De ‘Chronicle’ a ‘Capone’: todo lo que la tragedia de Josh Trank nos enseña sobre el poder

El director Josh Trank tenía pensado mandar su última película a los grandes festivales. Cannes, Sundance, Berlín. Vertical Entertainment le había prometido que pasaría, pero el coronavirus lo impidió, y Capone tuvo que estrenarse en VOD. Otro tropiezo en su carrera, que él despachó con un resignado "qué le vamos a hacer". Hablaba la voz de la experiencia. Una experiencia de fascinante análisis.

(Este artículo contiene spoilers severos de Chronicle y Cuatro Fantásticos, y muy leves de Capone)

Existen pocas carreras con tanto sentido interno, tan paradigmáticas de las dificultades del ejercicio creativo circundado por la industria como la de Joshua Benjamin Trank, nacido en Los Ángeles en 1984. A sus 36 años, este inquieto cineasta es el ejemplo actual más socorrido a la hora de defender cómo el reforzado sistema de estudios ahoga los talentos que no sabe gestionar, describiendo el eterno conflicto entre arte e industria con una transparencia semejante a la que en su día pudieran hacer las trayectorias de otros cineastas como D.W. Griffith, Orson Welles o Hal Ashby. El caso de Trank es especial, asimismo, por cómo ha conseguido asimilar cada ingrato elemento de este conflicto habiendo dirigido solo tres películas.

Su último film es Capone, que se estrenó en digital el pasado 12 de mayo. Llamada originalmente Fonzo —título mucho más lógico a partir de las pretensiones de la película, pero la dificultad de venderla de este modo hizo que tuviera que transigir una vez más—, es inevitable encarar su análisis teniendo su accidentada experiencia en mente, y tejiendo numerosos paralelismos con ella. Sus circunstancias biográficas, sus crisis, sus fracasos.

El mismo Trank no lo ha negado en ningún momento; a cada entrevista que concede insiste en que es su película más personal, incluso una que podría suponer en cierto sentido “su primera película de verdad”, y el que haya elegido como álter ego al gángster más famoso de la historia en sus horas más bajas es ilustrativo por sí mismo. Un tipo con ambición, temido por la sociedad debido a sus crímenes y personalidad intimidante, que un día estuvo en la cima y que ahora no es nada. Evidentemente Trank no es la persona más agradable del mundo, pero es que sus películas tampoco lo son.

Trank es un director extremadamente personal, de enorme talento, que creció fascinado por la idea del éxito gracias a lo cerquita que le pillaba de casa aquel inmenso cartel que rezaba “Hollywood”. Llegó a obsesionarse durante un tiempo por las notas al pie de las películas lanzadas en su seno, entendiendo cada una de ellas como el resultado de un choque de voluntades, y prestando una atención especial al conocido caso de Brazil (1985), con las sucias intentonas de Universal por convertir la obra de Terry Gilliam en un producto mucho más luminoso y comercial. Quizá entonces ya se imaginó que algún día se vería envuelto en luchas de esta índole, pero lo importante ahora es estudiar estas luchas, y comprender cómo la totalidad de su cine siempre ha girado en torno a un único elemento: el poder. Y al lugar que este ocupaba a cada paso de su desigual carrera.

Sed de poder

Josh Trank se marcó un objetivo claro al inicio de su carrera en el cine: si no lograba dirigir una película a los 27 años, se marcharía por donde había venido. Tan rotunda imposición se inspiraba en sus lecturas de la historia de Hollywood, y en concreto en sus referencias de la carrera de Steven Spielberg, que estrenó El diablo sobre ruedas (1971) con 25 años y dos después ya estaba dirigiendo el largamente considerado primer blockbuster de la historia, Tiburón (1975). No podía picar más alto a la hora de de plantear los términos de su propia carrera, y quizá por ello lo primero que hizo en ella fue una obra relacionada con Star Wars.

En 2007 Trank subió a YouTube un corto de poco más de un minuto de duración que tenía por título Stabbing at Leia’s (Uncensored). Lo había rodado en su propia casa, con una cámara prestada, su grupo de amiguetes y un curso acelerado de After Effects, y se había gastado 80 dólares en él. El resultado era desaliñado, pero muy estimulante gracias a la potencia de la idea de partida: una fiesta universitaria que empieza a desmadrarse en el momento en que dos jóvenes se ponen a pelear con espadas láser, y uno de ellos acaba muerto debido al encontronazo. La fiesta es entonces asaltada por un grupo de stormtroopers que tratan de comprender qué ha ocurrido, como si fueran policías que han acudido a frenar la juerga tras una llamada indignada de los vecinos. Para reforzar la cercanía de lo ocurrido (y aligerar costes), Stabbing at Leia’s (Uncensored) se visualiza a través de un rudimentario found footage, acrecentando la sensación de que el asesinato ha sido grabado por el móvil de algún estudiante ebrio. 

A un nivel conceptual estaba rebosante de significado, pudiendo entenderse tanto como un retrato de la descerebrada juventud, como una reflexión sobre la violencia en la era YouTube, como una faceta que nunca habíamos visto del Universo Expandido de Star Wars (y de la que ojalá algún día veamos más). Trank, por supuesto, era consciente de la excelencia de ese minuto y pico, pero solo obtuvo visibilidad cuando un colega suyo subió el vídeo a un foro de 4Chan. A partir de ahí se viralizó, y en cuestión de días Trank se encontró teniendo sus primeras entrevistas de trabajo. Contaba entonces con 22 años, y de repente no parecía tan descabellado acabar cumpliendo su propósito de emular a Spielberg.

A partir de estas reuniones —que Trank llegó a mantener con gente de Paramount, Warner y, por supuesto, MTV—, el joven director acabó vinculado a la serie de Spike TV The Kill Point, protagonizada por John Leguizamo y Donnie Wahlberg. Posteriormente desarrollaría trabajos como montador, productor o director de segunda unidad en proyectos como la comedia Big Fan (2009), protagonizada por Patton Oswalt, o The Lie (2011), dirigida por Joshua Leonard. Empleos que Trank desempeñó sin mucho entusiasmo, teniendo claro que él quería dirigir sus propias películas, y al término de los cuales llegó a preguntarse si estaba caminando en la senda correcta. Hasta que una noche, mientras fumaba ingentes cantidades de marihuana en compañía de su colega Jeremy Slater, dio con la idea de Chronicle.

Trank no se sentía preparado para escribir el guion en solitario, de modo que buscó entre sus contactos y le pidió ayuda a Max Landis, otro hijo de la escena angelina que simpatizó de inmediato con la propuesta. El hijo de John Landis, hoy encarando diversas acusaciones por abuso sexual, fue a la postre quien logró que se empezara a hablar de Chronicle en los despachos de 20th Century Fox, obteniendo la película luz verde en enero de 2011. La decisión de que este film —centrado en tres jóvenes esencialmente gilipollas que obtienen superpoderes— fuera visualizado por entero en found footage tenía toda la lógica a partir de las intenciones de Trank y de su obra anterior, pues no dejaba de ser una continuación de los presupuestos de Stabbing at Leia’s (Uncensored), pero en Fox no lo veían así.

Adoraban la idea, pero detestaban el modo en que quería ponerla en práctica”, recordaba Trank. Acaso porque a principios de la segunda década del 2000 el “metraje encontrado” todavía era visto como algo atractivo de cara a la taquilla —a tres años del éxito de Monstruoso y en pleno boom de la saga Paranormal Activity— esta vez le tocó transigir a los productores.

Poder absoluto

En una de esas coincidencias que tan jugosas resultan a la hora de trazar narrativas y diálogos entre artefactos culturales, a Chronicle le tocó estrenarse el mismo año que Project X (2012), dirigida por Nima Nourizadeh. Siendo esta última mucho más perversa que Chronicle (que ya es decir, como pronto veremos), ambas películas retratan una juventud hedonista y carente de valores, vehiculando su discurso a través de personajes masculinos y heterosexuales a años luz de deconstruirse y revisar la toxicidad de sus conductas.

La juerga, como fin en sí mismo y con todo en lo que puede derivar —éxito social, sexo, loles—, guía su comportamiento en forma de un vitalismo retorcido que descarta cualquier futuro en pos del aquí, del ahora y de las reproducciones que puedas llegar a acumular en tu canal. Project X, deslumbrante en lo repulsivo de sus postulados —y en la contundencia con la que estos disparan y desafían—, sentaba las bases de un nuevo angst juvenil, alumbrado por el siglo XXI, las redes sociales y las sucesivas crisis económicas. Chronicle, por su parte, edificaba sobre esas bases añadiendo un elemento fantasioso que conseguía refrendarlas, acompañado además de una cierta coartada filosófica.

Puede ser visto como muy de flipao (lo es) comenzar tu primera película con un personaje hablando directamente a cámara sobre Schopenhauer y sus consideraciones acerca de la voluntad, pero ese es exactamente el juego al que quiere jugar Chronicle. Trank fuerza la máquina en dicha escena al suceder el comentario de Matt Garetty (Alex Russell) con este mismo chaval cantando eufórico Price Tag de Jessie J., quedando el retrato aún más complejo, pero quizá fuera de su control: esta voluntad, pronto transfigurada en poder sobre sus semejantes, es la gasolina del sistema capitalista que aliena a Matt y los suyos de un modo que ya no necesita ser sutil, pues puede alimentarse de cada una de sus pulsiones. Ocurre que a partir de este escenario los protagonistas de Chronicle, a diferencia de lo visto en otras reflexiones sobre lo superheroico como Watchmen y El protegido —film con el que fue abundantemente comparado a su estreno—, no pueden llegar a preguntarse qué significa el ideal justiciero, porque ni siquiera son conscientes de que éste pueda llegar a existir en una realidad supeditada al yo. No puede resignificarse, porque en primer lugar ni siquiera existe.

¿A qué nos conduce esta ensalada conceptual? A que lo primero que haga con su recién adquirida telequinesis el grupo compuesto por Matt, su primo Andrew (Dane DeHaan) y Steve (Michael B. Jordan) sea subirle la falda a las chicas, gastar bromas sucesivamente más pesadas, y en definitiva convertirse en un peligro público. Como la juventud de Project X, la de Chronicle no tiene más propósito que pasarlo bien, y el hecho de que posean de repente superpoderes solo confluye en que la destrucción tenga más alcance —tampoco mucho más, puesto que Project X, aunque se enunciara como comedia, no deja de ser cine de catástrofes—, y los dilemas morales no tengan otro remedio que aparecer eventualmente. Matt es el que acaba dudando, claro, mientras que Steve sigue comprometido a echar unas risas y Andrew… bueno, con Andrew ocurre lo que tiene que ocurrir.

Chronicle es una reflexión amarga sobre el poder absoluto, no en tanto a su inherente corrupción como a la predisposición del ser humano (específicamente, y por coyuntura histórica, hombre blanco hetero) a regodearse en él y aislarse emocionalmente de sus semejantes. No puede verse más claro en el caso de Andrew, un adolescente cercano al espectro incel que en su vida ha sufrido reiteradamente la ausencia de poder, en múltiples formas.

En su madre, enferma y moribunda. En su padre, un hombre incapaz de desempeñar su trabajo por una discapacidad que vuelca sus frustraciones en Andrew, incurriendo en el maltrato físico y en comportamientos desesperados (y aterradores) como exigir violentamente que su hijo le pida perdón una vez éste está en coma en el hospital. Escenas como esa dibujan de partida a un ser humano cruel, pendenciero, ajeno a cualquier empatía, cuya asunción de un poder extraordinario no hace sino acentuar sus distintos egoísmos. El citado momento en el hospital, así las cosas, rima con el de Andrew descuartizando a una araña mediante la telequinesis. Violencia innecesaria, que se produce únicamente porque existe la posibilidad de ser efectuada.

Cabría la opción de desactivar este tratado furiosamente cínico —pues tampoco se atisba crítica por parte de Trank, solo una visualización complaciente— con el hecho de que Matt finalmente se enfrente a Andrew para frenar sus actividades villanescas. Incluso se deja caer la opción de estar asistiendo a un mito fundacional, una construcción simbiótica del héroe y su némesis al estilo de lo que M. Night Shyamalan hizo en la citada El protegido.

Puede que exista ese texto —al fin y al cabo Chronicle nació de la maquinaria de Hollywood con la vocación de saquear las taquillas—, pero la escena final con Matt viajando al Tíbet, tal y como su primo Andrew hubiera querido, también pugna por cargarse ese contrapunto. Matt recuerda a su primo con pena, lamenta haber tenido que acabar con su vida en pos de algo que podría ser entendido como justicia (es posible que no le haya dado muchas vueltas a esto), pero Chronicle se cierra con un grito eufórico por parte de este personaje. Un grito de satisfacción por haber podido llegar a un lugar tan recóndito gracias a sus capacidades. Un grito que podría ser similar al rugido de un león contemplando su reinado, o al de (tal y como Andrew se autoproclamaba minutos antes) un depredador ápex.

Y a todo esto, Trank lo había logrado. No solo había conseguido dirigir su primera película a los 27 años, sino que una vez estrenada resultaba ser el director más joven en conseguir que su trabajo fuera número 1 en taquilla durante el primer fin de semana en EE.UU. Razones más que suficientes para sentirse poderoso.

Poder coartado

Al contrario que a su compañero de correrías Jeremy Slater, a Josh Trank nunca le habían interesado los superhéroes. En lo más mínimo. Cuando hizo Chronicle carecía de ambiciones de repensar el género, y una vez se vio involucrado en Cuatro Fantásticos (2015) —la película que le arruinaría la carrera y la vida— tuvo el buen tino de llamar a Slater para que le ayudara con el guion. Este, como respuesta, se traía a cada reunión unos cuantos cómics e insistía regularmente en la necesidad de que su película estuviera en la onda de Los Vengadores, film de Joss Whedon que a su estreno en 2012 había fijado la norma cinematográfica a la hora de acercarse a estas ficciones. Trank respondía, sin inmutarse, que esa película y todas las que le habían seguido y precedido eran una puta mierda.

¿Por qué había accedido Trank a dirigir un producto, a priori, tan alejado de sus inquietudes? Quizá por inconsciencia, quizá como peaje a una noche de borrachera de poder de las muchas que siguieron el estreno de Chronicle. Antes de meterse en ese lío, le ofrecieron dirigir el Venom que trataba de sacar adelante Sony —quizá porque algún iluminado pensó que Chronicle tenía algo que ver con los antihéroes, y no simplemente con el abismo—, la adaptación de los cómics The Red Star, y una película basada en el videojuego Shadow of the Colosssus. Mientras sopesaba proyectos, Trank se sabía en la cima, y manejó este nuevo y gozoso estatus mientras dejaba la bebida, se compraba un coche, y se embarcaba en una relación con la guionista Krystin Ver Linden que desembocaría en boda. Y en algún punto, sí, pensó que era buena idea aceptar el encargo de Fox.

Al poco de embarcarse en el rodaje también se anunció que Trank dirigiría una película de Star Wars, probablemente centrada en Boba Fett, y el joven cineasta no podía creerse la suerte que tenía. O quizá sí. Probablemente sí. Cuatro Fantásticos debía ser el siguiente paso para consolidar su buena estrella, y Trank tenía la suficiente confianza en sí mismo como para creer que podía llevarse una insulsa película de superhéroes a su terreno autoral, algo que sin duda intentó hacer. De hecho se sintió fuertemente identificado con el personaje de Reed Richards (a punto de ser interpretado por Miles Teller —actor que aparecía, porque la narrativa hace tiempo que se nos fue de las manos, en Project X—), en tanto a su condición de hombre talentoso que era mangoneado por la Fundación Baxter, y que incluso contaba a su lado con un fiel adlátere cómodo en su condición de secundario. Véase Ben Grimm, véase el compañero de porros Jeremy Slater.

Pero las cosas se torcieron rápidamente. Su colaboración con Slater no prosperó, y este acabó siendo sustituido por Simon Kinberg —que, en su calidad de consultor de Lucasfilm, fue el encargado de hacerle llegar la oferta para vincularse a Star Wars— mientras el rodaje comenzaba y a nadie parecía importarle que aún no hubiera escrito ningún tercer acto. Las dificultades que entonces experimentó el proyecto han sido sobradamente documentadas, y por encima de los titulares más llamativos —como la muerte del perro de Trank o sus disputas con Miles Teller—, nos hablan de un director que iba comprendiendo el error que había cometido, atrapado en una producción que no sentía suya y que, de no tener el éxito que esperaba Fox, podía llegar a hundirle.

La decisión de que Michael B. Jordan interpretara a Johnny Storm, personaje tradicionalmente blanco, no hizo sino empeorar las cosas: Trank lo había resuelto así tanto por amistad a Jordan como por querer reflejar la diversidad racial que él había vislumbrado durante sus años de juventud en Los Ángeles. Pero no contaba con un elemento más hediondo y maligno que todo lo que hubiera podido llegar a insinuar con Chronicle: el fandom de superhéroes.

El rechazo a la idea de un Johnny Storm afroamericano condujo a críticas intensas en redes e incluso a varias amenazas de muerte que sumieron a Trank en un estado de paranoia absoluta, motivándole a llevar una pistola durante el rodaje de Cuatro Fantásticos. Todo mientras Fox se empezaba a oler el desastre que tenía entre manos, y ya se contemplaba la idea de arrebatarle el control creativo al joven director. El estudio quería un Cuatro Fantásticos firmado por Josh Trank, pero en ningún caso quería ese Cuatro Fantásticos sombrío, ajeno al cine de superhéroes que entonces triunfaba, y que aún no tenía desenlace. De tal forma que ocurrió lo esperable: Stephen Rivkin recibió el encargo de filmar unos cuantos reshoots, y Trank tuvo que acceder para no ser despedido. Coincidió en el tiempo, además, con su prematura salida de Star Wars, que él definió como voluntaria pero que era inseparable de los problemas por los que estaba atravesando Cuatro Fantásticos, y que habían llegado a oídos de Lucasfilm.

Los reshoots de Rivkin no solo tenían que ver con el apresurado clímax, sino también con unas violentas escenas del Dr. Doom (Toby Kebbell) probando sus poderes —escenas que el mismo Trank alabó, por cierto— , y con puntos cómicos que Fox se empeñó en añadir una vez fue lanzado el primer tráiler y la gente no parecía sintonizar con una propuesta tan solemne como aquella. “Prestaban demasiada atención a lo que la gente decía en Twitter”, dijo Trank entonces: unas declaraciones que vistas hoy, con el devenir de la misma Star Wars que lo vomitó, el Sonic rediseñado y el triunfo del movimiento #ReleaseTheSnyderCut, no pueden resultar más lúcidas.

En agosto de 2015, horas antes de que Cuatro Fantásticos fuera estrenada y esta ya hubiera recibido críticas feroces, Trank publicó un tuit: “Hace un año tenía una versión fantástica de esto, que habría recibido críticas geniales. Probablemente nunca la veréis, y eso es muy duro”. Trank no tardó en borrarlo, pero igualmente fue la confirmación de su sentencia a la llamada movie jail. Cuatro Fantásticos se estrenó, hizo un dinero considerable (no el suficiente como para ser considerada algo distinto a un fracaso), y las reacciones del público la erigieron como una de las peores películas de superhéroes de la historia. Proceso que Trank observó sin despegarse del Twitter, atento a cada abrasiva reseña que recibía y cada usuario que lo insultaba abiertamente, mientras iba sumiéndose en una depresión que cubría insomnio, ganas de suicidarse y la impresión de que “ya no quería volver a dirigir nada”. Fox no le devolvía las llamadas, él y su mujer se separaron, y lo que tan rápidamente había venido se marchó aún más rápidamente, con dosis extra e inesperada de dolor.

Tal y como acabaría sucediendo con Capone, Cuatro Fantásticos es un film inseparable de las extraordinarias condiciones en las que vio la luz y, mal que le pese al estudio o al propio director, puede leerse perfectamente como una obra de Josh Trank. Incluso, si nos ponemos, como una aséptica continuación de Chronicle, a partir de los avatares de Reed Richards y Doom —ambos personajes ególatras a quienes lo único que les acaba enfrentando es el mayor apego a una red de afectos del primero— y del nuevo tratado sobre el poder omnímodo que ensaya, proyectando las directrices de la película previa a un escenario diferente. Uno, en una palabra, coartado.

Coartado tanto por el argumento —Richards y sus compañeros teniendo que lidiar con los intentos de científicos y gobiernos por tutorizar sus habilidades extraordinarias—, como por la propia naturaleza del género en el que la película se inscribe: un blockbuster de superhéroes que exige una historia convencional de orígenes —a ser posible, con estos reducidos al primer acto de la película— y también un clímax lleno de acción y efectos digitales, todo con una ligereza que sintonice con los gustos de su audiencia. El ingrediente meta, por consiguiente, lo anega todo: ni a los Cuatro Fantásticos les permiten ser Cuatro Fantásticos, ni a Josh Trank le permiten ser Josh Trank. 

Josh Trank estrena su crepuscular biografía de CAPONE y aprovechamos para revisar su carrera, de su triunfal ‘Chronicle’ a la debacle de ‘Cuatro Fantásticos’.

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Con la diferencia, claro, de que Cuatro Fantásticos tiene un final feliz. Mr. Fantástico y los demás logran despegarse de estas restricciones, y contar en el desenlace con un edificio entero para ellos al que dan la bienvenida con un satisfecho “no necesitamos que nos vigilen”. El poder supera la coerción, y los depredadores ápex pueden seguir siendo depredadores ápex. En la realidad esto no ocurrió, y Trank tuvo que pasarse los años siguientes discurriendo sobre su nueva condición, totalmente nueva para él: una de profundo, de doloroso desvalimiento.

Poder perdido

Y así llegamos a Capone. Una película que a su estreno ha suscitado críticas enormemente variopintas —ninguna, por lo demás, preocupada por defender que estamos ante otro Chronicle en términos cualitativos—, de las cuales se extrae una noción impepinable: es justo la película que Josh Trank quería hacer. Y tener eso claro, así como comprender por lo que ha pasado su director, es imprescindible a la hora de asomarse a ella y tratar de entender algo, puesto que la película no lo pone demasiado fácil.

A Trank le costó sacar adelante Capone. De hecho, si no hubiera sido porque llegó a sus oídos que Tom Hardy estaba interesado en encarnar a este personaje, es posible que el film hubiera tardado más en llegar, aunque ya de por sí lo hizo bastante. Por ironías del destino, cuando Trank le hizo llegar el proyecto a Hardy este se mostró encantado con la idea, pero tuvo que pedirle paciencia: hasta que no concluyera el rodaje de Venom (film que, recordemos, le habían ofrecido dirigir a Trank en su momento), el protagonista de Mad Max: Furia en la carretera (2015) no tendría tiempo de meterse en la piel del célebre Caracortada.

Así que Trank tuvo que esperar. Se pasó más de un año esperando, mientras seguía atento a lo que sucedía en Twitter y le sobrevenían ataques de ansiedad cuando calibraba los efectos que la debacle de Cuatro Fantásticos había provocado en el panorama hollywoodiense. Que no eran demasiados, y eso le resultaba doloroso: según recuerda en un completo reportaje que le ha dedicado Polygon, una vez se topó con una entrevista que le hicieron a Kathleen Kennedy y Steven Spielberg, preguntándoles cómo pensaban prevenir que el sistema de estudios “se topara con otro Josh Trank”. A lo que Spielberg respondió con un inocente “¿quién es ese?”.

Trank había tocado fondo, y en los siguientes meses no hizo otra cosa que escribir. La historia (o como queramos llamarlo) de Capone nació de un estado de derrota absoluta, pero también de intensa autoconsciencia. Porque en esos meses le fue ofrecido algún empleo que otro. Nada que le interesara, pero sí suficiente como para asegurar que el dinero siguiera llegando, y aún así Trank dijo “no”. Tuvo el privilegio de poder decir “no”, lo que le hizo plantearse según cuenta él mismo la relatividad de su desgracia. Había sido derrotado, se sentía como una mierda, pero sabía que podía haber sido mucho peor. Podría haber sido, por ejemplo, una mujer. Este pensamiento le condujo a recalibrar toda su relación con el poder, la obsesión estrella de su carrera, y darse cuenta de que existía otro tipo de poder que nada tenía que ver con la voluntad, ni con la afirmación de vida.

Existía el poder del privilegio heredado, el latente, el poder tras la resaca del poder. El poder que le permitía a alguien como él, un total apestado de la industria, seguir teniendo la posibilidad de dirigir una película protagonizada por Tom Hardy.

Toca entonces examinar la ambientación de Capone. Una mansión monumental, rodeada de jardines espléndidos donde al gángster le ha sido permitido pasar los últimos días de su vida, con la placidez que buenamente le permita la neurosífilis que padece. Al Capone —aunque en sus dominios está prohibido decir la palabra “Al”, por remitir a un pasado dorado del que solo quedan escombros— es vigilado por el FBI, y supuestamente ha escondido una inmensa cantidad de dinero que varios personajes del film están obsesionados con conseguir. Capone lo ha perdido todo (libertad, estatus, salud mental, control de sus esfínteres), pero sigue teniendo algo que, obviamente, no valora. De hecho, le da tanta importancia al poder que ha perdido que se pasa gran parte del film intimidando a sus subordinados, e incluso en cierto momento a su esposa Mae (Linda Cardellini). En este último caso le sale rana, y acaba vapuleado por sus despechados golpes.

Capone es el capítulo final de la trilogía sobre el poder de Josh Trank, pero su condición definitoria no implica que posea certezas que a Chronicle y Cuatro Fantásticos se les pudieran haber escapado. De hecho, es un film extremadamente equívoco, tan arraigado en la experiencia subjetiva de su autor que no se parece a casi ningún otro relato gangsteril que nos venga a la cabeza. No desarrolla un retrato de la derrota y el autoengaño tan visceral como El irlandés de Martin Scorsese (2019), no posee ni una pizca del glamour badass de los dos Scarfaces de Brian De Palma —tanto en Los intocables de Eliot Ness (1987) como en El precio del poder (1983)— y aunque en su apuesta por abrazar la abstracción psicológica recuerde a los pasajes oníricos de Los Soprano (1999), la decisión de partir de un estado de ánimo y no de un personaje mínimamente construido impide también que nos podamos aferrar a este referente. De hecho, las confundidas críticas que han tratado de abordar la complejidad de Capone se han visto obligadas a hablar de David Lynch y de El resplandor de Stanley Kubrick (1980), buscando significantes conocidos (y adecuados sin duda) para abordar el chunguísimo ejercicio de autoficción que Trank se ha marcado.

Dados estos mimbres, resulta irrelevante considerar Capone como película fallida o todo lo contrario, pues la intención de Trank al hacerla no era establecer una comunicación franca con sus espectadores (esos que tan ávidamente postean sus opiniones en Internet), sino tratar de entenderse a sí mismo. Un acto insolente, de desfachatez más bienvenida cuanto más cansado se esté del homogéneo mundo que se comió y vomitó a Trank, y que hace gala desde el principio de una honestidad difícil de digerir, como cuando en una escena temprana Capone explica qué se agradece en el Día de Acción de Gracias y la respuesta viene a ser, más o menos, la posibilidad de restregarle al prójimo todo lo que has conseguido. Lo que Capone celebraba entonces, en esta escena en la que aún conservaba el habla y no se cagaba encima cada dos por tres, era un poder que pensaba que nadie le arrebataría. Pero se lo arrebataron, y hubo de pasarse el resto de su vida tratando de entender qué había ocurrido.

Como, vaya, trata de entenderlo Trank, aunque resulta difícil elucubrar una conclusión —si lo ha entendido o no— a tenor del final de Capone. Entre sus visiones, sus sádicas e insistentes humillaciones y su continua ensoñación de tiempos gloriosos, el protagonista interpretado por Tom Hardy llega al final de Capone exhausto, y encabezando una escena cuyas múltiples y posibles lecturas no obstaculizan la sensación última que pretende evocar tanto en el protagonista, como en Trank, como en el público: una paz resignada y dócil, lograda tras hacer las paces con su pasado, sus errores y su identidad.

En noviembre de 2019 Trank volvió a estar activo en Twitter por unos pocos días. Utilizó entonces esta red social para alabar El irlandés en detrimento de Marvel —justo en el marco de aquella controversia absurda sobre si el cine de superhéroes era un parque de atracciones o no— y también, poco antes de volver a ser insultado por los usuarios, compartió un enlace a Letterboxd en el que había probado a escribir su propia crítica de Cuatro Fantásticos. En este corto texto mostraba una entereza sorprendente — “esperaba que fuera peor de lo que es”, se podía leer—, y concluía con una frase que leída ahora transmite la misma paz tambaleante que la escena final de Capone. “No me arrepiento de nada”, escribía. “Es parte de mí”.

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