Estos incatalogables cuentos te harán pasear por caminos nunca antes transitados; lugares inalcanzables, situaciones imposibles ancladas en lo más probable, personajes inolvidables que consiguen abrir un poco nuestras mentes.
Marie Luise Kaschnitz (1901-1974) fue una escritora alemana que pasó por la convulsa situación política de Alemania en la primera mitad del siglo XX y aprovechó para reflejar en sus obras ese desasosiego de aquellos que vivieron bajo el nazismo sin atreverse a oponerse ante lo que sucedía y los que sufrieron la derrota de su país en la Segunda Guerra Mundial.
Me ayudaré del fantástico epílogo de Santiago Martín Arnedo (también traductor y editor) para intentar explicar las características que definen su obra y su estilo; buena cuenta de ello es la siguiente reflexión que nos ayuda a entender el carácter único de su magnetismo: “Aunque se sintió atada a la tradición en lo que se refiere a la forma literaria, la fuerza de sus imágenes y la honestidad que destilan sus obras la convierten en una personalidad muy singular, novedosa, capaz de atrapar al lector con un magnetismo muy intenso.”
La autora partió de lo tradicional en cuanto a la forma pero enseguida adoptó una realización muy alejada de lo establecido; este camino es fundamental para entender lo que podemos encontrar en sus relatos: “Eligió el segundo camino. El llamado irracional. Ella estaba convencida de que solamente lo mágico podría explicar en última instancia lo real. Pues lo real no puede explicarse a sí mismo, la razón ha de ser exterior a este todo. En otro caso, esa explicación formaría parte del mundo que a su vez necesitaría de nuevo de otra explicación. Para no caer en un regreso al infinito, lo que haya más allá del mundo o de lo real, aunque se muestra -se presiente-, es inefable, y nada puede decirse sobre ello. Las palabras faltan justo cuando llega lo más importante. Tan solo podemos merodearlo, indicarlo de algún modo, llamar la atención sobre ello. Y esa es precisamente la función de la palabra poética como ejemplo más puro y estilizado de la palabra literaria.”
Para presentar esta irracionalidad se basa en lo que conoce de sus personajes y de las situaciones cotidianas y los enfrenta a hechos inexplicables, misteriosos, momentos que descolocan y distorsionan el orden establecido: “Una vez declaró que sus personajes están arrastrados por fuerzas irracionales que escapan al lector y a ellos mismos. En sus historias, pobladas de personajes normales, cotidianos, presentados en circunstancias que podrían ser las de cualquiera, de pronto irrumpe lo inquietante, lo misterioso, el miedo y el extrañamiento.”. Es curioso, porque según lees cada relato sientes que en algún momento se producirá este momento y es un momento sutil, extraño y se comporta como un inicio de epifanía. De hecho es como un desencadenante de la misma que no se cerrará hasta que llegue el final del cuento. Muy en la línea de Poe, Kaschnitz planifica sus cuentos en progresión hacia un final sorprendente, a veces por lo que sucede, otras por lo que no sucede. [pullquote align=»right» cite=»» link=»» color=»» class=»» size=»»]Muy en la línea de Poe, Kaschnitz planifica sus cuentos en progresión hacia un final sorprendente,[/pullquote]
Por ejemplo, en Los sueños de Jennifer, estructura todo el cuento como un diario, y cada una de las entradas sirve para ir añadiendo la extrañeza de la que hablaba anteriormente; cada elemento contribuye para expresar la potencialidad de la situación (“cripta”, “caballo de crines negras”, “llorar sin estar triste”): “Después del 10 de abril Jennifer comienza a hablar de nuevo, está de buen humor: me hallaba en un jardín cercado por setos, me había perdido, pero pronto encontré el camino, cabalgué sobre un caballo de crines negras, estaba en la cripta. Sobre esta “cripta” la señora Andrew intenta en vano conocer más detalles. Tan solo escucha que allí Jennifer no estaba sola, sino con una mujer, que con un pañuelo muy grande le secaba las lágrimas. ¿Entonces lloras?, le pregunta la señora Andrew sorprendida. Jennifer contesta: se me saltan las lágrimas, pero no estoy triste.”
Sin embargo en La niña gorda esta incomodidad proviene de una simple conversación y la constatación de que le falta algo por saber para sentirse cómoda: “¿Acaso podríamos tachar de amable el que yo me sentara en mi escritorio para trabajar y que por encima del hombro le dijera: ponte a leer, sin saber en realidad siquiera si la niña desconocida quería leer? Y allí estaba yo, sentada, intentando escribir sin conseguirlo, porque tenía un extraño sentimiento de incomodidad, como cuando se quiere averiguar algo y no se consigue y se sabe que hasta que no se logre, nada puede ser como antes. Puede aguantar así un rato, pero no mucho más, entonces me volví e inicié una conversación en la que solo se me ocurrían las preguntas más tontas.”
Evidentemente, en Un mediodía, a mediados de Junio la situación extraña es una hipérbole considerable ya que ella misma se utiliza como protagonista y se encuentra con un personaje que la dice que, en realidad, está muerta: “Pueden creerme, dice, frau Kaschnitz ya no vive, está muerta, tan verdad como que yo estoy aquí. Las mujeres ladean la cabeza y herr Frohwein inconscientemente se quita el sombrero. Todos están aturdidos, mas no del todo convencidos. Puesto que todos vivimos desde hace mucho tiempo en este bloque de alquiler, todos los inquilinos me conocen bien. Incluso algunos hemos pasado noches enteras sentados en el sótano y nos hemos tirado al suelo cuando las bombas caían cerca.”
En el excelente Sí, mi ángel, una pobre anciana alquila una habitación a una joven pareja. La extrañeza crece exponencialmente según se van tomando libertades que sirven para quitar lo poco que posee la anciana; es sintomático de la situación el cómo va quedándose sin casa con la condición de que la visiten con la hija, hasta el punto de quedar encerrada en la buhardilla. La autora, en una misma página, es capaz de reflejar la situación de esperanza y subvertirla en el siguiente párrafo ante los hechos que van sucediendo; el chantaje emocional al que la someten a la viejecita es un reflejo claro de los problemas de la senectud y de la mujer en particular, que no puede luchar por resolver la situación: “[…] Eva se mostró muy cariñosa y me prometió subir cada día con la niña, y si no me suponía mucho esfuerzo bajar las escaleras, también yo podría venir y sentarme con ellas, al menos cuando su marido, que eran tan nervioso, no estuviera en casa. […] El dinero de los muebles estaba todavía sobre la mesa y dije que quería ingresar ese dinero en una cartilla para Krimilda. Dudé un poco, porque pensé que quizá me haría falta para el médico, pero el joven echó mano rápidamente al dinero y se marchó. De pronto se me saltaron las lágrimas, no por el dinero, sino porque por un momento ya no estaba segura de que Eva fuera a subir cada día con la niña.”
Llegará un momento final, sutil, en el que una frase como la siguiente dice todo lo que podíamos imaginarnos, pero no por más esperado deja de llenarnos de indignación, aunque de una manera muy poética: “Ahora me han traído hasta aquí, quizá porque gritaba por las noches y siempre contaba la misma historia. En este agujero tan pequeño no cabe más de una visita, de ahí que Eva cuando viene siempre lo hace sola. Sí, siempre sola, y qué vestido más raro lleva, negro con mangas volantes plateadas, poco apropiado para la tarde, pero la tarde ya está aquí, el anochecer, la noche.” [pullquote align=»right» cite=»» link=»» color=»» class=»» size=»»]La autora, en una misma página, es capaz de reflejar la situación de esperanza y subvertirla en el siguiente párrafo ante los hechos que van sucediendo.[/pullquote]
También propone habitualmente un juego de antítesis que nos cambia la perspectiva en un momento. Buen ejemplo de ello es El tarado, cuyo título nos lleva a una situación de locura que se ve confrontada con un inicio que es exactamente lo contrario, una narración en primera persona de alguien que, curiosamente, resulta mucho más cabal de lo que podríamos imaginar por el título: “No soy un hombre especialmente ambicioso. Ya en la escuela, para disgusto de mi padre, mostré muy poco interés en sobresalir, me limitaba a hacer lo necesario para pasar de curso y dedicaba mi tiempo a las más extrañas e irrelevantes actividades. Oficio de pobres, decía mi padre, cuando me sorprendía confeccionando detalladamente tablas de estadística (dividía mi clase en pelirrojos, en huérfanos de padres, en gimnastas) y hacía cálculos de probabilidad. Él mismo en su tiempo libre había participado en cuadrillas de juegos y mi carácter hogareño le contrariaba. Cuando tras acabar el bachillerato le dije que quería ser funcionario, se rio sarcásticamente, pero a mi madre no le pareció mal. Alégrate, al menos hay uno del que no tendremos que preocuparnos.” Sabemos que esto cambiará en algún momento, la evolución que realiza la autora en dicho relato nos lleva a ello, pero no es evidente desde el inicio. Y, sobre todo, la forma de hacerlo juega con nuestra imaginación.
Acaba la antología con la excelente Conversaciones lejanas, en la que Kaschnitz va montando una conversación telefónica tras otra, hilvanadas entre sí de una manera modernista mediante hilos invisibles de gran sutileza, que las unen en un todo de gran coherencia y sirven a la autora para tratar cada tema. Buen ejemplo de estas conversaciones es el siguiente párrafo, donde asistimos al desprecio de un padre ante el posible compromiso de su hijo con una persona que no considera la adecuada para él; hay de fondo un conflicto de clase al que se suma el machismo del padre que, para los que sabemos ya el final, es una ironía que comentaré con quien se lea el libro: “Escucha, le dijo el hombre mayor (por teléfono) a su hija Elly, tienes que apelar a la conciencia de tu hermano. No, no se trata de tener prejuicios. Si ella fuera una actriz de cine o una bailarina me daría igual, pero alguien especial, alguien conocida, entonces no importaría que procediera de los más bajos fondos. Pero ella no es nadie, gente sencilla y vulgar, una cara bonita en tanto sea joven, después una madame… No, yo no la he visto, solo en fotografía, es bonita, en la mirada tenía algo que llegaba. Pero qué pronto desaparece todo eso. Después almacena grasa en las caderas, y los dedos aun así son cortos y gruesos. Paul no puede hacer algo así, yo sé cómo funciona, a saber, mal mal para todas las partes. En unos pocos años ella no será suficiente para él, me refiero en sociedad.” [pullquote align=»right» cite=»» link=»» color=»» class=»» size=»»]A través de ellos conseguimos iluminar un poco lo más escondido de la condición humana, lo más misterioso, lo más sutil de nosotros mismos.[/pullquote]
El final de esta joya nos encontramos con la indefensión de la protagonista ante una situación que no puede controlar; el papel de la mujer ante el poder del patriarcado que maneja a su antojo su condición y que se niega a quedar con su amiga para contarle lo “contenta” (no feliz) que está, para que no se muestre su verdadera situación; las dos últimas frases son dinamita cargada de sutileza y pesadumbre. “Por supuesto que estoy contenta, y la familia está enfrentada ante la posibilidad de que yo tenga un hijo y lo herede todo. ¿Dices que yo no soy así? Te equivocas, yo soy así, siempre he sido así, bajo ciertas circunstancias no cabe más remedio que ser así, tú no puedes entenderlo. Tengo que colgar y vestirme, viene gente a cenar, entre ellos un ministro. Si necesitas algo, escríbeme… ¿Vernos, dices? No, mejor no,… ¿Por lo que puedes recordar? Sí, te acuerdas perfectamente. Una vez tuve un novio, pero no quise casarme con él, su familia se oponía y él era débil. No lo he olvidado, por eso precisamente –precisamente por eso- no, no es lo que te imaginas. Mi voz está como siempre… Por qué tendría que llorar, no estoy llorando.”
Vuelvo al epílogo que comentaba al principio para cerrar esta crítica con una frase que sirve de colofón: “No es la suya una literatura de entretenimiento, de fantasía. No le interesa tanto explorar nuevos niveles de realidad como de iluminar zonas oscuras, investigar en el problema de la identidad, sacar a la luz los miedos y los sinsentidos en los que a veces estamos enredados, y la fantasía es un medio al servicio de este autoconocimiento. El conocimiento de algún modo nos hace ver todo de otra forma. Y al final del relato descubrimos que hemos profundizado un poco más en nuestra misteriosa condición de humanos.”
A través de ellos conseguimos iluminar un poco lo más escondido de la condición humana, lo más misterioso, lo más sutil de nosotros mismos. Nos conocemos nosotros mismos y conocemos a los demás. Un verdadero logro… o mejor aún, doce magníficos logros.
Los textos provienen de la traducción de Santiago Martín Arnedo de La niña gorda y otros relatos inquientantes de Marie Luise Kaschnitz para la editorial Hoja de Lata.
La ambición del cuento (The Ambition of the Short Story)
Steven Millhauser
¡Pero qué modesto es el cuento! ¡Cuánta sencillez en sus maneras! Toma asiento discretamente, con los ojos bajos, como si intentara pasar inadvertido. Y si pudiera llamar la atención de algún modo, diría rápidamente, con una valiente y tímida voz de leve autoescarnio, al tanto de todas las posibilidades de la decepción: “Mira, yo no soy una novela. Ni siquiera una novela corta. Si eso es lo que estás buscando, no me necesitas”. Rara vez una forma ha dominado tanto a otra. Y entendemos, asentimos en señal de complicidad: aquí, en Estados Unidos, el tamaño es poder.
La novela es el Wal-Mart, el increíble Hulk, el 747 de la literatura. La novela es insaciable: quiere devorar al mundo. ¿Qué es lo que queda para el pobre cuento? Puede cultivar su jardín, practicar la meditación, regar los geranios en las ventanas. Puede tomar un curso de escritura creativa de no ficción. Puede hacer cualquier cosa con tal de que no olvide su lugar, con tal de que permanezca inmóvil y fuera del camino. “¡Epa, epa!”, grita la novela, “¡aquí vengo!”. El cuento siempre está buscando refugio. La novela compra toda la tierra, corta los árboles, construye los condominios. El cuento va saltando por el jardín, se apretuja bajo la cerca.
Por supuesto, hay virtudes asociadas con la pequeñez. Incluso la novela concederá eso. Las cosas grandes tienden a ser poco manejables, toscas, bastas; la pequeñez es el mundo de la gracia y la elegancia. Es también el ámbito de la perfección. La novela es exhaustiva por naturaleza; pero el mundo es inabarcable; por consiguiente la novela, esa luchadora faústica, nunca puede alcanzar sus deseos. El cuento, por otra parte, es inherentemente selectivo. Al excluir casi todo, puede dar perfecta cuenta de lo que permanece. El cuento puede incluso reclamar cierta clase de redondez que elude a la novela. Tras el primer acto de exclusión radical, puede incluir todo lo poco que ha quedado. La novela, cuando parece un cuento, se contenta con ser generosa. “Te admiro”, dice, poniendo sus grandes y pesadas manos sobre su corazón. “En serio, eres tan… tan… ¡tan lindo! ¡Tan esbelto! ¡Tan refinado! Y tan listo, también”. La novela difícilmente puede contenerse a sí misma. Después de todo, ¿qué diferencia hace? Es puro bla bla bla. Lo que a la novela le preocupa es la vastedad, el poder. Muy en el fondo de su corazón desprecia al cuento, que ocupa tan poco. No tiene disposición para la austeridad del cuento, para su poco apetito, para sus negativas y renuncias. La novela quiere cosas. Quiere territorio. Quiere abarcar el mundo. La perfección es el consuelo de aquellos que no tienen nada más.
Mucho mejor para el cuento. Modesto en sus pretensiones, tímidamente orgulloso de sus pequeñas virtudes, un poquito ansioso en relación con su desfachatado rival, se contenta con sentarse en la fila de atrás y dejar que la novela se haga con el mundo. Y sin embargo, sin embargo… Esa pose tan modesta, esas miraditas de reojo, ¿no contienen un toque de astucia? ¿Podría ser que el tímido cuento se atreva a tener expectativas propias? Si es así, nunca las admitirá de frente, debido a un constante hábito de secretismo alimentado por la opresión. En un mundo regido por novelas presuntuosas, la pequeñez ha aprendido a buscar su camino con cautela. Debemos intuir su secreto. Imagino al cuento albergando un deseo. Lo imagino diciéndole a la novela: “Puedes tenerlo todo –todo–; lo único que yo pido es un grano de arena”. La novela, con un indiferente encogimiento de hombros, un encogimiento jovial pero despreciativo, concede el deseo.
Pero el grano de arena es la puerta de escape del relato. El grano de arena es su salvación. Tomo el ejemplo de William Blake: “Todo el mundo en un grano de arena”. Piensen en ello: el mundo en un grano de arena. Lo que es decir: cada parte del mundo, no importa lo pequeña, contiene al mundo por entero. O para plantearlo de otra forma: si pones tu atención en alguna, aparentemente, insignificante porción del mundo, encontrarás, muy al fondo, nada menos que al mundo mismo. En ese solo grano de arena descansa la playa que contiene al grano de arena. En ese solo grano de arena descansa el océano que golpea la playa, la nave que surca el océano, el sol que ilumina la nave, las tormentas interestelares, una cuchara de té en Kansas, la estructura del universo. Y ahí tienes la ambición del cuento, la terrible ambición que yace tras su fraudulenta modestia: encarnar sucesivamente al mundo entero. El relato cree en la transformación. Cree en poderes secretos. La novela prefiere las cosas a la vista. No tiene paciencia para granos de arena, que brillan pero son difíciles de ver. La novela quiere arrasar todo con su poderoso abrazo –orillas, montañas, continentes–. Pero nunca tendrá éxito, pues el mundo es mucho más vasto que una novela, el mundo huye a cada momento. La novela salta sin descanso de un lugar a otro, siempre hambrienta, siempre insatisfecha, siempre temerosa de llegar a su fin –porque cuando se detenga, exhausta pero nunca en paz, el mundo se le habrá escapado–. El cuento se concentra en su grano de arena, en la fiera creencia de que ahí –justo ahí, en la palma de su mano– yace el universo. Busca conocer el grano de arena de la misma manera que un amante busca conocer el rostro del amado. Busca el momento en que el grano de arena revele su verdadera naturaleza. En ese momento de mística expansión, cuando la macrocósmica flor brota de la microcósmica semilla, el cuento siente su poder. Es más grande que él mismo. Y se vuelve aún más grande que la novela. Se vuelve tan grande como el universo. Ahí dentro reside la inmodestia del cuento, su secreta agresión. Su método es la revelación. Su pequeñez es el agente de su poder. La pesada masa de la novela se descubre como la irrisoria imagen de la debilidad. El cuento no pide perdón por nada. Exalta su brevedad. Quiere ser incluso más breve. Quiere ser una sola palabra. Si pudiera encontrar dicha palabra, si pudiera pronunciar dicha sílaba, el universo entero se desprendería de ella con un rugido. Esa es la indignante ambición del cuento, su fe más profunda, la grandeza de su pequeñez.
Revista ‘El Malpensante’ nº 133, Colombia, agosto de 2012.
(Publicado originalmente en ‘The New York Times’, octubre de 2008).
http://elmalpensante.com/index.php?doc=display_contenido&id=2616
http://www.nytimes.com/2008/10/05/books/review/Millhauser-t.html?_r=0