Han sido necesarias un buen par de velas negras para conjurar el estreno en nuestro país del debut de Robert Eggers: todo un ejemplo de combustión lenta pero escalofriante, visualmente cautivador y dotado de una atmósfera clásica –al menos en apariencia– que nos reconcilia con el mejor cine fantástico, ajeno al sobresalto pueril y la pirotecnia digital que abundan en la cartelera.
[Advertencia: Spoilers abundantes. Si todavía no has visto la película, desanda tus pasos y aléjate del bosque.]
Desde las primeras páginas del guion ya se nos advierte que «este es un cuento de brujas, contado según las creencias de cualquier familia del siglo XVII. Todas las referencias folclóricas y religiosas de la película son reales, inspiradas en tradiciones, fábulas y documentación diversa (periódicos, diarios, transcripciones judiciales, etc…) sobre casos históricos de brujería y posesiones en Nueva Inglaterra y la Europa occidental anteriores al brote de Salem en 1692. De hecho, la mayor parte de los diálogos procede directamente de dichas fuentes». Pero quien se acerque a La bruja buscando cine de terror al uso, verá frustradas sus expectativas. En esencia, se trata de un drama que pone el foco en el fanatismo, las persecuciones religiosas y las relaciones de poder dentro de la familia. La calculada ambigüedad del relato y los tópicos sobrenaturales juegan a favor de obra para «representar eficazmente un mundo en el que la gente asumía lo sobrenatural como parte de la vida cotidiana y para ello es esencial que todos los aspectos de la película contribuyan a potenciar su naturalismo. Los personajes deben parecer reales, no actores con las caras sucias. Incluso los elementos sobrenaturales deben fotografiarse de manera tan realista como sea posible. Pero a pesar de esta autenticidad y realismo, sigue tratándose de un cuento, un sueño. Una pesadilla del pasado«.
Ante semejante composición de lugar, Robert Eggers amortiza su experiencia previa como director de arte a la hora de ponerlo en imágenes: el vestuario cosido a mano, las estancias de la granja iluminadas con velas a lo Barry Lyndon (1975) y esas estampas pictóricas que remiten a Goya, Durero, Grien y Francken el Joven. En un plano estrictamente cinematográfico, Eggers reivindica el cine de Bergman y Dreyer, marcando distancias con respecto al grueso de la tradición del folk horror anglosajón de The Witchfinder General (1968) o The Blood on Satan’s Claw (1971). Sus intenciones se aproximan más a las de Häxan: La brujería a través de los tiempos de Benjamin Christensen (1922), pionera del shockumentary silente y depositaria de la tradición secular en materia satánica. Al estilo de la perla negra del cineasta danés, La bruja plantea una relectura antropológica de la brujería, al tiempo que introduce pinceladas feministas y psicoanalíticas que la reformulan como el auténtico mito fundacional norteamericano.
«¿Qué hemos venido a buscar en esta tierra salvaje? Abandonamos nuestro país, a nuestra familia, la casa de nuestros padres», se cuestiona William (Ralph Ineson) al comienzo de la película. Conviene recordar que durante la primera mitad del siglo XVII, la extensión del territorio americano bajo dominio inglés era muy reducida y el temor a los indígenas que vivían a muy poca distancia de ellos era permanente. «Hemos cruzado un vasto océano, ¿para qué? Por el Reino de Dios». La actitud del cabeza de familia ante los líderes de la congregación es un fiel reflejo de las ideas de superioridad y predestinación que consolidaron la conciencia nacional norteamericana. La doctrina del Destino Manifiesto es un claro ejemplo de todo esto: una nación que se autoproclama elegida por Dios para llevar a cabo la misión de regenerar la moral, la política y, de paso, la economía del mundo. Los Padres Fundadores contribuyeron a que el trabajo que dignificaba una nueva forma de esclavismo y su concepto de prosperidad se tornara en una suerte de plusvalía divina.
De manera soterrada, Eggers parece darle la razón al Max Weber de La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1905): a ojos de un puritano, aquellos vecinos de piel oscura no eran sino paganos a los que arrebatarles sus tierras, bajo el pretexto de que quien no la cultiva es indigno de poseerla. «Confieso que he pecado», reza Thomasin (Anya Taylor-Joy). «Descuidé mi trabajo, desobedecí a mis padres, desatendí mis oraciones. Sé que merezco la vergüenza y la miseria en esta vida, el fuego eterno del Infierno». En el seno de una sociedad patriarcal y misógina en la que el nacimiento de una hija era llorado como una desgracia, el futuro de nuestra protagonista no se presenta demasiado halagüeño. En el fondo, la joven se rebela como lo hiciera la Abigail de El crisol (1952), la obra teatral de Arthur Miller: «Quieren esclavos, no gente como yo. ¡Yo soy blanca! ¡No me ensuciaré la cara por ninguno de ellos!». A las puertas de la pubertad, sus padres acuerdan enviarla a servir a otra familia para librarse de otra boca que alimentar, apelando al derecho de propiedad. Con una mujer por casa, basta. Sólo se casa al primogénito y cuando esto ocurre el resto de hijos queda bajo su tutela y servicio. En las granjas más aisladas, se practicaba la variante de incesto que las furtivas miradas de Caleb (Harvey Scrimshaw) al escote de su hermana mayor parecen anticipar y que, sin llegar a consumarse, en cierto modo les condena a ambos.
De tan convencidos como estaban los puritanos de que en los bosques de secuoyas milenarias sólo podía morar el Diablo, cabría preguntarse si acaso no serían ellos mismos quienes lo trajeron consigo a bordo del Mayflower. En ciertos aspectos, La bruja recuerda poderosamente a una modesta producción independiente, fugazmente estrenada en nuestro país en formato doméstico como Ojos de fuego (Avery Crounse, 1983). Y es que el continente que se extendía hacia el oeste era, para los habitantes de Salem, el último refugio de la tierra en el que no se rendía tributo a Dios. Una frontera oscura y amenazante de la que surgían, de tanto en cuando, merodeadores de las tribus locales para secuestrar niños y utilizarlos en sus sacrificios. Pero lo mismo se decía de los judíos en los “libelos de sangre” de la Edad Media así que, en ese sentido, el rapto y posterior asesinato de Samuel, el primer vástago de la familia nacido en el Nuevo Mundo, podría interpretarse como un gesto doblemente simbólico.

Philip el Negro, auténtica estrella de la película
La primera vez que atisbamos a la Bruja en su representación más canónica –esto es, anciana y decrépita– importada de la Vieja Europa, que unge su correoso pellejo con la sangre del recién nacido, quién sabe si para rejuvenecerlo o para alzar el vuelo hacia el aquelarre. En Galicia las meigas chuchonas se alimentan de la sangre de los niños, mientras que en Alemania utilizan su grasa para elaborar pócimas y filtros. Podríamos remontarnos al Neolítico, como hizo Margaret Murray en The Witch-Cult in Western-Europe (1921) para hablar del culto a Diana, Baco o el mismísimo dios Pan. El macho cabrío: Black Phillip, cuyo nombre nos recuerda además al del caudillo de la tribu wapanoaga, presionado por los colonos a convertirse al cristianismo y cuya resistencia propició el genocidio que diezmó la población nativa.
Quienes niegan la existencia del demonio, tampoco pueden creer en los ángeles. Cualquier infortunio que afectara a la colonia, desde una mala cosecha a la muerte de un crío, se atribuía a la presencia del Mal. Se manifiesta en forma de espíritus familiares, ya sean estos animales salvajes o domésticos, o a través del cornezuelo, un tipo de hongo que crece en los cereales y se consume a través de la masa del pan provocando toda clase de alucinaciones. «¿Quieres sentir el sabor de la mantequilla? ¿Un hermoso vestido? ¿Te gustaría vivir de manera deliciosa?». VVomen y VVicca se escriben con VV de VVitch. En palabras del historiador francés Jules Michelet, «la Mujer en el sabbath lo era todo. Ella era el sacerdote, ella era el altar, ella era la hostia con la que comulgaba todo el pueblo. En el fondo, ¿no era también Dios mismo?». En cuyo caso, la metáfora final del empoderamiento femenino, no por evidente, resulta menos acertada. Incluso necesaria en estos tiempos que corren.