disgustos a un artista en España es recordarle al público que nuestro pasado, y no digamos nuestro presente, son complicadillos desde el punto de vista político.

Más allá de aquellos fachas que, mediada la década de los setenta, sabotearon una exposición del Equipo Crónica con una pintada de «¡Viva Felipe IV!», o de las arremetidas contra películas estrenadas durante la Transición (La portentosa vida del padre VicenteCarles Mira, 1978- y El crimen de Cuenca Pilar Miró, 1980- son dos ejemplos especialmente indignos), los casos de grandes controversias artísticas no abundan en suelo español. O no abundaban, porque en los últimos años encontramos más de las que nos gustaría.

Sin ir más lejos, y dadas las últimas noticias sobre el Valle de los Caídos, está bien recordar que la Fundación Francisco Franco demandó en 2012 a Eugenio Merino por Always Franco, escultura mostrada en la feria madrileña Arco que mostraba al Generalísimo embutido en una máquina de refrescos. Otra figura del dictador, esta ecuestre y decapitada (la cabeza desapareció de un almacén municipal antes del montaje), obra de Josep Viladomat,puso de uñas tanto a los independentistas como al PP cuando se exhibió en Barcelona en 2016 dentro de una exposición colectiva.

El caso más reciente, y más siniestro, es el de Santiago Sierra, cuya obra Presos políticos en la España contemporánea fue retirada de la edición 2018 de Arco en febrero. La decisión, tomada a medias entre una alto cargo de la feria y Clemente Soler, director del recinto Ifema, estuvo motivada por la presencia en la instalación de retratos de Oriol Junqueras, los llamados ‘Jordis’ (Sánchez Cuixart) y varios consejeros de la Generalitat detenidos durante la asonada independentista de septiembre de 2017. «Si España no es una dictadura, se le parece bastante», sentenció entonces el creador madrileño. Y, vistas las noticias sobre arrestos y enjuiciamientos de raperos, tuiteros, titiriteros, etcétera, hay que darle la razón.

A brochazo limpio

Hasta ahora hemos visto que el concepto de una Guerra Cultural entre izquierdas y derechas viene de largo. También hemos observado su origen, enraizado en la hostilidad al cambio social, y señalado cómo sus blancos son, bien las obras que desafían la tradición y la norma social, bien aquellas que señalan los puntos oscuros del sistema. Pero lo que de verdad nos preocupa no es esto. Lo que nos preocupa es cómo un concepto que nació en entornos, digamos, ‘elevados’, ha descendido un peldaño en la escala de la cultura para instalarse en entornos hasta ahora libres de él.

Que empezáramos este artículo hablando de la censura contra David Wojnarowicz no ha sido casualidad. Resulta que, en 1996, DC/Vertigo publicó 7 Miles A Second, un cómic con guion del artista y dibujos de sus amigos James Romberger Marguerite Van Cook.  En dicho trabajo, que se ganó elogios de personajes tan dispares como Jim Steranko y Jim Jarmusch, Wojnarowicz trazaba un recorrido autobiográfico que dedicaba mucho espacio y detalle a sus años como chapero preadolescente. Si hubieran estado incluidas en una exposición o una instalación artística, es probable que algunas viñetas de 7 Miles A Second hubiesen sido objeto de debates exaltados en el congreso de EE UU. Pero, menos mal, aquello era solo un tebeo.

La flexibilidad de los cánones, la pluralidad de visiones y el alejamiento de los centros de poder son virtudes de las que el arte popular ha hecho gala durante décadas (o milenios, o siglos). Sin embargo, ahora registramos una sucesión de oleadas reaccionarias (llámense ‘Gamergate’, ‘Comicsgate’, ‘Sad Puppies’ o como sea) que se llevan las Culture Wars a las viñetas, a los videojuegos y al cine y la literatura de género. ¿Lo más triste de todo? Que en estos casos, y salvo excepciones, los responsables del acoso, el linchamiento online y las llamadas a la censura no han sido políticos a la caza del voto: han sido supuestos fans (¿fans de qué?) incapaces de soportar un cambio de forma o una apertura a la diversidad en medios que, en teoría, aman.

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