Tras permitirse lanzar un capítulo abiertamente experimental en casi cada una de las temporadas de BoJack Horseman, Kate Purdy y Raphael Bob-Waksberg se reúnen en Undone para seguir encauzando sus ambiciones lisérgicas. Cuentan a su favor con una técnica que no habían usado antes, el rotoscopio, que les da manga ancha para desbarrar, y cuya alocada historia referimos a continuación.
“Es una muleta para los artistas que carecen de la habilidad para hacer el trabajo por su cuenta”, se burlaba el animador de Disney Donald W. Graham. “Si alguien puede decirme cómo animar de otra forma a los Espectros persiguiendo a Frodo a caballo, que me lo diga”, replicaba Ralph Bakshi ante la enésima crítica por el aspecto de su Señor de los Anillos (1978). “La ortodoxia de la animación suele considerar la rotoscopia un atajo”, sintetizaba, con el tino que suele, Jordi Costa.
Una de las críticas más recientes a la animación por rotoscopio pertenece a Richard Williams, legendario artista fallecido el mes pasado, y tuvo lugar vía Twitter. “La rotoscopia es aburrida y poco convincente”, escribía el 4 de abril de 2018. “La referencia de la acción real debería ser una fuente de información, y no limitarse a trazar fotografías”.
La rotoscopia, en fin, nunca ha sido muy bien considerada, tachada de plana, poco imaginativa o, bueno, demasiado fácil. Es llamativo, sin embargo, que en estos mismos términos se manifestara el encargado de la animación de ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (1988), no sólo porque lo trabajoso de esta técnica —capaz de enloquecer a Richard Linklater cuando, durante la posproducción de A Scanner Darkly (2002), “miraba por encima del hombro del animador, volvía a mirar la semana después, y nada había cambiado”— sintonizara tan bien con las inquietudes de un artista que siempre se tomó su tiempo para todo. Sino también porque el mismo Williams, antes de pasarse veinte años tratando de sacar adelante El ladrón de Bagdad (1993), ya había hecho antes uso de la rotoscopia, ganando su primer Oscar de la Academia gracias a ello.
La obra galardonada fue Cuento de Navidad (1971), adaptación de Charles Dickens. El acabado de este formidable cortometraje, en sí mismo, bastaba para tirar por tierra los exabruptos que luego le dedicó su director a la rotoscopia. Por mucho que tuviera que trasladar una ficción tan quemada como la odisea de Mr. Scrooge, el corto de Williams buscaba con agresiva inquietud una identidad distintiva con la que desmarcarse, y la obtenía gracias a su descripción de un Londres insólitamente tenebroso pero, también, gracias a la dichosa técnica. Con las líneas reforzadas a lápiz —estrategia no muy aconsejable si querías ajustarte a un calendario, pero que en su última obra, Prologue (2015), alcanzaría sus máximas cotas de excelencia—, los personajes de Cuento de Navidad respiraban verdad, y una vez que Scrooge tenía que citarse con los tres clásicos fantasmas, el público de la época contenía el aliento frente a diseños de pesadilla, de proporciones y mutaciones indescriptibles. Totalmente irreales pero, y eso era lo peor, cercanos.
Nada mal para una técnica que originalmente se había inventado para hacer los movimientos de un alegre payaso algo más fluidos.
La patente de Max Fleischer


Un artista simplemente se sienta y, con un personaje en mente,
dibuja las figuras que han de hacerlo animado. Hay una gran probabilidad
de que el movimiento resultante sea mecánico. Con la única ayuda
de su imaginación el artista no puede, en principio, obtener la
perspectiva y los movimientos relacionados con la realidad
(Max Fleischer durante una entrevista con New York Times, en 1920)
Suele citarse a las Humorous Phases of Funny Faces, desarrolladas por James Stuart Blackton en 1906, como las primeras tentativas serias de realizar una obra animada, cuando el gran problema de los artistas radicaba en cómo lograr que la ilusión de movimiento creada fotograma a fotograma no pareciera entrecortada. Por eso, cuando Max Fleischer vio Gertie the Dinosaur unos ocho años después, sintió una súbita fascinación, y comprendió que había un gran margen para mejorar las cosas.
En Gertie the Dinosaur el animal protagonista no sólo se movía con naturalidad y desparpajo, sino que también interactuaba con su creador, Winsor McCay, dentro de la primera combinación de animación y acción real de la que se tiene registro. Los experimentos iniciales de Fleischer, que había empezado como fotógrafo y caricaturista en The Brooklyn Daily Eagle, ya emulaban esta mezcla de planos de la realidad —concibiendo en todo momento a los dibujos como criaturas con vida propia capaces de causar estragos en nuestro mundo—, pero sobre todo se preocupaban por mejorar la sensación de movimiento. Ésa era su prioridad, y en torno a 1915 decidió grabar a su hermano Dave con su uniforme de empresa —en aquella época trabajaba de payaso en Coney Island—, para tomar sus movimientos como inmediata referencia a la hora de ponerse a animar. Fue entonces cuando nació Koko el Payaso pero también, claro, cuando nació el rotoscopio.
El rotoscopio, entendido en este caso como lo que le permitía a Fleischer hacer la rotoscopia —porque la rotoscopia no se hace sola, hay que hacerla—, era un dispositivo donde la acción real, rodada previamente, era reproducida bajo una superficie de cristal esmerilado, la cual permitía al animador utilizarla como referencia directa a la hora de calcar los fotogramas y, posteriormente, pintarlos. La dificultad, por consiguiente, no estribaba tanto en dibujar el fotograma como en lograr una coherencia con su sucesión, suponiendo un proceso mucho más sacrificado de lo que los comentarios puristas darían a entender después. Max Fleischer y su hermano, sin ir más lejos, se pasaron más de una década experimentando con el aparatito hasta conseguir dominarlo del todo, y en este tiempo desarrollaron la serie conocida como Out of the Inkwell, o Fuera del tintero. Todos los cortos que la componían estaban protagonizados por Koko, el primer personaje rotoscopiado de la historia, y sus andanzas solían reducirse a las bromas que le gastaba al propio Max.
Llegado 1929, paralelamente al desarrollo de la animación con sonido sincronizado —en la cual, contrariamente a lo que se suele pensar, Fleischer se había adelantado dos años a Steamboat Willie de Walt Disney con su My Old Kentucky Home (1926)—, los recién nacidos Fleischer Studios empezaron a producir los Talkartoons, donde Koko perdió protagonismo a favor de la recién nacida Betty Boop, y la rotoscopia fue ganando sofisticación. Dada la importancia que desempeñaba la música en este nuevo formato, Fleischer y sus socios quisieron adaptar su técnica al ritmo que exigía la banda sonora, empleando su invención para que los personajes bailaran de una forma convincente.
Por ejemplo, en The Cow’s Husband (1931) un toro interrumpía la corrida a base de zapateados, o, en Betty Boop’s Bamboo Isle (1932), Fleischer trasladaba íntegra a la pantalla la elaborada coreografía de una tribu samoana. Esta fase estuvo caracterizada sobre todo por la colaboración de célebres artistas de la época como Louis Armstrong —haciendo una inquietante aparición en I’ll be glad when you’re dead you rascal you (1932)— o, muy especialmente, Cab Calloway. La figura de este músico y cantante de jazz fue indispensable en títulos como Minnie the Moocher (1932), The Old Man of the Mountain o Snow-White (ambos de 1933), pues no sólo su música articulaba la trama (y ocasionalmente prestaba título al corto), sino que sus característicos bailes guiaban el movimiento de una morsa antropomórfica, un viejo verde, o el propio Koko, que en Snow-White perseguía el ataúd donde dormía Betty sufriendo una serie de terroríficas transformaciones a manos de su madrastra. Todo esto sin dejar de bailar.
El éxito de estas obras contribuyó a que el rotoscopio, por primera y única vez en su historia, fuera percibido como una herramienta valiosa y capaz de hacer avanzar al medio. No es de extrañar, por tanto, la rapidez con la que la gente de Walt Disney Productions echó mano de él una vez expiró la patente de Fleischer alrededor de 1934, y ese mismo año Ub Iwerks —antiguo colaborador de Disney que volvería al redil a finales de la década— produjo Jack Frost dentro de su serie ComiColor Cartoons. Este ocurrente cortometraje no se apartaba ni por un instante del influjo de Fleischer, en aquella época todavía rey de la animación norteamericana, y su empleo de la técnica se reducía a animar la danza de un espantapájaros viviente. Yendo más lejos, pero adscribiéndose igualmente a anteriores experimentos de la competencia, Disney echó mano de la rotoscopia para animar por completo a muchos de los personajes de su primer largometraje, Blancanieves y los siete enanitos (1937). El film que, obviamente, lo cambiaría todo, y cuyo éxito impulsaría a Fleischer Studios a lanzar su propio largo muy poco tiempo después.
La animación rotoscópica de Los viajes de Gulliver (1939) servía nuevamente a Fleischer para separar planos de realidad, perdiendo aquí cualquier vocación metalingüística al animar a un único personaje con esta técnica (el extranjero Gulliver, personificado por el locutor de radio Sam Parker), y recrear a los habitantes de Liliput de forma tradicional. Aunque la estrategia tuviera sentido, el escaso refinamiento de la figura de Gulliver hacía del film de Fleischer un artilugio mucho más desaliñado que la Blancanieves con la que debía competir, y las críticas se hicieron eco de esta disonancia. Los viajes de Gulliver fue, por tanto, el primer paso hacia la derrota de Fleischer Studios ante la germinante hegemonía de Disney, y aunque la serie de Superman (1940) obtuviera un gran respaldo académico, nada pudo evitar la bancarrota en 1941, cuando Saltarín va a la ciudad tuvo la ocurrencia de estrenarse en pleno ataque del Pearl Harbor, y certificó la total obsolescencia del estudio.
Walt Disney se quedó sin competidores y con la libre opción de seguir haciendo evolucionar la técnica inventada por Max Fleischer. Dado el desdén que muchos de sus trabajadores sentían por la rotoscopia, sin embargo, esta no conoció avances significativos durante bastante tiempo.


El paso al indie
Mientras otros estudios como Warner Bros. también probaban suerte con la técnica, la Casa del Ratón utilizó la rotoscopia de forma casi ininterrumpida durante más de medio siglo. A partir de 1950, eso sí, los animadores redujeron la técnica a sus preceptos más básicos, descartando el empleo del invento de Fleischer a favor de limitarse a grabar escenas con actores reales y dejar que los animadores se inspirasen a partir de ellas. Es el momento en que, al menos en lo que respecta a la producción disneyana (y a partir del film de 1950 La cenicienta), debemos dejar de hablar de rotoscopio, para referirnos a una técnica que sigue mayormente sus designios y se extiende hasta la década de los noventa, cuando producciones como Aladdin (1992) o Fantasia 2000 (1999) marcan la conclusión de un romance que nunca fue mínimamente entusiasta.
Esto no implica que en el seno de la Casa del Ratón no existan productos adscritos a esta técnica con ganas de cambiar las cosas, porque ahí está el flamante ejemplo de TRON (1982) y su atrevimiento a la hora de conjugar el rotoscopio más chillón —desparramándose sobre un reparto alegremente coloreado— con unas tempranas tentativas CGI; las mismas que acabarían relevando a la rotoscopia en el seno del estudio. Sin embargo, hay poco donde rascar, y a la hora de seguir explorando la historia de la técnica es más provechoso acudir a los márgenes; a todo lo que crecía y respiraba fuera de Disney, y que daba continuidad a las inquietudes de Max Fleischer.
Que más allá de la Casa del Ratón esta técnica fuera tan utilizada resulta lógico. Aunque exigiera tiempo, la rotoscopia era barata, y esa fue la razón principal por la que China, durante la Segunda Guerra Mundial, recurrió a ella para dar forma al primer largometraje animado de toda su historia: Princess Iron Fan (1941), basada en la leyenda del Rey Mono y en su adaptación dentro de la inmortal Viaje al Oeste. Durante la década de los cuarenta y cincuenta la rotoscopia fue ampliamente utilizada en la Unión Soviética por motivos similares, destacando en este campo la labor de Ivan Ivanov-Vano —considerado el padre de la animación rusa— o de Lev Atamánov, quien al igual que Walt Disney prestaba una considerable atención a los cuentos populares, y firmó grandes éxitos como La florecilla escarlata (1952) o La reina de las nieves (1957).


Dentro de Europa, la rotoscopia inauguró su apego hacia los círculos contraculturales, respondiendo a la consolidación de Walt Disney Productions como principal generadora de animación mundial, a través de productos tan idiosincráticos como Yellow Submarine (1968). En este musical George Dunning percibió finalmente las posibilidades del invento en tanto a expresar una visión distorsionada del mundo físico, y amparándose en la voluntad lisérgica del film logró con el número dedicado a Lucy in the Sky with Diamonds la utilización más sorprendente y rompedora que se había hecho nunca de la rotoscopia hasta entonces. El inaugural empeño de Fleischer de que esta ayudara a hacer los dibujos más realistas quedaba oficialmente obsoleto: había llegado la hora de experimentar en una dirección distinta, mucho más abstracta y libre.


En EE.UU. esta voluntad se encauzó a partir de, básicamente, dos figuras fundamentales que acabaron compartiendo estatus de alternativa oscura a Disney. Una de ellas, y la menos interesante en lo que a este repaso se refiere, era la de Don Bluth. Ex-animador de Disney, dentro de los inicios de su obra se percibe una preocupación por distanciarse de la luminosidad de su antigua casa a la que la rotoscopia le acaba viniendo de perlas. En films como Nimh, el mundo secreto de la Sra. Brisby (1982) o Fievel y el nuevo mundo (1986) el plan obedece bien a ambientar las historias en un escenario corpóreo (y, dado el carácter de estas, opresivo), bien a incrementar el horror de sus personajes; siendo en ambas propuestas ratones que han de lidiar con artilugios gigantescos como suponen un tractor o una rata gigante desarrollada para ahuyentar a sus enemigos.
En estos dos casos la rotoscopia, como preconizaba Fleischer, establece una clara división entre lo que el espectador percibe como cercano (los ratones recreados convencionalmente), y lo extraño (en los objetos que curiosamente, y en tanto a ser elaborados por esta técnica, más tienen que ver con nosotros). Dentro de la filmografía de Bluth son dos casos estimulantes pero lamentablemente aislados, ya que en años posteriores decidiría utilizar la rotoscopia de forma más similar a Disney —esto es, persiguiendo un innecesario realismo en las expresiones de los personajes humanos—, y a partir de obras como Anastasia (1997) o Titán A.E. (2000) obtendría unos resultados paulatinamente más ingratos.


Ocurre algo muy distinto con el caso de Ralph Bakshi, alguien menos dotado narrativamente que Bluth, pero también más comprometido con la experimentación y la etiqueta de animación para adultos. Pese a que, como veíamos antes, este artista detestara abiertamente la rotoscopia, entre 1977 y 1981 dio a luz con la trilogía clave del movimiento, formada por Los hechiceros de la guerra, El Señor de los Anillos y American Pop. Esta última, en concreto, supone lo más parecido a una película redonda que Bakshi ha conseguido nunca, y, ni que decir tiene, una tremenda obra maestra que trascendería la rotoscopia, la vinculación de esta con la música, y lo que le echaras.
El interés de Bakshi por dotar a sus producciones de un trabajado lecho musical se remontaba a los aires jazzísticos de sus primeras producciones, como Heavy Traffic (1973) o Coonskin (1975), alcanzando otro nivel cuando se empeñó en que El Señor de los Anillos, la compleja adaptación de la obra de Tolkien que en su momento supuso la película de animación más larga jamás realizada, estuviera ambientada con la música de Led Zeppelin. No se salió con la suya, pero la simpatía que su figura había alcanzado para entonces en la industria musical le permitió obtener unas licencias muy jugosas de cara a American Pop, su personal visión de la historia de la música popular norteamericana.


Es el primer atractivo que esta colosal producción te lanza a la cara —con un soundtrack que en su voluntad totalizadora probablemente sólo podría ser superado, unas décadas después, por Forrest Gump (1994)—, pero a la larga es el menos interesante, puesto que American Pop es la primera película de Bakshi cien por cien desarrollada por animación rotoscópica, cultivada en función de un gran número de propósitos (narrativos, temáticos, visuales), y todos cumplidos felizmente. La ambivalente relación con la realidad que siempre va a poseer la rotoscopia, y que Bluth condujo a los extremos más ominosos en sus primeras películas, aquí ayuda a erigir a American Pop como alegoría del hecho histórico con un pie en la realidad y otro, más afianzado, en una catártica evasión. Aquella que canciones como Pretty Vacant, Somebody to Love o Don’t Think Twice (It’s Alright) ofrecen tanto al espectador como a sus personajes, miembros de varias generaciones, condenados a la soledad, a la adicción, y a sólo ser capaces de encontrar la paz en la música que practican.
Más allá de estos arrebatos líricos, desde luego que American Pop mola todo el rato. Furiosa y estilizadamente, recurriendo a las bondades de esta técnica para que escenas como un camello repartiendo pastillas parezcan propias de un videoclip de Michael Jackson, y asentando una provechosa asociación entre la rotoscopia y el musical. Tanto dentro del cine —con la simpática producción canadiense Rock & Rule (1983) o la obra de culto Heavy Metal (1981), aunque esta última tuviera más que ver con los excesos pajilleros de Bakshi que con su melomanía— como fuera de él.
Ya en 1979 los espacios urbanos del director de American Pop encontraban una insospechada continuación en el rotoscopiado videoclip de The One that Got Away, de Tom Waits, y en 1985 la técnica llegaba al gran público con el exitazo de A-Ha Take on Me, ahondando en el desdoblamiento de realidades. Desde entonces grupos como los Dire Straits, The Offspring o los White Stripes han recurrido a esta técnica para hacerse los originales con sus videoclips, y muy de vez en cuando el cine ha devuelto sus ojos al relato musical, en obras como Chico y Rita (2012). Dirigida por un tipo, Fernando Trueba, con las nociones justas de animación, pero sin importar tampoco demasiado; cineastas suscritos la acción real llevaban encontrándole utilidad a la rotoscopia desde mediados de los años treinta. Porque, huelga decir, la rotoscopia nunca ha sido patrimonio exclusivo del medio animado. Ni por asomo.
Sólo los sueños tienen tantas posibilidades
En 1978, mismo año en que Bakshi estrenaba El Señor de los Anillos y le presentaba al público la primera superproducción abiertamente rotoscopiada en casi cuarenta años, Martin Scorsese grabó a Neil Young interpretando Helpless en el marco del concierto de despedida de The Band. Dicha actuación formaría parte del documental que Marty estaba preparando, El último vals, pero a la hora de encarar la pospro aparecieron los representantes del músico y dijeron que el mencionado segmento no podía ser incluido, a menos que el director ideara alguna forma de disimular el rastro de cocaína que lucían las napias de Young.
¿Qué hizo Scorsese? Recurrir a la rotoscopia, e intentar que el polvo blanquecino desapareciera para poder incluir la actuación. El resultado distó de ser convincente —la parte inferior del rostro de Young acabó oculta por un extraño borrón—, pero más por la falta de práctica de los implicados que por la insuficiencia de los avances que la técnica, en tanto a su aplicación dentro de la acción real, había experimentado en los últimos años.
Ya en 1935 James Whale había recurrido a ella para un ingenioso trucaje en la escena de los homúnculos de La novia de Frankenstein, y alguien como Ub Iwerks —que, como contábamos, empezó a usar el rotoscopio al poco de que Fleischer perdiera la exclusividad— se había hecho un nombre más allá de la animación, como artista de efectos especiales, al ser nominado al Oscar por su espectacular trabajo en Los pájaros (1963), de Alfred Hitchcock. La facilidad con la que esta técnica podía servir de collage móvil, con capas y más capas superpuestas, fue aprovechada por el cine de acción real con mucho más atrevimiento del que jamás mostraría el mainstream disneyano, en elementos tan heterogéneos como los títulos de crédito de El bueno, el feo y el malo (1966), las espadas de luz coloreadas manualmente de La guerra de las galaxias (1977), o los disparos láser de Robots asesinos (1986).
Entrado el nuevo siglo, y a pesar del empuje del CGI, fue empleado igualmente en el opening de Juno (2007) o en producciones relacionadas directamente con el cómic, como Sin City (2005) o Speed Racer (2008). La razón de este uso en un tiempo donde el motion capture (técnica que esencialmente busca conseguir lo mismo que la rotoscopia dentro de un formato digital) se iba convirtiendo en la herramienta predominante es la misma que comentábamos antes, y la que permitió a un estudio tan zarrapastroso como Filmation lanzar series a mansalva (de Flash Gordon a He-Man) entre los setenta y los ochenta: la rotoscopia era barata. Ridículamente barata.
Y además, desde 1996, mucho más sencilla de afrontar. A estas alturas, la técnica estaba asentada y tanto el mainstream como el cine independiente daban buena cuenta de ella, a lo que ayudó que justo ese año Bob Sabiston inventara el Rotoshop. Sabiston, programador del Instituto Tecnológico de Massachussets, diseñó un software que agilizaba el proceso y además permitía conservar los matices en las expresiones de los seres humanos, muy difuminadas hasta ahora. Por si fuera poco, el Rotoshop se constituía de fotogramas clave a los que el programa iba proveyendo automáticamente de frames intermedios, logrando una fluidez absoluta y desembocando en la coyuntura que, si antes era necesario un equipo de dibujantes trabajando durante dos semanas para lograr una animación, ahora sólo se precisaba de un par de días con un único artista.
El Rotoshop era efectivamente una revolución, al tiempo que un nuevo argumento para quienes siempre se habían manifestado en contra de esta técnica. La rotoscopia ahora no sólo era barata, sino también automática, y por muy penoso que siguiera siendo el proceso de puesta a punto, este devenía más mecánico que sacrificado. Situación que, por supuesto, sólo podría desembocar en que los artistas tuvieran que complicarse aún más la vida.
A principios de los 2000 Richard Linklater se asoció con Sabiston para realizar dos películas muy distintas, pero que compartían el mismo código estético: Waking Life por un lado (2001) y A Scanner Darkly por otro. La primera era un film experimental y la segunda una ambiciosa adaptación de la novela homónima de Philip K. Dick cuya larguísima posproducción desquició a Linklater. Por muchas ventajas que trajera consigo el Rotoshop de Sabiston, A Scanner Darkly tenía la responsabilidad de no abandonarse a la arbitrariedad del software para diseñar un mundo coherente en el que se movieran sus protagonistas —interpretados por personas como Keanu Reeves, Woody Harrelson y Robert Downey Jr. que, al menos en el caso de los dos últimos, se tomaron la utilización de esta técnica como una excusa para sobreactuar a gusto—, sin más desmelenes que los que permitiera la historia. Esto, en la práctica, condujo a que cada minuto de A Scanner Darkly tardara 500 horas en ser recreado, y siempre tras haber sido rodado de la forma habitual.
A Scanner Darkly, por muchas ideas locas que se dieran cita como el traje Scramble o los pasajes alucinógenos, tenía que mantener los pies en la tierra, y la dificultad de la rotoscopia para lograr esto fue lo que disuadió a Linklater de repetir la experiencia en el futuro. Mucho más satisfactoria fue la realización de Waking Life, en cambio. El carácter de la propuesta, más cercano al de un ensayo filosófico que al de una historia al uso, permitía que Linklater y Sabiston dejasen la obra al cuidado del programa, logrando que la improvisación emanara de cada uno de los factores del producto, y cimentara un orden dentro del caos más lógico de lo que parecía a primera vista. Al fin y al cabo, Waking Life relataba los intentos de un chaval (Wiley Wiggins) por despertarse de un sueño a través de elaboradas conversaciones con todo tipo de personajes —entre ellos los Jesse (Ethan Hawke) y Céline (Julie Delpy) de Antes del amanecer (1995), aunque no entablasen contacto directo con el protagonista— que sólo conseguían complicar su misión, y Linklater supo al instante que la rotoscopia era el mejor medio para reflejar su desazón, e introducir al público en un estado tan excepcional.
Waking Life es, sin duda, otra obra imprescindible de esta técnica, menos impactante visualmente que A Scanner Darkly pero más coherente con respecto a las posibilidades de la rotoscopia. De Fleischer a Dunning, de Bluth a Bakshi, los principales referentes de este movimiento la habían concebido como un eslabón intermedio (y eternamente confuso) entre la realidad física que podíamos aprehender y la fabulación visual de la animación tradicional. Linklater no hizo otra cosa que extrapolar esta concepción a lo más parecido que podía comprender el ser humano en su día a día, y proclamar que la rotoscopia era el vehículo más indicado para tratar el mundo onírico. Asumido esto, a dicha técnica —ya próxima a su cenit—, sólo le quedaba conseguir lo que nunca había conseguido del todo en toda su historia: ser bonita.


Y la rotoscopia encontró la belleza
La relevancia de la duología de Linklater encontró unos pocos años después sus ecos más claros en la coreana Life is Cool (2008), enormemente influenciada por los experimentos con el Rotoshop, pero pronto se desperdigaría entre todo tipo de producciones que utilizaban estas y otras estrategias como carta de presentación. En Europa, films como Renacimiento (2006) de Christian Volckman o Alois Nebel (2011) de Tomás Lunák utilizaban tanto la rotoscopia como el blanco y negro para seguir explorando esa zona intermedia entre la animación y el live action, mientras que en Japón Mamoru Hosoda se servía ocasionalmente de la técnica para inyectar credibilidad a La chica que saltaba a través del tiempo (2006) y Shinichiro Watanabe exploraba igualmente la posibilidad de otras realidades en Historia de este chico (2003), perteneciente a Animatrix.
Durante gran parte de lo que llevamos de siglo XXI la rotoscopia se ha limitado a tener un papel instrumental o limitado al circuito alternativo, con alguna que otra irrupción en la ficción mainstream —como cuando Los Simpson le dedicaron en 2015 un gag del sofá—, pero siendo escasas las obras que obtengan cierta atención mediática, o quieran concienciarse con hacer progresar al medio. Sí que resulta llamativa la cantidad de ocasiones en las que se ha querido utilizar la rotoscopia con fin distanciador en artilugios de vocación documental —como Year of the Fish (2007) de David Kaplan, Tower (2016) de Keith Maitland o Vals con Bashir (2008) de Ari Folman, que pese a su planteamiento estético nunca llegó a utilizar rotoscopia—, pero por lo general es tentador hablar de una sequía de producciones punteras hasta el estreno, hará unos dos años, de Loving Vincent.
Dirigida por Dorota Kobiela y Hugh Welchman, y financiada tanto por el Instituto Polaco, como por Reino Unido, como por una campaña de Kickstarter, este homenaje a la obra de Vincent Van Gogh obtuvo cierta notoriedad gracias al esfuerzo titánico que había supuesto su producción, prolongada durante varios años y llevada a cabo por hasta 115 pintores sin experiencia previa en la animación audiovisual. Desafiando las nociones más extendidas sobre la movida rotoscopera, la publicidad de Loving Vincent se apoyaba en el reparto internacional que protagonizaba la película —de Saoirse Ronan a Jerome Flynn— algo menos de lo que sacaba músculo en referencia a lo muchísimo que había costado sacarla adelante, componiéndose de nada menos que 58.000 fotogramas pintados al óleo.
Factor que, si bien no alcanza a limar las debilidades de la propuesta —correspondientes a un guión muy pobre que se fija acomplejado en Ciudadano Kane (1941)—, sí se reviste de una tremenda importancia en el asunto que nos ocupa. Nunca hasta entonces la rotoscopia había buscado un vínculo claro con las artes pictóricas —aunque se divisasen pequeños rastros en la obra de Bakshi—, y el hecho de que se insistiera tanto en la naturaleza de Loving Vincent como “primera película pintada totalmente al óleo” es, además de un precioso homenaje al genio holandés, todo un paso adelante para la técnica.
La rotoscopia podía ser bella, podía buscar activamente la belleza a lo largo de su ejecución, y no tenía que perder por ello sus intenciones consustanciales de inyectarle lecturas alternativas a la animación tradicional. Tuvimos que esperar a Loving Vincent para descubrirlo, y poco después, Undone (2019) se ha convertido en un nuevo punto de partida para la técnica, una lanzadera para otras posibilidades que hasta ahora no había advertido. Al igual que en Loving Vincent, la serie de Kate Purdy y Raphael Bob-Waksberg ha utilizado la pintura al óleo para configurar parte de su identidad visual, pero este hecho no nos debería llevar a engaño: Undone no busca la belleza por la belleza —de hecho, inicialmente iba a ser rodada como un live action normal y corriente—, sino que no ha tenido más remedio que encontrarla gracias a la holgada experiencia audiovisual que la técnica tiene a sus espaldas.
La animación rotoscópica ha servido para separar dos planos de realidad tan evidentes como el que ocupa el dibujante y el que ocupa lo dibujado. Ha servido para separar razas fantasiosas —liliputienses de humanos, hobbits de elfos— y trazar parábolas sobre nuestra relación histórica con la música. También se ha empleado para describir de la forma más verídica posible el mundo de los sueños, e introducirnos en un cuadro impresionista viviente. Undone, en esta progresión hacia el horizonte más abstracto, menos sujeto a las limitaciones terrenales, proyecta la fuga definitiva hacia una rotura constante del espacio y el tiempo, por la cual debe transitar Alma (Rosa Salazar) sin perder la cabeza en el intento.
Al comienzo de esta (magnífica) serie de Amazon Prime, la irrealidad parece más real que nunca, y eso perturba a su protagonista. Será cuestión de tiempo que consiga maravillarla, pero por suerte tardará algo menos que el siglo que le ha costado a la animación rotoscópica llegar a este final feliz. En caso, claro, de que sea un final.