Desigualdades futuras: la ciencia-ficción del 99%

El incremento de la desigualdad está siendo global. Las cien personas más ricas de España ya poseen la misma riqueza que el 30% más pobre. La ciencia-ficción no ha permanecido ajena a este fenómeno. Exploramos las aportaciones al género que extrapolan este proceso a mundos futuros y enfrentan a élites contra masas empobrecidas.

La crisis financiera de 2008 no ha hecho sino acentuar un proceso que había comenzado a manifestarse en los países desarrollados a partir de los años ochenta: ricos cada vez más ricos y pobres cada vez más pobres. Mientras el poder adquisitivo de los salarios de los trabajadores se ha estancado y ha surgido una nueva clase social, el precariado, las pagas de los directivos y ejecutivos, que según el economista francés Thomas Piketty conforman el 1% más opulento, no han dejado de crecer. Al insulto se añadieron los más de 100.000 millones de euros que los contribuyentes españoles se vieron obligados a inyectar en el sistema bancario para salvarlo. Pero la gente común no se quedó callada y movimientos como el 15M o el Occupy Wall Street tomaron las calles para protestar por ese aumento de la desigualdad que para otros seguía siendo como el granizo o la niebla: un fenómeno natural. El injusto reparto de los costes de la crisis, manifestado en los recortes en sanidad, el desempleo, los desahucios, o las escuelas sin calefacción, ha hecho que uno de cada cuatro niños españoles esté hoy en riesgo de pobreza, que miles de jóvenes hayan marchado a buscarse el pan en otros países, y que en Estados Unidos la esperanza de vida al nacer haya disminuido por primera vez en décadas.




La ciencia-ficción, en cuanto a género preocupado, como decía J G Ballard, por «los siguientes cinco minutos«, por extender los hilos del presente hasta el futuro, se ha visto seriamente influida por esta conflictividad social, por esta lucha de clases larvada que también es en gran medida una lucha generacional entre quienes lo tienen todo, o al menos el resto de su vida asegurada, y quienes no poseen nada más que sus manos y una vida por hacer. A continuación, repasamos las recientes aportaciones literarias y audiovisuales al género que han representado este conflicto.

La literatura, siempre primero

Los Juegos del Hambre

Un mundo más desigual tiene consecuencias directas sobre los jóvenes: cada vez hay menos trabajo, menos posibilidades de prosperidad, y por eso es cada vez más necesario (excepto si eres Borbón o un alto cargo del PP madrileño) estar bien preparado, estar dispuesto a trabajar y a estudiar bien duro si quieres alcanzar un nivel de vida parecido al que gozaron tus padres. Por eso no sorprende que las primeras obras de ciencia-ficción en explorar el porvenir post crisis vinieran de la literatura young adult. Nos referimos por supuesto a la trilogía de Los Juegos del Hambre (2008-10) de Suzanne Collins ambientada en unos Estados Unidos futuros en los que una élite despiadada y hedonista se ha hecho con el control del país tras una guerra civil. Una vez pacificada, Norteamérica es dividida en varias regiones que como tributo han de presentar sus jóvenes a unas pruebas que sirven de entretenimiento a las masas y de recordatorio del poder omnímodo del Capitolio y el presidente Snow. En esos Juegos del Hambre solo puede quedar uno. Los jóvenes se matan y se despedazan entre ellos para alcanzar la libertad y el honor de su región. Es decir, una muy apta metáfora del mercado de trabajo. La trilogía narra las tribulaciones de Katniss Evergreen, que pasa de participante en los juegos a icono de la rebelión contra el Capitolio. Pero los rebeldes tampoco son ningunos inocentes, y en su retrato de su cabecilla Alma Coin, Collins parece invocar la falsedad de la «nueva política.»

Sustentada sobre sus exitosas y muy entretenidas adaptaciones cinematográficas protagonizadas por Jennifer Lawrence Los juegos del hambre produjo un big bang en la literatura juvenil distópica. Sagas como Divergente (2014-) o la ninguneada El corredor del laberinto (2014-18), y producciones de plataformas online como las estimables The Thinning (2016) y la serie brasileña 3% (2016-), que por cierto acaba de estrenar su segunda temporada, han insistido en esta visión de un futuro de desigualdad atroz en el que la vida de los jóvenes se ha convertido en una carrera de obstáculos constante, en una gymkana que solo puede ser ganada por unos pocos y que para colmo es esencialmente corrupta.

También debemos mencionar la novela Una supertriste historia de amor verdadero (2010) de Gary Shteyngart, ambientada en unos Estados Unidos en decadencia, convertidos en una autocracia militar. Como también sucedía en el futuro cercano que dibujaba Michel Houllebecq en la coetánea El mapa y el territorio (2010), una nueva crisis económica ha reducido a Europa a poco más que un parque temático para millonarios chinos y rusos. Las redes sociales y la tecnología de la información han ampliado el campo de batalla a todas las esferas de la vida y todos los ciudadanos se identifican por una puntuación de crédito, que determina sus posibilidades de trabajo, y otra de «follabilidad,» actualizada cada vez que interaccionan con alguien, que determina sus posibilidades sexuales. Leer libros se ha convertido en una costumbre tan mal vista como fumar y todo el mundo retransmite su vida constantemente vía streaming. Ya ves que Charlie Brooker no inventó nada. El protagonista de la novela trabaja en una clínica de inmortalidad que promete ralentizar el envejecimiento hasta convertirlo en una enfermedad crónica. Por supuesto el tratamiento solo está disponible para los ultrarricos. Y aunque la novela sea en el fondo una variación del tropo de las duendecillas chifladas -el protagonista es un treintañero tardío que se enamora de una joven coreana consumista, interesada en las apariencias, los pantalones transparentes y la celebridad-, Una supertriste historia de amor verdadero nos ofrece un atractivo dibujo de un futuro autoritario y en proceso de colapso donde prosperar es una obsesión social y donde los pocos que lo consiguen se erigen como modelo.

En la salud y en la enfermedad

In time

El cine de ciencia-ficción también ha utilizado el tropo de la inmortalidad para representar el creciente abismo entre ricos y pobres. La pionera en hacerlo fue In Time (2011), del siempre interesante Andrew Niccol, que mostraba un futuro donde es posible dejar de envejecer a partir de los 25 pero en el que el tiempo se ha convertido en unidad monetaria. Y los ricos tienen tanto que son de facto inmortales. Mientras, la existencia de los pobres es un trabajar sin descanso para mantenerse con vida y un correr de un sitio a otro para no perderla. El héroe, interpretado por Justin Timberlake, descubre que, como cantaba Leonard Cohen, “los dados están trucados” y después de verse embrollado por error en un asesinato, se une a la hija de un ricachón, una Amanda Seyfried que Niccol viste y peina como Anna Karina en Alphaville (1965). Convertidos en unos Bonnie & Clyde distópicos, se lanzan a restablecer la igualdad social ante la muerte.

Otras películas interesadas en usar la inmortalidad para representar las distancias entre clases fueron Eternal (2015), un ejemplo tan vistoso como olvidable del centenario argumento del intercambio de cuerpos, y El destino de Júpiter (2015), la apuesta por el cine adolescente y palomitero injustamente vilipendiada de Las Wachowski. En esta mezcla de cuento de hadas, bildungsroman y space opera, Mila Kunis interpreta a Júpiter, una humilde empleada de limpieza que descubre que nuestro planeta no es más que una mota azul en un imperio intergaláctico cuya clase real se mantiene eternamente joven alimentándose de la energía vital de los que consideran inferiores (es decir, todos). Júpiter busca recuperar el control de su vida, y de paso salvar a la humanidad, además de llevarse al huerto a Channing Tatum, un maromazo licántropo que sabe volar en patines-cohete. Una gozosa maravilla que resultó incomprendida porque, básicamente, la mayoría de la gente tiene el corazón reseco.

El destino de Júpiter

La inmortalidad es una forma extrema de representar las también crecientes desigualdades en salud que significan, por ejemplo, que existan entre los barrios de nuestras ciudades diferencias en esperanza de vida de hasta 8 años. Elysium (2012) resultó especialmente pertinente como expresión de este problema, pese a que confirmara que su director Neil Blomkamp, además de ser un maniqueo sin complejos, nunca pasó de Primero de Metáfora. Su estreno coincidió además con la batalla política en Estados Unidos a cuenta de la propuesta del presidente Obama por extender la asistencia sanitaria pública a toda la población, el llamado Obamacare.  Es el año 2154, y mientras los pobres viven una miserable existencia en una tierra contaminada y polvorienta, en un sprawl urbano plagado de crimen, los ricos viven felices y sanos en Elysium, una estación espacial que parecía diseñada por la NASA setentera. En ella hay amplias zonas verdes, robots sirvientes y escáneres médicos capaces de curar el cáncer. La alcaldesa de Elysium es una Jodie Foster cuyo estilismo imita sin disimulo alguno el de Christine Lagarde, la controvertida directora del Fondo Monetario Internacional. En el otro extremo se encuentra Matt Damon, que interpreta a un humilde habitante de la Tierra enfermo a causa de un accidente de trabajo y que pretende abordar Elysium para usar uno de sus robots médicos.

Controlamos lo horizontal y lo vertical

Elysium no es el único ejemplo de la ciencia ficción reciente influida por la crisis económica en representar la división entre elites y masas empobrecidas mediante una severa distancia física. Entre los aspectos más interesantes de Desafío total (2012), el por lo demás insulso remake de la película de Paul Verhoeven basada a su vez en un relato de Philip K Dick, estaba la decisión de desarrollar la trama en una Tierra distópica en la que los supervivientes de la última guerra mundial viven en puntos opuestos del globo bajo un sistema de apartheid: la plebe andrajosa en las favelas de Australia trabaja por sueldos de miseria en las cadenas de montaje de la prospera Unión Federal Británica. Por otro lado, la fantasía romántica Un amor entre dos mundos (2012), protagonizada por Kirsten Dunst, llevaba esta idea hasta el extremo oponiendo dos planetas divididos por la riqueza de sus habitantes que se mantienen separados por la fuerza de la gravedad y que solo se relacionan a través de una superpoderosa corporación que administra el contacto para su beneficio.

High-Rise

La estratificación social también se representaba como jerarquía espacial -en este caso vertical- en High-Rise (2015), la alucinada y soberbia adaptación dirigida por Ben Wheatley de la novela homónima de J G Ballard publicada en 1975. A medida que los habitantes de un imponente y brutalista edificio van cayendo en el primitivismo, se acentúan las divisiones de clase entre los opulentos que moran en los pisos superiores y los humildes más abajo. Se suceden los conflictos entre pisos, las invasiones, el pillaje, la guerra de todos contra todos que culmina en una catarsis de violencia animal a la que Wheatley añade como socarrona coda un discurso radiado de Margaret Thatcher, lo que resitúa a la película como una exploración de la génesis de la revolución conservadora que supondría el comienzo del aumento de la desigualdad en los países desarrollados.

La electrizante Snowpiercer (2013) transponía el conflicto de clases a una geometría horizontal. Adaptación del comic francés Le Transperceneige (1982), la historia nos sitúa en un mundo postapocalíptico sumido en los hielos después del fracaso de un intento de detener el calentamiento global mediante geoingeniería. Los pocos supervivientes viven en un tren en movimiento constante que recorre el mundo entero. Los vagones están separados en clase económica y primera clase de forma literal: Los pobres se hacinan en los últimos coches mientras que los pudientes ocupan los más cercanos a la locomotora donde se dice habita el demiurgo responsable del invento. Esta división en castas se mantiene mediante una brutal coerción de los pobres, un control poblacional estricto y el adoctrinamiento de las clases medias, capaces de llegar a matar para no ceder sus privilegios.

Manteniendo a raya a la plebe

Mad Max: Furia en la carretera

De hecho, el postapocalipsis funciona muy bien como espejo deformado de nuestra realidad. Un mundo devastado por la guerra o la enfermedad es un escenario muy apto para representar el conflicto de clases porque la escasez no puede ser más urgente en un escenario así, lo que suele llevar a que los poderosos se alcen sobre los despojados. Así en Mad Max: Furia en la carretera (2015), Immortan Joe dirige un imperio desde una ciudadela situada en una impresionante torre de roca que descansa sobre una reserva de agua. Su control del preciado líquido le confiere una entidad divina sobre los habitantes del páramo. Este señor de la guerra vive entre lujo desmedido: alimento abundante, conocimiento antiguo y un harén de paridoras. Por debajo suyo viven los mecánicos, los médicos y los soldados que mantienen el orden. Más abajo, los esclavos, que con su esfuerzo físico proporcionan energía a la ciudadela y su gran ascensor. Y en el escalafón ínfimo, los condenados de la tierra, los enfermos, los malnutridos, los sin hogar, que son mantenidos a raya con la promesa del agua que Immortan Joe administra con cuentagotas. Al otro lado de la planicie, el monopolio sobre las necesidades se completa con el Comehombres, que controla Ciudad Gasolina, y el Granjero de las Balas, que produce pólvora y armas. Este humilde comentarista no cree que fuera casual que, tras un proceso de producción de lustros, la obra maestra de George Miller viera por fin la luz solo cuando el caldo social estaba a punto.

Los hombres malos que gobiernan el mundo de Mad Max: furia en la carretera podrían compartir sus recursos, pero eligen administrar la escasez en su beneficio. Este es un aspecto común de muchas de las ficciones que venimos comentando: el distópico contrato social entre ricos y pobres es un timo, una mentira; como articulaba aquel grito del 15M, “no es una crisis, es una estafa”. En la curiosa producción suiza Cargo (2009), los supervivientes del colapso ecológico de la Tierra viven en estaciones espaciales y son disciplinados con la promesa de un viaje a planeta idílico que en realidad no existe. En In time, los ricos mantienen a raya a la purria aumentando artificialmente el (literal) coste de la vida y en Elisyum niegan el acceso a un sistema sanitario que técnicamente podría atender a toda la población. En Snowpiercer, una verdad desagradable se esconde tras las barritas con las que son alimentados los pobres de los últimos vagones. En la interesante producción francesa Ares (2016), los 15 millones de parados de una Francia devastada por la crisis tienen pocas salidas aparte de vender sus cuerpos como carne de cañón en deportes violentos o en la experimentación con drogas dopantes, producidas por corporaciones, las nuevas dueñas del país, que mienten sobre sus efectos secundarios.

Pero quizá el ejemplo más claro lo encontramos en La purga (2013-), de la que acaba de estrenarse la cuarta entrega, ambientada en unos Estados Unidos del futuro cercano en los que la élite ha alcanzado el poder después de una crisis que produjo revueltas e inestabilidad. Los llamados Nuevos Padres Fundadores han instituido una purga anual, una noche en la que está permitido cometer todo tipo de crímenes y asesinatos. Oficialmente, La Purga sirve para que la población libere sus energías libidinosas a través de la violencia y así restablecer la armonía social. La medida parece haber surtido efecto porque el país ha regresado al orden y la pobreza ha caído a mínimos históricos. Pero como decía Roland Topor, “el orden es la mayor de las violencias”; entrega tras entrega vamos comprobando que la auténtica razón de tal éxito económico es que los ricos utilizan La Purga para aniquilar a los pobres porque solo quienes tienen los suficientes medios para protegerse pueden permanecer a salvo.

En pie, famélica legión

Otro aspecto común a todas estas ficciones es la centralidad en la trama de un conflicto por restablecer la igualdad. Las escenas de enfadados simios destrozando San Francisco en El amanecer del planeta de los simios (2011) coincidieron en el tiempo con el movimiento Occupy, la Primavera Árabe, con las revueltas londinenses devenidas en saqueos y con las violentas protestas estudiantiles por la subida de las tasas universitarias. Aunque fuera con su acostumbrada brocha gorda, Christopher Nolan no pudo evitar la tentación de incluir un levantamiento popular contra los ricos (representados como si fueran millonarios del Monopoly) en El caballero Oscuro: La leyenda renace (2012), una película que podría haberse subtitulado “El espectro del populismo” con Juan Luis Cebrián como productor ejecutivo. Mucho más fascinante era la futurista debacle financiera de Cosmópolis (2012), la fabulosa adaptación que David Cronenberg hizo de la visionaria novela de Don DeLillo, en la que un vampírico Robert Pattinson representaba al 1% y se deslizaba en su limusina por unas calles tomadas por manifestantes harapientos y airados que blandían ratas muertas y pancartas en las que se leía «Un espectro recorre al mundo: el espectro del capitalismo

Cosmópolis

En la tercera entrega de la trilogía de La Purga, los Nuevos Padres Fundadores son derrotados en las urnas y el ritual es abolido. Las revoluciones en Los juegos del hambre, In time y Elysium acaban triunfando. También la de Snowpiercer, aunque su director Bong Joon-ho nos sitúe en su conclusión ante la incómoda pregunta de si la humanidad merece salvarse o si sería mejor dejar el mundo arder. Más esperanzado era el final de Mad Max: Furia en la carretera, que sugería que solo una sociedad feminista puede ser el antídoto para la cultura tribal y explotadora de los hombres malos que terminaron por destruir el mundo.

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