[Crítica] ‘Todo el mundo adora nuestra ciudad’: Cuando el grunge era un juego de niños

A lo largo de casi 600 páginas de apretada letra, el periodista Mark Yarm desgrana las crónicas del 'sonido Seattle' a base de testimonios de todo aquel que pintó algo en aquella escena. ¿Merece la pena leer semejante tocho? Pues sí.

Cada vez que un libro sobre música popular agrega las palabras «una historia oral…» a su título, es como si se pintara una diana en el pecho. Y las palabras que pueden leerse bajo esa diana son, faltaría más, Por favor, mátame. Tan influyente ha sido la «historia oral del punk» recopilada por Legs McNeil Gillian McCain que sus huellas han llegado hasta España, con aquel Pequeño circo de Nando Cruz transcribiendo las muy pochas andanzas del indie nacional a base de testimonios en un inmenso volumen. Ahora nos toca reseñar otro tocho de parecidas dimensiones (casi 600 páginas, sin contar censo de testigos ni índices) sólo que de origen foráneo y con un tema más popular y, diríase, más enjundioso: nada menos que la movida grunge de Seattle, con Nirvana como epicentro.

Ante la apabullante, y también muy cuidada, edición española de Espop de Todo el mundo adora nuestra ciudad, cabe hacerse dos preguntas que, en realidad, son una sola. La primera de dichas cuestiones apunta a si el libro de Mark Yarm (antiguo redactor jefe de la difunta Blender, así como colaborador de Wired, Salon, Vulture y otras luminarias) aguanta la comparación con su predecesor seventies y punkarra: sea cual sea el objeto de análisis, igualar el nivel de interés tanto musical como morboso ofrecido por las crónicas de The Stooges, Television, Patti Smith y compañía es dificilísimo, cuando no imposible. La segunda pregunta: si merece la pena arrimarse semejante enciclopedia a la mesilla de noche aunque a uno le caigan regular tanto la banda de Kurt Cobain como Alice In Chains, Pearl Jam y demás grupos de su cotarro.

Por parte de quien suscribe, la respuesta a ambos interrogantes es un «sí» sin reparos, aunque con matices. Porque, quieras que no, la génesis y el desarrollo de una escena crucial en el devenir del pop es un tema que conlleva interés cuando a uno le interesa la música: con sus ganadores, sus perdedores, sus rencillas, sus zancadillas imperdonables y sus súbitos momentos de solidaridad, aquella escena rockera de Seattle que acabó tomando el mundo por asalto en 1991 resulta un panorama magnético y, además, mucho más entrañable que el de la Nueva York descrita por McNeil y McCain. Lo cual, no nos engañemos, se debe a la cutrez inherente a su escenario. En lugar de en los bajos fondos culturales de Nueva York, con Andy Warhol Lou Reed observándolo todo cual deidades en su Olimpo de plastiquillo, los protagonistas de Todo el mundo adora nuestra ciudad tramaron sus contubernios en una ciudad provinciana, si bien próspera, y en sus muy campurrianas inmediaciones.

Aunque la idea de un libro sobre las bandas de Vigo o incluso de Murcia resulta casi inconcebible, básicamente porque en España apenas hubo grungey porque ninguna de esas dos ciudades ha incubado un fenómeno capaz de desalojar a Michael Jackson del número uno de las listas de ventas (proeza que, conviene recordar, obtuvieron Nirvana con Nevermind (1991), uno sospecha que dicha obra provocaría una impresión bastante similar a la que deja la obra de Mark Yarm. La cual no deja de ser la crónica de unos garrulillos de provincias que tuvieron la suerte de estar en el lugar adecuado y en el momento adecuado, contando además con buenas dosis de talento y de esfuerzo para darse a conocer.

De este modo, si algo que deja claro este volumen es que, como todos los fenómenos similares, el ‘sonido Seattle’ se incubó a fuego lento durante casi una década, comenzando su declive justo en el momento en el que el mundo entero comenzó a hacerle ojitos y a ponerse camisas de franela a cuadros. Gracias a ello uno ha podido trabar conocimiento con grupos a los que les cuadra ese adjetivo tan feo que es «seminal», con Malfunkshun a la cabeza, así como recordar la importancia capital, y nunca reconocida propiamente, de los inmensos Screaming Trees. Si bien, en este último caso, Mark Lanegan queda como un divo bastante inaguantable.

Peter Bagge y 'Odio': el dedo en la llaga.

Peter Bagge y ‘Odio’: el dedo en la llaga.

El hecho de que TAD o los Mudhoney primerizos parezcan en ocasiones sacados de una versión de Ortega y Pacheco ambientada en el estado de Washington, o que muchas de las anécdotas protagonizadas por estos y otros conjuntos resulten más propias de Leonard y los Dioses del Amor (aquella parodia vitriólica concebida por Peter Bagge para su cómic Odio) que de bandas a las que uno asume un porte, una leyenda y todas esas cosas, es sólo la mitad de la diversión. Donde ha de notarse la mano del cronista es a la hora de ensamblar las declaraciones en un todo coherente y, sobre todo, con una progresión que dote de sentido a la historia. ¿Consigue esto Yarn? Uno se da cuenta de que sí cuando se sobrepone a la fatiga lectora y a ese censo de personajes más largo que el de Guerra y paz. Mediante este escalado notamos cosas como que el papel del sello Sub Pop, dirigido por un Bruce Pavitt al borde del perpetuo ataque de nervios, fue en realidad tan crucial como se dice. O que, si bien el suicidio de Cobain en 1994 fue un hecho de trascendencia indiscutible, fueron otras dos defunciones (la de Andy Wood, de los pioneros Malfunkshun y Mother Love Bone, en 1990) la que avisó a los chavalotes de que aquello iba en serio y, paradójicamente, también les galvanizó para ponerles rumbo al infinito.

Sobre el contenido de este libro podría decirse muchísimo más. Sin ir más lejos, es muy esclarecedor el retrato que arroja de las inestables (casi vergonzantes) relaciones entre el grunge y ese metal ochentero, con maquillaje y cardados, del que muchos de sus miembros nunca abominaron del todo: ojo a la crónica de la gira de Soundgarden como teloneros de Guns’N’Roses, una experiencia que arrojó a Chris Cornell y los suyos de cabeza al circo del rock’n’roll de estadio y muñeca hinchable. También cabe señalar que las declaraciones de Courtney Love provocan sensaciones entre la admiración (menuda tralla tuvo que aguantar la pobre, y qué poco se ha reconocido su talento), la risa floja ante sus obvias exageraciones y el presagio de una inminente subida del pan cada vez que su nombre aparece en el texto. Pero ante la pregunta definitiva, la de si merece la pena el esfuerzo, la respuesta vuelve a ser un «sí», siempre que se tengan tiempo y ganas, y aunque la escucha de Badmotorfinger, Dirt o incluso Nevermind provoque en el lector potencial una pereza tan pesada como sus riffs de guitarra. No es poco logro.

 

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Everybody Loves Our Town: An Oral History of Grunge

Año: 2015
Una crónica detalladísima y bien hilvanada del fenómeno que convirtió a unos chavalotes de provincias en estrellas de ese rock del que decían renegar.
Editorial: Espop Ediciones
Autor: Mark Yarm