Si la has visto, habrás devorado los capítulos. Probablemente no con el placer ritual con el que se degusta un arroz negro, disfrutando del sabor en el paladar después de terminar de comer. Más bien con la avidez con la que se engulle una hamburguesa de una cadena de comida rápida. Con bocados enormes. Así se consume La casa de papel, la serie española de mayor éxito internacional.
Este artículo contiene SPOILERS
Gracias a su incorporación al catálogo de Netflix, espectadores de todo el mundo disfrutaron de dos temporadas de La casa de papel de ritmo alto, buena factura técnica y giros en la trama que daban forma a un atraco, en general, resultón. Sin embargo, es una ficción que psicológicamente desarrolla poco a sus personajes y tampoco aspira a ofrecer profundidad ni a sugerir matices. La casa de papel tiene algo de thriller, de espectacularización impostada, dosis sentimentales generosas y lugares comunes.
Pero también posee algo menos habitual y mucho más valiente: un barniz pseudo-revolucionario. «Pseudo» podría sobrar o ir entre comillas. De todos modos, decir revolucionario es decir mucho. Pero algo hay. En países como Turquía, algunas figuras políticas han clamado contra la serie por su supuesta incitación a la rebeldía. En cualquier caso, este ingrediente subversivo se obtiene a lo largo de la serie a través de muchas pinceladas, pero se fundamenta en la premisa de que los personajes van a atracar al Estado. Físicamente, no se confunda, no al estilo de grandes empresas de distribución de contenidos audiovisuales que apenas pagan impuestos.
Dalí indignado
En esta serie los atracadores no son personas exitosas sino descartes del sistema, delincuentes profesionales que han estudiado a fondo un plan para saquear la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre. Ahora bien, no se trata exactamente de seguir el patrón Robin Hood, porque técnicamente el dinero que van a sacar de la Fábrica no pertenece a nadie. Primero hay que crearlo. Río, Nairobi, Berlín y compañía son ladrones que organizan a sus rehenes para fabricar billetes. Hacer dinero, sí, pero mediante la producción industrial en serie. Además, el reparto de la riqueza no es equitativo. Los millones que los rehenes producen con su esfuerzo son mayoritariamente para los atracadores, para los rehenes quizá quede algún extra. Ya se lo dijo uno de los líderes de la mafia a Don Corleone: “Después de todo, no somos comunistas”.
Así, Antena 3 concibió (y emitió en prime time) una serie que tenía aires de superproducción y que a su vez bebía del sentimiento de insatisfacción generalizado. Esta pulsión tiene su base en el descrédito de las instituciones, fundamentalmente los bancos. Evidentemente, el motivo del atraco no es ese, aunque se utilice de background. El motivo por el que unos asaltantes se deciden a robar millones de euros es, por supuesto, su voluntad de enriquecerse. En este sentido, las máscaras que portan los atracadores arrojan una de las claves alegóricas: Salvador Dalí.
LA CASA DE PAPEL está triunfando y, entre líneas, manda un curioso mensaje de revolución domesticada a los espectadores. Analizamos algunos de los aspectos de protesta política y propaganda de la serie de Netflix.
La cara de Dalí no acojona, pero tiene su simbolismo. Mucho antes de Warhol, el excéntrico pintor surrealista consiguió rentabilizar su arte y su propia imagen. Dalí construyó a Dalí y supo interpretar las dinámicas del mercado para ganar una gran cantidad de dinero, colaborando con importantes firmas o vendiendo obras de arte que no le costaba ningún esfuerzo realizar. A veces le bastaba con una simple firma en un papel. De tal modo que, según la lógica de Dalí, el enriquecimiento es algo deseable. Este razonamiento no estaba en sintonía con las ideas de su colega André Breton, padre del surrealismo y militante comunista. Como él, muchos surrealistas estaban vinculados a la izquierda y rechazaban esa celebración tan explícita del fervor capitalista. Así, Breton ideó el anagrama Avida Dollars para referirse a Salvador Dalí (efectivamente, no se le ocurrió a C. Tangana). El pintor catalán no se limitó a desmarcarse de las posturas izquierdistas de los surrealistas, sino que llegó a tener una relación cordial con Francisco Franco. Cuestión de afinidad. qué le vamos a hacer. No parece que los creadores de La casa de papel quieran revisar las ideas políticas de Dalí, pero sí hacer un guiño al lucro por el lucro y reivindicar el atraco como un arte.


Si Dalí es la forma, el fondo es más profundo. Una amalgama de protestas, carteles, gritos llenos de dignidad, batucadas infames e incluso alguna carga policial. A raíz del movimiento contestario que después se denominó 15-M, ‘indignación’ se convirtió en una palabra mágica. Hoy continúa siendo un concepto rentable. Hace algunos años, un grupo de profesores intentaron canalizar esa rabia para formar un partido político. Le sonará, seguro. Por su parte, La casa de papel lo hace como justificación para su atraco. Esto significa que una parte del relato de la serie se puede explicar a través del desencanto. Además, El 15-M no es un anomalía española: si estiramos el chicle encontraremos ejemplos de manifestaciones multitudinarias críticas con las estructuras de poder en EEUU (Occupy Wall Street) o la denominada Primavera Árabe.
Ahora bien, la generalización de la protesta reduce su condición excepcional. Esto puede resultar positivo si las movilizaciones se mantienen, pero el hecho de incluirla como pretexto narrativo en una ficción de una gran cadena de televisión puede tener dos interpretaciones: a) la protesta está narcotizada, prostituida, ha perdido capacidad revolucionaria y funciona como producto; o bien b) la protesta ha conseguido colarse en la cotidianidad y aparece incluso en series de Antena3 (¡bravo!). Escoja usted la que más le plazca. De todos modos, el 15-M no fue sólo una acampada que clamaba contra el poder económico, sino que evidenció una crisis de representación. La ciudadanía no se identificaba con sus políticos y reclamaba una democracia que les incluyese realmente, de forma más directa. Y esencialmente la sociedad vota a sus políticos porque cree que sus propuestas son las más acertadas para el país, pero también por un sentimiento de identificación (‘los míos’). Si esta identificación se rompe, pueden surgir figuras alternativas que, a través de otros métodos, intenten conectar con la gente.
Nombres propios, clase y populismo de andar por casa
El sueño de la razón no siempre produce monstruos, también crea figuras lúcidas. En La casa de papel el Profesor es el cerebro del plan. Este personaje no desarrolla un plan para atracar la Fábrica por convicciones políticas sino personales. Lo personal es político, podría usted apuntar. Puede ser. El caso es que el padre del Profesor era atracador y le legó algunas ideas antes de morir abatido a tiros. Sí, como el de Batman. Hay que decir también que el Profesor es notoriamente menos físico y más mental que el resto de los atracadores. Viste americana, tiene buenos modales, es introspectivo y se ha dedicado en cuerpo y alma a planear el atraco, para lo que se revela inmensamente calculador y disciplinado. Ideológicamente parece sostener nociones vagamente populistas: identifica unas élites corruptas que poseen el poder a las que pretende ganarles la partida.
Cuando recluta a Tokio para su banda, el Profesor le explica que van a pasar cinco meses en una finca de Toledo estudiando todos los detalles del atraco. Ante la queja de ésta por el tiempo que deben permanecer en Toledo, el Profesor le contesta que la gente pasa años estudiando para tener un sueldo “que no deja de ser un sueldo, un sueldo de mierda”. Es decir, el Profesor desprecia el marco existente, el cauce legal que consiste en recibir un salario después de estudiar y conseguir un trabajo. Claro está que el mundo del trabajo desaparece totalmente en la ficción. Y de entre los miembros de la banda, la ambición del Profesor es la más elevada porque no es sólo económica: también quiere probar que su inteligencia puede vencer a la maquinaria del Estado. Y lo consigue. Derrota estratégicamente a la Policía y se enamora de la inspectora Raquel Murillo. Doble combo. El personaje de Raquel encarna al converso, un engranaje del Estado que cambia de bando por amor (no precisamente como Italia o Juan Carlos Girauta). Y ya en la tercera temporada, Raquel pasará a ser Lisboa y trabajará con el Profesor en el nuevo atraco. Queda certificado que la lucha de clases no es el motor de esta historia, sino el deseo.


Algunas de las ciudades que los personajes toman por nombre contribuyen a definir su personalidad. Tokio, Río y Nairobi sugieren un exotismo temperamental (¿hay unas gotas de mentalidad colonial ahí?) y Helsinki y Oslo son excombatientes serbios de carácter frío, algo menos que esas latitudes. Por su parte, Denver fue la primera ciudad estadounidense en legalizar el consumo recreativo de marihuana, y el joven al que interpreta Jaime Lorente tuvo, precisamente, problemas con el tráfico de drogas. Sin estudios y sin trabajo, es un proletario burlón y efusivo dotado de una moral que en algunos puntos conecta con el espectro conservador: además de sus pinceladas machistas, Denver es antiabortista y anima a Mónica Gaztambide a tener a su hijo. Mónica se convertirá en su pareja y pasará a ser Estocolmo, el nombre del síndrome psicológico que designa a los secuestrados que empatizan con sus secuestradores.
El nombre de Berlín es más ambiguo: en él está la eficiencia alemana, pero ese amor por la jerarquía se transforma peligrosamente en autoritarismo. De hecho, Berlín (la capital del Tercer Reich) se convierte en un personaje terrible. El Profesor le pone al mando porque sabe que si las cosas se complican dentro, Berlín podrá erigirse en garante del orden, aunque sea con mano dura. Eliminar la posibilidad de la anarquía es imprescindible para el éxito del plan, y el cerebro del profesor y su soft power no son efectivos sin hard power. Moscú sería, en términos históricos, el reverso de Berlín. De este modo, el padre de Denver aparece como un hombre honrado y de extracción humilde cuya condición de clase trabajadora queda patente cuando cuenta que trabajó en la mina asturiana. Es consciente de sus debilidades en contraposición al fortísimo ego de Berlín. Y, trágicamente, no sale con vida del atraco. También muere Berlín, logrando quizá redimirse. Al final de la segunda temporada, estos dos extremos han sido eliminados.


El factor de clase aparece de forma más nítida en el personaje de Alisson Parker, la hija del embajador de Reino Unido. Es el rehén más valioso de los secuestradores porque su retención puede desembocar en complicaciones diplomáticas para España que el responsable del CNI, el coronel Prieto, intentará ahorrarse. El Profesor y Berlín lo saben y se apuntan el tanto: el Estado queda en evidencia cuando prioriza la entrega de Parker.
Edward Bernays meets Ferreras
En este punto entra en juego la disputa por el control de la opinión pública. El éxito y el fracaso de la operación pasan por este factor. Por eso en Toledo el Profesor explica a su banda que es imprescindible que la gente se identifique con su causa. Para ello no debe haber bajas, porque entonces perderán popularidad. Los atracadores son conscientes de que su golpe tendrá una difusión enorme y de que las televisiones retransmitirán en directo todas las novedades. Con estas premisas, en cierto momento un equipo de televisión entra a la Fábrica. Cuando esto sucede, Berlín está preparado. Ante las cámaras se muestra respetuoso y agradable con los rehenes, tratando de que los espectadores empaticen con su causa. A continuación hace un alegato contra la policía y muestra el cuerpo sin vida de Oslo con la intención de vender el relato de que los auténticos criminales están fuera, no dentro de la Fábrica. Y por momentos lo consigue, porque en Twitter (no sólo barrizal sino termómetro) la gente se posiciona a favor de los atracadores.
Los medios de comunicación, convertidos en sacerdotes de la actualidad, tienen un papel básico en la construcción de la realidad asignando los roles de malos y buenos. No es algo novedoso. El vienés Edward Bernays, padre de las relaciones públicas y sobrino de Freud, fue uno de los primeros en resaltar la importancia de estudiar a la audiencia para poder manipularla. A veces a través de argumentos irracionales. Asimismo, Bernays, al igual que Berlín, entiende que en determinado momento puede ser favorecedor ofrecer información en vez de ocultarla para potenciar la conexión emocional con los públicos. Clarividente y protagonista en el siglo XX. Claro que Goebbels también admiraba a Bernays.
Asimismo, La casa de papel no refleja sólo una pelea polarizada por el discurso, sino un atraco retransmitido, la sublimación de la espectacularización de los hechos en televisión. Adrenalina totalmente mediatizada. La fantasía de Ferreras. Como espectador, probablemente usted no podría resistirse a seguir el atraco pegado al sofá, lo cual resulta rentable para las cadenas, que alimentan el fenómeno. La omnipresencia de la cámara es un rasgo distintivo de este tiempo acelerado, retransmitido e insaciable. El crítico Fernando Castro examina de forma brillante esta perversión de la realidad en reality explicando que “narcotizados por el directo (en el que entrecruzan la pulsión voyeurística y la estrategia de vigilancia planetaria), esa iluminación que no quiere que nada quede en la sombra, nos hemos endurecido”.
La música y la máscara
Otra de las jugadas más celebradas de La Casa de Papel ha sido su empleo de la canción antifascista Bella ciao. Ojo, el suelo aquí es resbaladizo. ¿Recuerda el esquema anterior de la generalización de la protesta con soluciones a y b? Aquí también se puede aplicar. Esta melodía fue popularizada por los partisanos italianos durante la Segunda Guerra Mundial, aunque su origen puede estar años atrás. Terminada la guerra, se convirtió en un himno revolucionario que a lo largo de las décadas ha sido interpretado por multitud de artistas. En la serie sirve para acentuar la idea de resistencia (frente a la policía, los bancos, etc.) y conmover al espectador con el vínculo que mantienen Berlín y el Profesor. Ahora bien, una cosa es emplear un canto con una potentísima carga política para una serie y otra que empiecen a sonar remixes techno del bella ciao en las discotecas. Imagine la escena. A las tres de la mañana, con una copa en la mano. Quizá la memoria de aquellos combatientes por la libertad, que se enfrentaron a la ocupación nazi y a las tropas fascistas, merezca un poquito más.
En la tercera temporada de la serie la tensión va in crescendo. El nuevo objetivo es robar el Banco de España. Además del barniz revolucionario, el feminismo gana fuerza como apoyo discursivo. Los productores son totalmente conscientes de la audiencia joven y mayoritariamente progresista a la que se dirigen y la serie apuesta por ello. Así, las protagonistas identifican y denuncian más y más sutiles actitudes machistas y también hay mayor diversidad sexual en los personajes. En el ámbito del consumo, los guionistas se permiten un guiño al veganismo.


El primer capítulo es referencial, la banda se ha convertido en un símbolo de resistencia y por todo el globo se suceden protestas que utilizan la ya icónica máscara de Dalí. Esta situación se asemeja a lo que sucedió con la célebre máscara de Anonymous, una organización heterogénea de ciberactivistas que luchan por la libertad en la red o contra las grandes corporaciones a través de hackeos. Anonymous tomó su máscara, a su vez, de la película V de Vendetta (2006). En el mundo real, la máscara de Dalí ha sido utilizada tanto por ladrones en Argentina (la realidad imita a la ficción) como por estrellas de la talla de Benzema o Neymar para subir una foto juguetona a sus redes sociales. Paradojas de la estética rebelde. Bien. Tercera temporada. Ahora el Estado es el enemigo de forma mucho más taxativa que en las anteriores. En esta ocasión la banda se reúne porque la policía ha arrestado a Rio y el Profesor sospecha que está siendo torturado. Los atracadores son convocados por el Profesor para hablar del nuevo proyecto. Como no está Rio para desempeñar las labores informáticas, su trabajo lo desempeñarán a distancia un grupo de hackers paquistanís. Nada más y nada menos. No nos vamos a meter en el terreno pantanoso de la adscripción religiosa de dichos hackers, pero sí a señalar la ecuación paki=informático. Original, ¿no?.
Derrotar al Estado
Si Rio canta, la policía obtendría información valiosa con la que podría ir a por el resto del grupo. Tokio se muestra ingenua por una vez y es reacia a creer que puedan estar torturándole. Y claro que lo están torturando. Raquel, que conoce las maniobras del Estado, le responde con una de las frases de la temporada: “todos los países democráticos se reservan un patio trasero donde jugar sucio”. Esta cruda evidencia es una de las líneas más potentes del guion. Además de la carga crítica evidente, la expresión no es casualidad. Hace referencia, en su sentido original, a la política exterior realista impulsada por Estados Unidos y a su escaso respeto a la soberanía de los países sudamericanos. Esta doctrina fue especialmente extendida en el contexto de la Guerra Fría, en la que Estados Unidos ofreció apoyo financiero o militar para derrocar gobiernos en Latinoamérica. En 2013, el entonces secretario de Estado John Kerry repitió las palabras “patio trasero” para hacer referencia a Latinoamérica, por lo que recibió un aluvión de críticas. Mentalidad colonial, sometimiento, sentimiento de propiedad… lo típico. Además, Kerry era el jefe de la diplomacia estadounidense bajo la administración Obama, un señor que alcanzó la presidencia con un proyecto moderadamente progresista. Entre sus propuestas estrella estaba, precisamente, cerrar la prisión de Guantánamo. No lo consiguió. Ese tipo de rincones oscuros dentro del confortable edificio de la democracia son los que Murillo conoce.


Por otra parte, en esta tercera entrega la inspectora Alicia Sierra es la némesis de Raquel Murillo. Con una inteligencia tan fríamente analítica como la del Profesor, pero más despiadada, personifica la crueldad del Estado. Tortura a Rio y desestabiliza emocionalmente a Nairobi. Asimismo, Sierra tiene varias ideas reseñables. Cuando es consciente de que los atracadores tienen en su poder secretos de Estado (que por alguna razón permanecen guardados en maletines en los sótanos del Banco de España), decide pasar al ataque. Organiza una filtración a la prensa de falsedades a gran escala. Su objetivo es rebajar el impacto en la audiencia de los auténticos secretos que están ahora en poder de los atracadores. Así, para cuando el Profesor y los suyos publiquen los datos verdaderos, será difícil discernir qué es cierto y que no. Pura intoxicación. La Policía y el CNI son conscientes de que si esos datos se publicasen salpicarían también a presidentes de países extranjeros. Es decir, la carcoma es generalizada. Y los ‘secretos’ que imaginan los guionistas no son peccata minuta. Por ejemplo, el Profesor explica que entre otros escándalos saldría a la luz la verdadera razón (interesada) de la intervención en Libia.
Además de esta saturación informativa, la otra gran propuesta de Sierra para derrotar a la banda es «hacer la de Putin«. Bingo. Qué mejor que recurrir a Rusia para ilustrar la inclemencia y el despotismo de un líder. Para la inspectora, esto consiste en atacar el interior de un edificio con agentes químicos, aunque después pueda haber rehenes entre las víctimas. La operación citada fue llevada cabo por fuerzas de seguridad rusas contra terroristas chechenos con rehenes en el teatro de Dubrovka en Moscú en 2002. Dicha crisis terminó con más de 150 muertos. En el último capítulo de la tercera temporada los atracadores también tiran a matar porque se ven obligados a ser realistas. De este modo, tomando la senda del pragmatismo, se resquebrajan las ideas que se han tomado por impermeables.
Así finaliza la tercera temporada de La Casa de Papel, pero el conflicto no ha desaparecido. Los atracadores y las fuerzas de seguridad seguirán enfrentados y cabalgando contradicciones. No es el fin de la historia.