El director de Insidious decepciona con una secuela histriónica y redundante que incurre en los tópicos fantasmales de parque temático. Libremente inspirada en la “historia real” del Poltergeist de Endfield, banaliza un punto de partida que hubiera merecido un tratamiento más estimulante.
El balance que arroja hasta la fecha la filmografía de James Wan debe interpretarse en términos macroeconómicos. Su olfato comercial para las franquicias le ha reportado pingües beneficios, además del apoyo el incondicional de una nutrida legión de seguidores que esperaban su regreso al cine de terror como agua de mayo, tras su luctuoso paso por el cine de acción con Fast and Furious 7 (2015). Por desgracia, las leyes de la mercadotecnia han vuelto a imponerse al sentido común y la nueva aventura de Ed y Lorraine Warren se plantea como un “harder, better, faster, stronger” de dos horas y cuarto.
Como los grandes conocedores del género que sin duda son, Wan y su equipo de guionistas deberían tener en cuenta que los cuentos de fantasmas no surten el mismo efecto la segunda vez que los escuchas. Y menos si se cuentan palabra por palabra, porque la estructura de esta secuela es idéntica a la de su precedente y deja un escaso margen a las sorpresas: niños en pijama, madres coraje, rimas infantiles y juguetes siniestros. ¿Les suena de algo? A sabiendas de la ventaja del factor sorpresa, la película se encomienda a la complicidad de su público potencial, ávido de sobresaltos y referencias cómplices, para que la cosa funcione solo a medias. Incluso la química entre la pareja protagonista, Patrick Wilson y Vera Farmiga, acusa el agotamiento de una fórmula que deviene en rutina.
Por odiosas que sean, las comparaciones con Expediente Warren (2013) resultan inevitables. El respeto casi reverencial con el que aquella abordaba la práctica totalidad de las convenciones del cine de “casas encantadas” nacía de la necesidad de revitalizar el relato sobrenatural. Aun tratándose de una película de corte retro, evitaba caer en el mimetismo y ofrecía soluciones visuales contemporáneas; la mayoría de ellas ingeniosas y efectivas, ya fueran fruto del plagio o de cosecha propia. Y era tal la convicción de Wan a la hora de filmarlas que compensaba con creces la patente falta de originalidad y transmitía una sensación de frescura casi irresistible. Ojalá pudiera decirse lo mismo de esta secuela, previsible por derivativa, que pone a toda máquina el “tren de la bruja” y termina descarrilando al no estar a la altura de sus pretensiones, lo que no resta méritos a un par de secuencias antológicas de “menos es más” que merecen figurar entre lo mejor de su cine. Véase, por ejemplo, el interrogatorio para corroborar la tesis de la posesión: un plano fijo que basa toda su fuerza en el sutil aprovechamiento de la profundidad de campo y el off cinematográfico; o la expectación generada en torno al retrato de la monja fantasma y su impecable resolución final. Nada que ver, en cualquier caso, con ese espantajo bautizado como “Crooked Man”, a medio camino entre The Babadook (2014) y Slender Man.
Una vez más el prólogo resulta especialmente efectivo. Un zoom out nos ubica en el 112 de Ocean Avenue en Amityville (Nueva York) a través de los emblemáticos ventanales de su trastero. La concisión narrativa con la que Wan despacha en apenas diez minutos uno de los títulos clave del género de casas encantadas resulta encomiable. Incluso se permite un guiño a la mediumnidad extracorpórea de Insidious (2013) para regocijo de la platea. Aplausos y, a continuación, la reconocible tipografía de los títulos de crédito –seguidos de más aplausos– que preceden a la correspondiente comparecencia de los Warren en un tertulia televisiva y su posterior dilema sobre si aceptar o no una nueva misión como observadores de la Iglesia Católica en el extranjero. Incomprensiblemente, los héroes de la función tardarán más de una hora de metraje en pisar suelo británico.

Una imagen del caso documentado que inspira la película.
El uso anacrónico de London Calling como banda sonora de la working class del norte de Londres en 1977 (cuando la obra cumbre de The Clash no vería la luz hasta dos años más tarde) ilustra el tono general de una película que sacrifica el rigor en favor del impacto. En septiembre de aquel mismo año el Daily Mirror llevó en portada la fotografía de una niña de once años presuntamente arrebatada de su cama por unas garras invisibles. La evidencia gráfica que décadas más tarde inspiraría el visionario mockumentary Ghostwach de Leslie Mannings (1992), hizo correr ríos de tinta y perturbó a los lectores británicos, no tanto por lo que mostraba en primer término como por lo que insinuaba su telón de fondo. Era como si el mobiliario barato, la moqueta del suelo y aquellas paredes decoradas con posters de los Bay City Rollers y Starsky & Hutch les recordase que las fuerzas del Mal ya no se contentaban con vagar por los gélidos corredores de las mansiones victorianas. De hecho, los ampulosos movimientos de cámara que recorren el interior de la vivienda de protección oficial de los Hodgson enfatizan la atmósfera gótica de lo que, en última instancia, no es más que un drama monoparental suburbano pésimamente desarrollado.
Al lado de la estupenda miniserie The Enfield Hauntings (2015) está claro que a James Wan se la trae al pairo el factor humano. La caracterización de los personajes secundarios es mínima cuando no directamente grotesca, como en el caso de Maurice Grosse (Simon McBurney), el parapsicólogo londinense que investigó el caso al amparo de la Sociedad para la Investigación Psíquica (SPR). Despojado de toda relevancia para no robarle el protagonismo a Wilson y Farmiga, luce un mostacho esperpéntico y se comporta como el personaje que interpretaba John Cleese en Fawlty Towers. ¿Tu hija adolescente se comporta como Linda Blair? ¿Tu marido te ha abandonado y se ha llevado los vinilos de Elvis Presley con él? ¿Le escatimas las galletas a tu hijo tartamudo para poder llegar a fin de mes? ¡No desesperes! Un matrimonio de cazafantasmas norteamericano empuñará la guitarra para “traer la música de vuelta” y salvaguardar los valores familiares tradicionales. Ése es el nivel.
Qué gran análisis de la película! Muchas gracias!
Creo que tenemos tanta sobrexposición al "más de lo mismo" en tele, cine y literatura, que el consumidor opta, en la actualidad, más por seguir viendo "carne nueva" que en volver a repetir (y disfrutar) del producto que realmente le sorprendió. Una pena! Aunque supongo que así es como nacen los productos de "culto": del aprecio y consideración de merecer ser disfrutados de nuevo…
Una pequeña reflexión. Disculpad!
Con estos cacho análisis es imposible que una no se ponga a darle vueltas al coco, jejehe!
Un saludo!