[Crítica] – ‘Diario de un resurreccionista’ – El pasado oscuro de la anatomía

Para que hoy puedas entrar en un quirófano y el cirujano sepa dónde cortar, hubo un tiempo en el que los hombres de ciencia practicaban con cadáveres robados. Un tiempo en el que cierta gente dedicaba sus noches a colarse en cementerios y sustraer cuerpos de personas recién fallecidas. La historia de estas personas es la que narra Diario de un resurreccionista que publica La Felguera.

«Resurreccionista» es un término que no existe en el diccionario de la Real Academia Española. «Resurrección» sí, pero nos remite inevitablemente a la Pascua de Resurrección o a la resurrección de Jesucristo. Expresiones que atañen por sí solas a significantes religiosos, fechas o hechos ilustres del cristianismo.

La profesión del resurreccionista, en cambio, tiene poco que ver con la moral cristiana. Se trata de la palabra utilizada para referirse a la persona que exhumaba cadáveres ilegalmente con el propósito de venderlos a los anatomistas. Otra forma de referirse al ladrón de cuerpos común, que existe desde tiempos inmemorables. Prácticamente desde que colocasen joyas y bienes preciados al primer egipcio ilustre.

La diferencia, claro está, era que aquellos perturbadores del sueño de los muertos buscaban algo que no estaba relacionado directamente con el cuerpo que descansaba en la tumba. Los resurreccionistas que nos ocupan vivieron su macabra edad de oro a lo largo del siglo XVIII y XIX, y robaban cadáveres recién enterrados -aún frescos- para venderlos a buen precio a los anatomistas.

Diario de un resurreccionista

El estudio de la anatomía humana requería de una ingente y constante cantidad de cuerpos a los que abrir e investigar, que normalmente eran suministrados a las facultades de medicina por las autoridades pertinentes. Ajusticiados, asesinos o mendigos eran carne de cañón para esta ciencia y sobre ellos se sustentó una disciplina médica sin la cual hoy no nos podrían ni sacar las muelas del juicio.

Pasó que, a mediados del siglo XVIII, la práctica de la disección empezó a estar mal considerada por motivos religiosos, salubres y diplomáticos. Las autoridades comenzaron a perseguir la donación de cuerpos a la ciencia y vino entonces la escasez sin disminuir la demanda. Los cirujanos y anatomistas pagaban cada vez mejor ejemplares con los que poder investigar. Y de repente, robar cadáveres se convirtió en un negocio redondo.

Diario de un resurreccionista se sitúa a principios del XIX pero su historia abarca más en el tiempo y en la complejidad del acto criminal, analizando las razones sociológicas y morales de una escalada criminal pocas veces vista antes. Se trata de un libro editado originalmente por James Blake Bailey, bibliotecario del Colegio de Cirujanos de Inglaterra en que recoge el diario auténtico de un ladrón de cadáveres -que hoy se puede ver en el museo Hunterian de Londres– completa con una extensa historia de la práctica criminal y la aprobación de la ley que la perseguiría a partir de 1832 con el Acta de Anatomía. Ahora, La Felguera reúne los textos aportando nuevos enfoques y completando el original con una edición repleta de ilustraciones de las que o ponen los pelos de punta o te hacen sonreír.

El resurreccionismo se convirtió en una profesión criminal y las bandas de resurreccionistas comenzaron a operar en ciudades como Londres o Edimburgo”, cuenta Juan Mari Barasorda en su prólogo para Diario de un resurreccionista, “aprendiendo incluso a restaurar las tumbas a su estado original para asegurar la rentabilidad de un futuro cadáver”. En las primeras páginas de este excelente relato negro, el abogado y colaborador de Revista Calibre 38 cuenta cómo la era dorada del resurreccionismo tuvo una escalada peligrosa y de lo más truculenta.

Como todo negocio en auge, también tuvo emprendedores que le dieron una vuelta de tuerca al éxito del negocio, con el objetivo de maximizar beneficios. “La imaginación de los criminales creció pareja a su deseo de llevarse unas libras a su bolsa”, cuenta Barasorda. “Los cadáveres también se obtuvieron antes del entierro. Los sack’-em-up vigilaban las casas de acogida prestando especial atención a las noticias de la enfermedad y muerte inminente de sus vecinos”. Así fue como se anticipaban a los obituarios y se llevaban el muerto antes de que tocase el hoyo. Entrepreneurs del cementerio que, en su ambición desmedida, crearon un monstruo sin intermediarios que pondría fin a su profesión: el resurreccionista que se suministraba sus propios cadáveres.

William Burke y William Hare eran dos de estos codiciosos ladrones. Se cuenta que un día supieron de un enfermo terminal al que le quedaban horas de vida y, haciendose pasar por buenos compatriotas, decidieron hacerle compañía hasta que falleciese. Por azaroso destino, el enfermo tardó más de lo previsto en exhalar el último aliento y, presos de la inquietud, Burke y Hare decidieron acabar con su sufrimiento ahogándole con la almohada. Acababan de inaugurar una práctica que más tarde se conocería como burking y que abrió la veda que acabaría con la era dorada del resurreccionismo.

Estos dos asesinos perpetraron hasta 15 crímenes más con el mismo modus operandi. Su caso llegó a los tabloides y al Parlamento Británico, que decidió atajar el problema de una vez por todas, instaurando el Acta de Anatomía. Una ley que acabó con la persecución legal de la donación de cadáveres y supuso que las escuelas de anatomía pudieran recibir constantemente material. Diario de un resurreccionista cuenta toda esta historia a modo de estudio criminal, aportando un sinfín de documentación que, alejada del morbo, propone una revisión de nuestro pasado desde la ironía.

Resurreccionistas

La obra que James Blake realizó en 1896 surca el tiempo hasta nuestros días, haciéndonos partícipes de un hecho tan lúgubre como verídico: los grandes avances de la ciencia suelen tener una cara oculta que los historiadores deciden obviar, protegiendo moral sobre verdad. Descubrir esta ‘cara b’ puede resultar fascinante si no nos dejamos llevar por el escándalo. Diario de un resurreccionista propone una lectura en la que prima, de hecho, la facultad primigenia de toda mente pensante: la curiosidad.

La misma que empujaba a una joven Mary Shelley a leer Thomas Holcroft y sus libros de aventuras negras en los que la anatomía y los cadáveres formaban parte de la narrativa habitual. O la que la hacía levantarse en mitad de la noche para asomarse a la ventana cuando vivía en el número 4 de Skinner Street a observar cómo los carniceros trinchaban cuerpos sin vida de animales y luego escribir un relato sobre un científico que creaba un cuerpo hecho de trozos de cuerpos robados conocido como Frankenstein (1818). O  la misma que inspiró a Rober Louis Stevenson a escribir El ladrón de cadáveres (1884). Y la misma con la que luego James Bridie llevaría a cabo la obra de teatro El anatomista (1930).

Diario de un resurreccionista nos lleva por los callejones oscuros que inspiraron todos estos mitos, gente que se ganaba la vida robando cuerpos sin vida. Gente que vendía este trabajo a científicos con curiosidad: futuros padres de la anatomía moderna.

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Diario de un resurreccionista

Año: 2017
La Felguera publica un testimonio de la edad dorada de los ladrones de cadáveres: una historia llena de curiosidad, anécdotas y descubrimientos macabros.
Editorial: La Felguera
Autor: James Blake Bailey (Prólogo: Juan Mari Barasorda)