Hace un año que dejamos a Chip hundido en la mierda más profunda después de haber “salvado Venice” dando apoyo al gran hotel que cambiará la ciudad para siempre. El príncipe ha sido destronado de su reino y ahora se ha convertido en paria, en un apestado de la ciudad donde el sol no se pone jamás, y eso provoca, como mínimo, insolaciones.
La segunda temporada de la serie producida por Will Arnett y Mitchell Hurwitz (productor de Arrested Development, la serie que vio despegar al probablemente mejor Batman del cine de todos los tiempos) tiene una serie de ventajas respecto a su predecesora, y es que cuenta con dos episodios menos (apenas tres horas y cuarto de temporada), un formato mucho más parecido a un largometraje y un reparto de secundarios más equilibrado.
Así, Flaked consigue una nueva orientación partiendo de cero. Y es que el pasado no existe: una sentencia que juega un papel importante en esta segunda temporada y que los protagonistas se esfuerzan en dar por cierta, aunque sea precisamente el pasado el que nunca vaya a dejarlos volar libremente. Secretos y mentiras se multiplican cada vez que uno de ellos intenta salir hacia delante, en una trampa eterna, una condena para estos ex-alcohólicos mezquinos que cuanto más desean ayudar al prójimo y mejorar, más la cagan.
Pero no todo son corrientes circulares alrededor de la inmundicia, y la mayor virtud de Flaked es su elegante esfuerzo por recordarte que estás viendo una comedia. Puede que, por momentos, parezca olvidar que estamos ante unos personajes condenados a vivir amargados y contranatura en su peculiar purgatorio, y puede que dé la sensación de tomarse ese punto de partida un tanto a la ligera, con sus habituales recaídas en el alcoholismo como colofón a una mala semana. Pero si no nos reímos de los hipsters, ¿qué nos queda?
A pesar de centrar la acción en Chip y sus dos satélites (London y Dennis), la gran revelación de esta temporada es Cooler (George Basil), un dealer californiano sin hogar pero que, así son las cosas, lo tiene todo en la vida. O al menos eso cree por momentos. Cooler es uno de esos vendedores de marihuana a los que el sistema ha hundido: la yerba es legal en el estado de California y todos estos vendedores de buen rollo han visto truncadas sus carreras y sus ingresos. Una simpática vuelta de tuerca a un tema tan trillado como el del cultivador casero californiano.
Como nadie es capaz de salir de su embrollo particular, el final de esta segunda temporada vuelve a hacer hincapié en la fragilidad emocional y personal de todos sus protagonistas en una serie mucho mejor de lo que te quieren hacer creer. El resto, como siempre, una excelente selección musical y bicicletas. Porque, al final, en Venice siempre es verano.