El cambio de siglo del XIX al XX fue un periodo de enormes desigualdades e intensa lucha obrera. También fue la época en la que el género distópico dio sus primeros pasos. Te invitamos a conocer a las novelas de ciencia-ficción pioneras en denunciar las consecuencias del capitalismo rampante.
La sangrienta represión de la manifestación del 4 de mayo de 1886 en Chicago marcó un hito en la historia de la lucha obrera, hito que celebramos cada Primero de Mayo. Como bien refleja la serie The Knick (2014-), el último cuarto del siglo XIX y el primero del XX fue un tiempo en el que las enormes fortunas de los Vanderbilt o los Rockefeller coexistían con masas de trabajadores industriales que vivían en condiciones insalubres, hacinados y explotados en jornadas draconianas desde la infancia.
Aunque el movimiento obrero consiguió la jornada de ocho horas, la abolición del trabajo infantil o la extensión del sufragio electoral, no lo hizo sin derramamiento de sangre, ajena y propia. La policía se empleaba a fondo para sofocar cualquier revuelta, y los patrones contrataban revientahuelgas o pistoleros que asesinaban a líderes sindicales, un fenómeno muy común en la Barcelona de primeros del siglo XX. Aquella era una realidad de sangre, hollín y plomo que los escritores de ciencia-ficción de la época reflejaron en un puñado de novelas, pioneras del género distópico, en las que proyectaban aquel sombrío presente a un futuro que no sería socialista ni utópico sino oligárquico y totalitario. A continuación exploraremos estas influyentes obras enterradas por el paso del tiempo que hablaban de un mundo que cada vez se parece más al nuestro.
La columna del César: Una historia del siglo XX (1890)
Comenzamos nuestro recorrido con una novela del inefable Ignatius Donnelly (1831-1901), abogado, escritor y político populista norteamericano aficionado al ocultismo. Su libro Atlantis: The antedeluvian world (1882) popularizó la idea de que la Atlántida había albergado una civilización tecnificada, idea que poco después sería adoptada por Madame Blavatsky y la escuela teosófica. También le interesaba el catastrofismo futuro (Ragnarok, the age of fire and gravel – 1883-), lo que puede comprobarse en La columna del César, una ficción apocalíptica que entra por tanto en los parámetros del subgénero distópico.
La novela está narrada en su mayor parte por Gabriel Weltstein, ciudadano de Nueva Suiza, una comunidad utópica de Uganda (blanca, por supuesto). Mediante una sucesión de cartas a su hermano escritas en 1988, Gabriel describe su viaje a Nueva York. Primero le asombran maravillas tecnológicas tales como los «espejos con botones» en los que sus ciudadanos leen las noticias, un claro anticipo de nuestros smartphones y ordenadores. Pero pronto comprueba que Estados Unidos se encuentra al borde de la revolución porque los oligarcas controlan los medios de producción, la política y la administración de justicia, y exprimen a los trabajadores, que viven con salarios de subsistencia y en condiciones infrahumanas, mientras sus niños mendigan por las calles y sus esposas entran en el harén de algún ricachón. La situación explota, y La Hermandad obrera se rebela contra las élites en una sangrienta revolución que se extiende por el mundo y termina arrasándolo; tras una vida de agravios, los trabajadores se rebelan tan crueles como sus antiguos opresores.
Queda claro que Donnelly escribió La columna del César como advertencia de lo que sucedería durante el siglo XX si las clases dominantes no eran domadas y se permitía al capitalismo cabalgar salvaje. Lamentablemente, la novela es también un pestiño mayúsculo, un vehículo para las propuestas utópicas del autor, cuya prosa alterna entre lo folletinesco y lo discursivo. Aparte de su condición de pionera, su importancia estriba en su influencia sobre una obra mayor, El Talón de Hierro de Jack London, de la que nos ocuparemos más adelante. Esa influencia puede verse en la historia de amor situada en el centro de la trama, o la extrema violencia de las escenas de combate entre los esbirros de la oligarquía y la masa revolucionaria, que reaparecerán en la obra de London.
Tampoco se puede negar la fuerza de la imagen que da nombre al libro, una columna de cemento relleno de un cuarto de millón de ajusticiados por la revolución. El Otro interés de la obra es comprobar a través del racismo y antisemitismo que Donelly no tiene reparos en mostrar (por ejemplo a través del judío de mirada aviesa y manos sarmentosas que forma parte del triunvirato de líderes revolucionarios) la xenofobia de los trabajadores del Nuevo Mundo, celosos de que los emigrantes europeos redujeran sus salarios, y que hacía tan necesario el marxista «¡Proletarios del mundo, uníos!» La solidaridad de clase no solía extenderse a los trabajadores de otras nacionalidades. Y ahí estamos todavía, 120 años más tarde.
Cuando el durmiente despierta (1899)
Aunque considerada como una novela menor del genial HG Wells (1866-1946), Cuando el durmiente despierta es una de las obras más ricas de un autor que durante su vida se debatió entre las pulsiones utópicas y las distópicas. Sus imágenes futuristas influirían a múltiples obras posteriores como Nosotros (1921) de Yevgeni Zamiatin, Metrópolis (1925) de Thea von Harbour o Un mundo feliz (1932) de Huxley. Escrita en respuesta directa al optimismo desatado de El año 2000, una visión retrospectiva (1887) de Edward Bellamy, toma de ésta su premisa, que mucho más tarde también usaría Futurama (1999-2013): un hombre cae en un profundo sueño y despierta cien años más tarde en un mundo radicalmente diferente del que dejó atrás. Wells utiliza este planteamiento para criticar la creencia de Bellamy en la inevitabilidad de la utopía socialista. Como dicen en Galicia, todo puede siempre ir a peor.
El Londres del año 2100 en el que despierta el durmiente es una megalópolis de arquitectura abrumadora, atravesada por vehículos voladores y en la que los bebés son criados por niñeras androides, los libros están obsoletos y la gente se informa a través de una especie de proto-internet. Pero estas pantallas omnipresentes también escupen propaganda 24/7 y el protagonista de la novela pronto comprende que este orbe de maravilla esconde otro de explotación: la tecnificación ha liberado a los ricos del trabajo mientras que el proletariado sufre una evidente degeneración física y lleva una existencia repetitiva atendiendo el funcionamiento de las máquinas. Cualquier resistencia es severamente reprimida por la «Policia Laboral.»
Wells apunta de forma inteligente, como después haría Aldous Huxley, que la opresión se sostiene mejor si las ansias de revolución se apagan con estímulos placenteros. Cualquiera con inclinaciones reformistas es enviado a las «Ciudades del placer» donde puede entregarse al goce y el libertinaje. Pero eso no evitará que las masas se levanten una vez circule la noticia de que el durmiente -convertido en personaje mítico- ha despertado. El hombre del siglo XIX posee medio planeta gracias al interés acumulado por sus ahorros a lo largo del siglo que ha dormido. De esta posición se quiere aprovechar Ostrog, cabecilla de la revuelta, para deponer al gobernante Consejo Blanco, formado por la unión de los consejos de administración de las doce mayores corporaciones. Pero Ostrog es otro tirano en ciernes, y el durmiente no tarda en liderar a los obreros contra él, iniciando una guerra civil que culmina en una espectacular batalla aérea de incierto desenlace.
El Talón de Hierro (1907)
Llegamos a una de las obras mayores de la literatura distópica, escrita por Jack London (1876-1916) como reacción a las opresivas condiciones sociales derivadas de la industrialización capitalista. Para ello se apoyó en otras obras distópicas como las mencionadas La columna del César o Cuando el durmiente despierta, pero también en novelas realistas como La jungla (1906) de Upton Sinclair, que retrataba las miserables condiciones de vidas de las clases trabajadoras. Todo ello sin abandonar los tropos de la novela de aventuras, género con el que London obtuvo sus mayores éxitos.
La novela se presenta como un manuscrito encontrado en algún momento del siglo XXIV. Lo forman un conjunto de fragmentos escritos en 1932 por Avis Everhard, esposa del líder obrero Ernest Everhard, ejecutado por la oligarquía en 1917 tras intentar derrocar el régimen plutocrático del Talón de Hierro. Ernest es un héroe solar, un superhombre nietzscheano, muy típico en la obra de London, dotado de un intelecto sobresaliente y el físico de un boxeador. En un principio Everhard trata de obtener de manera democrática reformas que mejoren las condiciones del proletariado. Pero los patronos responden coaligándose en una oligarquía que cada vez utiliza métodos represivos más duros, desde la infiltración en los grupos obreros hasta el pistolerismo. Cuando la Comuna de Chicago es sofocada brutalmente, se instaura el régimen totalitario del Talón de Hierro como tal. London describe con vehemencia las escenas de lucha urbana entre sus esbirros y el ejército de obreros, las ejecuciones en masa o la miseria moral de los opresores. Como sabremos a través de las notas al pie del manuscrito de Everhard, este régimen durará cuatrocientos años antes de ser derrocado por La Fraternidad de los Hombres. London por tanto veía con esperanza el futuro, aunque también creía que la instauración de un estado totalitario era inevitable porque era la única manera que el capitalismo encontraría para perpetuarse.
La influencia de El Talón de Hierro sobre 1984 (1948) es evidente. El régimen del Talón de Hierro anticipa el del Gran Hermano, descrito por un funcionario del Partido como «una bota aplastando un rostro humano.» Orwell también articularía su novela como un diario encontrado y en un apéndice deja entrever que el régimen del Gran Hermano terminaría cayendo. Relevante para nuestro presente es la posición que en El Talón de Hierro adoptan las clases medias, que apoyan a los plutócratas antes de ser disueltas y empujadas a la opresión y a la miseria por la oligarquía.
El monopolio del aire (1915)
¿Cuál sería el plan de dominación capitalista más megalómano? ¿Convertirse en presidente de Estados Unidos? ¿Controlar todos los ordenadores del mundo? En 1915, el escritor, político socialista y explorador George Allan England (1877-1936) llegó a otra conclusión: poseer todo el aire respirable. Esa es la premisa de El monopolio del aire, ambientada en un futuro cercano (1921) en el que la sombra autocrática se cierne sobre Estados Unidos. Los derechos se han recortado sin apenas protestas: primero el sufragio, luego la libertad de asociación. La novela narra el intento del multimillonario Isaac Flint por capturar grandes cantidades de oxígeno atmosférico para luego distribuirlo en cómodas mascarillas e instalaciones domésticas, primero gratis, y una vez controlado el mercado, a precios estratosféricos. La prensa, por supuesto a su servicio, colabora con artículos en los que en vez de criticar la idea publicitan su necesidad e importancia (¡hola, prensa española!). Contra estos planes genocidas -los pobres caerán como moscas – se opondrá un culto y apolíneo trabajador de inclinaciones socialistas, Gabriel Armstrong, que por casualidad se enterará del maquiavélico plan.
Aunque el inicio de El monopolio del aire es muy ambicioso, pronto deviene en un tostón folletinesco en el que las casualidades y otras perezas argumentales van a acumulándose: Armstrong salva de un accidente de coche a la hija de Flint y se enamoran. Tras una parte muy tediosa (podemos perdonar a una novela que sea maniquea, pero nunca que sea aburrida), llega el tercer acto, mucho más distópico e interesante: en 1925 Estados Unidos ya es una plutocracia militarista que se ha anexionado Canadá y México. Sus ciudadanos forman un ejército de desempleados que permite a los patronos mantener salarios de mera subsistencia. Flint ha colocado en la Casa Blanca a un presidente títere que ha instaurado la censura, ha prohibido incluso las caricaturas de políticos (¡hola, prohibición de los memes!), ha electrocutado a miles de opositores y ha creado un terrible cuerpo de policía montada dedicada a sofocar huelgas y revueltas. Solo quedan algunos rebeldes liderados por Armstrong y la hija de Flint que se ocultan en las montañas de la red de espías de la Agencia de Detectives Cosmos (trasunto de la Pinkerton, tan dispuesta a reventar huelgas, como pudo comprobar Dashiell Hammett durante los años que trabajó para ella).
La prosa de England nunca es brillante y es a menudo pomposa, siempre al servicio de transmitir sin pudor su credo socialista. Llega a compensar algo estas taras porque se inspira sin sonrojo en El Talón de Hierro. La novela culmina con una persecuciones en aparatos alados y el asalto a la factoría de Flint en las cataratas del Niágara un día de octubre, avanzando el asalto al Palacio de Invierno que sucedería dos años después de publicarse la novela.
Los condenados a muerte (1920)
Nuestra última parada es esta obra del prolífico escritor francés Claude Farrere (1876-1957), hoy bastante olvidado, y que se especializó en novelas exóticas y orientalistas y con cierta tendencia al melodrama. En Los condenados a muerte, Farrere se escapa de estas temáticas y se adentra en el género distópico aunque sin desprenderse de su interés por las pasiones desencadenadas y los conflictos morales, un acercamiento refrescante después de tanta distopía maniquea de trabajadores miríficos y patronos malvados. Todos los personajes están destinados a sufrir, incluso los que vencen.
Farrere nos presente un continente americano completamente unificado por el poder de Mac Head Vohr, el llamado Hombre de Trigo, despiadado gobernador y amo de la Sitúrgica, empresa que posee el monopolio de la producción de todo alimento que contiene harina. Los políticos de Washington son meras marionetas que aprueban todo lo que él dispone. El lujoso doble palacio desde donde controla la producción preside la Octava Boca, ciudad en el delta del Mississippi donde residen los trescientos mil obreros que trabajan de sol a sol a su servicio y viven en condiciones penosas. Los condenados a muerte sigue una trama muy simple: Mac Head Vohr descubre que sus trabajadores planean levantarse contra él animados por un bello líder comunistoide tan bienintencionado como cruel, y del que su aguerrida hija se ha enamorado perdidamente. Pero el Hombre de Trigo tiene un as en la manga. Sus nuevas máquinas-manos han convertido en prescindibles a los trabajadores manuales. Así que cuando su hija, su amado líder y treinta mil obreros marchan sobre su palacio se ve obligado a utilizar, en un bello detalle pulp, un rayo de la muerte con el que los desintegra a todos.
Como El Talón de Hierro, Los condenados a muerte se presenta como una descripción futura de un pasado considerado barbárico. En concreto es una crónica escrita en el siglo XXII de sucesos acaecidos en algún momento de la década de 1990. Pero al contrario que en la obra de London, Farrere hace continuas referencias a Darwin que parecen indicar que la Sitúrgica no termino siendo superada sino más bien perfeccionada. Porque la tesis de la novela, tan relevante para nuestros tiempos, es que el movimiento obrero no está destinado a vencer sobre el capital sino a extinguirse, porque la mecanización del trabajo rutinario terminará haciendo que los trabajadores sean tan obsoletos como el pájaro dodo.