Vulcania pertenece a un género relativamente inédito en nuestro país: la distopía. Siempre que no consideremos Amanece que no es poco (1989) una distopía atecnológica, claro. Vulcania, en cualquier caso, es mucho más seria que la obra maestra de José Luis Cuerda; y sin embargo, es igual de irremediablemente española. Lo que, sin duda, la beneficia.
Vulcania parte de una idea ingeniosísima: plantar en la infernal España de nuestra posguerra una historia alternativa, un mundo que nunca existió, aislado del exterior y en el que sus habitantes viven cegados a cualquier injerencia foránea. Y sometidos laboral y moralmente (en parte a la fuerza, en parte porque creen buenamente que es lo más adecuado para prosperar) por un hatajo de desgraciados que van del sádico con aires de grandeza al majadero que obedece eternas órdenes de un superior inmediato. Nos suena, ¿verdad?
Claro que nos suena: Vulcania es unindisimulado reflejo distópico de nuestra posguerra. De la propaganda (aquí un poco más en la onda soviética) a las Fuerzas Vivas que manejan el cotarro en las sombras; de las familias enfrentadas con odio cainita por un conflicto aún demasiado fresco, al ansia de encontrar la salida a tanta pobreza y sinsabores, o a los movimientos revolucionarios y prohibidos que desencadenan por accidente la tragedia. Clásicos de la ciencia-ficción politizada como 1984 (1948) o La fuga de Logan (1976) vertebran la caja de resonancia de una película insólita en nuestro a veces demasiado clónico cine nacional. No solo cita a los clásicos del género y lo hace con mucho gusto, sino que triunfa en su apuesta más arriesgada: agarrar mimbres eminentemente anglosajones y darles un sentido completamente nuestro.
Para conseguirlo, el director y guionista José Skaf empieza por no conceder demasiados datos: lo cierto es que es complicado ubicar la acción de Vulcania en una época o espacio determinados. Aunque el objeto de su código simbólico está claro, no lo está tanto en la ficción. ¿Mundo futuro, pasado o mezcla de ambos? Eso beneficia al resultado, porque Vulcania habla de nosotros sin caer en localismos: la fundición en la que trabaja todo un pueblo martirizado por los de siempre es una imagen suficientemente grande y ambigua como para funcionar a muchos niveles. Como guinda, unas excelentes interpretaciones dan vida a este guion tan bien planteado: José Sacristán, por supuesto, en cabeza, con un papel que da más de una sorpresa agradable -sorpresas, además, preñadas de significado-; Miguel Fernández y Aura Garrido, por otro lado, también están estupendos y limpios de tics de ambientaciones televisivas paralelas a esta.
La película solo tiene un problema, y viene por el exceso más que por el defecto: los villanos tienen demasiado interés. Cuando se descubre sus identidades e intenciones (no estamos haciendo ningún espoiler aquí: Vulcania tiene un ritmo adecuadamente tranquilo, alejado de los giros de guión por la jeta), queremos saber más de ellos y de cómo se ha generado esa especie de carcel kafkiana colectiva -otro nombre que resuena no por casualidad entre las influencias que hay en los recovecos de la aldea-. De acuerdo: los héroes y sus cuitas son interesantes, pero se adivinan una cantidad de odios, puñaladas traperas y, sobre todo, pasados ignominiosos entre los villanos, que el espectador no puede evitar querer saber más de eso.
Vulcania acaba levantando más preguntas que regalando respuestas, y está bien que así sea. El futuro, el pasado e incluso lo que hemos presenciado en la película esta lleno de brumas que no se disiparán del todo. Aún así, la cuestión más importante de todas sí nos gustaría que se viera respondida con prontitud: ¿hay en el cine español hueco para más sitios imposibles, enigmáticos y reconocibles como Vulcania?