‘Destroyer’, ‘La invitación’ y otras heridas de Karyn Kusama

Este fin de semana se estrenó Destroyer, un thriller policíaco promocionado como un vehículo de lucimiento para Nicole Kidman antes que como el último film de Karyn Kusama. ¿Pero quién es esta directora, y por qué su presencia es tan imprescindible?

La idea de su primera película se le ocurrió a Karyn Kusama yendo un día al gimnasio. Esta neoyorquina, de padre japonés y madre norteamericana, había finalizado con éxito una carrera universitaria en 1990, pero sus ambiciones de convertirse en cineasta se habían ido difuminando ante los rechazos, y la necesidad de ganarse la vida le había impulsado a trabajar montando videoclips y documentales, paralelamente a ejercer de pintora e incluso niñera. Con la intención de lidiar con sus problemas de ansiedad, Kusama se había apuntado a clases de boxeo en el Gleason’s Gym de Brooklyn, donde, el mismo día que entró, no pudo evitar echar un vistazo alrededor y hacerse una sencilla pregunta: “¿Dónde están las mujeres?”.




Ése fue el germen de Girlfight, la película que supondría su debut en el cine, pero para cuya realización aún tendría que pasar más de media década. En los años siguientes Kusama empezó a escribir un guión donde se daban cita tanto sus frustraciones vitales como su habilidad para la introspección psicológica, herencia de vivir en un hogar donde ambos padres se dedicaban a la psiquiatría, pero realmente no empezó a percibir una oportunidad para rodarlo hasta que conoció a John Sayles gracias a uno de sus trabajos de niñera. Este reputado director independiente le dio la oportunidad de trabajar de asistente en algunas de sus películas, incluyendo la célebre Lone Star (1996), y fue quien le dio el impulso que necesitaba para lanzarse a dirigir y buscar financiación, encontrando bastantes problemas por su empeño en mantener el enfoque y la decisión de que una chica latina fuera la protagonista. En 2000, finalmente, Girlfight se estrenó en varios festivales de cine, consiguiendo el Premio de la Juventud en Cannes y haciendo doblete con Premio del Jurado y Mejor Dirección en Sundance.

En la clausura de este último festival, la directora se hallaba tan agobiada por la atención recibida que prefirió organizar una cena íntima con los miembros de su equipo antes que un festejo por todo lo alto. Sin embargo, un guionista de Ohio llamado Phil Hay se dejó caer por la velada, aduciendo que le había flipado la película, y habiendo identificado una serie de elementos con los que había conectado al instante. Parte de estos elementos, obviamente, se iban a convertir en elementos indivisibles del trabajo de Karyn Kusama a partir de entonces.

Golpe a golpe, asalto a asalto

Como se puede entrever, Girlfight nacía de un estado muy concreto de la psique de su directora, volcado en un guión cuya escritura le llevó cerca de seis años y que, a la postre, sería el único de su completa autoría que convertiría en largometraje. Sin embargo, la jugada era más compleja de lo que parecía, ya que la inicial extrañeza de ver a un personaje como Diana Guzmán —Michelle Rodriguez debutando en el cine y ganando el crédito suficiente como para unirse a la franquicia de Fast & Furious un año después—, no impedía que cualquier tipo público pudiera empatizar con él. Algo de lo que Kusama fue la primera sorprendida al ver los aplausos que es recibía, pero fácil de entender a poco que se estudie Girlfight como una película de boxeo prototípica.

Es así. El debut de Kusama posee una estructura clásica y satisfactoria, colocando donde debe colocar los sucesivos puntos emocionales, y entendiendo los combates como extensiones directas de los conflictos de los protagonistas. Esa sabiduría instintiva de los resortes del tipo de cine al que ha decidido adscribirse —y que se revela como uno de los puntos fuertes de la filmografía de Kusama— sólo se tambalea ocasionalmente en la escasa convicción con la que están rodados los combates de boxeo, pero por lo demás sustenta un apoyo muy valioso desde el cual Girlfight, cómodamente, puede permitirse ser todo lo subversiva que quiera. Como acaba sucediendo, tanto en niveles de puro e inofensivo juego metafílmico, como en ámbitos más ambiciosos y trascendentes.

Al hilo de lo primero, Kusama es consciente de que el mero hecho de que el protagonista sea una mujer es capaz de desbaratar por sí solo la narrativa clásica del género, y así obtenemos instantes chocantes, y de vocación casi paródica, como ese momento en el que el padre de Diana (Paul Calderón) irrumpe en el gimnasio durante un combate de su hija. Lo que en otras películas cortadas por este patrón conduciría a una escena conmovedora y triunfal, aquí se transforma en todo lo contrario: el padre de Diana es un hombre alcohólico que maltrata sistemáticamente a su hija y que, por supuesto, es incapaz de asumir que practique boxeo. Su aparición entre el público, así las cosas, no sólo genera un nerviosismo en Diana que le lleva a protagonizar un combate penoso donde sólo gana debido a la negligencia de su contrincante, sino que también tiene unas consecuencias muy serias que conducirán a la definitiva emancipación de la protagonista a hostia limpia.

Diana, en otro orden de cosas, empieza una relación con un joven boxeador (Santiago Douglas) que se llama Adrian y sufre el pitorreo de sus compañeros a causa de tener “un nombre de mujer”. Que Adrian fuera el nombre de la amantísima y pasivísima mujer de Rocky en la famosa saga pugilística quizá sólo sea casualidad, pero desde luego no lo es que su emasculación sea una constante a lo largo de Girlfight. Adrian es alguien presionado constantemente por su entorno aun cuando tiene más cosas en común con el hermano de Diana (Ray Santiago), un chaval amigable y dócil que apoya las decisiones de su hermana, y este estado de agitación llega a un punto límite cuando ha de combatir con la misma Diana y de inmediato se topa con entrenadores que se niegan a permitir el combate porque “los chicos y las chicas son diferentes, y punto”. La posibilidad de ser derrotado, y de lo que eso significaría para su imagen entre la fauna de gimnasio de Brooklyn, lo atormenta desde el principio, y cuando finalmente pierde no le queda otro remedio que recurrir a la pasivoagresividad y preguntarle a Diana si ahora, por fin, “está contenta”.

Karyn Kusama

El triunfo de Diana, donde vencer a su novio sólo es una pequeña parte de todo lo conseguido, se torna algo más dulce cuando le agradece que accediera a combatir con ella como un igual. Adrian le pregunta, paranoico, si a causa del combate Diana le ha perdido el respeto, a lo cual ella contesta que no y le abraza, pero su última mirada, la que clausura la película, está lejos de dar la sensación de que efectivamente haya sido así… aunque no por los motivos que cree su amante.

Como carta de presentación de Karyn Kusama, Girlfight es muy potente, y no extraña lo bien que se desempeñó en los festivales. El equilibrio alcanzado entre transgresión y complacencia confirmaba a la neoyorquina como una de las cineastas más completas de su generación, pero eso no significaba que las puertas de Hollywood se le hubieran abierto de par en par. Para su siguiente proyecto, Kusama quiso seguir tratando la masculinidad tóxica con un guión de ciencia- ficción en el que un hombre empezaba a convertirse en mujer contra su voluntad, proponiendo escenas donde, literalmente, a éste se le caían los testículos al suelo. La negativa de los productores fue tajante, y uno de ellos llegó a sugerirle cambiar la historia a un tipo que se convierte en perro para que fuera algo más comercial. La idea nunca llegó a ver la luz, pero por fortuna, años después, un guión de similar voluntad desmitifcadora cayó en sus manos. Su título era Jennifer’s Body.

Pactar con el diablo

Karyn Kusama conoció a Diablo Cody en la etapa más angustiosa de su carrera, cuando incluso se planteaba abandonar y asumir que no había lugar para ella en la industria. El libreto por el cual rápidamente llamó a esta guionista de Illinois pidiendo dirigir la película, sin embargo, había despertado en ella un entusiasmo inmenso, visualizando, por encima de la monstruosa amalgama de temáticas y conceptos que exhibían sus páginas, algo que tanto había añorado durante su formación como cinéfila: una película destinada exclusivamente al consumo y disfrute femenino.

Eso no quitaba para que dirigir Jennifer’s Body (2009) fuera a marcar, necesariamente, un punto de inflexión en su carrera que igual debía pensarse dos veces. Diablo Cody sólo había escrito un guión antes, Juno, pero ya sólo con él había quedado claro que su personalidad era capaz de devorar la película resultante y al realizador que quisiera ponerse al frente —un Jason Reitman que, sin embargo, no le haría ascos a volver a trabajar con ella hasta en dos ocasiones más—, limitando su rol a traducir en imágenes la palabra escrita. La carrera de Kusama se encontraba, no obstante, en un estado tan precario que no estaba como para repudiar a la guionista estrella del indie, por lo que se convenció de que era lo que debía hacer y, de paso, consiguió alcanzar una auténtica madurez formal en cuanto a la puesta en escena. Una madurez que vino de la necesidad de tomar decisiones, pues la mezcla de géneros de la historia requería que pensara rápido qué tipo de película quería hacer.

Lo tuviera claro o no —es difícil abrigar certezas con una película como Jennifer’s Body—, lo cierto es que su papel fue clave a la hora de lograr que el guión de Cody derivara en un film tan fascinante como inabarcable en sus inquietudes y conceptos. Kusama es capaz, por mucha predisposición al cachondeo que haya en la prosa de Cody, de subrayar el trasfondo trágico de todos esos personajes, logrando que tanto el ambiente del que parten —y que, en su identificación del instituto con un ecosistema salvaje donde ha de primar la ley del más fuerte, tiende un inesperado puente visual a Chicas malas (2004)— como la dualidad de virgen y puta que determina la relación entre Needy (Amanda Seyfried) y Jennifer (Megan Fox), le sea transmitida al espectador con una potencia que el guión de Cody no podría aprehender por sí solo.

Secuencias tan destacables como el montaje alterno entre Needy perdiendo la virginidad con Chip (Johnny Simmons), mientras Jennifer lidia con uno de sus desdichados ligues, hablan por sí solas de lo bien que sintetiza Kusama las contundentes ideas de Cody. Aquí, en concreto, logra un elocuente contraste entre la relación con el sexo de la virgen (levemente insatisfactorio pero más parecido al primer encuentro sexual de cualquier adolescente) y la homóloga de la que se ha convenido en llamar puta: diálogos e iluminación de película porno, y el importante matiz de que, esta vez, Jennifer va a devorar literalmente a su hombre. En cierto modo, la dirección de Kusama permite compactar la caótica visión de Diablo Cody, aunque el empeño de ésta de apuntar a todo lo que se mueva —desde la peligrosa ingenuidad de los adolescentes hasta una divertida disertación sobre la música indie— pueda desequilibrar la balanza en ocasiones, y lo consigue a costa de llevárselo todo a su terreno y conectarlo con temas tratados anteriormente.

Al final, tanto el instituto como la sexualización que sufre Jennifer —y que directamente conduce a su transformación en monstruo— son productos de un sistema opresivo que deshumaniza a las mujeres, algo de lo que Kusama al fin y al cabo, tras casi dos décadas tratando de abrirse paso en el mundo del cine y en esa movie jail inherentemente sexista, sabe bastante. O quizá nada de esto tenga sentido y la mía sólo sea otra interpretación errónea de tantas, pues Cody y Kusama quisieron asegurarse de que Jennifer’s Body sólo pudiera ser asimilada en su totalidad por un público femenino, y de ahí que la promoción del film destruyera de esa forma tan lamentable cualquier posibilidad inicial de comprensión. Con carteles e imágenes de Megan Fox totalmente objetificada, la película de Kusama fue teledirigida a un espectador hombre deseoso de continuar la distensión iniciada con los planos de la actriz arreglando motocicletas en Transformers (2007) y claro, tampoco es que se fuera a entender mucho en estas circunstancias.

Con el correspondiente varapalo de crítica y público, a Jennifer’s Body no le quedó más remedio que convertirse en una película de culto que, a casi una década de su estreno, por fin está empezando a ser reivindicada como se merece. Peor suerte corrió, sin embargo, la tentativa anterior de la directora de sacar adelante un film de estudio en 2005, y la primera vez que trabajaría tanto con Matt Manfredi como con su eterno colaborador Phil Hay: el mismo guionista que se había acercado a la cena de Sundance para decirle a Kusama lo mucho que le había gustado Girlfight.

La importancia de Hay y Manfredi

La idea ya era, desde su mismo punto de partida, bastante arriesgada: convertir en blockbuster de acción una serie de dibujos animados emitida por la MTV a principios de los noventa donde, en sus primeros compases, el argumento se reducía a una asesina a sueldo tratando de acabar con la vida del mandatario Trevor Goodchild una y otra vez, muriendo siempre en el intento y, ocasionalmente, teniendo una relación romántica con éste. La estética futurista y ultraviolenta de Æon Flux nacía, asimismo, de la voluntad de su creador Peter Chung por distanciarse del encorsetamiento que experimentó en su anterior trabajo, Rugrats, aventuras en pañales (1991), y efectivamente era todo demasiado loco como para que la adaptación cinematográfica resultante no fuera un desastre narrativo de proporciones bíblicas. Pero Phil Hay y Matt Manfredi, los guionistas contratados, hicieron todo lo que buenamente pudieron para impedirlo.

De hecho, el planteamiento que sacaron a partir de tan confusa premisa, y que pasaba por incluir clonaciones, conspiraciones políticas y un escenario distópico donde la humanidad es incapaz de generar vida —adelantándose un año a Alfonso Cuarón y a su Hijos de los hombres (2006)—, era tan atractivo que Kusama pudo superar los reparos que le suponían sacar adelante una superproducción de estas características tras el gran coste psicológico de Girlfight, y animarse a dirigir. Su idea inicial era que Michelle Rodriguez volviera como protagonista, pero Paramount se empeñó en recurrir a una Charlize Theron recién llegada de ganar el Oscar por Monster (2003), y ésta sólo fue una de las muchas imposiciones por parte del estudio con las que tuvo que lidiar la directora, acabando por destruir la película en un montaje final al que le fue arrebatada la potestad de influir.

De esta forma, fue eliminada casi una hora entera de película y, lo que es casi peor, los cambios de última hora se extendieron a las set pièces, en las que Kusama había trabajado muy duro para que fueran  comprensibles por encima de su inexperiencia en este tipo de trabajos. En el acabado final éstas aparecían atropelladas y con un número inmenso de cortes, emparentando a Æon Flux con otros derivados genéricos de la resaca de Matrix (1999) como la saga de Underworld o El monje (2003), no en vano salidas del mismo estudio que el film de Kusama, Lakeshore Entertainment.

Dichas injerencias provocan que el análisis de Æon Flux y su papel dentro de la filmografía de Kusama sean difíciles de definir pero, no obstante, la película sigue ofreciendo una imagen clara de qué fue lo que animó a Kusama a meterse en este berenjenal. Más allá de presentar una heroína convincente y cuya sexualización no llega a caer en los excesos pajilleros de la serie de los noventa —por suerte, Charlize Theron acabaría teniendo oportunidad de desquitarse en la reciente Atomic Blonde (2017)—, el guión de Hay y Manfredi dibuja una panorámica muy interesante donde los miembros de nuestra especie lidian de formas diversas con la mayor crisis de su historia.

El libreto dibuja una némesis, Oren (Jonny Lee Miller), que se empeña en esquivar la muerte a fuerza de perder lo que le define como humano y de clonarse a sí mismo durante generaciones para evitar la extinción, y lo enfrenta a una protagonista, Æon, determinada a que la vida siga su curso natural por mucho que ésta pase necesariamente por su fin. Tan jugoso planteamiento es saboteado por el montaje, claro está, pero ni eso evita la inclusión de diálogos de cierta ambición —con la protagonista recitando frases como “hemos de morir, sólo así nuestras vidas significarán algo” sin perder credibilidad— y la actual tesitura de que, complementando todas estas intenciones con su desquiciado diseño de producción, en realidad no sea tan difícil como parece defender Æon Flux.

En el estreno de la película —obviamente un fracaso sin paliativos, y mucho más virulento que el que luego sufriría con Jennifer’s Body—, Kusama sólo pudo consolarse sin embargo en que a raíz de esto empezó una relación sentimental con Hay, casándose en 2006 y teniendo un hijo con él posteriormente. Por lo demás, los años que siguieron a Æon Flux y a la película escrita por Diablo Cody fueron casi una absoluta sequía durante la cual Kusama sólo pudo permitirse algún encargo que otro para televisión, y dirigir un discreto corto dentro de la iniciativa de Scenarios USA, donde el partido que le podía sacar a la historia tratada —un chico adolescente tratando de reunir valor para confesar que ha sufrido abusos sexuales— se veía malogrado por el escaso valor del guión de la estudiante Roxanne Lasker-Hall.

Pese a ello, en su decisión de dirigir Speechless (2013) vuelve a intuirse el interés de Kusama por retratar ambientes asfixiantes con los que los personajes tratan de lidiar bien tratando de dar un paso adelante o bien intentando superar un trauma. Fue en esos años cuando Phil Hay, tan interesado en estos temas como ella, le enseñó un nuevo guión con el que, pensaba, había llegado el momento de animarse a saltar a la dirección de largometrajes.

Pérdidas y cenas con amigos

Este guión era el de La invitación (2015), y cuando Kusama lo tuvo en sus manos sintió un descarga eléctrica similar a la que impulsó la dirección de Jennifer’s Body. La historia escrita por Hay y su inseparable Matt Manfredi —que, por cierto, fuera del influjo de Kusama sólo han escrito cagarrutas en su mayor parte, desde El esmoquin (2002) con Jackie Chan hasta R.I.P.D. Departamento de Policía Mortal (2013)— no sólo ahondaba en los temas insinuados en cierto modo por Æon Flux, sino que se imbricaba en las experiencias directas de su entorno: tanto Hay como Manfredi como Kusama habían perdido un ser querido recientemente, y a raíz de ello el guión tejía una truculenta narrativa donde se cruzaban el thriller y el terror claustrofóbico. Dirigir La invitación significaba sumergirse en el cine de género de forma aún más comprometida a lo realizado en Jennifer’s Body, pero Kusama estaba tan cautivada por la historia que convenció a su marido de que le dejara dirigir, y así es cómo consiguió la obra maestra de su filmografía.

La habilidad con la que Kusama maneja la tensión de esa reunión de amigos se vale de todo tipo de recursos para transmitírsela intacta al espectador, desde silencios incómodos hasta bofetadas a destiempo, y es tan cuidadoso su trabajo que la propuesta, con lo fácil que lo tenía para caer en el humor negro, no consigue despertar una sola carcajada incómoda, sino que desde el principio se halla ahogada por la fatalidad. No obstante, es de rigor alabar el trabajo de Hay y Manfredi, llegando aquí a una sofisticación inédita hasta entonces, y que se permite tanto enunciar de forma concisa el tema ya en la primera escena de la película —con el protagonista (Logan Marshall-Green) sacrificando a un coyote para que deje de sufrir—, como regodearse en la importancia de lo contado con un último plano quizá demasiado tremendista y aleccionador, pero que en cualquier caso da fe de hasta dónde ha llegado la confianza en sí mismos de Kusama y compañía. Que es, bueno, bastante lejos.

A vueltas con la maternidad

2015 no sólo fue el año en el que Kusama volvió por todo lo alto al cine gracias a un poderoso guión y a la financiación de Gamechanger Films —productora comprometida con las películas dirigidas por mujeres que, entre otras, hizo posible la realización de la espléndida The Tale el año pasado—; también coincidió con la época en que decidió volcarse en la dirección de series de televisión, encargándose de capítulos de series tan variopintas como Masters of Sex (2013), Halt and Catch Fire (2014) o El hombre en el castillo (2015). A raíz de estos encargos tuvo por fin la oportunidad de trabajar sin preocuparse por cuál sería el siguiente paso, mientras La invitación iba adquiriendo un prestigio crítico que la convirtió automáticamente en una figura llamativa dentro del terror, y conducía a que su siguiente experiencia en el cine, forzosamente, estuviera relacionada con él.

XX (2017) es una película episódica donde cada segmento está dirigido por una mujer: Jovanka Vuckovic, Roxanne Benjamin, Annie Clark (más conocida como St. Vincent) y la propia Kusama. Hay que entender el corto de esta última, Her Only Living Son, tanto como un homenaje que la directora se permite a hacerle una de las películas claves de su cinefilia, La semilla del diablo (1969) —de la que ha llegado a hablar largo y tendido en entrevistas donde tampoco ha podido evitar meterse en el fregado de separar obra y autor—, como un nuevo abordaje a la cuestión de la maternidad que ya tocó en La invitación. Esta vez, la necesidad de plegarse a un metraje breve obliga a Kusama —rodando su propio guión por primera vez tras Girlfight— a reducir la densidad psicológica que siempre trata de imprimirle a sus personajes, algo que no llega a hacer que el resultado se resienta debido a que sus dos protagonistas pasan a convertirse en figuras prototípicas que puedan emitir un discurso con visos de universal.

Her Only Living Son trata la maternidad, en ese sentido, no sólo como un imán de paranoias y dolores, sino también como una condición que predispone directamente al sufrimiento en un sistema patriarcal, con el hijo empezando a ejercer un poder violento sobre animales y otras mujeres mientras es recibido por su entorno como una especie de elegido privilegiado, y se dispone a abandonar el hogar al cumplir los 18. Esta emancipación, sin embargo, no llega a tener lugar gracias al amor que siente por su madre, pero la consecuencia de renegar del destino que la sociedad quiere para él conducirá a su muerte.

Es un corto muy sugerente que, sin embargo, no llega a convertirse en el mejor de la antología, pues ésta antes ha sido inaugurada con The Box (dirigido por Jovanka Vuckovic), una terrorífica deconstrucción del síndrome de la mala madre que alberga las imágenes más impactantes de la película. En cualquier caso, Her Only Living Son tiene un puente muy nítido con la última película de Kusama hasta la fecha, Destroyer. Una mujer herida (2018), al volver a colocar la maternidad en el punto de mira.

Sin embargo, la película que protagoniza Nicole Kidman sirve en realidad como aglutinante de gran parte de las temáticas que han sobrevolado el cine de su autora, combinándose entre sí para generar una experiencia que cualquier simpatizante de éste pueda disfrutar de lo lindo. El efectivo (pero finalmente engañoso) apego a las reglas del género escogido que empleó para colarle Girlfight a los miembros del jurado aquí vuelve a repetirse con respecto al thriller policíaco, teniendo Destroyer como protagonista a un policía en plena decadencia física y mental, con un pasado traumático del que trata de huir, y una habilidad consumada para manipular escenas del crimen y sacar de quicio a sus superiores. Lo que pasa que claro, este protagonista es una mujer llamada Erin Bell, y eso vuelve a cambiarlo todo.

Esta decisión supondría una transgresión en sí misma, y funcionaría igual si al equipo que forman Hay, Manfredi y Kusama no le hubiera dado por envolverla en un andamiaje de flashbacks y juegos temporales que embrollan innecesariamente la trama, y pugnan por colocar a Destroyer un par de peldaños por debajo de los mejores esfuerzos de la realizadora. Esto, por lo demás, no llega a desmerecer los indudables méritos del film, concentrados en una protagonista definida según las constantes que hacen tan estimulante el cine de Kusama, y de las cuales Nicole Kidman no duda en beneficiarse siendo consciente de que se encuentra ante uno de los personajes más jugosos de su carrera, y dándolo absolutamente todo en consecuencia. Erin Bell experimenta remordimientos, es incapaz de sobrellevar la pérdida de seres queridos, y se maneja como puede en un escenario agreste y moribundo —Los Angeles como pocas veces la habíamos visto—. Por si no fuera todo ya lo bastante difícil, además es madre, y no una demasiado buena.

Tras Destroyer, que Karyn Kusama ha afrontado como su película más compleja y definitoria, esta cineasta de Brooklyn tiene planeado ponerse con Breed, basándose en una novela de Scott Spencer donde unos padres que han recurrido a una clínica de fertilidad para concebir hijos descubren años después que éstos no son lo que ellos creían. Se supone que será una película de terror, pero probablemente Kusama quiera volver a experimentar con la culpa, la desesperación y los personajes rotos… o, por qué no, igual se limita sólo, por una vez, a darnos miedo. De lo que sí podemos estar seguros es de que la experiencia resultante, de un modo u otro, será bastante intensa.

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