Death Note es de sobra conocido en occidente. Incluso mucho antes de que Netflix anunciara su adaptación de imagen real por parte de un director occidental. ¿Pero qué es lo que implica Death Note para la industria japonesa? Algo muy diferente. Algo mucho más grande. Y eso es lo que te desgranamos en este artículo.
Tras la Segunda Guerra Mundial Japón aprendió dos cosas importantes: que la divinidad del emperador no era tal y que cuando dependes de planes coloniales siempre acabas pisándole el callo a alguien. Tal vez por eso, con el paso de los años, se dieron cuenta de que para recuperar un puesto prominente en el mapa político mundial o para mejorar su endeble posición tras la ocupación, era necesario re-inventar el país. Encontrar formas de crecer que no pasaran necesariamente por hacer visitas de cortesía, masacre incluida en el pasaje, a las vecinas China y Corea.
De ahí vino el énfasis en la tecnología, la cultura y cierta obsesión con la industria inmobiliaria que hermanaría al país del sol naciente con el nuestro. Pero en lo que corresponde a nuestro interés, lo importante son los dos primeros elementos. Porque Japón no tardó en entender que, antes de pretender ninguna influencia exterior, era importante recuperar su influencia interior. No ser dependiente exclusivamente de la propaganda estadounidense en forma de películas de Hollywood. Y para ello necesitaban una industria cultural fuerte.
En el último medio siglo Japón ha consolidado su papel como potencia cultural tratando su tejido industrial como si se tratara de una hidra. Muchas cabezas, un sólo cuerpo. Eso significa que si un libro o un manga se vuelven populares, es casi imposible que no tengan adaptaciones al anime, la televisión, el cine y cuantos medios le sean posible, si es que no también acaben adornando teléfonos móviles, trenes o incluso aviones. Exactamente lo mismo que hace EEUU con su propia industria cultural, pero llevado hasta un paradigma masivo donde editoriales, estudios de cine y discográficas pertenecen a diferentes grupos interrelacionados entre sí con el fin de potenciar al máximo todas esas posibles sinergias. Algo con lo que consiguen dos cosas: potencian la salud de la industria cultural y ofrecer a los consumidores productos que saben que quieren.
Y Death Note, además de no ser la excepción, nos muestra a la perfección cómo funciona ese sutil entramado de explotación comercial y celebración de la cultura propia.
Cómo vender un manga nihilista a una revista que se jacta de sus valores humanistas
Es curioso como la historia editorial de Death Note no es mucho menos convulsa que la de la propia serie. Publicada en la Weekly Shōnen Jump, revista enfocada al público adolescente de género masculino y publicación de manga de mayor tirada de Japón, su línea editorial siempre se ha situado en ese nicho específico que aúna el manga de deportes con las historias de hostias como panes, favoreciendo aquellas que fueran vitalistas y que enaltecieran el valor de la amistad y el trabajo en equipo por encima de cualquier clase de cinismo, ya sea irónico o pesimista.
Todos esos son valores que están muy lejos de lo que podemos encontrar en Death Note. Si bien podríamos llegar a justificar que de hecho es un manga de batallas, sólo que los combates ocurren con el ingenio de los personajes en vez de con sus puños, la parte del compañerismo, la amistad y la ausencia de cinismo es algo que no sólo no se da, sino que es sistemáticamente ridiculizada en el hecho de cómo la única relación de amistad existente tiene el propósito de encontrar el momento preciso para traicionar al otro lado de la misma. Todo eso sin contar que el villano de la historia es el propio protagonista, las muertes se suceden a decenas o cientos durante números enteros y cualquier clase de precepto moral es retorcido sistemáticamente en favor o bien de la mera curiosidad intelectual de los involucrados o bien por una visión extremadamente capciosa del papel que debe cumplir la justicia.
¿Pero de qué trata Death Note? Es la historia de Yagami Light, un brillante chico de instituto que, un buen día, descubre que cualquier persona cuyo nombre escriba en un cuaderno, teniendo en mente la cara de esa persona, morirá al cabo de cuarenta segundos. Algo que, tras comprobar que de hecho es cierto, le llevará a crear una identidad secreta, Kira, con la que acabar con todos los criminales del mundo. Al menos hasta que un famoso detective privado llamado L, asistido por la policía japonesa, se interponga entre él y su deseo de crear un mundo sin crímenes ni criminales bajo el auspicio de su death note, el shinigami Ryuk -un dios de la muerte, culpable de la aparición de la death note en la tierra- y su invariable creencia de que está por encima de todo orden ético o moral. Al menos en la medida de que en su cabeza cree estar creando la primera y única posible justicia universal.
Death Note es la antítesis del espíritu Shōnen Jump. Y si se llegó a publicar no fue por sus innumerables méritos, sino por la insistencia de su editor, que trató de convencer durante meses a sus superiores de que sería buena idea darle una oportunidad. Algo que se materializo en forma de one shot: un único capítulo autoconclusivo para comprobar la aceptación entre el público.
Tras un mes de trabajo exhaustivo, este one shot arrasó en las encuestas. Algo que hizo que sus creadores, Tsugumi Ōba y Takeshi Obata, tuvieran la posibilidad de empezar su serialización semanal en la revista de manga más famosa del mundo.
Entender la razón detrás del éxito del manga no parece demasiado difícil. Con personajes carismáticos, una historia enrevesada pero repleta de giros interesantes, un enfoque moralmente ambiguo que va desde la reflexión pertinente al puro malotismo y un dibujo excepcionalmente pulido, es difícil no entender qué vio en la serie el público objetivo de la revista: todo está calculado al milímetro para encandilar al público adolescente. ¿O es que acaso hay algo que pueda gustar más a un chaval adolescente que un asesino de masas moralmente superior justificándose con su inteligencia privilegiada para imponer una era de paz que una parte significativa de los adultos que le rodean no son capaces de comprender? Es difícil imaginar una historia que se ajuste mejor a las fantasías de poder adolescente.
Pero el manga es popular más allá de su público objetivo. Habiendo vendido sobre treinta millones de copias de sus doce volúmenes y siendo el décimo mejor manga de todos los tiempos según una encuesta conducida por el Ministerio de Cultura de Japón, es evidente que ha generado interés más allá de aquellos que se han visto reflejados en el oscuro deseo de Light Yagami.
Ese porqué se puede explicar en lo bien escrito que está. Siendo un thriller frenético, perfectamente ejecutado, es difícil que no encandile a cualquier buen lector de misterio; y dado que tanto Light como L son personajes ambiguos, pero con fuertes convicciones y atados a no pocos conflictos éticos, por el lado del desarrollo de personajes tampoco hay nada que cuestionar. A fin de cuentas, más allá de sus claros puntos de interés para su público objetivo, estamos ante una historia interesante bien contada. Y de ese mimar los intereses de un nicho particular sin descuidar la calidad general del manga viene su actual popularidad.
En cualquier caso, la Shōnen Jump tenía buenas razones para no querer publicar un manga tan oscuro: siendo una revista enfocada a niños, tanto las asociaciones de padres como los propios colegios podían mostrarse disgustados ante la ambivalencia moral de sus personajes y la extrema violencia de algunas de sus escenas. Pero contra todo pronóstico, la serie apenas produjo escándalo.
Es cierto que hubo una época donde era difícil no encontrar imitaciones de la death note en institutos y en los cuartos de los adolescentes nipones, o que incluso haya habido casos de bullying asociados o asesinos inspirándose en el manga fuera de las fronteras japonesas, pero las presiones de las asociaciones de padres no llegaron a ser tan fuertes como para producir lo que más temían en la Shōnen Jump: que o bien se vieran obligados a cancelar la serie o, no mucho mejor, que fuera considerado un manga tan problemático como para que no pudieran hacer una adaptación al anime.
Escándalos, boicots y adaptaciones al anime
La presión mediática no es ninguna tontería en Japón. Dado que las adaptaciones al anime requieren establecer comités de producción de diferentes empresas que aporten parte del presupuesto a cambio de llevarse una parte proporcional de los derechos de explotación de marca, lo cual se traduce en merchandising y esa rápida explosión de productos derivados que no hacen sino potenciar la marca original, cualquier sombra que planee sobre una determinada obra puede hacer peligrar su expansión más allá de las páginas de las revistas semanales. Y siendo Death Note una serie enfocada al público juvenil, el boicot por parte de asociaciones de padres era un peligro muy real.
En cualquier caso, su éxito masivo y la transversalidad de su público objetivo la salvo de correr el riesgo de no pasar del negro sobre blanco: era una perita en dulce demasiado apetitosa para dejarla escapar. Pero ni por esas pudieron dormir tranquilos en la Shōnen Jump: Ohba y Obata decidieron concluir Death Note en su pico de popularidad.
Aunque esto pueda no parecer particularmente problemático -y menos cuando hemos visto infinidad de series quemarse por alargarse ad infinitum– en realidad es un problema enorme en términos editoriales. En Japón es común que las adaptaciones al anime discurran en paralelo al manga, potenciando así no sólo las ventas de merchandising y productos derivados, sino también las del propio manga y de la revista que lo sustentan; si te gusta el anime, en principio más masivo y con más posibilidad de llegar al público no especializado a causa de emitirse en canales generalistas, es probable que quieras acudir a la fuente original. Lo mismo para el anime: si el manga está en activo no existe el riesgo de que el final sea decepcionante o que la gente pierda el interés en la historia en el tiempo que no se ha estado publicando. En suma, es más fácil hacer sostenible la producción de un anime cuantas más posibilidades haya de saturar el mercado con la marca del mismo.
En otras palabras, nada más salir de un bache enorme, Ohba y Obata metieron en un bache todavía mayor no sólo a la Shōnen Jump, sino también al comité de producción del anime, que estaba conformado por pesos pesados de la industria japonesa como Madhouse, Nippon Television, Shueisha, D.N. Dream Partners y VAP.
Contra todo pronóstico, lograron salirse con la suya. Acabando el manga cinco meses antes de la emisión del anime, en la Shōnen Jump tuvieron que cruzar todos los dedos de su cuerpo -y seguramente algunos implantados quirúrgicamente para la ocasión- esperando que el milagro no se agotara en las páginas de la revista.
Y no lo hizo. El anime tuvo un éxito descomunal.
Con treinta y siete episodios por delante y producida por Madhouse, la serie no tuvo ni problemas de presupuesto ni de duración: poseían todo lo necesario para adaptar el manga con toda la fidelidad que desearan. Y vaya si lo hicieron. Desde los diseños y la banda sonora, explotando su espíritu rebelde y su visión truculenta de la moral humana, hasta la propia reflexión filosófica, aumentando en importancia y simbolismo según va avanzando la serie -y reforzando, en este caso, toda la simbología cristiana ya presente en el manga-, todo cuanto cambia o añade con respecto al manga se hace sólo para apuntalar lo que ya estaba allí presente.
Algo a lo que contribuyó especialmente la elección del staff. Tetsurō Araki -conocido por toda una generación por ser el director de Ataque a los titanes– se encargó de la dirección y Toshiki Inoue se puso al mando del guión, pudiendo llevar adelante su obsesión con las historias de misterio y los héroes de ética ambigua. Death Note alcanzó aquí el cénit de todo lo que podía alcanzar en lo audiovisual respetando la obra original.
Tras semejante éxito la continuidad de Ohba y Obata en la Shōnen Jump estaba asegurada. Pero su siguiente manga fue una completa vuelta de tuerca.
Bakuman! es una historia de dos aspirantes a mangakas que entran a trabajar en la Weekly Shōnen Jump con la aspiración de ver convertido su manga en anime, sólo para descubrir que sus mangas de combates psicológicos no son bien recibidos por los editores, que los ven demasiado oscuros y complejos para la revista. Después, su manga de éxito sobre ladrones escolares se encuentra con la oposición frontal de las asociaciones de padres, lo cual les impide tener una adaptación al anime. Y su manga de mayor éxito acaba poco antes de la emisión del anime, lo cual pone en peligro el proyecto, que finalmente saldrá adelante y será un éxito de audiencia. Todo muy Shōnen Jump, muy naïf, con héroes que lo dan todo por su arte y rivales que no son tal, porque no tardan nada en convertirse en aliados, compañeros y amigos de la pareja protagonista.
Si algo nos demuestra Bakuman! es que ni siquiera tras un éxito masivo un artista puede doblegar dos veces la voluntad de la Shōnen Jump -como demuestra, de hecho, que para su actual manga, Platinum End, hayan dado el salto a su revista hermana, la Jump SQ– y que incluso del éxito que nadie esperaba se pueda sacar una parodia en tono amable de todas las penurias que hubo que sortear hasta llegar allí.
Sobre las adaptaciones live action (anteriores a que Adam Wingard supiera que existe Death Note)
De lo que no hemos hablado, intencionalmente, es que de hecho antes del anime hubo otras adaptaciones. A fin de cuentas, su éxito popular y la intención de los autores de cerrar la serie relativamente pronto hizo que la industria decidiera explotar la marca lo más rápidamente posible. No había tiempo material: si querían explotar la marca tenían que hacerlo lo más rápido posible. Y por eso, a semanas de que acabara de publicarse la serie, se estrenó la primera de las películas live action que adaptan Death Note, siendo su segunda parte estrenada apenas medio año más tarde.
Dirigidas por un solvente Shūsuke Kaneko, las películas remiten sin rubor, tanto estética como ideológicamente, a las películas de The Ring. Algo que implica que, a pesar del presupuesto ajustado, el guión prefiera centrarse en los elementos de terror y, en todavía mayor medida que en el manga y el anime, en cómo Light Yagami va generando a su alrededor la idea de que Kira es una suerte de dios para la humanidad. Algo que no evita que la película acabe siendo un desastre bien intencionado que, en sus mejores momentos, roza la pura genialidad -en general, todo lo que tenga que ver con el culto a Kira merecería ser analizado al detalle-, pero que en la mayor parte de su metraje se mira demasiado cerca del espejo que supone la obra original, limitándose a reparar las partes del manga (y el anime) que una parte significativa del fandom ve como salidas fuera de tiesto. Lo que se resume en re-escribir la última parte del manga, dejando fuera la intervención de Near y Mellow como sucesores de L.
A pesar de que las películas pecaban de literalistas y no del todo bien resueltas, fueron un éxito en taquilla. Algo que llevó a un spin-off contando la primera historia original inspirada en los acontecimientos de Death Note, siguiendo el último caso de L tras haber derrotado a Kira.
Si las películas originales ya remitían descaradamente el j-horror en general y a The Ring en particular, los productores decidieron hacer aquí el siguiente movimiento lógico: llamar a Hideo Nakata.
Con menos énfasis en el terror, haciendo un thriller de manual, L: Change the World no deja de ser una retorcida bildungsroman sobre cómo alcanzar la madurez implica aprender a disfrutar de los pequeños momentos de la vida y, en una reflexión que contraviene la típica visión de lo japonés: no se debe sacrificar la propia vida tontamente, como si tuviéramos alguna clase de conocimiento sobre nuestra obligación moral en el mundo-. Algo que no quita para que la película también sea extraña, más bien desastrosa y, como buena parte del cine de Nakata posterior a Dark Water, con una estética y unas intenciones no del todo bien definidas.
Tras eso, habiendo explotado la marca ya hasta el borde del agotamiento en menos de dos años, Death Note vivió el sueño de los justos durante ocho años. Pero no está muerto lo que yace eternamente y ya en 2016 se estrenó Death Note: Light Up the New World.
Diez años después de la muerte de Kira el rey de los shinigami decide que es beneficioso para todos que exista un sucesor. Para ello ordena a todos los shinigamis que dejen caer sus cuadernos en la tierra, con la esperanza de que caigan en las manos de un ser humano capaz de retomar la labor de Yagami Light. Algo que se complicará cuando seis de esos cuadernos lleguen a la tierra y un famoso hacker internacional decida apropiarse de las seis por cualquier método necesario, siendo el sucesor de L, al cual conocimos de niño en L: Change the World, el único capaz de pararlo.
Dirigida por Shinsuke Sato, que también sría responsable el año pasado de la muy estimable I Am A Hero, Death Note: Light Up the New World apuesta por una estética cuidada, un impresionante CGI que brilla especialmente en el espectacular diseño de los nuevos shinigami -incluso con un ligeramente renovado Ryuk, cuyo diseño en este película supera con creces al de la nueva versión americana- y en un guión que aprovecha las ideas religiosas de las películas originales para firmar un thriller repleto de tensión que respeta la esencia del manga original sin olvidar en ningún momento que es, a pesar de todo, una película.
Siendo su único defecto un guión deslavazado que se viene abajo en su último tercio, esta nueva iteración de Death Note ha hecho una taquilla de casi 20 millones de dolares sólo en Japón. Cifra nada despreciable, incluso si es menor que la de sus antecesoras, y que demuestra que la serie todavía tiene cuerda para rato.
Algo que podemos comprobar en la cantidad de secuelas que ha tenido fuera de lo audiovisual. Ya sean bandas sonoras, merchandising de toda clase -peluches, figuras e imitaciones de las death note a la cabeza, pero una visita rápida por eBay hará que el abismo nos devuelva encantado la mirada- o, por supuesto, videojuegos.
Otras rarezas del cuaderno de la muerte
Aunque nunca salieron de Japón, las adaptaciones al videojuego de Death Note son muy sui generis a ojos occidentales. La primera de ellas, Death Note: Kira Game, es un curioso juego de estrategia donde, asumiendo el papel de Kira o de L, debemos descubrir cual de los otros personajes está haciendo el otro papel, pudiendo ser cualquiera de ellos y no sólo los canónicos del manga. En Death Note: Successors to L nos enfrentamos a una suerte de juego de mesa, teniendo que elegir entre el equipo de Kira o L, acabando la partida cuando el equipo de Kira elimina a todo el equipo de L o cuando éste arresta al miembro del equipo de Kira que esté en posesión de la death note. Finalmente L the ProLogue to Death Note: Spiraling Trap es una visual novel vagamente interactiva, al estilo de 999: Nine Hours, Nine Persons, Nine Doors, donde encarnamos a un agente del FBI trabajando con L en un caso anterior a los sucesos ocurridos en Death Note.
Death Note también tuvo una serie live action en 2015. Con once episodios que oscilan entre la hora y la hora y media, su mayor valor es ser la adaptación a imagen real más fiel de todas cuantas ha habido hasta el momento. Hipotético honor del cual no puede presumir Death Note: The Musical, una interesante adición al canon con un gran énfasis en la reacción de la gente a los actos de Kira, de la cual no es difícil encontrar el disco recopilatorio de sus canciones, compuestas por el famoso estadounidense Frank Wildhorn.
Aunque podríamos seguir así eternamente, señalando también Death Note: New Generation (miniserie que ejerce de prólogo de Death Note: Light Up the New World ) o Death Note: L – Change the World (novelización de la película homónima), nos conformaremos con acabar apuntando a la única novela considerada canónica dentro de la serie: Death Note – Another note. El caso del asesino en serie BB de Los Ángeles.
Escrita por el prolífico Nisio Isin, esta historia narrada por Mello, el sucesor de L, nos lleva al caso inmediatamente anterior en el cual estuvo trabajando antes de los sucesos de Death Note. Repitiendo algunos personajes secundarios originales, como es el caso de Naomi Misora, es una interesante novela de misterio con todo el sabor propio de Death Note (además de una probable intervención de Kira en la trama), que, si bien está lejos de las mejores obras del autor, como las series Monogatari o Boukyaku Tantei , ofrece una versión, necesariamente rebajada, de la clásica mezcla de locura non stop, thriller y existencialismo que demarcan todas las obras del autor con un palíndromo por nombre.
La inmortalidad de los shinigami
Aunque de momento no hay más planes conocidos para Death Note en Japón, no parece que la película de Netflix y su acercamiento hollywoodiense a la historia vaya a cambiar su estatus de obra de culto. No cuando sólo es la confirmación oficial a nivel internacional de lo que lleva ya algo más de una década haciéndose patente en Japón: que Death Note nunca muere. Que cuando parece que ya está agotado, surge una nueva iteración, un nuevo pedazo de cacharrería que pone de nuevo en funcionamiento la maquinaria y devuelve a la primera línea la obra de Ohba y Obata.
Porque Death Note es una obra universal. Más allá de su claro enfoque juvenil, hay reflexiones sobre la muerte, la ética y la justicia que no sólo son relevantes para Japón, sino que son un debate universal, si no también necesario. A fin de cuentas, ¿qué sociedad no se pregunta en quién debe residir la capacidad de impartir justicia y si debe, o no, ser capaz de regular también la capacidad de quitar la vida de otras personas? Porque al final de eso trata Death Note. Sobre qué es la justicia. Sobre cómo podemos caer presa de figuras mesiánicas con la capacidad de dar soluciones fáciles por las cuáles sólo nos exigen atenernos a principios básicos inviolables. O figuras igualmente mesiánicas que dicen ser capaces de hallar la solución contra esas mismas otras figuras mesiánicas. Porque a fin de cuentas, Death Note, como toda buena obra de ficción, no da respuestas: sólo hace preguntas.