A las órdenes de Barry Levinson, especialista en irregularidades, y secundado por unas cuantas estrellas con el piloto automático puesto, Bill Murray protagoniza en Rock The Kasbah una película intrigantemente desganada que desaprovecha sus buenas ideas bajo el peso de la rutina.
¿Es nuestra imaginación, o a Bill Murray ya no le gusta hacer cine? Si es que le ha gustado alguna vez, queremos decir: vistos sus recientes trabajos para la gran pantalla (y, a veces, también para la pequeña) cualquiera diría que el actor de Atrapado en el tiempo (1993) es como esos currantes que se agazapan en un rincón de la oficina, esperando que les llegue de una maldita vez la jubilación a fin de centrar su rutina diaria en la contemplación de obras y la alimentación de la fauna avícola en parques y jardines. Preso de un indisimulado desprecio por el público en general, y habiéndose quedado ya para el Oscar honorífico tras su tentativa de Lost In Translation (2003), el Murray de la vida real resulta cada vez menos distinguible de ese señor perpetuamente desganado, con bilis en el ánimo y un nulo interés por el mundo que le rodea, en torno al cual ha levantado su leyenda. Si alguien tenía dudas sobre todo esto, le aconsejamos que vea Rock The Kasbah, primero, y que después se pregunte con qué ganas, ha encarado su protagonista el rodaje de este filme.
Porque Rock The Kasbah no tiene nada, pero nada, de la vitalidad de esa canción de The Clash cuyo título toma prestado: a los quince minutos de metraje, de hecho, se nos advierte que ese título no tiene sentido, porque una casba es (y citamos de la Real Academia) un «barrio antiguo de las ciudades del norte de África», mientras que este filme se desarrolla en Afganistán. Es decir, en Asia, aunque el rodaje transcurriese realmente en Marruecos. Ese tono de inadecuación no está fuera de lugar, en todo caso, porque estamos ante una variante más del eterno cuento sobre perdedores y marginados que Murray lleva protagonizando desde hace no se sabe cuándo. Y, también, porque el director Barry Levinson obtuvo su última gran película hasta la fecha (La cortina de humo, -1997-) usando modos de comedia al ralentí, esa en la que los gags arrancan despacio, siguen despacio y dejan después un buen rato de inercia para que el público tenga tiempo de entenderlos y reírse.
Lástima que, en este filme, los gags tampoco tengan tanta gracia. La idea de usar Afghan Star (la versión local de American Idol y Operación Triunfo) como eje de la trama resulta muy entrañable, sobre todo porque nos recuerda que quienes habitan en latitudes de conflicto permanente también son humanos, y también gustan de ver un talent show de vez en cuando. Asimismo, se nota que Levinson y el guionista Mitch Glazer (viejo asociado de Murray, con quien trabajó en Los fantasmas atacan al jefe -1988- y el especial televisivo A Very Murray Christmas -2015-) han intentado abordar la eterna guerra afgana con un mínimo de respeto. Por lo demás… pues estamos ante una sucesión de tópicos sin demasiado fuste.
Unos tópicos que, además, se ponen en marcha ya desde la misma asignación de roles. ¿Que Murray interpreta a un agente artístico acabado y sin suerte? Mira tú por dónde, como Woody Allen en Broadway Danny Rose (1984). ¿Que Kate Hudson da vida a una prostituta de buen corazón, dispuesta a aprovechar la calentura de los machos en zona de conflicto para costearse su retiro? Hay que ver, menudo derroche de originalidad. Y no digamos el atrevimiento del director de cásting, fichando a Bruce Willis como mercenario con rostro de hormigón, o a Danny McBride en el rol de traficante de armas más p’acá que p’allá. En realidad, el único gesto de Rock The Kasbah que nos parece digno de mención es el haberle confiado muchos de sus papeles de importancia a actores y actrices de Oriente Medio. Sin ir más lejos, la coprotagonista Lem Lubany nació en Palestina, algo que tampoco importa demasiado… porque la cinta apenas le otorga momentos de intensidad dramática fuera de su interpretación del Wild World de Cat Stevens.
Uniendo estos mimbres, Levinson, Glazer y Murray dan forma a una historia que ya era vieja cuando Akira Kurosawa se planteaba cómo rematar el guion de Los siete samuráis (1954): la del grupo de marginados que se unen por una buena causa. Concretamente, defender a los humildes frente a quienes tratan de someterles usando la fuerza bruta. Sean bandidos en el Japón feudal, sean señores de la guerra que cultivan opio (y que están, nos indica el filme, a partir un piñón con las tropas de EE UU), el armazón de esta trama es tan conocido como, a estas alturas, predecible. El matiz crucial es que la película que nos ocupa esquiva pudorosamente los tiros y apuesta por el poder del arte, de la música en este caso, como apaciguador de conciencias y superador de tabúes sociales. Lástima que eso también nos suene mucho. O, si se presenta de una forma tan rutinaria como lo vemos aquí, demasiado.
En realidad, Rock The Kasbah parece menos una película que el desganado producto que entregan unos señores sin fe alguna en lo que estaban haciendo. O con una fe mal encauzada e incapaz de superar las barreras del lugar común, algo que, de ser cierto, volvería su visionado todavía menos estimulante. Al fin y a la postre, y dejando aparte algunos chistes que sí funcionan, uno de los pocos méritos del filme es recordarnos que el Suerte de Shakira es un temazo, bien suene en las laderas del Hindú Kush o en un garito de Argüelles. Algo es algo… pero resulta triste pensar que eso es casi lo único que podemos esperar de Bill Murray en 2016.