Christopher Nolan se ha convertido en un referente de cine de prestigio, de blockbuster de calidad, con un público muy determinado aunque también muy amplio. Ahora desembarca no en Normandía, que es lo que a él le gustaría, sino en Dunkerque, de cara a afrontar un film tan ambicioso como desigual.
El cine reciente exhibe aluvión de películas bélicas, en las dos primeras guerras mundiales, que buscan alumbrar eventos pasados. Hemos visto, así, Su mejor historia (2016), pero también han pasado por la cartelera películas como Corazones de acero o Monuments Men hace tres años. Todas ellas bajo el modelo de Salvar al Soldado Ryan (1998) de Steven Spielberg: films de guerra de patriotismo plano, siempre bajo la identificación del Eje como mal absoluto. Un cine muy alejado de las ambivalentes películas sobre otros conflictos entre los sesenta y los ochenta (Platoon, La batalla de Argelia…) que daban respuestas casi siempre en interrogación a la experiencia bélica.
Existe, así, un público para este tipo de producciones con casi todos los arquetipos del cine bélico de los cincuenta… actualizados con los últimos efectos visuales. Esto último, sin duda, debió atraer a Christopher Nolan a la hora de llevar a la gran pantalla la evacuación de Dunkerque en 1940. Estamos hablado, de este modo, de una película cinética que tiene como objeto construir set-pieces, secuencias de acción que eviten cualquier conversación. De hecho, la lógica narrativa de este filme no es tan distinta de una producción de Jean-Claude Van Damme y busca que cada momento dramático se sostenga por sí solo, sin necesidad de diálogos.
Nolan, en efecto, sabe que ese es su punto débil, y arriesga al crear unidades insumergibles, en afortunada definición de su ídolo Stanley Kubrick, que desarrollen la retirada del ejército aliado. Tenemos, así, el heroísmo del soldado raso, pero también el del piloto de la Royal Air Force, el de las enfermeras e incluso el de los civiles que ayudaron con sus embarcaciones deportivas. Todos esos perfiles carecen por completo de cualquier matiz y se presentan como aquellos relatos desopilantes sobre los pilotos de la RAF que parodiaban con fortuna en la serie de televisión de los Monty Python. Más aún, la figura moralmente discutible, el desertor interpretado por Cillian Murphy, es condenado en un estilo de relato conservador. Conservadurismo, en fin, confirmado por las arengas del oficial sin mácula: el eficaz y shakesperiano Kenneth Branagh.
Fuera del análisis moral de un filme con poca ambivalencia, a años luz de cualquier tentativa celiniana y que evoca a un Rudyard Kipling sin alma, las escenas bélicas funcionan de manera desigual, más bien al inicio, y tienden a apagarse a medida que pasa el metraje. En ese sentido, si Nolan pretendía hacer un montaje in crescendo, en el cual cada pieza llevara al típico clímax final, se queda corto y consigue apenas una victoria pírrica. El gran error del filme son esos altibajos narrativos, que llegan a tener escenas donde no existe ninguna evolución dramática y desvelan un montaje que roza el amateurismo. Se debe mencionar, así, ese vuelo sin final del piloto de las RAF, Tom Hardy, entrelazado con la historia de la vuelta de los soldados. Un avión que planea sin gasolina durante cerca de un día… para forzar una escena final que temporalmente habría de ser puesta mucho antes.
Son fallos clásicos de Nolan, que frustraban ya sus Batman, y demuestran sus carencias como director. A pesar de esos defectos, que impiden a Dunkerque alcanzar cierto nivel épico propio del gran cine bélico, como experiencia audiovisual resulta no poco fascinante. De hecho, ya solo el inicio -su gran baza con el espectador- justifica ver este filme muy desigual, pero con alguna que otra escena destinada a quedarse en la retina por un largo tiempo.