Llega el 3 de febrero a nuestras pantallas la nueva producción de Netflix Santa Clarita Diet, una comedia protagonizada por Drew Barrymore y Timothy Olyphant que tiene la osadía de mezclar los enredos familiares propios de las zonas residenciales con lo más visceral del cine de zombis y caníbales italiano de los setenta. Una apuesta arriesgada de la que salen triunfantes gracias a un guión que funciona como un mecanismo de relojería y unas interpretaciones sobresalientes. Analizamos la primera temporada de una comedia con mordiente y que promete buenos ratos salpicados con algún que otro sobresalto sangriento.
Esta crítica incluye spoilers leves.
En 1949, MGM estrenaba La costilla de Adán, publicitada como “La película más divertida en diez años”. Entre las imágenes promocionales distribuidas se encontraba una estampa doméstica del matrimonio formado por Katherine Hepburn y Spencer Tracy en la que él, que está cocinando, luce un amplio mandil encima del terno que lleva al juzgado; ella, con ropa de calle, discute un caso al otro lado de la barra de la cocina. Sobre la imagen se puede leer la frase; “¿Quién lleva los pantalones en tu casa?”.
La costilla de Adán representaba una nueva vía para la comedia de matrimonios, una en el que el gag ya no reside en que Punch le pegue un garrotazo a Judy, ni en que la señora espere tras la puerta de la cocina, rodillo en mano, para hacer lo propio con su marido. Por el contrario, la cinta de George Cukor saca partido de los avances sociales más recientes (la incorporación masiva de la mujer al mundo laboral era, entonces, un fenómeno reciente), para realizar un ácido y agudo comentario sobre la alteración de los roles de género en la América de posguerra. El personaje de Spencer Tracy tendrá que acostumbrarse al hecho de que no sólo su mujer tiene perfecto derecho a trabajar fuera de casa, sino que es totalmente posible que encuentre en ella no sólo a una colega, sino a una rival. La guerra de sexos había comenzado y, como en las casi siete décadas transcurridas desde entonces, no ha habido signos de que vaya a acabar algún día. Este tipo de comedias ha seguido proliferando, dando cumplida noticia del estado del conflicto según van cambiando los tiempos y reinventándose los roles de sus principales protagonistas.
Lo que nos lleva a considerar a Joel Wichita y Sheila Hammond, personajes interpretados por Timothy Oliphant y Drew Barrymore en la nueva producción de Netflix, Santa Clarita Diet. La vida de este matrimonio de agentes inmobiliarios con una hija adolescente es perfecta: están juntos desde el instituto -ella era la reina de la promoción y él el quarterback-, viven en una urbanización de casitas separadas por vallas blancas y cada mañana saludan a los vecinos, agentes de policía ambos, antes de ir al trabajo. La ficción televisiva de las últimas décadas nos ha acostumbrado a airear los trapos sucios de estas comunidades residenciales en las que los norteamericanos se retiran del mundanal ruido. Gracias a producciones como Weeds (2005-2012) o Mujeres desesperadas (2004-2012) sabemos que los armarios empotrados de estas viviendas unifamiliares esconden una buena cantidad de esqueletos: infidelidades, suplantación de personalidad, drogas, asesinatos, locura y muerte. Los armarios empotrados de Santa Clarita no son una excepción a esta regla, pero no en casa de los Wichita, al menos en un principio.
El caso es que Joel va a tener que afrontar una tragedia personal similar a la de Spencer Tracy en La costilla de Adán. No es que tenga que ver con la inversión de los roles de género socialmente aceptados, porque en el mundo de Joel y Sheila no están tan marcados ni son tan unánimes como podían serlo en los años cuarenta. Se trata de una tragedia más íntima: la inversión de los roles que ellos mismos se habían asignado dentro de su matrimonio. Joel no tiene problemas a la hora de aceptar que su mujer es la parte más valiosa de la pareja; ella es la que cierra las ventas y la que adopta el papel de poli malo en la educación de la hija. Nada de todo esto preocupa a Joel, representante de un nuevo tipo de masculinidad. No es que comprenda una palabra de feminismo, pero tiene el don de saber instintivamente lo que se espera de él en cada situación, y sabe que tiene que mostrarse infinitamente comprensivo y apoyar a su esposa en lo que sea que ella se proponga si quiere mantener la felicidad conyugal. Además, que Sheila haga frente a la mayor parte de los problemas de la pareja le permite a él seguir jugando al adolescente eterno, improvisar, escaparse al coche a por unas caladas furtivas de la marihuana que esconde en la guantera.
Es cierto que en el garaje de los Wichita yace el cadáver de la moto de Joel, un pequeño sacrificio en el altar de la madurez, pero intuimos que los sacrificios realizados por ella han sido infinitamente más importantes. El carácter de Sheila, claro, se resiente: tiene fama de estirada entre las vecinas y la vida sexual de la pareja ya no es lo que era, o, por lo menos, lo que a Joel le gustaría que fuera.
Como decimos, esta situación va a dar un giro de 180 grados al morir ella tras padecer una extraña afección gastrointestinal y producir su propio peso en vómitos. Pese a esto, Santa Clarita Diet no es un dramón con padre viudo e hija desconsolada al fondo: sin darnos ningún tipo de explicación, Sheila se ha convertido en una zombi. Una zombi con encanto y sofisticación, todo hay que decirlo, porque el virus que se ha cargado a Sheila no parece afectar a las funciones cognitivas superiores. Es más, ella se encuentra mejor que nunca: tiene más energía, duerme menos horas y experimenta un incremento del deseo sexual. La única pega es que tiene que alimentarse de carne humana fresca, pero bueno, ya se sabe que todos los matrimonios tienen sus problemas, y que lo importante es afrontarlos juntos. Además, como todo vendedor de éxito, Joel es una máquina de producir discursos que enmascaren la realidad, y éste será su principal recurso para salvar a su familia del cambio de dieta de su esposa.
El recurso al tropo zombi, que podría hacernos pensar en otras series de éxito como The Walking Dead o Fear of the Walking Death, no debe ser tomado aquí al pie de la letra. Pese a que se rinde cumplido homenaje a los clásicos del gore antropófago, como por ejemplo en el plano final del episodio piloto, que parece sacado de Nueva York bajo el terror de los zombies (1979), o en las múltiples escenas en las que Sheila aparece zampándose un pie o un brazo humano como si fuera un pepito de ternera, no nos encontramos ante una serie de horror. En primer lugar, el guión prescinde completamente de la dimensión epidemiológica tan típica del género Z; el virus zombi de Santa Clarita es extraordinariamente poco contagioso. De hecho, en estos primeros diez episodios, Sheila sólo contagia a una persona y el resultado dista mucho del apocalipsis que cabría esperar. En segundo -y tal vez más definitivo- lugar, nadie parece especialmente asustado por el cambio de hábitos alimenticios de Sheila, y una narración no puede ser de terror si los personajes no experimentan miedo. Aunque también hay que decir que, en los últimos episodios, Joel parece que empieza a verle las orejas al lobo e incluso sabemos de su plan de contingencia zombi, que no es otro que aplastar el cráneo de su amada esposa con un bate de beisbol en la más pura tradición de Punch y Judy si la cosa se pone fea.
Conviene recordar que Santa Clarita Diet es una comedia romántica y el elemento zombi, con su importante carga de tabú asociada al canibalismo, funciona aquí como un mecanismo narrativo perfectamente integrado en el género que permite poner de manifiesto el tema principal de la serie: el individualismo contemporáneo. En su muy recomendable Historia alternativa del siglo XX, John Higgs vincula el auge del individualismo a la filosofía de Aleister Crowley en los siguientes términos: «En opinión de Crowley, El Libro de la Ley marcaba el comienzo de una nueva etapa en la evolución espiritual de la humanidad.(…) La etapa anterior, la Era de Osiris, era patriarcal, y suponía una suerte de repetición del periodo imperial. Uno debía entender su lugar en la jerarquía y obedecer a sus superiores. La Era de Horus, por el contrario, tenía algunas características infantiles: era salvaje, espontánea y centrada en sí misma. Sería por tanto una época en la que el ejercicio de la individualidad iba a ser primordial, ya que como había dictado Aiwass: “No hay ley más allá de: Haz lo que quieras”.
Un eclipse total del sentido de la responsabilidad es, más allá de una cierta predilección por los smoothies de humano, el síntoma más destacado del virus zombi que padece Sheila. En los primeros episodios la vemos cruzar todas las líneas rojas que ella misma se había trazado: vuelve a salir a divertirse con las vecinas como si fuese una adolescente, anima a su hija a dejar el instituto para perseguir su sueño de escribir poesía y, tal vez lo más grave de todo, les dice a sus clientes lo que piensa realmente de ellos. El hijo de los vecinos, una especie de geek especializado en temas siniestros que cumple la función de oráculo, nos informa cumplidamente de que el aparato psíquico de los no-muertos está dominado por el Ello, lo que los convierte en ciudadanos por excelencia del Eón de Horus. Tal y como predijo Crowley, el rendirse a la única ley de “haz lo que quieras” convierte a Sheila en una persona más relajada y más feliz al tiempo que multiplica por mil las desgracias de Joel, obligado ahora a ser el responsable de la pareja.
Desde este punto de vista, la serie se convierte en una exploración de los límites de esta especie de individualismo egoísta. ¿Hasta qué punto está dispuesta a llegar Sheila en su proceso de liberación personal? ¿Podrá ignorar el efecto que está teniendo su nueva actitud vital en las vidas de su marido y su hija adolescente? Todo esto sin mencionar la necesidad de matar gente para comérsela, claro, porque aunque en series como Dexter (2006-2013) hemos podido comprobar que el protagonista podía saciar sus impulsos homicidas sin que por ello se resintiese la simpatía de los espectadores gracias a un suministro constante de villanos de todo pelaje, el territorio moral en el que se mueve Santa Clarita Diet es mucho más ambiguo y a los Wichita les resulta muy difícil encontrar a gente merecedora de ser devorada.
Santa Clarita Diet es una serie a la que, si tuviéramos que poner alguna pega, sólo podría ser que se acaba demasiado pronto y de forma un tanto abrupta. Casi se podría decir que los diez episodios de esta primera temporada funcionan como un teaser de la serie. Son algo menos de cinco horas de diálogos chispeantes, plot twists vertiginosos y gore atroz, protagonizadas por dos actores en estado de gracia, especialmente Olyphant, que se revela aquí como un comediante nato, capaz de dar réplicas fulminantes, emprender hilarantes monólogos de “fumeta” y ofrecer toda una colección de muecas muy alejadas de la impasibilidad de los personajes de western por los que es conocido. La oferta se completa con unos secundarios estupendos, sobre todo los adolescentes Liv Hewson, que interpreta a la hija de la pareja, el antiguo actor infantil Skyler Gisondo, y los cameos de lujo, en el primer episodio y en el último, de Nathan Fillion, un tiburón inmobiliario que encarna lo peor del individualismo, y Portia di Rossi, científica especializada en no-muertos.