A lo largo de sus más de 300 páginas, Alcasseriana (Antipersona, 2016) reinterpreta las claves del caso de las niñas de Alcásser de manera libérrima, teñida de polémica y a la vez ajena a expectativas morbosas, con un lirismo atroz que remueve conciencias. Revisamos las claves de sus ensayos, relatos y visiones muy subjetivas del crimen que conmocionó al país.
En la contracubierta de Alcasseriana puede leerse la siguiente advertencia: “Este libro es un descenso al abismo, un viaje al otro lado de la puerta que se abrió la noche del 13 de noviembre de 1992 en algún punto de una carretera comarcal”. La llave a esa puerta tiene forma de USB e incluye la banda sonora compuesta para la ocasión por Máquina Líquida. “Alcàsser no es un crimen cualquiera”, continúa. “Más allá de la conspiración y el delirio, Alcàsser es un trauma de la psique colectiva, una herida que permanece abierta”. Tal vez porque demasiadas preguntas siguen sin respuestas. Tampoco las busquen aquí.
Layla Martínez lo expresa con rotundidad en el texto del libro De lo que nos dijeron las muchachas que dormían: “Abandonad toda creencia que no esté basada en la locura. Abandonad toda oración que no sea un canto. Abandonad todo canto que no sea una alabanza de los que se perdieron y nunca volvieron a ser encontrados. Abandonad toda alabanza que no esté dirigida a las tempestades”. Cada cual fiel a su estilo, las trece voces recogidas en este volumen entonan una polifonía disidente que ni comercia con la tragedia, ni se posiciona a favor de la versión oficial, a todas luces insatisfactoria. Tanto es así que la magnífica introducción de Frank G. Rubio nos conduce por los múltiples desvíos de un trazado serpenteante y lleno de baches, reconfigurando una realidad aparentemente reconocible: la España de principios de los noventa, la de la Expo y los Juegos Olímpicos, que amanece con la certeza de que el Mal existe.
“Los adolescentes no deberían morir si no son sacrificados”. Tal vez por eso un memorial de más de tres metros de alto, esculpido en mármol y bronce, se alza en honor a las víctimas en el cementerio del pueblo. Toñi, Miriam y Desirée son las Tres Gracias que parecen danzar de la mano, emulando la representación helénica de Hécate, la Diosa Triple, espíritu vengador de las mujeres heridas y suprema gobernanta de las fronteras entre el mundo de los vivos y el de los espíritus. En Expiatoria de Juan Camós se rememora el presentimiento de la muerte de las niñas, “tan lejos ya del arte”, a través de los versos de la poeta muerta Patricia Heras y el simulacro ritual de la performer cubana Ana Mendieta, “que tiene sus hitos en Alcàsser, India y Ciudad Juárez”. Mujeres “suicidadas” a la espera de una reparación moral que rompa el silencio en torno al feminicidio instaurado. Es entonces cuando la evocación de personajes famosos, los crímenes atroces y las devociones sobrehumanas otorgan a la obra un aliento inequívocamente artaudiano. Para muestra, la sobrecogedora pieza teatral que firma Alex Portero, heredera de la catarsis de los antiguos ritos mistéricos: “Nosotras siempre hemos sabido sangrar. ¡Nos matarás mil veces!”, clama por boca de Toñi el espíritu indómito de la diosa. “No he llorado, ni he gritado, ¿te has fijado?”. Son mártires que nunca pidieron ser santas.
No era la primera vez que ocurría algo así. Y tampoco será la última. Haciendo uso de un distanciamiento casi periodístico, Yolanda Espiñeira detalla las circunstancias de un par de crímenes que sentaron precedente y de los que hoy apenas se conservan un par de recortes amarilleados por el tiempo. Las fotografías de las pequeñas Mari Claire y Maruchi, clavadas con chinchetas sobre un corcho en la pared; sus destinos unidos por hebras de hilo rojo que trazan el contorno de una patria maldita, de Galicia hasta Alicante, sometida a una liturgia caníbal que se perpetúa. “Los crímenes reales”, señalaba David Peace, “te permiten escribir sobre un lugar y un momento concreto a todos los niveles: social, político, económico e incluso sexual”. A escala más íntima, Sospechosos habituales nos niega el consuelo para tanta incertidumbre, dolor y rabia, a semejanza de su reverso poético, la Vía Dolorosa cartografiada por Gustavo A. Ruíz.

Alcàsser (1992) y Yorkshire (1975-1980)
Una cruz de Caravaca como la que ilustra la portada del libro se convirtió en el icono de la infamia. Apareció alojada entre las vértebras dorsales de uno de los cadáveres, en una época en la que las pintadas en la fachada de una iglesia suscitaban titulares a cinco columnas, alimentando un “Pánico Satánico” similar al desatado en los EEUU unos años antes. La diputada democristiana Pilar Salarrullana amadrinó una Comisión Parlamentaria para el estudio de las sectas con el foco puesto sobre la zona de Levante, lo que contribuyó a que la neurosis calase en la opinión pública. A pesar de que la mayoría de las denuncias no prosperaron, sí lo hicieron los rumores infundados sobre las “exóticas” creencias que algunos inmigrantes -en su mayoría, latinoamericanos- importaron desde sus países de origen. Con todo, la beligerancia de Salarrullana contra los próceres del Maligno se materializó en un libro, Las sectas satánicas: la cara oculta de los esclavos de Lucifer (1991), y al menos 28 juicios. En 1994, expresaba su desencanto ante la inhibición del gobierno en un artículo publicado en El País, al hilo del suicidio colectivo en Suiza de 48 miembros de la Orden del Templo Solar, asumiendo “la sensación frustrante de un trabajo no terminado por falta de apoyo de quien lo podía haber dado si hubiera querido”.
El caso de Alcàsser supuso un gigantesco revés para la recién creada Unidad Central Operativa de la Guardia Civil (UCO) y para sus responsables, cuando un delincuente común como Antonio Anglés se les escapó de entre los dedos. Tampoco se mostraron especialmente competentes durante la inspección ocular de la fosa de La Romana y la posterior instrucción médico forense, comprometiendo un proceso plagado de lagunas y negligencias. “Como en las novelas de Dashiell Hammett, la justicia necesita un culpable. A la justicia la crea el culpable y al culpable lo crea la sociedad”, escribió Francisco Umbral en su columna del suplemento semanal de El Mundo, titulada El Halcón Maltés y publicada el 25 de mayo de 1997. Su afilada pluma buscaba hacer sangre, quién sabe si por afianzarse en su nicho de influencia mediática o genuinamente indignado por las oscuras implicaciones políticas que iba tomado el caso. Al escritor no le tembló el pulso al insinuar que la función del cómplice necesario, Miguel Ricart, es la de “un fetiche falso, un halcón de plomo y purpurina” que el autor de Un carnívoro cuchillo (1988) asocia con el tributo impuesto por el Emperador Carlos V a la Orden de Malta. Ricart es “peor que culpable, es la metáfora de la culpa”, equiparable al rol que desempeñará Miguel Carcaño catorce años más tarde en el calvario de la familia de Marta del Castillo. “Lo que sabemos es que otros han huido y huyeron bien, demasiado bien”. Porque “al lobo lo crea el bosque. El lobo puede ser manada”.
Culpables variados


De izquierda a derecha: Antonio Anglés Martins (1966-?), Manuel Delgado Villebas “el Arropiero” (1943-1998), Manuel Blanco Romasanta (1809-1863), Gilles de Rais (1404-1440) y Bestia de Gévaudan (1764-1767)
Cuentan las crónicas que entre los años 1764 y 1767 una bestia sanguinaria azotó al pueblo de Gévaudan poniendo en jaque al mismísimo Luis XV, rey de Francia. Dependiendo de las fuentes consultadas, el número de víctimas superaría el centenar entre hombres, mujeres y niños, circulando por la región toda clase de explicaciones de índole sobrenatural. La más popular, sin duda, era la del bzou, variante francófona del lobishome en la que un ser humano, presa de sus irrefrenables impulsos perversos, adopta el pelaje de una bestia que se corresponde con el arquetipo jungiano. El cineasta francés Christophe Gans aportó su propia versión de los hechos con El pacto de los lobos (2001), una fábula postcolonialista en la que una sociedad secreta, formada por importantes miembros de la nobleza local y la Iglesia, utilizaba a la Bestia para socavar el prestigio de la Corona. Al fin y al cabo, la mayoría de los cuerpos presentaban señales de abusos sexuales (ante y post mortem) que sugieren la participación de uno o varios asesinos humanos. Bastaría con abandonar los restos de sus víctimas en lo más profundo del bosque y sentarse a esperar a que las alimañas dieran cuenta de ellos, para salir impunes a costa del monstruo. Antonio, dicen que se llama.
En compañía de Tony Fuentes, pisamos el acelerador hacia la noche del 27 de enero de 1993, adelantando por la izquierda a un sospechoso Opel Corsa de color blanco que parece esfumarse a nuestro paso. Como se desprende del título de su relato, Todos los colores del arcoíris es una epifanía lisérgica disfrazada de giallo que -en feliz definición de Félix García– adopta las formas de un Laird Barron mediterráneo. Un viaje al corazón de las tinieblas por la Ruta Destroy que anticipa un futuro en ruinas: a la derecha, mirando por la ventanilla en dirección a Valencia por la A3, vislumbramos el reclamo de neón de la discoteca Coolor de Picassent. Para entonces, Paco Lobatón llevará un par de meses recabando pistas sobre el paradero de las tres niñas desaparecidas en horario de máxima audiencia, mientras los programadores de Tele 5 mantienen en vilo a medio país tras la pista del asesino de Laura Palmer. Y en todo ese tiempo, Julio Nexus, Fran Lenaers y Gani Manero, auténticos pioneros del Sonido Valencia de finales de los años ochenta, han llegado a prensar la friolera de 50.000 copias de sus referencias como Interfront. Bajo el nuevo alias de Megabeat, su nuevo doce pulgadas incluye un sampler que se repite a modo de mantra: “A través de la oscuridad del futuro pasado / el mago anhela ver / una posibilidad para salir entre dos mundos / Fuego, camina conmigo”.
En sus respectivas deconstrucciones del mito, José Puente y Carlos G. de Marcos condensan algunas de las versiones apócrifas que circulaban sobre implicados, a modo de satélites ficcionales del esperpento mediático. Los cotos privados de una élite que ostenta un poder omnívoro, casi passoliniano, alentaron las especulaciones en torno a oscuros pactos de poder que salpicaron a políticos, banqueros y empresarios. La trama snuff denunciada en Esta noche cruzamos el Mississippi por el criminólogo José Ignacio Blanco y Fernando García, el padre de Miriam, agitaron el avispero de la opinión pública pagando el precio de demandas millonarias.
En una cinta de VHS, un selecto grupo de personalidades desfilan ante la cámara, de uno en uno, posando junto al cadáver de una de las víctimas. “El tercer hombre parecía resistirse a abandonar la estancia”, imagina Camós. “Recordó la tensión de las cacerías, el placer de infringir el protocolo entre inferiores, pensó en una bala antigua, en las mazmorras del palacio. Tuvo un recuerdo para sus hijas, cogió el cetro y la corona y se marchó”.
Veintitantos años después seguimos siendo víctimas. Al menos en nuestro imaginario alegórico y perverso, donde Alcàsser sigue ejerciendo de punto negro psicogeográfico de esa España rapaz y luctuosa como ala de cuervo, que Francisco Jota-Pérez retrata admirablemente en su colosal Santos de piedra. Su heroína es una mujer “carente de piel, despojada de la piel que ya ha ardido, la desollada, sin barrera”, como una presentadora de televisión caída en desgracia, condenada a vagar intramuros por un purgatorio de fantasmas. Reviviendo una y otra vez la conexión en directo desde el salón de actos, los lamentos procesionales y la sed de venganza, mientras en el recinto exterior las autoridades levantan una alambrada y tejen su particular manto de silencio, en aras de una paz social y bienestar económico que décadas más tarde nos estallarán en la cara.
Alcàsser crimen de estado.