Derek Zoolander vuelve en una aventura donde la chorrada en estado más o menos puro es sustituida por un carrusel de cameos multimillonarios y cierta pereza en el engranaje de los gags. Sin embargo, la condición de película de culto que su precedente se ha ganado con el tiempo aporta a esta secuela cierto espacio para un humor inesperadamente maquiavélico.
Zoolander (2001), sin ser un fracaso, no puede considerarse uno de los grandes éxitos financieros de la carrera de Ben Stiller: sus sesenta millones de dólares de recaudación palidecen frente a películas en las que ha intervenido el actor como Los padres de ella (2000) o Noche en el museo (2006). Sin embargo, el mercado doméstico y los pases televisivos (en una época en la que Internet no formaba parte del día a día hasta el punto en el que lo forma hoy) han acabado dando forma a una auténtica comedia de culto, y Zoolander se ha convertido en uno de los grandes iconos de la descafeinada zona de la comedia mainstream de los dosmiles.
La secuela de Zoolander ha tardado tanto en llegar, posiblemente, porque no tenía ante sí una tarea sencilla: algunos de sus chistes icónicos (la muerte de los amigos supermodelos en la gasolinera, la imposibilidad de diferenciar entre Acero Azul, Le Tigre o Magnum) solo pueden ser rememorados con el autoplagio, y la imagen del mundo de la moda en aquella película era a la vez tan idiota y tan afilada que Zoolander 2 no tiene más remedio que ceder a menudo a la tentación de, simplemente, clonar aquel universo. No es tarea sencilla ampliarlo, insisto. Para empezar porque por 2001 la alta costura y sus tics aún tenían cierto halo glamouroso que con el tiempo han desaparecido a causa de las corrientes de normalización del lujo y la devastadora acción de la propia Zoolander. La parodia de los modelos oligofrénicos y guapísimos tipo Fabio tenía un sentido entonces. Hoy es posible que los espectadores más jóvenes ni siquiera entiendan el referente.
Desde ese punto de vista, Zoolander 2 luce un poco agotada: el objeto de mofa está (nunca mejor dicho) pasado de moda, las posibilidades del protagonista idiota fueron ya exprimidas (y cómo) en la primera entrega, y las bases para esta nueva aventura (la parodia de los códigos del cine de espías estilo Bond, la idea del héroe maduro y decadente cuyo momento ya pasó) se ponen en marcha de forma tímida y no demasiado original. Algunas de las señas de identidad de la serie, como los cameos de los famosos, parecen más de compromiso que otra cosa. Como secuela, Zoolander 2 es algo perezosa.
Sin embargo, donde sí brilla es en un inesperado regalo para quienes acudan al cine buscando algo de veneno contra el mundo de las apariencias, la belleza impostada y la estupidez multimillonaria: con el paso del tiempo Zoolander se ha convertido en una película de culto, y su consecuente secuela, una comedia sobre el mundo de la moda donde hay que estar. Y si en la película original daba la (gozosa) impresión de que muchas de las personalidades de ese mundo no sabían que Stiller y los suyos les estaban tomando el pelo, en este caso es sorprendente ver cómo Anna Wintour, Valentino o Marc Jacobs, entre muchos otros, se prestan abiertamente a que Stiller o un Will Ferrell más viperino y desnortado que nunca se rían de ellos abiertamente. La sensación que queda al espectador es que o son tan idiotas como el propio Zoolander o están dispuestos a cualquier cosa con tal de conseguir unos minutos en la película de moda. En cualquier caso, corroboran las teorías más negras sobre un mundo que, en este caso, queda en evidencia por defecto, y no porque la película sea especialmente cruel.
Zoolander 2 no es una mala película: ni siquiera es una mala secuela. Cada pocos minutos hay un buen chiste, y demonios, uno nunca se cansa de oir la línea de teclado del Relax de Frankie goes to Hollywood. La tarea era compleja y Ben Stiller y su ejército de guionistas salen relativamente airosos del empeño: quizás sobraba la trama a lo El código Da Vinci (2006), definitivamente sobra una Penélope Cruz despistadísima, pero Zoolander 2 sabe a qué juega, y lo juega bien. Por ejemplo, la exagerada muerte de Justin Bieber tiroteado al principio del film está claramente pensado para que ya mismo, en el momento en el que lees estas líneas, haya decenas de gifs difundidos por anti-bieberistas plagando las redes. La ambigüedad sexual de los Derek y Hansel está muy bien manejada, y proporciona momentos no solo hilarantes (¡Kiefer!) sino algunas ideas que entran en el campo de lo-nunca-visto-en-pantalla. Cuando la película se pone extravagante funciona como un tiro, como sucede en el desternillante anuncio con cameo de Naomi Campbell o en todo lo relativo a Mogatu (sobre todo la cárcel, la parodia de El silencio de los corderos -1991- y su fantástico plan de fuga.
Es solo que la película es muy superior cuando tiene muy mala leche, como en los escasísimos momentos en los que Zoolander juguetea con la posibilidad de que su protagonista no solo es un tonto entrañable, sino un miserable imbécil, como cuando descubre con inconcebible horror que su hijo está… gordo. O con la nueva villana, una Kristen Wiig divertidísima, de dicción incomprensible y claramente inspirada en Donatella Versace. Es ahi donde brilla con más fuerza Zoolander 2, y el fan hardcore de la primera entrega tendrá motivos bien fundados para el regocijo. Para todo lo demás… Derelicte.
Zoolander es un peliculón.