Cuando el pasado nos alcance: la trilogía de los Trípodes y otras novelas pioneras de la ciencia-ficción retroregresiva

A finales de la década de los sesenta se publicaron varias novelas de ciencia-ficción con una premisa similar: un mundo rural e idílico que en realidad esconde un futuro de retraso tecnológico. Os invitamos a conocer estas obras que revelan una ansiedad hacia el progreso tan actual en el momento de su publicación como esta misma mañana.

Solemos ver a la década de 1960 como un periodo de rebeldía y vitalismo. Y es cierto. Pero también fue una época marcada por la desconfianza y la ansiedad social hacia los avances técnicos. Aún estaban cercanos Hiroshima y el Holocausto nazi, que habían demostrado lo terrible del progreso cuando se aplica al asesinato en masa. Se produjeron chocantes adelantos en las telecomunicaciones, la informática y la genética. La televisión había entrado con fuerza en los hogares. La primera conexión mundial vía satélite tuvo lugar en 1967. En 1969 el Apolo 11 llegó a la Luna y tuvo lugar la primera demostración pública de la primera conexión remota entre ordenadores, lo que con el tiempo sería internet.

Antes de publicar su célebre El shock del futuro (1970), el futurólogo Alvin Toffler ya había avisado de los efectos que el progreso tecnológico acelerado estaba produciendo sobre nuestra visión del mundo y nuestra estabilidad emocional. En un artículo de 1965 titulado The future as a way of life, Toffler acuñó el concepto que le haría famoso, el “future shock”, que definió como “la desorientación traída por la prematura llegada del futuro”. Por supuesto, la ficción también recogió esta preocupación y comenzaron a proliferar obras literarias y audiovisuales que exploraban los peligros de la tecnología fuera de control. Seguramente la más conocida (pero ni mucho menos la primera) fue 2001: Una odisea del espacio (1968), en la que el superordenador HAL 9000 cobraba conciencia para desgracia de la tripulación de la Discovery. 

Toffler también hizo una observación interesante al comparar el shock del futuro con el choque cultural que nos puede producir visitar una cultura muy diferente a la nuestra: tu país te espera a la vuelta, pero el pasado no. Es imposible regresar a él. El autor recetaba como remedio leer mucha ciencia-ficción, no tanto por su valor predictivo sino como exploración imaginativa de problemas a los que más pronto que tarde nos terminaremos enfrentando. Lo que se le escapaba al bueno de Alvin es que la ciencia-ficción también puede transportarnos a futuros donde el reloj del progreso está parado o ha retrocedido. A falta de mejor nombre, denominaremos a este subgénero con un neologismo: lo llamaremos ciencia-ficción retroregresiva. 

Entre 1967 y 1968 se publicaron varias novelas de autores británicos pioneras en este tipo de ciencia ficción. Relatos sobre sociedades rurales e idílicas que, sin embargo, esconden un origen siniestro porque en realidad se ubican en un futuro en el que la humanidad ha sufrido un retraso tecnológico. No se trata de las habituales distopías en las que una catástrofe ha creado una nueva edad de piedra o una sociedad neotribal en la que imperan la violencia y la lucha por la supervivencia. Se trata de novelas y trilogías, a menudo dentro de los parámetros de la literatura juvenil, en las que un gran evento ha hecho retroceder la sociedad hasta una arcadia feliz aunque solo en apariencia; un retrofuturo chocante que nos genera como lectores un placentero extrañamiento hacia nuestra realidad y que nos permite además reflexionar sobre si realmente cualquier tiempo pasado fue mejor.

La Trilogía de los Trípodes (1967-68) de John Christopher

Las montañas blancas (1967) se ambienta en un futuro en el que la tecnología más avanzada es el reloj de cuco. Will, su protagonista, decide escapar de la idílica aldea inglesa en la que nació para evitar someterse a la Ceremonia de la Placa, un ritual por el que pasan todos los jóvenes al cumplir 14 años y que consiste en la colocación en el cráneo de una malla metálica que borra cualquier tipo de curiosidad. La Placa les es colocada por unas gigantescas criaturas metálicas de tres patas conocidas como los Trípodes, a los que los adultos rinden pleitesía. Will no quiere convertirse en un manso conformista y junto a su primo Henry, con quien no se lleva muy bien, se embarca en un viaje hacia las Montañas Blancas (los Alpes), en las que se rumorea que habitan los últimos humanos libres. En su camino a través de Europa conocen a un chico francés, Jean-Paul, delgado y estudioso, y encuentran formidables ciudades y los restos de avanzadas tecnologías antiguas. Poco a poco vamos descubriendo que los Trípodes son en realidad invasores alienígenas que un siglo antes esclavizaron a la humanidad, obligándola a volver a una forma de vida preindustrial. 

John Christopher fue un autor muy hábil construyendo realidades alternativas y que se especializó en protagonistas adolescentes arrogantes y competitivos que aprenden poco a poco a aceptar sus defectos. En Las montañas blancas no quiso ocultar su evidente deuda con La guerra de los mundos (1898) y sus marcianos porque, como HG Wells, Christopher quería utilizar la invasión extraterrestre como trasunto del colonialismo; quería que sus jóvenes lectores imaginaran cómo sería vivir en un mundo carente de comodidades y adelantos y en el que fuerzas irresistibles te han privado de toda libertad. La Ceremonia de la Placa es una poco disimulada metáfora del paso a la adultez y a sus servidumbres; Will se rebela contra esa imposición de uniformidad. La combinación de todos estos elementos convierte a Las montañas blancas en una de las obras más importantes de la literatura juvenil del pasado siglo, aunque, leída hoy, sufra junto con el resto de la trilogía de una total ausencia de personajes femeninos relevantes; los pocos que aparecen son meros intereses amorosos de los tres protagonistas.

Más ambiciosas pero menos sorprendentes fueron las siguientes entregas, todas ellas publicadas en nuestro país por Alfaguara y popularizadas a finales de los ochenta por la Biblioteca Juvenil Salvat en su edición para kioscos. En La ciudad de oro y plomo (1968) Will entra en la fantástica ciudad de los Trípodes para servir como esclavo, lo que nos descubre que los invasores son una raza tentacular y lovecraftiana a la que su longevidad permite realizar sin problema largos viajes interestelares. En El estanque de fuego (1968), Will, Henry y Jean Paul consiguen organizar un movimiento de resistencia global para acabar de una vez con los invasores. El final no será tan dulce ni unívoco como podría parecer porque el desafío último al que se enfrentarán los rebeldes será sortear las desconfianzas y rivalidades entre ellos, un problema muy humano que la Placa alienígena había conseguido erradicar. 

A mediados de los ochenta, los dos primeros libros de la Trilogía de los Trípodes fueron adaptados por la BBC para la televisión. Aunque no alcanzara la altura de otras series juveniles inglesas de la época, The Tripods (1984-85) fue una interesante y costosa adaptación de la trilogía, muy fiel al texto original en su primera temporada, menos en la segunda. La serie, que contiene momentos verdaderamente terroríficos como la primera Ceremonia de la Placa y otros asombrosos como la llegada de Will a la imponente ciudad de los Trípodes, ha desarrollado cierto culto nostálgico y puede encontrarse fácilmente online. Aprovechando su éxito, Christopher escribió una cuarta entrega en forma de precuela, inédita en nuestro país. Aunque inferior a las anteriores, When the Tripods came (1988) nos descubre que los Trípodes consiguieron invadirnos gracias al control mental que ejercieron a través de un programa de televisión con un inquietante parecido con Los Boohbah (2003-05) y el demencial Youtube preescolar.

Pavana (1968) de Keith Roberts

La más conocida obra de su autor, Pavana es también una de las joyas indiscutibles del género ucrónico o de historias alternativas. Ficciones ambientadas en una línea temporal que diverge de la nuestra porque un evento histórico se produjo de forma diferente al que conocemos. Las ucronías más habituales son aquellas en las que los nazis salen bien parados de la Segunda Guerra Mundial, una premisa muy actual como demuestran series recientes como El hombre en el castillo (2015-19), SS-GB (2017) o La conjura contra América (2020). Pero hay muchísimas otras, por ejemplo aquellas en las que la II República vence en la Guerra Civil Española o en las que el imperio mongol de la Horda Dorada no cayó, como sucede en Ada o el ardor (1969) de Vladimir Nabokov. En Pavana, el punto de divergencia, también llamado Punto Jombar, es el asesinato de la Reina Isabel I de Inglaterra en vísperas de la invasión de la Armada Invencible, lo que termina causando que Felipe II conquiste la pérfida Albión, que la Contrarreforma se imponga en Europa y que la iglesia católica domine el continente sin oposición durante 400 años. 

La novela se articula en seis capítulos independientes más una coda (que es la forma de la pavana, un baile cortesano del Renacimiento), relacionadas levemente entre sí y ambientadas en un 1968 alternativo en el que Inglaterra se encuentra al borde de la primera Revolución Industrial. La tecnología más avanzada permitida por la Inquisición es la máquina de vapor y hay arduas discusiones en el seno de la Iglesia sobre si el petróleo debe o no utilizarse. Pero los capítulos no se preocupan por eventos tan macroscópicos sino por historias de individuos sometidos a fuerzas mayores y que no pueden sino bailar a la música que se les impone. Los seis relatos, cada uno una obra maestra en miniatura, dibujan una Inglaterra salvaje y fronteriza en la que las locomotoras, los monasterios y la comunicación mediante enormes postes de señales conviven con la magia, las hadas y los cultos a dioses paganos, que solo parecen retirarse ahora que la Iglesia está perdiendo su poder y el progreso tecnológico se va acelerando.

Pavana es una novela magnífica y exquisitamente escrita pero no demasiado apreciada en nuestro país, en parte porque también es una novela exigente que mezcla realismo y fantasía, que permanece menos atenta a la trama que a la ambientación y que utiliza un lenguaje detallado y rico (muy bien preservado, por cierto, en la traducción editada por Minotauro). También pesa entre el público español su premisa, tan anglosajona y anticatólica, que parece dar la razón a Roca Barea. Pero las apariencias engañan. Pavana no nos ofrece una repetición más de la idea de que la Inquisición fue mala malísima (que lo fue, como lo fueron también otras formas de cristianismo). La coda final, que no quiero destriparos demasiado, pone el texto patas arriba y nos desvela la verdadera preocupación de su autor: puede que quemar a unas cuantas brujas y ahorcar a un puñado de herejes no sea tan malo si eso sirve para evitar que sucedan Hiroshima y Auschwitz.

La Trilogía de Los Cambios (1968-70) de Peter Dickinson

Terminamos con otra trilogía de novelas juveniles, creadas por el escritor y poeta británico Peter Dickinson y que fueron editadas en España por Altea en su mítica colección Junior / Ciencia Ficción. La primera entrega, El traficante de climas (1968), se abre con Geoffrey, un adolescente que de pronto se despierta del estado de estupor y amnesia en el que ha estado sumido durante años. Descubre que ha estado trabajando como “traficante de climas” en una aldea inglesa a orillas del Canal de la Mancha, trayendo y llevando lluvias según conviniera a las cosechas por medios en apariencia mágicos. Cuando los adultos de la aldea descubren que su hermana Sally y él quieren reparar la lancha motora de su tío, les toman por brujos y tratan de matarlos. Consiguen escapar hasta Francia donde descubren que allí todo es “normal”: hay coches, motores y máquinas. Y es que unos años antes una fuerza misteriosa convirtió a la población inglesa en una masa enfurecida de fanáticos luditas que llevaron a Inglaterra de vuelta a la Edad Media. Francia y otros países europeos han intentado averiguar la causa de “Los Cambios” pero ninguno de los agentes enviados allí ha regresado para contarlo. Los franceses piden a Geoffrey y Sally que regresen a Inglaterra para descubrir qué sucede. Tras una serie de aventuras, consiguen llegar hasta la costa de Gales, de donde emana una extraña perturbación atmosférica que parece ser la causa de Los Cambios y cuyo origen quizá se encuentre en las leyendas artúricas. 

Seguramente Dickinson se dio cuenta de que una premisa tan interesante daba para más de una novela y decidió escribir otras dos entregas que preceden cronológicamente a los eventos de El traficante de climas. Con ellas exploró de forma explícita una idea latente en aquella primera parte: que la pulsión inglesa por regresar a un pasado bucólico y sencillo es una forma encubierta de ignorancia y xenofobia. Los Cambios son, en realidad, una forma de “Brexit duro” con el que Inglaterra abandona no la UE, sino el presente. En El pensamiento (1969) descubrimos que casi todos los inmigrantes huyeron de Inglaterra cuando comenzaron Los Cambios y que cualquiera que demuestre algún conocimiento sobre cómo funciona la tecnología o la maquinaria moderna es perseguido por brujo, lo que recuerda aquella frase del político conservador Michael Gove en las vísperas del referéndum del Brexit: “Este país está harto de los expertos”. Como El traficante de climas, esta segunda entrega es una historia lineal de aventuras. Un “brujo”, en realidad un agente de la inteligencia estadounidense enviado para investigar los misteriosos Cambios, es rescatado por tres niños de una aldea, que tratarán de devolverlo a casa. Pero para ello tendrán que atravesar en barco los canales fluviales de una Inglaterra profunda poblada por perros salvajes y aldeanos supersticiosos. 

Aunque fuera la tercera en ser publicada, Los hijos del diablo (1970) es cronológicamente la primera entrega de la trilogía. Nicky, una niña de 12 años que vive en Londres, es abandonada por sus padres cuando estos se unen al resto de adultos en un frenesí antitecnológico que les hace destruir cualquier televisor, nevera o coche que ven. Nicky se une a una caravana de sijs, odiados por no ser blancos en esta Inglaterra caída en una nueva Edad Oscura. Nicky y los “hijos del diablo” dejan Londres y se dirigen al campo en busca de un lugar seguro en el que asentarse de forma permanente. La muchacha aprende a querer y respetar a su familia adoptiva, cuyos miembros han creado una red de cuidados y una inteligencia colectiva que contrasta con la zafiedad y violencia de los ingleses. El grupo se establece cerca de una comunidad agrícola cuyos habitantes les temen y desprecian. Pero cuando un grupo de bandidos neomedievales ataca la aldea, Nicky y sus nuevos amigos no dudan en acudir a protegerla y se enfrentan a los malvados con inteligencia, espadas y flechas. 

Las tres novelas utilizan un patrón habitual en la literatura juvenil: unos protagonistas que deben enfrentarse al mundo sin sus padres. En este caso, los progenitores de Geoffrey o Nicky no han muerto sino a que se han transformado en unos brutos mezquinos en los que ya no pueden confiar. El mundo al que estos muchachos son empujados es caótico e incomprensible, lo que refleja bastante bien la experiencia de ser adolescente. De las tres entregas, quizá sea Los hijos del diablo la que más destaca literariamente porque Dickinson narra de forma deliciosa el descubrimiento que Nicky hace de las costumbres, folclore y tradiciones orales de su nueva familia. 

En 1975, la BBC adaptó la trilogía condensándola en una magnífica serie de 10 episodios, The Changes (1975). En los primeros episodios, Nicky busca a sus padres pero después comienza a interesarse por la causa de Los Cambios hasta que se enfrenta a ella en el último episodio. A menudo inquietante, The Changes pertenece junto con otras como The Guardians (1971), basada en otra novela del autor de la Trilogía de los Trípodes, The tomorrow people (1973-79), Children of the stones (1977) o Chocky (1984-86) al ramillete de espléndidas y desasosegantes series fantásticas juveniles que la televisión británica produjo durante los 70 y 80. De ellas hablaremos en otra ocasión. 

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