Tras una exitosa campaña de Kickstarter y mantener durante el año pasado una versión en Early Access, Darkest Dungeon ha salido oficialmente para PC con un mayor equilibrio de dificultad, más variedad y dispuesto a hacerte perder la cabeza.
Los orígenes del género dungeon crawl se remontan a antes de los videojuegos. Primero fue el lápiz, papel, tablero y dado inspirados en los clásicos de espada y brujería originados en revistas como Weird Tales. La idea era la aventura no como un viaje sin retorno sino como una parada en el camino, una mazmorra o unas ruinas que explorar antes de llegar al amparo de una villa o ciudad donde reponer fuerzas y gastar el botín. Más picaresca, en definitiva, que la fantasía épica. Este planteamiento se traducía muy bien a un juego porque permitía descansar a los jugadores y tener experiencias diferentes en cada una de sus incursiones, partiendo de las mismas premisas.
Probablemente, mi primera experiencia con el género en formato videojuego fue Gauntlet (1985) y, desde entonces, los fundamentos no han variado demasiado. La arbitrariedad de las mazmorras en los roguelikes ofrecen diferentes iteraciones pero un jugador avezado termina viendo la tramoya y encontrándose pronto repitiendo tareas monótonas o padeciendo la falta de un diseño premeditado de las mazmorras.
Lo que pretende diferenciar a Darkest Dungeon del resto es la necesidad de vigilar la salud mental de nuestros personajes. De inicio no es una premisa novedosa para cualquiera que reconozca en los orígenes del género la inspiración de Robert E. Howard o Fritz Leiber y sus vínculos con las criaturas más popularmente vinculadas a Lovecraft. El juego no oculta su deuda desde el momento en que su estilo gráfico rinde tributo a un heredero de esa tradición como Mike Mignola, y ciertamente tiene un ojo puesto en juegos de mesa como La llamada de Cthulhu y su socorrido sistema de tirada de cordura para los personajes.
Los efectos que nuestros aventureros van adquiriendo a medida que se adentran en los terrenos hostiles penalizan su rendimiento, lo que obliga al jugador a ejercer de gestor de un grupo con altos niveles de estrés. Pronto, esa escalada de defectos empiezan a acumularse y las paradas en la fonda, el templo o el sanatorio traen poco consuelo a las perturbadas mentes de nuestro equipo. Es fácil contratar a estos mercenarios y soltarnos entre las ruinas a enfrentarse a los fervorosos servidores del Mal: lo realmente complejo es mantenerlos en su sano juicio por mucho tiempo.
Quizás esta premisa no aproveche del todo la capacidad de la cordura como factor en un videojuego -está por ver quien da un paso más allá de lo planteado en Eternal Darkness: Sanity’s Requiem (2002), por ejemplo- pero sí que fuerza a hacer auténticos malabares para preparar y proteger a nuestros compañeros en sus batidas. Y, sin embargo, sin esas excursiones a lugares tan dañinos, apenas podríamos acumular riqueza suficiente para que el próximo equipo -esta vez sí- llegue hasta el final de esa mazmorra o cumpla con la misión asignada. En nuestra mano está sacrificar a pobres almas para que sus carcasas vacías regresen con las ganancias que darán mejores oportunidades (que no garantías) a los siguientes infelices.
Por supuesto, el lado negativo a dejar morir a nuestros aventureros es tener que entrenar de nuevo a los reclutas recién llegados, pero no es menos cierto que estos novatos se adentrarán en la oscuridad sin los síntomas de la locura que tanto acaban limitando al soldado veterano. No hay cargo de conciencia en esta renovación, casi empresarial y megalómana, de mandar carne de cañón a abrir senda para una nueva tanda. Es consecuencia de la imposibilidad de editar y personalizar a los miembros de tu cuadrilla: son empleados que contratar, que sucumben a sus debilidades poco a poco hasta que dejan de ser útiles y acaban reemplazados con desdén. Consumir vidas virtuales para nuestro propósito es más sencillo si, por muy fuerte que sea ese guerrero, mantengo una constante sospecha de su estabilidad mental y de si acabará tomando decisiones por su cuenta que perjudiquen a todo el grupo.
La ambientación es quizás el plato fuerte de Darkest Dungeon: la voz de narrador aporta esa inevitabilidad y predestinación a lo que parece una misión maldita, aunque después de varias horas jugando dejé de prestarle atención. El apartado gráfico diferencia muy bien la diversidad de unos personajes (enemigos y aliados) que no siempre se compenetran bien entre ellos por mucho que se lo exijamos, lo que da cierto vigor al grupo. No resulta extraño que un juego cuyas bases se aprenden con cierta sencillez y que exige más cautela que habilidad para la acción resulte particularmente adictivo, sobre todo cuando uno descubre que el exceso de precaución acaba convirtiendo al jugador en alguien tan paranoico como los personajes que cree controlar.