En 2010 un grupo de estudiantes lanzó Octodad en formato freeware. El juego, una especie de simulador de Pepe Viyuela, obtuvo buenas críticas y llegó a ser finalista en la categoría de estudiantes del Independent Game Festival del 2011. En 2014, el mismo grupo de estudiantes, ya bajo el nombre de Young Horses, Inc. sacaron al mercado la secuela o, más bien, una versión del juego más completa y con más presupuesto gracias a una campaña previa de crowdfunding.
La premisa del juego es tan simple como atípica: el jugador debe asumir el rol de un pulpo y emular los movimientos de un ser humano con el objetivo de realizar una serie de tareas mundanas. Preparar café, hacer la compra, cocinar hamburguesas o ir al museo de ciencias naturales con tu familia son actividades poco estimulantes de acuerdo a los códigos tradicionales del videojuego, pero cuando nuestro protagonista tiene la consistencia de una gelatina en un mundo hecho a medida de seres con esqueleto interno y musculatura la cosa se vuelve algo más complicada. Y esto es, básicamente, Octodad: Dadliest Catch. Hacerse con el control del personaje y lograr que interactúe adecuadamente (bueno, más o menos) con el entorno no es herramienta sino objetivo; hacerse con el control es la mecánica en sí. Esta mecánica apunta, en principio, en dos direcciones: por un lado, hacia la dificultad que entraña manejar el cuerpo de Octodad y conseguir que sea medianamente funcional y, por otro, hacia la hilaridad que provoca semejante espectáculo.
He de reconocer que cuando supe de qué iba Octodad el primer pensamiento que tuve fue lo sumamente descacharrante que sería jugar a esto borracha o fumada. Y sí, es posible que bajo los efectos de ciertas sustancias y durante algunos minutos fuera el juego más gracioso de la historia, pero no es ése su propósito y no tardamos mucho en darnos cuenta. Sobre todo porque ya es infernal manejar al pulpo en condiciones normales, qué no debe ser hacerlo en estado de intoxicación, pero también porque si hacemos una lectura más sutil, más soslayada, Octodad: Dadliest Catch es capaz de revelarse también como un juego sobre la destrucción (la propia y la de lo que nos rodea), sobre lo complicado que resulta mantener el control de uno mismo, sobre el fracaso y sobre lo difícil que es para muchas personas desenvolverse en su entorno y sobrevivir a su medio social. Todo son risas hasta que te pasas quince minutos intentando, patética e infructuosamente, alcanzar una plataforma para poder tirarte por un tobogán con tu hijo.
El juego de Young Horses, Inc. puede que no hable abiertamente sobre el drama de ese señor alcohólico que vemos tambalearse por la calle, luchando por llevar una vida normal enfundado en un traje como si así preservara algo de la dignidad que su adicción le quita, pero sí puede ser un ejemplo, sin olvidar el tono ameno que lo caracteriza, de los problemas de autonomía personal y social de muchas personas. Imaginen introducir el concepto de diversidad funcional mediante un juego a los más pequeños de la casa. Es muy interesante poder sustraer este tipo de lecturas y, aunque no sea la intención manifiesta del juego, sí que parece prestarse a ello tímidamente; las risas iniciales pronto se convierten en frustración, en impotencia, incluso en desamparo, aunque esto dependa, claro está, del talante del receptor. Como cuando alguien tropieza y se cae y otro alguien se ríe mientras un tercero acude en su ayuda. Eso es Octodad: Dadliest Catch.
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