Tan pronto como llegó, se fue. La cuarta entrega de una de las adaptaciones más exitosas y aclamadas de los personajes de sir Arthur Conan Doyle llegó a su fin el pasado domingo, dando carpetazo a una temporada extremadamente irregular –este tipo de cosas se notan más cuando sólo cuentas con tres capítulos–, pero en cierto modo coherente con la transformación gradual que ha venido sufriendo el show desarrollado por Steven Moffat y Mark Gattis.
AVISO: ESTA CRÍTICA CONTIENE SPOILERS DE INTENSIDAD MODERADA
“El juego ha comenzado, señora Hudson… y adoro jugarlo”. Las referencias ludópatas que un pletórico Sherlock Holmes (Benedict Cumberbatch) lanza cada tanto, contrariamente a lo que pueda parecer, nunca se han adscrito al sempiterno empeño de los guionistas por que el show mole, de manera frívola y constante, a toda costa. No estrictamente, al menos. Lo que hacen en realidad no es sino subrayar las verdaderas intenciones de éstos, a modo de confesión taimada y, fiel al estilo de la dupla formada por Steven Moffat y Mark Gattis, escasamente sutil. Porque todo, en realidad, no es más que un juego.
Una distendida partidita a la que se subordinan, totalmente dóciles, tanto Sherlock Holmes como su inseparable John Watson (Martin Freeman), seguidos de Mycroft Holmes, Mary Watson, la señora Hudson… y, por supuesto, Jim Moriarty (Andrew Scott), cuyo hipotético retorno de entre los muertos ha sido clave a la hora de sumir la espera de esta cuarta temporada en el enigma y el hype desatado. Todos ellos, personajes inmortales gracias a la pluma de Sir Arthur Conan Doyle, pero a la hora de la verdad no más que fichas en las manos de los avispados showrunners. Sherlock siempre había sido así, y siempre había sido divertidísimo. El problema llegó cuando se quiso dotar de alma, psicología, trascendencia a estas fichas sin rasgos distinguibles… y sin que nadie pretendiera, en ningún momento, dejar de jugar.
Exhibicionismo, conspiranoia y literatura
La peculiar naturaleza del serial, actualmente cercano a cumplir siete años y sumido en todo tipo de dudas sobre su continuidad una vez finalizada esta cuarta entrega, conduce a que Sherlock sea fácilmente percibido, en numerosas ocasiones, como un producto cultural consciente de sí mismo. La serie, al igual que sucede con otras como Juego de Tronos y The Walking Dead -de éxito análogo-, no conoce más ley que la de sorprender a su público a toda costa, si bien puede llegar a distanciarse de ellas gracias a que Moffat y Gattis se tienen por los más inteligentes de la clase.
Estos aires de superioridad -compartidas en la ficción tanto por Sherlock como por su hermano Mycroft, interpretado curiosamente por el propio Gattis- conducen a dos escenarios muy diferenciados: el exhibicionismo por un lado, existente desde la tercera temporada, y la temeridad, que comenzó a causar estragos también a partir de la tercera entrega pero que no ha acabado de volarlo todo por los aires hasta esta última tanda de capítulos.
La primera vez que Sherlock conoció una conducta exhibicionista -entendida como ese hueco por el que se cuelan los showrunners y, apartando a Sherlock de un puntapié, dicen “hola”- fue en el episodio titulado El coche fúnebre vacío: el primero –si exceptuamos el especial de corta duración Muchas felicidades– desde que el protagonista fingiera su muerte para salvar a sus amigos arrojándose desde una azotea. Entre este momento y el esperado capítulo habían pasado cerca de dos años; tiempo de sobra para que los fans elaboraran todo tipo de teorías sobre cómo Holmes se las había apañado para hacer algo así, y para que sus ansias por conocer la verdad crecieran exponencialmente. Una vez llegado el momento de las revelaciones, los guionistas optaron por vacilar al personal: Anderson (Jonathan Aris) llegó a obsesionarse con resolver este misterio, escuchando varias versiones de dudosa credibilidad -incluida una del propio detective- para acabar aún más perdido que al comienzo de sus pesquisas. No era sólo que a Moffat y a Gatiss les importara un carajo cómo Sherlock había sobrevivido, sino que además empleaban la eterna técnica del protagonista para ridiculizar a quienes no pensaban como ellos.
Semejante ocurrencia podría haberse quedado en lo anecdótico, pero el susodicho capítulo resultó bastante flojo, y el pitorreo a costa del fandom acabó siendo el punto más salvable e ingenioso del mismo. Concluida la temporada correspondiente, alguien pensó que sería buena idea realizar un especial navideño ambientado en la época victoriana -esto es, en el contexto originario de los personajes–, y el público recibió el capítulo titulado La novia abominable con cierta suspicacia en tanto al angustioso cliffhanger con el que había concluido la tercera entrega. Con Jim Moriarty resucitado, ¿a quién diantre le importaba un homenaje literario que no aportaría gran cosa a la trama principal?
Y sin embargo, La novia abominable resultó ser uno de los momentos más brillantes del show, depositario del empleo más ambicioso que Moffat y Gatiss hayan hechode sus referentes canónicos. Así, la repentina reclusión de Sherlock en su “palacio mental” al poco de que su archienemigo anunciara su regreso -porque, efectivamente, la historia continuaba- servía a los creadores de la serie para desplegar un entretenidísimo compendio de reflejos y guiños, tanto cinematográficos -la adorable indumentaria de sus protagonistas- como, sobre todo, literarios. El emplazamiento de su clímax en una catarata onírica no sólo suponía un precioso regalo para todos los admiradores de la obra de Conan Doyle, sino también la muestra más definitoria de la inteligencia con la que los guionistas siempre han administrado los referentes de ésta.
Si hasta entonces cada título de episodio, cada trama y cada personaje encontraban ecos en el canon holmesiano, La novia abominable supuso el total reconocimiento de éste como la principal y más valiosa fuente que inyectaba vida a la serie. Una característica que se ha mantenido, por supuesto, en la cuarta temporada, con capítulos titulados The Six Thatchers (o The Six Napoleons -Las seis Thatchers-), The Lying Detective (o The Dying Detective -El detective mentiroso-) y The Final Problem (o The Final Problem -El problema final-). Eso sí, con la particularidad de que este último relato ya había sido parcialmente adaptado en La caída de Reichenbach, tercer capítulo de la segunda temporada… que es cuando empezó el desmadre. Y a continuación, por fin, los inevitables spoilers de la cuarta de Sherlock.
Inteligencia artificial
Las líneas maestras de esta última entrega han sido tres, y dos de ellas -como suponen la muerte de Mary Watson (Amanda Abbington) y la aparición del villano Culverton Smith (Toby Jones)- pueden ser rastreadas fácilmente en la obra de Conan Doyle, si bien la primera es mencionada de pasada y sin que suponga un trauma excesivo para los protagonistas. En lo que respecta a la tercera -el descubrimiento de que Sherlock y Mycroft tienen una hermana de diabólica inteligencia-, también existen precedentes, aunque haya que buscarlos en una biografía ficticia del personaje escrita por William S. Baring-Gould en 1962, y cambiar tanto el sexo de la susodicha como su nombre, Sherrinford, que ha pasado a denominar la isla donde Eurus está prisionera -no hemos de olvidar, asimismo, que Sherrinford fue el primer nombre que Conan Doyle barajó para bautizar a su criatura-.
Teniendo en cuenta únicamente dichos factores, estos últimos capítulos se mantendrían como el cariñoso y hábil homenaje que Sherlock fue a la obra primigenia desde el principio. Sin embargo, la clave reside en el uso que los guionistas han hecho de estas referencias, y en cómo las han retorcido para que la serie pase de ser un adictivo thriller a un recargadísimo (melo)drama de personajes. Hablamos de temeridad, y de una tendencia que empezó a tomar forma corpórea hace dos temporadas.
Así, el ya citado El coche fúnebre vacío dedicaba más tiempo al reencuentro de Holmes y Watson que a una trama de atentados en Londres sumamente olvidable, mientras que El signo de los tres tenía lugar íntegramente en la boda del segundo y Su último juyramento retrataba los intentos de los protagonistas para que el oscuro pasado de Mary no saliera a la luz, así como las consecuencias que esto deparaba en sus relaciones. Aquí ya no era cuestión de medirse con formidables misterios y genios del crimen, sino de lidiar con las cuitas de una Vida privada intensa y explosiva que Billy Wilder nunca pudo imaginar. Y, mucho menos, Conan Doyle.
Lo cual no tendría por qué haber redundado en una tercera temporada tan enervante -sólo superada al respecto por esta cuarta que nos abandona-, si no fuera porque el tratamiento que Moffat y Gattis dispensan a sus personajes y a sus tentativas de ser reales no dista demasiado de cómo suelen desarrollar sus intrigas: con sentido del espectáculo, mucha brocha gorda, y abrazando el ridículo sin complejo alguno porque, ¿recordáis?, esto no es más que un juego. De tal forma es posible que ver a Sherlock ebrio y siendo arrestado por escándalo público fuera algo que muchos fans quisieran ver, pero también algo muy distinto a lo que realmente necesitaban.
Las carencias del motor dramático de Sherlock nunca se han visto tan expuestas como en Las seis Thatchers, primer capítulo de la última temporada. Una total hecatombe que no sólo permite entrever lo insostenible que se volvería la serie de convertirse en una sitcom ambientada en el 221 B de Baker Street -aunque quizá no quede mucho para ese momento-, sino también lo ridículos y forzados de esos recursos visuales que Sherlock ha ido aglutinando sin interrupción desde el capítulo 1, pero que antes omitíamos porque el extenuante ritmo de la serie no dejaba tiempo para ello.
Las seis Thatchers, en cambio, se lo juega todo a un final supuestamente impactante sin que apenas haya uno o dos giros antes -para los parámetros de la serie, toda una rareza-, haciendo notar por el camino, y por primera vez, que cada capítulo dura una hora y media, y desembocando en la muerte de Mary Watson. Algo bastante previsible sin necesidad de volver la vista a las lecturas –ni de escuchar a Steven Moffat insistiendo muy fuerte en que Sherlock es la historia de dos hombres–, pero que en ningún caso esperábamos que fuera a ser resuelta de modo tan catastrófico y sobreactuado, llegando a niveles parejos en lo que a vergüenza ajena se refiere al episodio de Los sabuesos de Baskerville y su cándida utilización del CGI.
Sherlock y John son arrojados, de este modo, a una situación extrema que hace peligrar su amistad y que sirve de contexto a El detective mentiroso, episodio sin duda mejor, pero que sigue arrastrando una sobreexposición dramática que culmina en abrazos y chistes de solterones -Watson criticando el celibato de su compañero de piso porque eso es lo que hacen los amiguetes-, poco después de haber hecho que los dos protas se dieran de palos. Escenas rocambolescas y exageradas que se extraen de la ambición de los showrunners por poner a los personajes contra las cuerdas para seguir jugando con ellos, y que encuentran un clímax totalmente lógico en el episodio final, llamado El problema final más por ir consiguiendo épica en tiempo de descuento que por suponer una referencia respetuosa al relato en el que Conan Doyle, hastiado de su personaje, decidiera matarlo.
En este season finale que bien podría ser el último, Sherlock, John y Mycroft son sometidos a una serie de torturas, de reminiscencias tan obvias a Saw (2004) que parece de coña, por parte de la recién descubierta Eurus Holmes (Sian Brooke). El misterio, así, se elimina de un plumazo dejando paso a algo parecido al suspense, mientras los personajes se enfrentan sus miedos más profundos y tratan de perfilarse, por última vez, como seres humanos. No obstante, cuando al final descubrimos en qué consistía realmente el regreso de Moriarty –con Queen de fondo, como debe ser–, y asistimos a ese plano final a cámara lenta, descubrimos que los protagonistas de Sherlock nunca han dejado de ser fichas en un tablero –fichas de una muy agradecida interactividad, sí, pero fichas–… así como acabamos de confirmar que los cerebros pensantes detrás del show se están riendo en nuestra cara. Otra vez.
Sherlock como espejo de los listillos
A lo largo de este texto se ha venido defendiendo la condición de Sherlock como mero juego para los guionistas -acaso concienciados de una manera más personal con Doctor Who, en la que Moffat también ejerce de showrunner– al que supeditar tanto los personajes como las puntuales referencias a su mitología. Un producto, en otras palabras, minuciosamente preparado para provocar la diversión desacomplejada y la sorpresa atendiendo a la experiencia lúdica de sus propios responsables, que nunca se toman verdaderamente en serio su propia serie.
Que el trabajo de Moffat y Gattis sea, por tanto, más cerebral que emocional, más lúdico que trascendente, es lo que ha conducido a que las tramas más recientes de Sherlock adolezcan de tamaña falta de autenticidad. Las dos últimas temporadas –La novia abominable podría salvarse por su seguro metalingüístico- han reparado en la ausencia de un corazón justo cuando sus personajes más sufrían y, por tanto, más necesidad tenían de él, y han supuesto el derrumbe de una ficción tan estimulante.
Y al mismo tiempo hemos asistido, y ahora viene lo interesante, a la caída -y a la extenuante deconstrucción- de un personaje como Sherlock Holmes, al que en los últimos capítulos se le ha visto matar a sangre fría, drogarse, recibir una tunda por parte de Watson, revivir traumas infantiles, y decirle “te quiero” -dentro de una escena bochornosa en tantísimos sentidos- a Molly Hooper (Louise Breadley). Sin que nada de esto resultara lógico o sorprendente, sino… raro. Fuera de lugar. Hasta grotesco. Porque no es propio de la serie, tan llamativamente fuera de su zona de confort, meterse en estos berenjenales, y cuando lo ha hecho, levantando y sacudiendo ese sofisticado envoltorio, ha dejado al descubierto todas esas flaquezas que la hacían una más.
Lo que nos lleva a deducir que Sherlock, la serie, ahora es más humana que nunca, y a ser conscientes de que el juego ya nunca volverá a ser divertido. Y nadie quiere jugar a un juego que no es divertido.
Que buen artículo!, me ha encantado, tienes mucha razón en lo que ha derivado la serie. Una pena, porque me divertía muchísimo. Pero ahora se ha quedado más floja en general.
Saludos