Estamos ya, como quien no quiere la cosa, a medio camino de los nueve episodios de Watchmen que Damon Lindelof y su equipo nos han preparado para cerrar el año seriéfilo. Para comprender exactamente cómo hemos llegado hasta aquí, repasamos todas las obras del creador estadounidense –las buenas, las regulares y las malas– en busca de la voz definitiva que ha llegado a marcar el lenguaje televisivo de las dos últimas décadas.
Los rumores de una posible serie para HBO derivada del universo Watchmen vienen de largo en realidad. Se remontan a hace cuatro años y partieron originalmente con el nombre de Zack Snyder al frente. Por supuesto, cómo si no. Pensada claramente como secuela directa de su película de 2009 –adaptación bastante literal de la obra original publicada entre 1986 y 1987 de Alan Moore y Dave Gibbons, aunque se pueda cuestionar la postura ideológica dentro del espectro de cada sensibilidad artística– y enmarcado dentro de un contexto como el que era el de Warner Bros. Entertainment Inc. antes de los desastrosos lanzamientos de Batman v Superman: El amanecer de la justicia (2016) y Liga de la Justicia (2017), estaba claro que el de Snyder era el único nombre correcto para ese proyecto en particular.
Sin embargo, todo cambia y las mareas siguen su rumbo naufrague quien naufrague en ellas. Y todos sabemos quién naufragó. No era un buen momento para dejar un proyecto tan importante y ambicioso en manos de alguien cuyas dos últimas obras habían sido tan odiadas y repudiadas masivamente, y que lo son todavía a día de hoy dentro de la cultura pop. No era momento de andarse con riesgos y menos con la que podía ser la nueva serie estrella de HBO tras la desaparición de las aventuras medievales en Poniente. Y así es como la serie de Watchmen cayó en las manos de uno de los creadores de Perdidos (2004-2010) y coguionista de Prometheus (2012). Pero no nos precipitemos. Empecemos por el principio.
Hablemos acerca de Perdidos: la serie evento de la década pasada

Muchos de nosotros conocimos por primera vez el nombre de Damon Lindelof a través del episodio-parodia –concebido por él mismo en realidad- de Phineas y Ferb (2007-2015). Pero lo cierto es que nuestro buen amigo ya llevaba unos cuantos años dando vueltas por televisión con la serie que le lanzó a la fama y que creó junto con J. J. Abrams y Jeffrey Lieber: Perdidos.
Indiscutible evento seriéfilo de la primera década del nuevo milenio, Perdidos supo mantener en vilo a espectadores de todo el mundo –teorizando, opinando, creando- a lo largo de seis temporadas e infinidad de contenido en la red que complementaba y redimensionaba lo televisivo. Fue el tipo de acontecimiento cultural que cualquier cadena, que cualquier productora de contenido busca y desea con todo su corazón. Incluso tras un final divisivo que resultó decepcionante para gran parte de su público y tremendamente coherente y estimulante para otros tantos, su huella en toda la ficción seriada que vino después es innegable. Ayudó a desarrollar, a fin de cuentas, la actual forma de entender la ficción en serie. Nueve años después y con el fenómeno ya casi totalmente disipado en la memoria colectiva, todavía las cadenas buscan »la nueva Perdidos» –signifique lo que signifique eso-, como nos demostró la reciente y esperpéntica The I-Land (2019) de Netflix. Algo hay en esa isla que nos sigue llamando, que nos sigue obligando a volver una y otra vez a ella.

En Perdidos lo que encontramos antes que ninguna otra cosa es la lucha constante entre dos mentes creativas opuestas y a la vez fundamentales para comprender nuestro entretenimiento actual. Dos series distintas luchando por existir a la vez, jugando con las expectativas del público en todo mundo. A un lado, J. J. Abrams; al otro, Damon Lindelof. El que llegaría a ser director de Star Wars – Episodio VII: El despertar de la Fuerza (2015) y que tiene actualmente pendiente de estreno Star Wars – Episodio IX: El ascenso de Skywalker (2019) contemplaba la serialización de un misterio como una serie de preguntas para mantener intrigado al espectador, absorto en lo que él mismo reconocía como una especie de »caja mágica», mucho más interesante en su propia concepción que en su posible y siempre supuesto contenido. Las respuestas ya vendrían después, y siempre serían menos interesante que cualquier teoría creada por el fanático. ¿Qué es exactamente la isla de Perdidos? ¿Qué hacen allí los protagonistas? ¿Quién es en realidad el Líder Supremo Snoke? En el otro extremo, ya lo hemos dicho, tenemos a Lindelof. Un tremendo humanista que quiere hablar de personajes, que quiere crear imágenes estimulantes y reflexivas sin estar interesado nunca en explicarlas en adelante. La promesa constante de una explicación futura frente al absoluto desinterés en que haya que explicar algo en sí. Todo esto en la serie de misterio más vista de la época.
Al final, el fenómeno de la década de los dosmiles respecto a Perdidos se puede comparar con bastante facilidad con el que tuvo lugar en los noventa con Twin Peaks (1990-1991, 2017). No sorprendentemente, una de las mejores series de la historia de la televisión en opinión de Lindelof. Un proyecto extremadamente de autor -o autores- y nada convencional que, por avatares del destino, acabó convirtiéndose en el gran misterio a resolver para medio planeta. Una de esas maravillas irónicas que de vez en cuando se nos presentan. Aunque no pueda parecerlo a simple vista, incluso el resultado final se puede calificar de similar. Igual que la mayoría de las explicaciones del final de Perdidos son confusas y suenan ridículas las diga quien las diga y se lean donde se lean, podríamos hacer el mismo experimento y darnos cuenta de que muchísima gente recuerda cuál era el misterio a resolver de Twin Peaks con el que se machacó por doquier –quién mató a Laura Palmer, a fin de cuentas– pero cuesta recordar cuál fue su resolución si es que la hubo o, de recordarla, explicarla con normalidad sin aclarar antes el tono de la serie unas dos veces. Como mínimo.

Con el paso del tiempo y los ánimos mucho más calmados una vez puesto todo en perspectiva, como suele pasar, Perdidos ha conseguido mantenerse en su puesto de serie de culto que marcó una época a pesar de la recepción general que tuvo en el momento de su conclusión. Siguiendo el camino que ya recorrieron muchas ficciones y que seguirán recorriendo inevitablemente otras tantas en el futuro – solamente este año hemos vivido en nuestras carnes el estreno de la octava y última temporada de Juego de tronos (2011-2019) y todavía nos estamos recuperando de ello-, cuando se recuerda hoy día Perdidos se suele hacer con cariño y con nostalgia de otros tiempos, del último gran y memorable evento de la ya añeja broadcast television.
Y lo que es más importante, sus fans no tuvieron que esperar demasiado para poder disfrutar de otra serie creada por Lindelof. Estaba al caer. Eso sí, antes de llegar a ese punto tenemos que pasar por otro menos agraciado. Y es que si la carrera de este particular hombrecillo en la televisión es meteórica y digna de alabanzas, hay otro medio en el que no siempre ha salido tan bien parado. EWs el momento de hablar de cine. Es el momento, más concretamente, de hablar de las películas guionizadas por Damon Lindelof.
Extraños pasos en el cine: Cowboys & Aliens, Prometheus, Tomorrowland…

Si los trabajos televisivos de Lindelof han encontrado un público afín completamente postrado a sus pies, podríamos decir que costaría encontrar por ahí un defensor a ultranza de absolutamente todos sus trabajos como guionista cinematográfico que tuvieron lugar entre Perdidos y The Leftovers (2014-2017). Y es que por mucho que Jon Favreau sea ahora –por algún motivo que todavía tenemos que averiguar como sociedad en el futuro – el Amo y Señor de la taquilla y del cine en general, Cowboys & Aliens (2011) no goza de una reputación excesivamente elevada incluso dentro de su propio subgénero, totalmente reivindicable, de divertimento estúpido. Cuesta poner el dedo acusador sobre Lindelof, eso sí, en un guion por el que pasaron al menos otras ocho manos aparte de las suyas.
Pero probablemente, de todos ellos, el trabajo que más repercusión llegó a tener y el que realmente sumó a una continuada mala reputación entre ciertos sectores críticos en la época se trata de Prometheus (2012). Proyecto de precuela directa de la mítica Alien, el octavo pasajero (1979) destinado a ser dirigido por el mismo Ridley Scott, el guion iba a ser en un principio problema por completo y exclusivo de Jon Spaiths -el de Passengers (2016)-. Y aunque el resultado parecía convencer en un principio tanto al director como a la productora, por lo que fuera acabaron pidiéndole consejo sobre el mismo al protagonista de nuestro artículo. Este fue capaz de destacar lo realmente interesante y estimulante del texto, a la vez que señaló lo decepcionante que le parecía que fuera tan derivativa de la película original. En su opinión, un producto derivado dentro de un mismo universo –ya fuera precuela o secuela– tenía que tener una conexión leve con lo ya mostrado sin caer en refritos autocomplacientes, debía de ser capaz de captar un interés propio por sí solo, de desarrollar una nueva tesis y plantear distintos temas consiguiendo ser fiel y leal a lo que el público conoce. En definitiva, todo lo que separaba a este otro co-creador de Perdidos de su colega J. J. Abrams y todo lo que iba a entrar en juego unos años más tarde a la hora de plantear su Watchmen (2019-).
Todas las recomendaciones de Lindelof llevan a una nueva versión de guion –esta vez acreditada a ambos– que acabó resultando en, en opinión del que aquí firma, una de las películas de ciencia ficción más estimulantes de la década que estamos a punto de cerrar, y una honesta continuación del universo previo. Con todo, es una película imperfecta de la que se podía haber aprendido mucho. A juzgar por lo que pudimos ver en su secuela, Alien: Covenant (2017) –Ridley Scott sigue dirigiendo, los dos guionistas han sido cambiados por otros-, se podría decir que ya no hay ninguna intención de alejarse de lo conocido, llegando incluso si es necesario a usar el nombre de la marca en el título.
Aunque fue solo uno entre muchos guionistas metiendo mano, Lindelof también aparecerá a lo largo de estos años acreditado en Star Trek: En la oscuridad (2013) y Guerra Mundial Z (2013). Para llegar a otro proyecto en el que podamos ver claramente su huella por todas partes, nos tendremos que ir al caso de Tomorrowland (2015). Es una de esas extrañas películas de imagen real y un presupuesto de doscientos millones de dólares que Walt Disney Pictures parece sacar aproximadamente cada año para perder dinero a raudales, recibir malas críticas y poder seguir fingiendo que no todo lo que sacan se convierte en éxito asegurado. Es, además, la quinta película de Brad Bird.

Brad Bird es, principalmente, un gran director de animación que saltó a la fama por sus primeros trabajos durante los primeros años de Los Simpson (1989-). Es, entre otras cosas, el máximo responsable de que todavía hoy el personaje de Krusty se mueva como se mueve, habla como hable y gesticule como gesticula. Cuando dio el salto a la gran pantalla para dirigir su primera película, lo hizo a lo grande con El gigante de hierro (1999). Les siguieron en Pixar las maravillosas Los Increíbles (2004) y Ratatouille (2007), y después inició su etapa como director de imagen real con la cuarta entrega de la saga Misión imposible: Protocolo fantasma (2011). En definitiva, todo lo que tenía a sus espaldas hasta embarcarse en este proyecto eran éxitos y aciertos de estrategia.
Cuando ambas mentes acaban trabajando juntas en este nuevo proyecto, lo hacen con una premisa verdaderamente interesante como punto de partida: reflexionar sobre la visión positiva del futuro que se tenía alrededor de los años cincuenta –representada en la mencionada atracción de Disneyland- frente a la realidad de nuestros días. Todo esto teniendo en cuenta los dos puntos de vista respecto a la humanidad en algún sentido casi opuestos de Lindelof y Bird, destacando Bird por su cada vez menos sutil objetivismo, randianismo y liberalismo. Mucho más en consonancia ideológica con Zack Snyder que con el otro encargado de adaptar Watchmen. En definitiva y, de todos modos, todo esto acaba resultando en una producción final bastante menos interesante de lo que puede parecer por su punto de partida, y desde luego en un blockbuster bastante aburrido. No se trata en absoluto de un fracaso total, pero sí es la versión más inocua de lo que podría haber salido de la suma de dos –discutibles, de acuerdo- genios contrapuestos del audiovisual contemporáneo. Pero toda mala racha tiene su final.
The Leftovers: la soledad de los que seguimos aquí

Con todo esto en mente, no es de extrañar que su regreso al medio televisivo, en el que parece ser capaz de tener más mano como autor y en el que se siente más cómodo, era una buena noticia a punto de hacerse realidad. Aparte de una enorme admiración por Twin Peaks –la serie– y Watchmen –el cómic-, hay otro pilar fundacional de los gustos de Damon Lindelof que no hemos tocado hasta ahora: absolutamente toda la obra, que no es poca, de Stephen King. Es precisamente gracias a una reseña favorable del escritor de Maine a través de la cual llega a escuchar por primera vez del libro de Tom Perrotta cuya adaptación se convertirá en su siguiente proyecto para televisión, en este caso pasándose a HBO.
¿Y por qué The Leftovers? Bueno, no hace falta alejarse mucho de su planteamiento inicial para entender que es lo que atrae desde un primer momento a Damon Lindelof a formar parte de esta nueva aventura: hace tres años, y sin ninguna explicación aparente, un triste 14 de octubre desapareció exactamente el 2% de la población mundial a la vez. Todos los que se quedaron han tenido diferentes y variopintas formas de enfrentarse a la realidad de que hay, al menos, algo más fuerte que nosotros ahí arriba. Básicamente, si cuando viste en el cine este año Los Vengadores: Endgame (2019) deseaste que existiese alguna forma de tener una serie que contase cómo fue la vida en el planeta durante los cinco años de elipsis entre la ‘Decimación’ de Thanos y la llegada de Ant-Man de su reclusión en el Reino Cuántico, vas a respirar tranquilo cuando te enteres de que HBO ya la hizo en 2014. Y además está muy bien.

Teniendo en cuanto solo su punto de partida, lo cierto es que The Leftovers no se aleja mucho de todas esas »nuevas Perdidos», como por ejemplo la fallidísima y ya remota Flashforward (2009-2010). Sin embargo, aquí Lindelof es capaz de marcar un nuevo tono que la separará de su predecesora desde el principio. Si lo que más hizo daño a Perdidos fue la expectación que se formó alrededor de la resolución de sus misterios –elemento que nunca le interesó demasiado-, en The leftovers se nos advierte desde el principio que no vamos a encontrar una resolución al sobrenatural suceso inicial, que la serie no va de ese evento sino de la gente a la que ese evento afecta para siempre. En definitiva, el uso de lo que no podemos comprender siempre es más efectivo y escalofriante que cualquier justificación que podamos alcanzar como sociedad a estas alturas.
Aunque la primera temporada ya realiza sus propios méritos para colocarse en el punto de mira, la serie alcanza sus verdaderas cotas de genialidad desde que termina de adaptar la novela original. Libre de cualquier atadura previa y con una serie de relativo éxito en sus manos, lo que queda por delante es un camino sin ninguna ruta clara que seguir. Con Tom Perrotta en todo momento presente en el equipo –no en vano es cocreador de la serie-, se nos asegura además que en ningún momento se está traicionando el espíritu de la historia que da origen a todo, sino por el contrario dándole una nueva vuelta de tuerca, llegando a tocar temas que apenas se habían esbozado antes…

En The Leftovers, además, Lindelof es capaz de volver a tocar otro de sus temas favoritos: la búsqueda de Dios. Es algo que, de una forma u otra, aparece de forma constante en todas sus producciones, en todo lo que realmente tiene su sello. Una búsqueda que por supuesto acaba resultando, cómo no, tremendamente fútil de forma irremediable. No puede ser de otra manera. Ante un golpe de lo desconocido tan fuerte –ya sea la llegada a una isla desierta y con aparentes poderes, la desaparición inexplicable de un porcentaje de la población mundial o la lluvia constante durante casi treinta años de calamares de otra dimensión-, los pobres personajes protagonistas de las series de Lindelof no tienen otro remedio que aceptar lo retorcido de su existencia con todo lo que eso conlleva, no hay más solución que comenzar a mejorar el mundo que habitan, aunque carezca de lógica.
En definitiva, hay pocas narrativas tan constantemente estimulantes como la búsqueda de sentido de los humanos, la supervivencia, no solo física, sino intelectual. Es algo que nos lleva atrayendo casi desde el propio inicio de nuestra capacidad para contar historias. Al final, la meta a la que se puede llegar es siempre la misma. La respuesta a los grandes misterios de la existencia al final no aparecen en la razón, no la encontramos en ninguna explicación al acabar el camino. Si hay un dios, no está realmente ni particularmente interesado en nosotros. La única solución a la que realmente podemos aspirar es a la fe, parece querer decirnos Lindelof con The Leftovers, pero a la fe en la voluntad del otro, a la fe en la palabra del prójimo que tenemos frente a nosotros por encima de cualquier otra cosa.
La era Watchmen: pero entonces… ¿quién vigila a los adaptadores?

ultraderecha sin paliativos de ningún tipo.
Si recordamos lo que Lindelof opinó sobre el carácter de producto derivado de otro del guion original de Prometheus, tenemos en esa tesis todo lo que debemos saber para comprender exactamente qué ha pasado a lo largo del proceso creativo que ha llevado a hacer a la Watchmen de 2019 la serie que es. Alejándose desde un primer momento del referente audiovisual previo más claro –la adaptación cinematográfica de Zack Snyder-, desde el primer momento se nos marca que estamos viendo una continuación del tebeo, que no de la película. Una adaptación que además puede ser acusada de todo menos de conformista o nostálgica. Durante el primer capítulo, al único personaje de la historia original que podemos ver es a Adrian Veidt, un malogrado Ozymandias brillantemente interpretado por Jeremy Irons. Y decir a la ligera que »podemos ver a Ozymandias» en esta serie sería menospreciar lo que sea que está haciendo aquí Irons cada vez que sale en pantalla.
¿El resto de personajes? Bueno… tenemos a un Doctor Manhattan desaparecido que supuestamente lleva tres décadas recluido en Marte, una Espectro de Seda (Jean Smart) magnífica que tardará dos episodios más en hacer acto de presencia y un Rorschach –el héroe del cómic original para muchos incautos- también ausente pero, eso sí, convertido en un perverso mártir para todo un movimiento ultraderechista de supremacía blanca. En definitiva, una secuela a la altura de Alan Moore por mucho que el mismo se pueda hacer de rogar. Sin negar en todo momento ser su propia cosa, sin ser totalmente fiel al universo ya planteado, pero de una forma casi iconoclasta… tal y como siempre lo ha sido Watchmen.

Y es que si el Watchmen de los ochenta usaba la deriva ideológica de los superhéroes para presentar un retrato de la sociedad estadounidense de la época, de sus miedos, sueños y ambiciones, la nueva serie es capaz de hacer lo mismo ubicándola en nuestro presente –el miedo a la guerra fría y al invierno nuclear son sustituidos por el alzamiento de la ultraderecha y la siempre ascendente tensión racial del país–, haciendo partícipe además en todo este cacao el propio papel de la obra que lo inició todo como pieza fundamental de la cultura actual.
Tal y como el cómic usaba otro cómic –uno de piratas– para hablar sobre la historia del medio, y también sobre el propio concepto de contar historias, aquí se usa el estreno de una segunda temporada de una serie ficticia de éxito, American Hero Story, una adaptación bastante libre de la historia real del primer grupo de superhéroes, los Minutemen. Odiada fervientemente por el agente del FBI y experto historiador superheroico Dale Petey, lo que aquí podemos ver es una versión romantizada y problemáticamente conformista de la aparición de estos encapuchados en las vidas diarias de los habitantes de este universo. Un revisionismo histórico que busca la creación de héroes intachables, que glorifica la violencia como algo a desear y que prefiere no hacerse preguntas demasiado incómodas.

La Watchmen de HBO es, en definitiva, la serie más interesante que podía salir de hacer una secuela de esta historia en pleno 2019. Es una continuación que sabe perfectamente dónde poner el foco para hacer algo completamente diferente pero enteramente conocedor de exactamente qué hizo a lo anterior una de las piezas de cultura pop más influyentes, estudiadas y adoradas del pasado siglo. Es la obra de un absoluto admirador, pero de un absoluto admirador crítico con aquello que admira y capaz de formar un discurso digno de ser escuchado alrededor de esa crítica que ha formulado para sí mismo.
Es hora de ir cerrando el chiringuito y, si con algo nos tenemos que quedar de todo esto, es que con Watchmen, Lindelof sigue haciendo lo que más le gusta. Sigue haciendo también lo que mejor se le da. Hablarnos sobre nuestros miedos, hablarnos sobre nuestras inquietudes… y hacerlo a través de unos personajes en los que poder volcar todo lo que nos preocupa, unos personajes en busca de una verdad universal que no pueden hacer más que chocarse una y otra vez con lo absurdamente arbitrario de la existencia diaria. Además, lo hace usando como base sobre la que jugar una de sus obras de ficción favoritas, pudiendo redimensionar todo lo que significa para él, pudiendo presentar una nueva tesis y una nueva óptica de este clásico.
Después de tanto tiempo, después de tanto desarrollado y tanto por desarrollar, todavía hay un intento constante de dar al espectador aquello que no quiere pero sabe que necesita, por maravillar en el sentido más primitivo de la palabra. No hay nada más, pero tampoco nada menos. Con sus triunfos y sus meteduras de pata, la carrera de Lindelof sigue siendo una que merece la pena seguir por todo lo que arriesga a lo largo de ella, por todo lo que juega en su contra en cada partido.