Se cumplen treinta años del estreno de ¿Quién engañó a Roger Rabbit?, una película importantísima para la industria cinematográfica, y no sólo porque su éxito salvara el culo a Disney durante la aciaga década de los ochenta. El mayor atractivo del film dirigido por Robert Zemeckis residía en cómo trajo los dibujos animados a nuestro mundo y les hizo heredar todos nuestros vicios, aunque no sería ni el primero ni el último en mezclar ambas realidades. Analizamos las peculiares combinaciones que nos ha dado el cine.
Cuando, en 1981, Gary K. Wolff puso punto final a su novela ¿Quién censuró a Roger Rabbit?, estaba bastante lejos de imaginar que el argumento de la misma acabaría enmarcado en un maxi-crossover de propiedades intelectuales y siendo destinado (en principio) a toda la familia. El susodicho Roger Rabbit, que se había escapado de una ficticia tira cómica, era un conejo pesimista, malhablado, y con una agresividad que superaría ampliamente la del ceñudo Eddie Valiant que finalmente veríamos en cines interpretado por Bob Hoskins. Y sin embargo, sus dudas con respecto a la lealtad de su esposa, y la atmósfera noir que era testigo de sus pasos sí que se mantuvieron en su adaptación a la gran pantalla… aunque fueran prácticamente los únicos elementos.
¿Quién engañó a Roger Rabbit?, dirigida por Robert Zemeckis en 1988, fue una película gestada enteramente en despachos, y con un guión que no dejó de experimentar modificaciones a lo largo de los cerca de siete años que duró la preproducción. Los ejecutivos de Walt Disney Productions coincidían en el potencial de la obra de Wolff, pero no así en la forma de sacarle partido, y temían que el conservar la oscuridad del manuscrito precipitara el proyecto a un fracaso similar al de la infausta Taron y el caldero mágico (1985), que aún les quitaba el sueño por las noches. Cuando Steven Spielberg se dejó caer por allí no sólo pudo convencerles de que Robert Zemeckis, director de hits recientes como Tras el Corazón Verde (1984) y Regreso al futuro (1985) era la mejor opción para ponerse tras las cámaras, sino que también hizo posible una idea que en su momento no pudo sino parecer de lo más desquiciada: hacer que en el escenario de la historia Roger y Jessica Rabbit convivieran con una turba de dibujos animados sobradamente conocidos por el público.
Spielberg, en unos esfuerzos similares a los que años después realizaría con el sindiós de Ready Player One (2018), logró que compañías como Fleischer Studios, Universal Pictures o Warner Bros. cedieran los derechos de imagen de sus criaturas más icónicas, siendo esta última la más difícil de convencer al exigir que sus dos hijos de mayor renombre -Bugs Bunny y el Pato Lucas- dispusieran de exactamente el mismo tiempo en pantalla que Mickey Mouse y el Pato Donald. Secuencias tan descacharrantes como el duelo de pianos o el salto en paracaídas tuvieron finalmente lugar, como vemos, no gracias especialmente a un derroche de creatividad, sino al encaje de bolillos del tito Steven… lo que sumándolo al hecho de que la idea de que los dibujos animados trastearan por nuestro mundo llevaba ya décadas deambulando por los despachos de Hollywood, no acababa dejando en buen lugar la naturaleza de ¿Quién engañó a Roger Rabbit? en tanto a producto genuino, o relevante.
Lo genial de la película de Zemeckis -por cuya animación Richard Williams acabaría recibiendo un Oscar honorífico- residió no obstante en cómo aglutinó muchas de las narrativas y dinámicas que habían respaldado hasta ahora este desdoblamiento de la realidad cinematográfica. Empezando por lo obvio, y por algo que ya estaba presente en la obra original de Wolff: darle una vuelta de tuerca a eso de que los dibujos animados eran animalitos amaestrados para disfrute del público infantil.
Los mejores amigos de los niños
Ya hablamos recientemente por aquí de Gertie, the Dinosaur, pero resulta interesante volver a mencionar este cortometraje de 1914 no ya como inicio de la injusta trayectoria en el cine de estos reptiles prehistóricos, sino como primera incursión en las posibilidades de combinar la animación y la acción real dentro de una misma obra. En el corto de Winsor McCay no llegaba a haber un plano en el que coincidieran ambos extractos de imagen debido a insuficiencias técnicas, pero sí se promulgaba una forma de estructurar la diégesis que tendría un largo recorrido a partir de entonces: por un lado los humanos (McCay, su impresionable público, y ese George McMannus con el que ha apostado que es capaz de devolverle la vida a los dinos), y por otro su creación, que tras ser dibujada cuidadosamente adquiere vida propia e interactúa con el primer grupo, aunque en Gertie, the Dinosaur no llegue a abandonar el lienzo desde el cual recibe órdenes que cumple sin dudar.
Gertie es un animal tranquilo, adorable, y dispuesto a entablar una relación amistosa y servil con los humanos; si éstos son niños, dada la familiaridad de sus rasgos, mejor. Surge en una tesitura donde se pretende que sea algo más que un dibujo, al tener como modelo a un colectivo de animales que existió verdaderamente hace millones de años y, antes de que la tecnología CGI y los animatronics pudieran ofrecer un resultado mucho más convincente en Parque Jurásico (1993), recurrir a los trazos gruesos y la mano alzada era la forma más sencilla de forzar esa identificación, y de aprovechar ya de paso para asociarla con el público infantil. Desde la realización de Gertie, the Dinosaur pasaron más de sesenta años hasta el rodaje de Pedro y el dragón Elliot (1977), donde el susodicho dragón compartía nuestro mismo plano de realidad desde el principio, y debíamos creer que los personajes humanos lo tenían ahí delante, de verdad, corpóreo, para que la película funcionara. No lo hacía del todo, no tanto por culpa del animalico -puesto en marcha por un Don Bluth que a lo largo de la siguiente década pondría en serios apuros a la misma Casa del Ratón que una vez le diera de comer-, como por sus inexpresivos compañeros humanos; pero la huella de McCay, igualmente, era bien visible.
La concepción del dibujo animado en tanto a su vertiente occidental -es decir, llevada a cabo por la Casa del Ratón- ha estado durante gran cantidad de tiempo asociada al consumo infantil, y es por ello que sus ocasionales coqueteos con otros formatos también debían adscribirse a él. De hecho, ha sido la propia cantera de Disney la encargada de conservar esta condición dócil y amigable incluso cuando las criaturas de tinta eran arrojadas a un mundo bastante más cruel, y en este caso, su bondad podía servir de ejemplo para sujetos tan imperfectos y confusos como nosotros. Canción del sur (1946), la película maldita de Disney a causa de un discurso sobre entendimiento entre razas que hay que ver para creer, es paradigmática en ese sentido.
Juanín (Bobby Driscoll) es un niño asquerosamente rico que, cosas de la vida, no es nada feliz, pero no pasa nada porque cuenta con uno de los esclavos más viejos y sabios de la finca (James Baskett), para que le haga más llevadera la tontería contándole cuentos. Así, el tío Remus le presenta al Hermano Zorro, al Hermano Oso y al Hermano Rabito —todos ellos, por cierto, salen en planos aleatorios de ¿Quién engañó a Roger Rabbit?—, y a través de sus aventuras va mostrándole el verdadero significado de la existencia, uno que forzosamente acabará llevándole a él y a sus amiguitos blancos bailando por un sendero de vivos colores rodeados de pajaritos y otros animales cantores. Sí, la cosa tiene un acusado componente lisérgico -al fin y al cabo, el espabilao de Juanín opta por refugiarse en otros ámbitos de la realidad para aprender a sobrellevar el día a día-, e involuntariamente Disney ahondaría en éste con su siguiente largometraje combinando la animación y el live action: la parcialmente desconocida So Dear to my Heart (1948), donde Jeremiah -otra vez Bobby Driscoll, quien no es de extrañar que acabara adicto perdido- se hacía amigo de un corderito negro aconsejado por un búho con birrete. De eso a las ensoñaciones adolescentes de Bel Powley en The Diary of a Teenage Girl (2015), en efecto, sólo había un paso.
El asalto de los dibujos a nuestro mundo con el fin de darles un buen rato a quienes supuestamente siempre han sido sus destinatarios, pese a lo que pudiera parecer, no siempre ha sido tan divertido. El mismo año de Pedro y el dragón Elliot se estrenó en Australia, con el claro objetivo de “disneyficar” su industria, Dot and the Kangaroo (1977), una apuesta rarísima donde la mayor parte de los personajes eran dibujos animados abriéndose paso en entornos reales. Al menos dicho largometraje fue un éxito comercial que originó varias secuelas, algo que no compartió, muchos años después, la española El rey de la granja (2002), donde un extraterrestre acogía la forma de un gallo antropomórfico para infiltrarse en una granja escuela y encontrábamos a Karlos Arguiñano interpretando un pequeño papel con resultados de lo más… vale, a quién pretendo engañar, sí que ha sido siempre tan divertido.

Ehm,.. ¿cómo hemos llegado aquí?
No obstante, y volviendo a ¿Quién engañó a Roger Rabbit?, uno de los hallazgos más felices de su propuesta consistió en jugar constantemente con su carácter de película para todos los públicos. Y no sólo en cuanto a una inteligentísima asimilación de los códigos del noir –ya presentes en la obra de Wolff, y bebiendo descaradamente del guión de Chinatown (1974)-, sino en cuanto a elementos menos sutiles, como suponía todo lo que rodeaba a Baby Sherman. Ay, cómo queremos todos a Baby Sherman.
De cuando el pato Donald tuvo una erección
Una de las escenas más conmovedoras de Happy Feet (2006) tenía lugar cuando el protagonista, tras pasar gran parte del tiempo en compañía de sus congéneres digitales, se ponía a bailar frente a una niña maravillada al otro lado de las paredes del acuario. Pues bien, si ¿Quién engañó a Roger Rabbit? hubiera tenido aún más influencia de la que ya tuvo, es probable que dicha niña se convirtiera en una mujer despampanante, y el bueno de Mumble, en vez de bailar como un virtuoso, se pusiera a gritarle guarradas aprovechando la inmunidad que le proveía el ser un animal cuqui.
La primera vez (de las pocas, por desgracia) que vemos a Baby Sherman ésta es una criatura de resplandecientes ojos azules a quien Roger ha de cuidar, pero que disfruta metiéndose en todo tipo de líos mientras persigue una galletita y provoca la casi muerte de su canguro de múltiples y creativas formas. No obstante, esto es sólo un papel, ya que en realidad Baby Sherman es un tipo entrado en años, aficionado a los puros, con voz cavernosa, y que gusta de tratar a su niñera de forma despótica. Lo que no quita que, cuando algo no le sale como él quiere, se ponga a llorar desconsolado, y preceda muy armoniosamente a toda una tropa de manbabies tóxicos e insoportables que se han infiltrado en la cultura pop. Una caracterización, en cualquier caso, bastante inapropiada para los más pequeños de la sala, pero que encuentra una tradición sorprendentemente arraigada en el maridaje animado/acción real.
Saludos amigos (1942) fue una de las primeras producciones que los creativos de Walt Disney Studios acometieron plenamente comprometidos con el estatus de su país durante la Segunda Guerra Mundial, y en concreto con la Política de Buena Vecindad impulsada por la administración de Franklin D. Roosevelt. Así, este largometraje-contenedor (formato aglutinante de varios segmentos animados que fue muy empleado por el estudio durante aquellos años, y más tarde por una máquina ultrarrentable de hacer dinero llamada DisneyToon) tenía como hilo conductor el viaje de los animadores por Latinoamérica, que servía como escenario para las aventuras de Donald, Goofy, y un loro brasileño específicamente diseñado para la ocasión llamado José Carioca. Saludos amigos, en efecto, fue desarrollado con apego a una realidad muy concreta: esa Latinoamérica que EE.UU. trataba de que no abrazara el comunismo, y por tanto los protagonistas animados debían vivir sus aventuras en ese escenario, y dar cuenta de sus maravillas.
Con este propósito, el largometraje intercalaba segmentos de acción real (imágenes de los dibujantes haciendo turismo) con los protagonizados por Donald y compañía, pero no fue hasta su secuela, Los tres caballeros (1944), que esta combinación se realizó finalmente de la forma más homogénea posible. El hilo conductor, esta vez, era el cumpleaños de nuestro querido pato, a raíz del cual recibía la visita de sus amigos José Carioca y Panchito Pistoles, y el primero de ellos decidía llevarlo de viaje a Bahía (Brasil). Una vez allí, desafiando cualquier tipo de restricción biológica, Donald caía perdidamente enamorado de una de las lugareñas, interpretada por la famosa actriz brasileña Carmen Miranda, y a continuación probaba todo tipo de estrategias para impresionarla. Algo que era bastante fuerte no sólo porque nuestro pato llevaba comprometido con Daisy desde 1940, sino porque además la fijación hacia esta mujer humana no tenía más lógica que la de la propia heterosexualidad de los animadores humanos, y la misma secuencia se apresuraba en dejar claro que lo de Donald era lo que todos conoceríamos como un calentón.
Al desembarcar en nuestro mundo, el cambio más significativo que los dibujos animados experimentaron en su comportamiento fue la asunción de unos instintos sexuales de lo más agresivos, y constituyó una decisión tomada con tanta facilidad –Los tres caballeros supuso la primera obra estrenada en cines con personas humanas y dibus compartiendo un mismo fotograma- que ilustra bastante bien los hábitos pajilleros de sus, obviamente masculinos, creadores. Tras la película de 1944, varios realizadores aprovecharon el contacto de sus criaturas con la lujuria para dar rienda suelta a sus fetiches más retorcidos, aprovechando bien para dibujar a personajes empalmados, bien para dibujar a mujeres con las que empalmarse de verdad. De esta forma tan festiva, tan creepy, se fueron introduciendo los primeros retazos de una forma occidental de entender la animación alejada del consumo infantil, contaminándose un mundo hasta entonces puro e ingenuo con las pulsiones y el cachondeo de sus demiurgos.
Y si hablamos de creadores pajilleros, hablamos de Ralph Bakshi. Este artista estadounidense, sobre todo conocido por su cada vez más reivindicada adaptación de El señor de los anillos (1978), ha gustado durante toda su trayectoria de experimentar con diversas técnicas a la hora de pergeñar sus creaciones, pero sobre todo ha gustado de llenarlas de tías de enormes pechos. En la fase más temprana de su carrera, tras escandalizar a medio mundo con las bestialidades psicotrópicas de El gato caliente (1972), ya quiso mezclar la acción real con la desarrollada en tinta, aunque, acaso porque ninguna mujer de su alrededor podía satisfacer su monstruoso onanismo, esta técnica no cristalizó en personajes animados queriendo tirarse a seres tridimensionales, sino que fue utilizada bien para apuntalar políticamente su propuesta -como es el caso de Coonskin (1975), que hacía una sátira de dudoso gusto sobre la Norteamérica multirracial-, o bien para subrayar un determinado juego de realidades. Esto sucedió en Heavy Traffic (1973), donde la totalidad del cosmos animado se encontraba emplazado en una mesa de pinball, y en la más tardía, y su última película hasta ahora, Cool World (1992). Este film compartió carteleras con otro de corte similar, pero muchas menos pretensiones, llamado Dibujos maléficos, que aunque mintiera descaradamente en el título -pues sólo había un “dibujo maléfico”-, suponía en cierto modo todo lo que Ralph Bakshi había pretendido inicialmente que fuera Cool World: esto es, una película de terror con un dibujo animado homicida y, por supuesto, tetas. Muchas tetas.
La producción de la obra protagonizada por Kim Basinger supuso, en cambio, un auténtico infierno que no hizo más que sabotear sistemáticamente la visión artística de Bakshi, reduciéndolo a un subproducto de erotismo casposo al estilo de Querer volar (1991), otro film que atestiguaba la deriva picantona de los dibus a comienzos de los noventa, y que partía de un argumento similar al finalmente expuesto en Cool World: un dibujante en celo, e indistintamente autobiográfico, que acaba teniendo un contacto más estrecho de lo deseable con sus creaciones. Además el film de Bakshi, como comentábamos, ampliaba la panorámica a todo un mundo paralelo habitado por dibujos animados que querían ser algo más… pero ni siquiera en eso resultaba especialmente original. Cuatro años antes, se había estrenado ¿Quién engañó a Roger Rabbit?, que no por casualidad también contaba con un personaje femenino hipersexualizado lamentándose de que “le hubieran dibujado así”.
Bienvenidos a Dibullywood
Cuando, en determinado momento de la película de Robert Zemeckis, Eddie Valiant decidía dejar todos sus miedos atrás y dirigirse a Dibullywood, décadas y décadas de relegar a los seres animados a su propio mundo, con sus propias reglas, le contemplaban. Y al irrumpir con su coche en esa extraña tierra, ser recibido por un escenario viviente donde el sol sonreía y cantaba una canción cursi, comprendíamos la renuencia de Valiant a entrar en un sitio tan bizarro y peligroso, pero no nos sentíamos precisamente sorprendidos de que el argumento del film nos hubiera conducido a un lugar así.
En su condición de película antológica dispuesta a dar carpetazo a una historia tan loca y complicada como la compartida por la animación y el live action, ¿Quién engañó a Roger Rabbit? no podía olvidarse de todas esas obras donde el cambio de formato se justificaba por un correspondiente cambio de realidad dentro del guión, y generalmente lo limitaba a un segmento muy concreto y diferenciado de la película. En Dibullywood, en efecto, no pasamos mucho más de quince minutos (quince minutos de absoluto gozo y desenfreno), y nuestra estancia tiende puentes muy tangibles con lo visto en películas donde combinar ambas técnicas era una movida, y se optaba por acortar su tiempo en pantalla para escatimar costes. O, también, para camuflar de algún modo que sólo se estaba haciendo algo así porque se podía, y que por qué no.
Levando anclas (1945) relataba un triángulo amoroso formado por Frank Sinatra, Kathryn Grayson y Gene Kelly, al menos hasta que este último decidía contarle una curiosa historia a la chavalería, y cualquier coherencia argumental era dejada de lado para abrir paso a una larga escena donde Kelly se ganaba los galones de la forma más marciana posible. Así, el protagonista de Cantando bajo la lluvia (1952) ayudaba al rey de un país lejano a recuperar la sonrisa enseñándole a bailar, y este rey tristón resultaba no ser otro que el Ratón Jerry, luego sustituido por Stewie Griffin en una inspirada parodia de Padre de familia (1999).
No tenía una justificación mucho más convincente el segmento animado de Mary Poppins (1964), reduciéndose ésta a un truco de Julie Andrews por el cual los protagonistas entraban en las pinturas de Bert (Dick Van Dyke), y tenían que salir pitando cuando en el mundo exterior empezaba a llover. Así como tampoco la tenía la muy similar La bruja novata (1971), aunque la llegada de sus personajes a la isla de Naboombu estuviera motivada por la búsqueda de cierto conjuro en lugar de por un conjuro en sí, y el espectador se la tragara gustoso a cambio de disfrutar de un partido de fútbol entre animales que a día de hoy sigue siendo de lo más descacharrante que Disney ha hecho nunca. Por no hablar, claro, de una deliciosa secuencia submarina en la que Eglantine (Angela Lansbury) y Mr. Brown (David Tomlinson) se marcaban un bailecito con los peces del lugar, en una recreación del fondo acuático similar a la vista en El increíble Sr. Limpett (1964). Película, ya que pasamos por aquí, que cuenta más o menos lo mismo que Capitán América: El primer Vengador (2011), con la peculiaridad de que aquí el protagonista se aprovecha de su transformación en pez, y no de un ambicioso experimento del gobierno, para llevar a los EE.UU. a la victoria durante la Segunda Guerra Mundial.
La idea de que los dibujos animados interactúen con nosotros en base a su pertenencia a un ecosistema particular, como vemos, ha sido una de las narrativas más utilizadas a lo largo de la historia del medio, no tardando en ir más allá de su confinamiento en cortometrajes aislados de la trama. Sin dejar de lado los parajes marinos, Bob Esponja: La película (2004) y su secuela ampliaban el juego de formatos de la serie original para permitir que el protagonista y Patricio confraternizaran con David Hasselhoff y todos fuéramos mucho más felices, mientras que En busca del rey Sol (1991) dejaba al descubierto que Don Bluth no había acabado de acostumbrarse a los seres humanos años después de Pedro y el dragón Elliot. El guardián de las palabras (1994) nos impulsaba a todos los niños a leer bajo el pretexto de que así dejaríamos de ser Macauley Culkin, el cosmos dentro de una pantalla de cine de El último gran héroe (1993) albergaba un gato-policía porque de algún modo Shane Black tenía que reírse de la afluencia de estas técnicas tras el estreno de Roger Rabbit, y Osmosis Jones (2001) subía la apuesta al concebir nuestro propio cuerpo como el medio animado, y hacerle sujeto de todas las guarrerías que las mentes de Peter y Bobby Farrelly pudieran elucubrar.
La exitosa Space Jam (1996) también situaba a sus personajes animados en un mundo subterráneo -directamente en el espacio-, pero en esta ocasión su vínculo con ¿Quién engañó a Roger Rabbit? iba mucho más allá de la macedonia de realidades paralelas que se ha ido desgranando a esta hora. Y a su vez, ¿Quién engañó a Roger Rabbit? estaba íntimamente relacionada con la obra que de verdad lo inició todo, allá por los años veinte. Hablamos de las Comedias de Alicia, realizadas por Walt Disney y Ub Iwerks cuando el primero aún no había fundado su imperio, y los dibujos no sabían que lo eran.
You Ought to Be in Pictures
Alice’s Wonderland (1923) daba comienzo con la visita de Alicia (Virginia Davis) a los Laug-O-Gram Studios, regentados por Disney e Iwerks antes de que dicho cortometraje los llevara a la bancarrota. Allí, la protagonista era recibida calurosamente por los dibujantes y éstos les enseñaban sus diseños, para que a continuación éstos empezaran a moverse dentro de sus láminas y a interaccionar con ella. Esa noche, Alicia se iba a dormir y soñaba con un lugar llamado Cartoon Land habitado exclusivamente por dibujos, y la aventura daba comienzo.
No es difícil ver en esta tierra el máximo precedente de Dibullywood (Toontown, en inglés) en tanto a un paraje donde cunde la anarquía y los seres humanos son sometidos a las absurdas leyes de los dibus, pero es que además Alice’s Wonderland, primero de una serie de 57 cortometrajes, comparte con la obra de Zemeckis un universo donde los dibujos son conscientes de quiénes son y cuál es su historia, de forma que adquieren al instante un carácter autónomo y son recompensados con “carreras artísticas”. La ambientación de ¿Quién engañó a Roger Rabbit? en la edad de oro de la animación norteamericana, por consiguiente, era la idónea para que Steven Spielberg pudiera jugar bien sus cartas y convenciera a los estudios de que cedieran sus propiedades intelectuales más prestigiosas: así, se daba forma a un Hollywood de ensueño donde Bugs Bunny o Mickey Mouse poseían un estatus similar a cualquier actor o actriz que se nos pudiera ocurrir.
Mucho antes de eso, en Out of the Inkwell –uno de los muchos cortometrajes realizados por Max Fleischer y protagonizado por Betty Boop- ya se dejaba sentir la influencia de las Comedias de Alicia no sólo en el apartado puramente técnico, sino en las posibilidades de los guiones. Por ello, la historia de este corto de 1938 tenía lugar en el propio estudio de Fleischer, donde Betty escapaba del soporte donde había sido dibujada y empezaba a pelearse con un conserje en torno a un libro de hipnotismo, adscribiéndose a un planteamiento que, cosa curiosa, acogió enorme relevancia en nuestro país.
En 1948, y al hilo del éxito de Garbancito de La Mancha (1945) -el primer largometraje de animación en color realizado en Europa-, se inició la producción de Alegres vacaciones al amparo de los estudios Balet y Blay. Obteniendo otro gran rendimiento en taquilla, la película de Arturo Moreno poseía un punto de partida ya canónico: una vez los animadores se cogen sus vacaciones de verano, Garbancito y sus amigos se quedan solos y aburridos en el estudio, pero esta coyuntura, por supuesto, no durará mucho, y los personajes acabarán lanzándose a un apasionante viaje por la España franquista, al revelador grito de «Ellos serán muy dibujantes, ¿pero es que nosotros no pintamos nada?«. Años más tarde, en la genial serie de Mortadelo y Filemón desarrollada por Rafael Vara entre 1966 y 1971, los creativos también se desmarcaron con un episodio que mostraba las entrañas de los estudios donde era producido, y ya en 2010, se utilizaron herramientas análogas en ciertas escenas de El gran Vázquez.
Sin embargo, la obra clave para entender la conversión de los dibujos animados en estrellas de cine es otro cortometraje, y producido esta vez por Warner Bros. En 1940 Fritz Freelang dirigió Looney Tunes: Deberías hacer películas, protagonizado por el Pato Lucas y el cerdito Porky y presentando un argumento sin el cual es posible que nadie se hubiera animado a hacer ¿Quién engañó a Roger Rabbit? En él, Lucas trataba de manipular a Porky para que probara a dejar los cortometrajes animados e iniciara una carrera en el cine con el fin de quedarse con su puesto, a lo cual Porky respondía volviendo a salir de sus láminas y encaminándose al despacho de Leon Schlesinger para presentar su dimisión. Ni que decir tiene, los esfuerzos de Porky terminaban siendo catastróficos -y aún más para el Pato Lucas cuando el cerdito descubría el engaño-, pero a cambio sentó la piedra angular de la dinámica dibujos/en/Hollywood que presentaría ¿Quién engañó a Roger Rabbit? y, años más tarde, una pequeña joya tremendamente infravalorada llamada Looney Tunes: De nuevo en acción (2003). Dirigida por Joe Dante y protagonizada por Brendan Fraser y sí, como para no estar bien con esa gente dentro.

Imagen de Deberías hacer películas
Looney Tunes: De nuevo en acción estuvo planteada inicialmente como una secuela de Space Jam –en la que también los Looney Tunes eran conscientes de ser Looney Tunes, pero no necesitaban desplazarse hasta Hollywood para trabajar-, el film que nos ocupa pasó alternativamente por ser Spy Jam (con Jackie Chan) y Race Jam (con el piloto Jeff Gordon) antes de articularse como un homenaje a la figura de Chuck Jones, alma máter de los Looney Tunes que, por cierto, había odiado tanto ¿Quién engañó a Roger Rabbit? como Space Jam. No sería descabellado erigirlo como una continuación de la obra de Zemeckis, al representar un Hollywood donde los dibus conviven con estrellas —y, además, el Pato Lucas tiene una trama similar a la de Porky en Deberías hacer películas—, y ofrecer una cantidad pareja de diversión, si bien mucho más caótica y absurda, más Looney Tunes en definitiva, que la vista en la película de 1988.
Las aventuras de Rocky y Bullwinkle (2000) o, de un modo algo más enrevesado, Encantada. La historia de Giselle (2007) proponían artilugios semejantes donde los dibujos animados lidiaban con la vida real parapetándose sobre un pasado animado conocido por todos, pero es posible que Looney Tunes: De nuevo en acción sea la que haya sacado mejor partido de la vertiente forzosamente posmoderna del asunto, con multitud de chistes rompiendo la cuarta pared, una portentosa secuencia en el Louvre, y Scooby Doo echándole la bronca a Matthew Lillard por la reciente adaptación live action (2002) de su serie como máximo estandarte de la fiesta de película que es. Ah, y casi se nos olvidaba aclarar que fue un monumental fracaso en taquilla.
Puede, sin embargo, que la parte más hermosa del legado de ¿Quien engañó a Roger Rabbit? quepa encontrarla en La LEGO Película, dirigida por Phil Lord y Chris Miller en 2014. Al igual que en la obra de Zemeckis, cierto ir y venir de licencias comerciales permite que asistamos a un suntuoso desfile de personajes conocidos por todos (Batman, Dumbledore, Gandalf… Milhouse) que aumentará en sofisticación con La LEGO Película de Batman (2017) cuando los villanos de diversas franquicias unan fuerzas contra el héroe de Gotham, pero eso no es lo principal. Tampoco lo es que La LEGO Película derive de un capitalismo a fuego que coloque a los dibujitos vendiendo su propio merchandising…. aunque si lo piensas bien sea bastante chungo todo.
Lo fundamental, ahora sí, es que el film de Phil Lord y Chris Miller se revela en su magnífico tercer acto como una apuesta por la imaginación, la creatividad, y el deseo primordial de que nuestras creaciones cobren vida. Pues éste es, básicamente, el sentimiento tras toda esta oleada de películas que hemos venido desgranando como buenamente hemos podido, y quizá no haya tenido una expresión más poética que ese momento sobre el final de ¿Quién engañó a Roger Rabbit? en el que Eddie Valiant decide dejarse de complejos, abraza el ridículo, y le planta un beso en todos los morros al bueno de Roger. Un beso, contrariamente a lo que percibimos aquella primera vez que la vimos, hace treinta años, absoluta y desesperadamente romántico. Y de lo más emotivo.