Apasionante híbrido entre el ensayo histórico y la crónica negra, el nuevo título de La Felguera no solo aporta profusa documentación gráfica de la época, sino que contextualiza a su insólita galería de protagonistas desde una perspectiva heterogénea y rabiosamente contemporánea.
Cae la tarde sobre la madrileña plaza de la Cebada. Entre murmullos de expectación, la multitud se arremolina en torno a una estructura metálica de ecos siniestros, vestigio de aquel patíbulo del siglo XIX en el que ajusticiaron a Rafael del Riego y al bandolero Luis Candelas. “Un tablado se levanta en un lado de la plazuela” –como testimonió Mariano José de Larra en 1835- “la tablazón desnuda manifiesta que el reo no es noble. ¿Qué quiere decir un reo noble? ¿Qué quiere decir garrote vil?” La ciudad concebida como campo de batalla, lugar por excelencia de lo político, del conflicto; un callejero de heridas que se pretenden cicatrizadas, pero siguen abiertas, confluyendo en el espacio público. “Pienso sólo en la sangre inocente que ha manchado la plazuela, en la que la manchará todavía”.
A simple vista, la presentación de Fuera de la ley. Hampa, anarquistas, bandoleros y apaches. Los bajos fondos en España (1900-1923) tampoco escatima en derramamientos. Si nos atenemos a las “cifras oficiales”, sus editores han conseguido reunir a seiscientas personas en un itinerario nocturno por los rincones, literarios e históricos, más oscuros de aquel Madrid habitado por apaches y pistoleros, golfos, sirleros y trogloditas. La mancha humana se desparrama cuesta abajo hacia el Rastro y campa a sus anchas por antiguos mataderos, tenerías, casas de dormir y tabernas. En Barcelona, los hampones del barrio chino se refugian en los mismos cabarés que los anarquistas y atracadores para planear sus golpes. Y desde los arrabales valencianos a la sierra andaluza, cabalga una hueste cainita y embrutecida, castigada por la miseria que dejaron tras de sí las guerras, la corrupción política y los atentados terroristas. “Todo eso. Aquí mismo. En este país en llamas”.
Crimen y castizo
Pudiera interpretarse este libro como un ejercicio de memoria histórica, con sus dosis justas de denuncia y romanticismo, como antídoto a la “versión oficial” de unos hechos que el propio paso del tiempo se ha encargado de refutar. En los albores del siglo XX, el retrato periodístico del mundo del hampa obedecía a un tipo de sensacionalismo burgués dirigido a criminalizar a las clases bajas, en tanto que malhechores incorregibles y “chusma encanallada”. Fíjense en el gesto desafiante de la portada: proviene de los archivos de la Brigada de Investigación de Madrid, previos a la introducción de las huellas dactilares, donde los funcionarios describían a los presos como “Anarquista, muy anarquista”, “Gitano y, como todos los de su raza, de poco fiar” o “Blasfemo. Se ríe de todo”, junto a dibujos a mano alzada de sus tatuajes.
Desde la vertiente más folclórica, Víctor Martin Molina aborda la figura del bandolero con arreglo a su condición de vestigio de otros tiempos. Francisco Ríos González, “el Pernales” y José Pelagio Hinojos Cobacho, “el Tempranillo” son elevados a la categoría de mitos fundacionales de una nueva estirpe de forajidos como El Lute, a través de romances, coplas y seguidillas que constatan el calado popular de sus hazañas contra la autoridad, siempre a caballo entre la realidad y la leyenda. Su legado se idealiza en relación al carismático Pasos Largos, cuya muerte precedió al estallido de la Guerra Civil y anticipó el levantamiento de los jornaleros andaluces y de los maquis que se echaron al monte, sirviendo de fuente de inspiración al “Andarín” de El corazón del bosque (1979) de Manuel Gutiérrez Aragón.
Cuando nos echa mano la policía / estamos seguritos que es para un día.
A muchos les pa’ece que nuestra carrera, / sin grandes estudios, la sigue cualquiera.
Pues verán ustedes / lo que es más preciso / pa’ ser licenciado / sin ir a presidio.
En el extrarradio de las grandes ciudades, en cambio, proliferaba otra casta de maleantes. Ni mendigo, ni ratero, ni desocupado: “el golfo no pertenece a una sola categoría social; es un detritus de las distintas clases sociales (…) con una filosofía propia que es, generalmente, negación de toda moral”. En su artículo titulado Patología del golfo (1899), Pio Baroja va incluso un paso más allá al afirmar que “es partidario de Nietzsche sin saberlo”. Tanto es así que, al acudir en 1886 a la representación de La Gran Via en el Teatro Felipe, el filósofo alemán alabó la zarzuela de Chueca y Valverde en los siguientes términos: “Algo que simplemente no puede ser importado; se tendría que ser un pícaro y el demonio mismo, un tipo instintivo y solemne a la vez”. A lo que apostillaría Baroja, con su habitual sorna: “Si los políticos, los directores de la farsa social pudieran y quisieran exterminar a los golfos, ¿no correrían el peligro de exterminarse a sí mismos?”.
La Banda Negra, Fantômas y el Sherlock Holmes madrileño.
En paralelo a los brutales acontecimientos novelados por Eduardo Mendoza en La verdad sobre el caso Savolta (1976), la Banda Negra liderada por el falso Barón Koenig adoptó el modus operandi de los grupos anarquistas de autodefensa armada y de acción como Los Justicieros de Durruti y sus espectaculares atracos. Los pistoleros de extrema derecha emprendieron una fatídica escalada de violencia contra políticos y líderes sindicales que hacen pasar por atentados anarquistas, mientras los mandos policiales redactaban listas de “asesinables” a plena luz del día. Las sombras de aquel pasado se ciernen sobre similares incertidumbres sepultadas todavía bajo cal viva, y nos remiten a otro episodio de nuestra historia reciente: el 23 de febrero de 1981, el hijo de Joaquín Milans del Bosch, Capitán General de Cataluña y responsable de las policías paralelas en los años previos a la dictadura de Primo de Rivera, sacaba a pasear los carros de combate por las calles de Valencia.
Así que, si lo prefieren, podemos encarar el resto de la lectura como si de una novela policiaca se tratara. Les garantizo que nunca defrauda, resultando sus tramas dignas del mejor folletín, y a menudo cuesta discernir dónde empieza la leyenda y terminan los hechos reales. ¿Qué pensarían si les dijera que mientras Barcelona ardía durante los graves disturbios de la Semana Trágica, bandas organizadas de maleantes se calzaban unas mallas negras e imitaban a Fantômas en el uso del cloroformo? ¿O que tras el villano imaginado por los escritores franceses Marcel Allain y Pierre Souvestre, se ocultaba en realidad un estafador mallorquín, de nombre Eduardo Arcos Puch, autoproclamado como “El Rey de los Ladrones” y apresado en su cuartel general de Malasaña?
Cuentan de él que viajaba con una calavera que aseguraba pertenecía a su difunta esposa; acumulaba una lista interminable de órdenes de búsqueda y captura, desde Nueva York, París o Londres, y utilizaba numerosas identidades falsas: se había presentado como escultor bohemio, piloto acrobático o marqués, pero también bajo nombres falsos. La intervención del sagaz comisario Ramón Fernández-Luna truncaría para siempre su carrera delictiva y le abriría de par en par las puertas del mundo del espectáculo. Apodado por la prensa de la época como “el Sherlock Holmes madrileño”, Fernández-Luna resolvió algunos de los casos más sonados del momento, como el crimen del Capitán Sánchez o el robo del Tesoro del Delfín.
De cuando el Manzanares se convirtió en el Sena
Quédense con la copla: «Si vas a París, papá, cuidado con los apaches, / si en juerga de taxis vas, procura salvar los baches / Si vas a París, papá, no comas foie-gras de pato/ ni vayas al cabaret si quieres pasar el rato». Sobre este particular, el contenido del presente volumen entronca con lo ya formulado en el precedente Apaches, los salvajes de París (La Felguera, 2014). En palabras de Layla Martínez, el apache “representa el terror burgués, les obliga a vigilar a sus hijas para que no se escapen por la noche, a cerrar con llave su casa, a esconder las joyas cuando pasean por la calle. Pero el capitalismo tenía un enemigo mucho más preocupante en aquella época: el movimiento obrero”. Cuando los apaches cruzaron los Pirineos huyendo de la policía francesa, se infiltraron en la Barcelona anarquista, La Rosa de Foc, capital europea de la lucha obrera y del esperanto, la patria dickensiana de los trinxeres. Y de allí, a la Valencia de Blasco Ibáñez y el Madrid de Pérez Galdós y Baroja. “El terror que producen los apaches en las clases dominantes viene de la posibilidad de que generen una subcultura con códigos que se basan en el desprecio del orden, el enfrentamiento con la ley, la vida al margen de todo lo que la moral burguesa considera aceptable”.
La java era un baile de nombre exótico importado de los cafés parisinos; una especie de vals, veloz y sicalíptico, con el que sacar brillo a la hebilla y epatar a la burguesía. “Apriétate junto a mí como en un autobús –rimaba una de las letras más populares– apriétate, que si no, me da el patatús”. Las manos de él sobre las nalgas de ella, la chava aferrada al cuello de su contrincante. Como simulacro pasional y casi acrobático, la “danza apache” apelaba a los bajos instintos del tango y se expresaba en términos de violencia de género. Muy pronto la estampa se tornó pintoresca, y los pañuelos rojos al cuello y las faldas ceñidas, con una gran abertura lateral para mejor lucir las medias negras de red, sirvieron de reclamo para el turista ocasional, varones en su mayoría, que recorrían los cafés cantantes para saborear una artificial sensación de peligro. “Aquella espiral de atracción por el hampa y los bajos fondos produjo en París un negocio que hoy nos parece increíble e insólito: se crearon agencias de turismo que, por una módica suma, te llevaban por «la noche apache»”, añade Raquel Sigüenza. “Se ofrecían como agencias que garantizaban una noche «junto al peligro», acudiendo a los barrios del hampón francés, las tabernas en penumbra y los callejones oscuros. Surgían las navajas y las pistolas”. Se escenificaban romances y trifulcas, pero la sangre nunca llegaba al río.
Más que un baile en sí mismo, la java devino en deporte de contacto, y ya se sabe que del roce al cariño resta un solo un paso. “España, por entonces, vivía pendiente de lo que pasaba en Francia”, puntualiza Raúl Gimeno de la Hoz. “Perdidas las últimas colonias, el país debía crear su propio imaginario. Francia exportaba moda y pasiones, odios y vicios” y, mientras la prensa conservadora denunciaba la presencia de apaches en España, el público comenzaba a experimentar una inconfesable fascinación por su estilo de vida, improductivo y criminal. Del mismo modo que los apaches frecuentaron los ambientes de los chulillos y rateros, no era extraño encontrar a las damas de la alta sociedad parisina pululando por las tabernas de Montmartre y La Bastilla en busca de emociones fuertes, como narra el cuplé titulado Bajo los puentes del Sena que los maestros Valverde, León y Quiroga compusieron a mayor gloria de la gran Raquel Meller.
Así que los tiempos cambian pero, en esencia, no tanto. En el prólogo a la novela Los señores apaches (1928) el escritor Wenceslao Fernández Flórez lo resumía así: “Y ante las primeras víctimas inocentes despedazadas en las calles de la ciudad con una granada caída del cielo, se dieron cuenta con amargura de que ya no cabía esperar que impresionase a la gente el cadáver de un burgués limpiamente herido por un estilete en el corazón”.