David Fincher – Obsesión por el asesino en serie

La segunda temporada de Mindhunter en Netflix nos ha corroborado la obsesión de David Fincher por la figura del asesino en serie. Una mirada que se inició en Seven, continuó -con un cambio radical en las formas- en Zodiac y se sublimó en la mencionada Mindhunter.

Desde el inicio de su carrera, David Fincher ha estado obsesionado por la figura del asesino en serie y las causas y consecuencias que la aparición de este hombre del saco moderno ha provocado en el tejido social y cultural occidental. Su recorrido alrededor de dicha figura comenzó en Seven (1995) el que sería su verdadero primer largo como director -David Fincher reniega de Alien 3 (1992), tanto del montaje final en salas, como de ese supuesto director’s cut publicado en formato doméstico en el que no tuvo ningún tipo de implicación-, continuaría en Zodiac (2007), se trataría de manera perpendicular en Millennium: Los hombres que no amaban a las mujeres (2011) y Perdida (2013) para acabar convirtiéndose en un extenso estudio sobre las mentes de los asesinos en las dos temporadas estrenadas hasta la fecha de Mindhunter (2017-), serie producida por Netflix y cuya impronta formal ha sido conformada por el realizador, que ha dirigido cuatro episodios de la primera temporada (capítulos 1,2, 9 y 10) y tres de la segunda (capítulos 1, 2 y 3).

Pero habría que eliminar de la ecuación para los motivos de análisis de este texto tanto Millenium, ya que la adaptación de la adaptación de la primera entrega de la trilogía de Stieg Larsson es más un gélido policial al uso, como a Perdida -basada en la novela de Gillian Flynn, un ácido y corrosivo estudio de la crisis de pareja envuelto en una representación contemporánea del concepto de la femme fatale. Pero Seven, Zodiac y Mindhunter si que conforman una trilogía en continuo crecimiento, que sirve tanto para comprender la evolución como cineasta de Fincher como para también descubrir los diferentes puntos de vista y estilos que el director de La red social (2010) ha utilizado para conformar un poliédrico abanico de miradas, adentrándose en los rostros y las mentes de unas figuras que sirven tanto de relato cautelar como de espejo distorsionado de aquello que ha creado la sociedad contemporánea.

La mirada efectista: Seven

Si existen dos trabajos que han conformado la manera de entender el cine del Fincher de los inicios al Fincher de la madurez, han sido sus dos trabajos centrados en la figura del asesino en serie: Seven y Zodiac. Dos propuestas fílmicas completamente antagónicas desde el punto de vista formal y estético, pero bajo cuyas superficies subyace un discurso complementario. Seven es tanto verdadera hija de su época, consecuencia de la influencia del videoclip, el spot publicitario -lugar donde Fincher se labró su reputación profesional- como también generadora de estilo e influencia fundamental para comprender el cine de finales del siglo XX.

La película protagonizada por Brad Pitt y Morgan Freeman bebe de las atmósferas del cine de los hermanos Ridley y Tony Scott, de sus neones y claroscuros bañados en paletas de colores primarios lisérgicamente macabros y estilizados y de un diseño de producción de preciosistas atmósferas malsanas influenciadas por el cómic americano de finales de los ochenta y principios de los noventa, en especial del ilustrador Dave McKean, dibujante de Batman: Arkham Asylum (1989) o Violent Cases (1987).

Cualquier espectador avezado puede descubrir en los fotogramas que acompañan este descenso a las tinieblas del nihilismo contemporáneo, planos y secuencias salidas directamente del Blade Runner (1982) de Ridley Scott. Desde la estética de esa ciudad anónima bañada en una lluvia eterna -una ciudad sin nombre que fusiona la asfixia vertical de Nueva York y la podredumbre urbana de Los Ángeles- a homenajes directos a planos concretos.

Por ejemplo, la secuencia del detective Mills (Brad Pitt) persiguiendo al aún asesino anónimo, rodeado de un entorno de texturas aceradas y palomas, a partir de un travelling lateral, es idéntica a la de Philip Deckard (Harrison Ford) -en el clímax de Blade Runner– en su cacería del replicante Roy Batty (Rutger Hauer). O el plano cenital forzado de Mills colgado de una barandilla -perteneciente a la misma secuencia- evoca al de Deckard bajo la lluvia cuando los roles entre él y Batty se acaban de dar la vuelta. De idéntica manera, los escenarios del crimen donde los detectives buscan infructuosamente pistas para averiguar la identidad y los motivos del asesino traen al recuerdo las viviendas de las presas de Deckard, destacando sobremanera ese delirio de dirección artística, tan fascinante como artificioso que es la guarida del personaje interpretado por Kevin Spacey.

También es fundamental la influencia cercana de uno de los filmes que cambiaron para siempre -junto a este Seven- el rostro del psycho-thriller: El silencio de los corderos (1991). Desde los primeros planos de los rostros que rompen subjetivamente la cinta de Jonathan Demme -y de los que Fincher hace uso en algunos momentos de Seven y con una mayor intensidad, tanto en Zodiac como en sus episodios al frente de Mindhunter– a las atmósferas de tonalidades grisaceas y plomizas. Pasando por el emparentar ambos trabajos de cara al espectador entregando el score de la cinta a Howard Shore, compositor responsable de la atmósfera nihilista que inundaba la adaptación de la novela de Thomas Harris. Queda reflejado perfectamente en las secuencias de Seven en las que hacen acto de presencia los SWAT, similares en lo visual y lo narrativo y lugar donde tanto Fincher como Demme solapan una intervención policial aparentemente primordial en el relato para situar en paralelo otra secuencia de menor intensidad dramática, pero de mayor peso en el conjunto de la obra.

Pero más allá de sus más que evidentes referentes directos, el joven Fincher demuestra que su plan final es emular todos estos conceptos e influencias visuales fácilmente reconocibles por la cinefilia, llevarlos un paso más allá y en el proceso, darle una vuelta definitiva al género. No solo por el pesimismo asfixiante que inunda el relato y su discurso absolutamente apocalíptico de una sociedad al borde del colapso -más allá de la aparición de un asesino que no es más que la consecuencia de dicha sociedad opresiva- sino por su decisión de comenzar a abordar las consecuencias de la irrupción de estos disruptores de lo social, dentro de las fuerzas del orden y su entorno familiar.

Porque el clímax del filme, más allá de su interesante e inteligente decisión de situar el verdadero horror -tan existencial como gráfico- en un entorno abierto y brillante en contraste con la opresión del resto de la cinta, acaba cambiando irremediablemente el género. Si los detectives/agentes de la ley protagonistas del género habían llegado siempre a los títulos de crédito finales capturando al villano de la función y volviendo con sus familias sin haber sido impregnados o afectados por el mal presenciado, en el desenlace de la obra seminal de David Fincher ocurre todo lo contrario. Mills, el aparente héroe de la ficción, el atractivo novato protagonista con bella partenaire al fondo, oculta un lado oscuro -sutilmente introducido a lo largo de todo el relato-, cayendo presa de aquello que perseguía.

Este final también lleva al paroxismo una de las decisiones de puesta en escena más interesantes en la aproximación de Fincher a la representación de los asesinatos. Siempre están fuera de campo. Solo somos testigos de las consecuencias de los hechos, pero en ningún caso somos testigos cómplices de aquello que ha ocurrido. El cineasta oculta, tapa o permite como mucho breves trazas de los mismos a partir de fotografías y elementos de la investigación policial, de escaso tiempo en pantalla. Todos y cada uno de estos elementos cambian en Zodiac, su siguiente aproximación a los serial killers, tras tres largometrajes donde exprimió unas maneras y unas formas de realización que en La habitación del pánico (2002) mostraron síntomas de agotamiento.

La mirada analítica: Zodiac

Zodiac, al contrario que Seven, se basa en un hecho real: los crímenes del asesino del zodíaco que atemorizaron a la bahía de San Francisco entre finales de los sesenta y principios de los setenta. Y la aproximación formal de Fincher a dichos acontecimientos es diametralmente opuesta a la elegida en Seven. La estética elimina cualquier traza de barroquismo: los planos se dilatan, las composiciones formales expresan en base a la sutileza y, sobre todo, a las jerarquías y la posición de las figuras representadas en una composición del plano milimétrica. Fincher busca una economía de medios inspirada en los directores más representativos del cine periodístico y de denuncia de la época en la que ocurrieron los hechos representados: Alan J. Pakula con Todos los hombres del presidente (1976) y Sydney Lumet y su Serpico (1973).

Si Seven se recreaba en las atmósferas malsanas, en la prestidigitación del efectista y tremendamente eficaz guion de Andrew Kevin Walker, aquí el suspense, la intriga, se crea a partir del vaciado de las imágenes. Eso no quiere decir que Fincher abandone el aspecto formal de la cinta, sino que su mirada, al igual que su discurso, es más quirúrgico, más analítico. Seven, incluso con su nihilista final, daba cierre y carpetazo al relato, revelando la identidad del asesino y sus motivos. En Zodiac, igual que en el acontecimiento real que inspira la ficción, no hay respuestas, sino más preguntas.

Como mucho hay intuiciones, pistas y enigmas que llevan a otros misterios. Porque la verdadera naturaleza de Zodiac no es la búsqueda del asesino y su captura, sino ahondar en la herida psicológica que deja en los individuos que tocan con la punta de los dedos el mal absoluto. Y si en Seve, el centro de la mirada estaba en los retablos del horror post-mortem que iba dejando el asesino John Doe, en el cómo, aquí el eje sobre el que pivota Zodiac es en los porqués, las razones detrás de unos actos tan reprobables. La mezcla de ambos elementos daría como resultado la serie Mindhunter.

La mirada científica: Mindhunter

Partiendo de Cazador de mentes: Mindhunter, el libro de investigación de John E. Douglas y Mark Olshake, fundadores de la Unidad de Investigación del Comportamiento del FBI -cuyas réplicas en la pantalla toman el nombre de Holden Ford y Bill Kemper-, David Fincher aúna la frialdad analítica y el carácter sociológico de Zodiac con una pareja de agentes de la ley contrapuestos en edad y puntos de vista. Ya lo hizo en Seven, una reinterpretación en clave tenebrosa de los protagonistas de las buddy movies policiales de los ochenta -desde Eddie Murphy y Nick Nolte en Límite 48 horas (1982) hasta Mel Gibson y Danny Glover en Arma Letal 1987)-. Aunque Fincher no sea el showrunner del serial -esta labor recae en John Penhall– cierto es también que la impronta visual de la misma y el discurso subyacente en la narrativa es 100% David Fincher.

El director de El club de la lucha (1999) entrega a la ficción el carácter introspectivo, nihilista y quirúrgico que ya planteó en Zodiac. En su primera temporada, el centro de atención de la misma son las entrevistas a los asesinos en serie encarcelados. El epicentro del drama y el suspense se encuentra alrededor de una mesa, espejo sin distorsionar de la puesta en escena y las secuencias más subyugantes de Zodiac: aquellas que giraban alrededor de los interrogatorios de Arthur Leigh Allen, el principal sospechoso detrás de los asesinatos del zodíaco y que nunca pudo ser encarcelado por falta de pruebas. Una secuencia que se perfecciona y se pule a lo largo y ancho de Mindhunter, a través de las múltiples secuencias que reproducen las entrevistas a distintos asesinos en serie de la historia de Estados Unidos y donde el plano-contraplano, las progresivas distancias de la cámara para potenciar sutilmente la emoción y el suspense y la jerarquía y colocación de las figuras humanas y su situación en el plano son los elementos que Fincher utiliza para crear la tensión y el drama.

A su vez, y de nuevo en su primera temporada -ya que la segunda temporada, sobre todo en su segunda mitad, se aleja levemente de los preceptos de Fincher- el realizador se centra en el trauma y las consecuencias del roce con el otro lado del espejo. Si en Seven el detective John Mills acaba siendo víctima y verdugo por su enfrentamiento con John Doe y sus propios demonios -perdiendo en el proceso a su esposa, su profesión y su alma- y en Zodiac somos testigos de como los personajes interpretados por Robert Downey Jr., Mark Ruffalo y sobre todo Jake Gyllenhall, caen presa de la telaraña invisible de la obsesión por la búsqueda de una némesis inasible, en Mindhunter la víctima directa de dichos acontecimientos es el arrogante y ambicioso agente del FBI William Holden.

Pero gracias a la dilatación del metraje que permite un serial televisivo, David Fincher y los directores que le acompañan a lo largo de las dos temporadas emitidas hasta el momento se permiten el lujo de desarrollar discursos y tramas adyacentes que llevan hasta el paroxismo los conceptos tímidamente desarrollados en Seven y expuestos con mayor rotundidad en Zodiac. El serial killer como rockstar mediática; la religión como punto de partida de la moral y la represión de la sociedad contemporánea; el morbo social ante unos actos tan atroces como atractivos; o los complejos mecanismos de la ley y los medios para poner en el foco la violencia visual más sensacionalista, mientras se deja en la periferia del plano a las víctimas, verdaderos protagonistas de la tragedia. Una serie que le sirve a Fincher para cerrar un círculo comenzado hace casi ya veinticinco años y que con este Mindhunter le sirve para rematar la labor y obsesión de toda una vida: intentar adentrarse en las arenas movedizas de la mente del asesino.

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