El entretenimiento vegetativo en la televisión tiene muchas caras, pero por lo general todas manejan una única visión del mundo. Somos receptores pasivos de la avalancha de realities norteamericanos que van desde señores pasándolo mal en el páramo hasta la fabricación de piscinas de fantasía. Los programas de reformas pertenecen a este macro-grupo, transmisores de una ideología concreta que nos educa en el neoliberalismo, ese demonio.
Se ha dicho hasta el hastío que aquello que se consume afecta a la forma en que vivimos, a las costumbres y rutinas, a la forma de ver el mundo. El consumo de la cultura opera de manera diferente a cómo afecta, por ejemplo, empezar a comprar garbanzos cocidos de bote en vez de la liturgia de tener que ponerlos en remojo la noche anterior y sufrir largo tiempo de cocción. Un caso de esos que chocan lo refiere Roberto Saviano en Gomorra (2006): fueron las películas de mafiosos estadounidenses las que hicieron de modelo a las mafias italianas; fueron las mafias italianas las que imitaban al cine, y no al contrario. En España llevamos sufriendo años, por ejemplo, las rutinarias declaraciones varias a pie de calle cuando llega Halloween entre partidarios y detractores: no suelen destacar quienes toman la fecha en su ámbito lúdico-festivo, sino aquellos fervientes tradicionalistas que repudian la invasión yanqui y glosan las costumbres patrias, como la chaquetía. Y que si te quieres disfrazar ya tienes carnavales.
Nos invaden los mericanos. Como lo hacen con sus series y películas —e incluso lo copiamos en nuestras producciones— y éstas copan prácticamente todo nuestro espectro cultural, estamos inermes ante su arrolladora influencia. Pero estos son casos muy explícitos, muy visibles. La ideología de la cultura tiene caminos más sinuosos y ladinos para insertarse en nuestras costumbres y en nuestra forma de ver el mundo, que casi (casi) se abre camino sin que nos demos cuenta, hasta que ya es demasiado tarde y pasa a formar parte de nuestra conciencia. Y a perro viejo no se le pueden enseñar nuevos trucos, porque actuamos de forma mecánica (es más fácil para vivir).
No solemos mirar con lupa aquello que vemos porque en realidad no es necesario. La mayoría de las veces no existe un «consumo crítico» sino uno conspicuo, que diría Vleben, encaminado al mero entretenimiento, a la relajación mental después del trabajo (que para Veblen es lo que nos devuelve frescos a la cadena de montaje). Y la mayoría de los productos culturales que se consumen tienen cierta inocencia en sus contenidos, y no son prosélitos en ideas y actitudes. Pero eso no quita que no carguen con una forma concreta de ver el mundo, y a la hora del entretenimiento las defensas de la conciencia están bajas y es más fácil que sus ejércitos penetren. Uno de esos entretenimientos de tarde que devoran horas son los programas de reformas, que desde hace unos años rellenan los canales secundarios dedicados al público «femenino».

La fascinación tiene dos vértices: por un lado, el prurito curioso y fisgón de ver las casas ajenas, con su antes y después, y criticar decoraciones o tomar ideas para la propia, que se junta con la ambición aspiracional de clase media de «algún día tener esa casa». Por otro lado, la actitud socarrona y sobrada de ver cómo los yanquis y los canucks hacen sus casas de cartón y comparamos sus problemas insignificantes con el orgullo y la solidez de nuestros edificios de ladrillo y cemento. Aunque esto está bien por temporadas, porque a la larga cansa. De este modo, durante un tiempo sólo se ven realities de subastas y antigüedades, otro tanto de vestidos de novia, los de «hacer cosas», los de venta de caravanas, etc., y vamos rotando para que el aburrimiento no nos consuma, sino que seamos nosotros quienes consumamos aburrimiento.
Al final todos los programas tienen el mismo esquema, y no hay que ser muy avispado para darse cuenta que los modelos de casas no cambian mucho, ni los de los barrios, ni de la decoración, ni los de… las familias compradoras, su posición laboral, su modo de vida. Más allá de los tejemanejes internos de los programas (que los hay, como en cualquier reality, «todo es mentira») y de los guiones precocinados que distribuyen, continuamente se representa un modelo de familia norteamericana (estadounidense o canadiense), y con éste unos valores concretos que entroncan directamente con el american way of life: emprendedores, casa en suburbio de aspiración clase media, escasa «interracialidad» (palabro horrible) u orígenes no WASP, nada de familias obreras ni entornos urbanos. La vida bien y cómoda del extrarradio. Son muchos los programas de reformas, con diversos enfoques (incluso esos romantizadores de la pobreza como el de las mini-casas), y por eso me voy a centrar en tres de ellos, los más conocidos, para ver qué ideología nos están inoculando.
Visión unitaria en la pluralidad

El formato de home improvement (literalmente «mejoras del hogar»), tiene cierto recorrido, aunque haya sido a partir del nuevo milenio cuando se han popularizado. El origen se encuentra en realidad en los programas de bricolaje que además de aportar soluciones prácticas para las chapuzas de la casa se preocupaban además de la imagen de dicha chapuza. Veteranas como This old house de la PBS se ha mantenido prácticamente de forma ininterrumpida desde 1979 (dedicada a «enseñar casa», más que otra cosa), o personajes como Harry Green, que lleva haciendo programas de do it yourself desde 1987, siempre han querido aportar a la reforma cierto estilo. Pero en cierto punto de los noventa el «diseño» se emancipa de la «mejora», y el hazlo tú mismo pasa del bricolaje a la decoración. Es decir, se pasa del «trabajo» (en un sentido obrero, físicamente productivo) a lo que se conoce como «estilo de vida»: se pasa de la estructura a la cosmética.
Aparecen programas como Changing rooms en 1996 de la BBC, que funciona en muchos casos como formato base; después House doctor en 1998 de Channel 5, Trading spaces de TLC en el año 2000, Property Ladder en 2001 de Channel 4, o While you were out, también de TLC del año 2002, que en España tuvo su propia versión en el horrendo Reforma sorpresa de Cuatro, presentado por Nuria Roca en 2009. Tampoco es que España tenga nada que envidiar: Decogarden lleva en aire desde 2001, con el mismo espíritu DIY y estilismo mono. Pero estos programas se basaban sólo en la redecoración de un área o áreas concretas de la casa (con alguna reforma puntual). En algún momento se decidió volver a meter el trabajo físico de la reforma, aunque fuera de forma ligera, porque los especialistas en decoración de interiores suelen ser personas estiradas que gustan por su exotismo pero terminan cansando. El concurso australiano The block en 2003 se lanza a las reformas completas, como también Extreme makeover: House edition de la ABC el mismo año (para España su versión fue Esta casa era una ruina presentado por Jorge Fernández entre 2007 y 2010 en Antena 3, que tampoco es que fuera mucho mejor que el de Nuria Roca). Construcción y decoración siempre han estado a la par, y cada programa ha sabido encontrar su equilibrio y desde entonces se han seguido reproduciendo como setas.

En España los más conocidos son Love it or list it (Tu casa a juicio), canadiense de W Network y posteriormente también en HGTV, cuya primera emisión es de 2008, además de contar con diferentes spin-off en Vancouver, Reino Unido, Australia, etc.; los programas de los property brothers —Johathan y Drew Scott— en diferentes series, especialmente la que se ha llamado La casa de mis sueños, presentada en 2011 en los mismos espacios que Love it or list it; y FixerUpper (Compra y reforma), con los tejanos Chip y Joanna Gaines, emitida desde 2013 también en la estadounidense HGTV (no en vano, las siglas significan Home & Garden Television). Son programas que están muy enfocados no tanto a un tipo de público sino a las aspiraciones y necesidades subjetivas de un tipo de público. Por mucho que aquí en España se metan en «canales femeninos», su espectro de audiencia incluye a hombres de diversas edades porque enfoca necesidades de esos hombres.
Aunque es pura estadística parda, por lo general se cumple la norma de esa mediana que es lo que le interesa a la industria inmobiliaria e hipotecaria: la clase media. Esta rara avis junta la independencia genética con el posibilismo democrático. Su posición no la han conseguido por herencia, como la clase aristocrática o los ricos de segunda generación en adelante, sino que se la han ganado con esfuerzo e inteligencia, adquiriendo trabajos cualificados y posición social (y dineros), lo cual se une a las oportunidades que brinda la sociedad democrática de medrar y prosperar a través del trabajo propio. Esto es algo que se ha vuelto más psicológico que material: soy clase media porque logré salir del hoyo. Porque, a la hora de la verdad, lo que se muestra es más ilusión de posición que realidad, pero es lo que interesa, la ilusión, y a eso se dirigen. Cada una de estos programas se enfocan a una aspiración concreta, que puede variar, pero por lo general se mantiene la fórmula, también porque es tal y como la fórmula está configurada.
Promesas de juventud

En La casa de mis sueños principalmente solemos ver a jóvenes que viven precariamente y quieren conseguir su primera casa en propiedad para empezar una vida de verdad, cerca de la familia, del trabajo, en su propio espacio y condiciones. Pero, claro está, una casa nueva es cara, y por eso tienen que pasar por el trance de la reforma para abaratar costes. Por ejemplo, Erin y Adam acaban de casarse. Son jóvenes profesionales, con una alta «proyección social», sin hijos, sin cargas, pero con ganas de tener todas las cargas del mundo. La dinámica de los hermanos siempre es la misma: primero enseñan una casa para entrar a vivir, con todo lo que desean pero, ¡oh, sorpresa! Cuesta demasiado, se sale de su presupuesto por un par de cientos de miles. Hay que comprar y reformar.
Para ello cuentan con un presupuesto amplio (en nuestros cálculos, aunque nunca es suficiente), y una lista de deseos que intercambian entre los participantes de cada programa: a las afueras de la ciudad, bien comunicada, con parques y jardines y servicios (colegio, mercado, hospital) cerca, pero también cerca del trabajo y de la familia, nada de calles transitadas, que los niños no pueden jugar. Para el interior, espacios diáfanos, amplitud, todo conectado, pero con privacidad y opciones de espacio y almacenaje inteligentes. El vestidor que sea más grande que el dormitorio, si es posible. Porque Erin y Adam tienen un drama con el espacio, como todo el mundo.

La gente se choca por la casa, se molestan mutuamente haciendo cosas. Necesitan mucho espacio, para poder conducir mini-motos en paralelo por el pasillo, espacio para tener hijos, para que el contacto humano nunca sea involuntario, accidental, siempre bajo la intención y búsqueda consciente de los implicados. Porque a veces nos rozamos sin querernos. Y espacio para invitados, porque todos tienen una gran vida social, con jardín, sobre todo, sólo de césped y algún arbolino, que tampoco dé mucho trabajo porque la naturaleza está para mirarla. Es una cuestión de estatus. Es algo que reflejan constantemente, incluso en las decisiones: son onerosos, pero por lo que dicta la posición, no la necesidad.
Así, en el carácter de los compradores, uno siempre es más tacaño —le ha tocado a Adam— y otro es más abierto por cuestiones de belleza —Erin no es que sea derrochadora, pero quiere su casa bien—. Lo importante no es lo que cuesta o que quede bonito; lo importante es ser intransigente o ceder a los caprichos del otro. Son personas muy cuadriculadas, sin imaginación, con ideas fijas por absurdas o infantiles que sean. Supongo que porque lo manda el guion para que al final siempre haya revelación y conversión: todas las dudas y resistencias posibles se evaporan cuando ven el resultado final. No hay nada que no les guste, todo «refleja su personalidad». O se esfuerzan en pensar que así es, porque la personalidad que se destila es una personalidad Ikea, personalidad de diseño genérico para todo el mundo, intercambiable entre casas, programas y parejas. Pero tienen todo aquello que querían tener: las páginas centrales de Casa y Jardín. De este modo quedan cubiertas las aspiraciones de la juventud de hoy.
La jubilación como inversión

Pero hay más rangos de edad que hay que cubrir. Para ello está Tu casa a juicio. Me encanta la versión de Vancouver del programa, aparte de porque el ambiente es increíble, porque Jillian y Todd son unos pilluelos, una versión asexual de Will & Grace. Aunque los usuarios son variados, sobre todo hay parejas de cierta edad con la prole crecida o incluso ya emancipada que buscan o acomodar su casa para sus nuevas necesidades (o la ausencia de ellas) o comprar una casa nueva que se adecue a las necesidades a menor precio con la compensación de la casa vieja reformada en venta. Destacan los jubilados. En este caso, Gene y Kelly, cuyos hijos dejaron el hogar hace mucho y se han dedicado desde entonces a viajar, y ahora quieren volver a casa.
El giro dramático surge cuando «no saben» si la casa familiar es a donde quieren volver. Por eso el sentido de «amarla o venderla» (el love it or list it del final): se supone que los propietarios tienen un vínculo con la vivienda, un vínculo emocional, de historias vividas. Lo relevante es ver qué prima, si los vínculos con el inmueble o el pragmatismo, o si esos vínculos de hecho son negativos y se quieren superar. Claro, esto es tramposo, porque la casa reformada ya no es su casa. Los espacios cambian, incluso su uso. Por eso se hace una lista de imprescindibles para quedarse (y para irse), porque en realidad no importa ni la casa ni los vínculos, importa lo que quieren. Hay más relación con la naturaleza, porque se busca el retiro, pero por lo demás coincide en los deseos de tipo de casa y zona: siempre, también, en zonas suburbanas, espacios abiertos y amplios para las visitas, comodidad para los quehaceres de la casa, etc.

En cierto sentido, cuando piden «reformarla o irse» implica que ya no se identifican con la casa en el sentido hogar. Por eso se busca un nuevo lugar para «formar nuevos recuerdos», pero la condicionalidad y los requerimientos resultan un falseamiento de la «sentimentalidad» que mueve esa búsqueda. Quieren un lugar donde formar nuevos recuerdos, pero ese lugar tiene que ser exactamente como lo quiero recordar. No vale cualquier casa. Por ejemplo, en este caso se da una de las escasas veces en que se ofrece como opción un piso. A Gene y Kelly les ofrecen un piso moderno, de nueva construcción —de hecho, sobre plano—, dando al paseo y al río, en una zona nueva, residencial. Si no se oferta algo nuevo en su defecto es un piso «de lujo». Pero no es una opción porque la comunidad y la familia la quieren traer ellos a su casa, no vivir en medio de una.
Les interesa la privacidad, y ver las montañas o el lago, pero no ver qué cenan los vecinos. Pocas veces se buscan casas en el centro de las ciudades. La civilización se da en las casas suburbanas. Al final deciden «amarla», no porque valoren el hecho de seguir en la casa familiar, sino porque se han gastado menos dinero reformándola que al comprar una nueva y se han satisfecho sus deseos. En caso de venderla la lógica es la misma: sale a cuenta. Sale a cuenta casa nueva porque al goce de estrenar y llenar de enseres todos los rincones se le añade el éxito de la inversión de futuro y la especulación inmobiliaria, que tanto dora nuestra inteligencia. Clase media en su salsa del si puedo, quiero.
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Compra y reforma es un caso aparte. Chip y Joanna son los más perversos de este panorama dantesco. Los Gaines rompen con los modelos porque no es sólo un reality de reformas, sino sobre su vida, la de una familia nuclear tejana de tres, cuatro o cinco churumbeles (¿quién lo puede saber?) y su relación con ese ente abstracto llamado «la comunidad», que está por encima de todo como si de una secta se tratara. No en vano hemos dejado la cosmopolita Canadá suburbana y nos hemos metido de lleno en el cinturón bíblico de los Estados Unidos. Siempre meten imágenes de la vida familiar, pero no de los problemas y las tareas habituales, sino de ellos disfrutando de tiempo con sus hijos, en todo momento siendo muy comprensivos y contándoles que van a trabajar y demás, o en medio de tareas del rancho, como alimentar animales —nunca fregando el suelo o dándole duro a la porcelana para sacar esos frenazos resultado de la comida tex-mex de la noche anterior—.
Por lo demás, siguen la fórmula establecida: se elige una casa entre varias y se reforma. Su lema es «cogemos la peor casa en el mejor barrio y la transformamos». Esto ya resulta sospechoso. Ya no se busca la casa ideal para los propietarios, sino que se buscan en lo que ellos consideran «el mejor barrio». Esto va directamente aparejado a la tipología de propietario que suelen llevar. En las áreas residenciales de Waco son pobladores habituales las familias ya asentadas, con varios hijos pequeños, que buscan casa nueva especialmente cuando nace el segundo o tercer infante y necesitan «más espacio». Estas familias suelen ser blancas, con un buen estatus social en la comunidad.

A veces se dan matrimonios interraciales, pero es muy raro ver matrimonios de una pareja afroamericana o hispana. El hecho de que Jo esté levemente racializada no es motivo de inclusión, porque sólo aporta un punto exótico que no se sabe muy bien si es nativa, filipina o coreana. En el caso de Denitia y Norris —el cual, por cierto, es capellán deportivo en la universidad de Baylor (¿qué es eso?)—, sí es una pareja interracial. ¡Ojo! Sólo interracial en lo superficial, porque él es negro y ella blanca, pero para que nos quede claro que él no es de los suyos, lleva bien calado un sombrero de vaquero porque en Texas es lo que te hace ser tejano. En el Sur es más normal, supongo, que en la nívea Canadá.
Ambos, sobre todo él, están muy implicados en la comunidad, y quieren una casa espaciosa y de techos altos para poder recibir a los estudiantes. Es su única petición (y una tele gorda), porque por lo demás la comunidad se entremezcla con la moral tradicional: el hombre no decide cosas de la casa porque la casa es cosa de la mujer. Ella es quien tiene que estar contenta, por eso ella toma las decisiones —y Norris caballerosamente cede a sus caprichos—. Esto también se da en la pareja presentadora: Chip se encarga del trabajo de demolición y reforma, mientras Jo se encarga de la planificación y la decoración final («nos ocupamos del mar, y por ello dividimos la tarea»).
Jo se encarga de los detalles. La idea general la sacan de una fotocopiadora que un día se volvió loca en un sótano del Texas School Book Depository de Dallas que reproduce sin parar el mismo diseño, pero ella propone tres «proyectos especiales» a elegir uno con el dinero de pico para… ¿darle un toque diferente? Lo cierto es que no queda muy claro. Ella lo vende como algo especial pero es simplemente el aprovechamiento de un remanente en el presupuesto. Lo mismo con los objetos o detalles que saca de mercadillos o manda hacer a su amigo Clint, el carpintero, para que no parezca todo sacado de Merkamueble. Es un carácter único tan ínfimo que hay que darle el valor que se merece como índice de que allí viven realmente personas y no es sólo el piso piloto de Operación Chamartín. La épica termina con la «noche antes», cuando Jo se queda decorando en una comunión casi mística con la casa para que todo esté en el lugar perfecto. Porque la decoración es magia, y nosotros la tribu esperando obrar al chamán.
¿Y la biblioteca?
En España el tema de la decoración todavía, creo yo, nos lo tomamos bastante a pitorreo. Tal vez venga de nuestra larga tradición de pobreza endémica y que no tenemos la fe liberal del progreso individual demasiado afianzada. Así, tendemos a la chapuza, al brutismo manual, y en cierto imaginario popular se encuentran muy presente las peripecias de Tim Allen en Un chapuzas en casa (1991-1999), la risa nerviosa de Tom Hanks en Esta casa es una ruina (1986) o las parodias de Kristian Pielhoff con su trabajo en Bricomanía (1994-presente). Lo importante es que las cosas aguanten, no que sean hermosas. E incluso existe una estética del parche y el remozo que resulta muy sugerente, no como romantización de la pobreza, sino como expresión sincera de una forma de estar en el mundo.
También es que España tiende históricamente al barroquismo contrarreformista, con sus excesos y austeridades, y por muy ideal y chic que sea ese tresillo que con sobriedad luterana se coloca sobre un lienzo blanco de pared sin más adorno que un crucifijo de palo, cada vez que me mudo quiero llevarme todas mis mierdas y ponerlas por el medio, porque es el recuerdo —el pecado— lo que me acerca a Dios. No hay nada más útil para colocar chismes que la repisa de la estantería que dejar los libros una vez colocados. Pero el mundo globalizado en el tecnocapitalismo consumista tiene otros planes para el hacer cotidiano.
Hay una frase de Chip, enigmática, que puede describir bien estos programas: «Esto me recuerda a mis ex-novias: están bien de lejos pero lejos de estar bien«. Chip ha dado en el clavo. Aparte de ser horrible por sí misma, Chip se refería a aquellas casas que aparentemente son estupendas pero cuando te metes en ellas, superficial o estructuralmente, sus condiciones son deplorables. Y ese mismo comentario se pueden aplicar a estos programas. Son un formato atractivo, de «estilo de vida», que gusta por la sátira comparativa interna de verse mejor que otros o peor que otros; como decía Vázquez Montalbán sobre los suplementos de «gente» de los periódicos y revistas, tratan sobre «gente pobre muerta, gente rica viva«.

Eso del «estilo de vida» es uno de los grandes inventos del capitalismo para profundizar en la alienación de los individuos y animar a la competitividad egoísta entre las personas. A la industria inmobiliaria e hipotecaria no le interesan los ricos. Los ricos no les interesan porque ya sirven a sus intereses, y ellos funcionan a través de códigos de lujo y consumo que no comparten con el resto de la población. Aunque Kim Kardashian cague en un váter de Porcelanosa como todo el mundo, ella no ha tenido que elegir ese váter, se lo han hecho. Están arriba, y no se pueden hacer colecciones de prêt-à-porter porque son demasiado pocos para tener a cien niños vietnamitas cosiendo día y noche para ellos. No compensa la industrialización para ellos, se rigen por modelos artesanos.
Algo parecido pasaba con los pobres, y no sólo los pobres de solemnidad, sino a los pobres en el sentido de la mayoría de la población, lo que en estadística se conoce como «moda», aquí el valor demográfico que más se da en la distribución de la renta. Los pobres no interesan porque no pueden permitirse lo que ofrecen, pero esto no quiere decir que no estén dirigidos a las familias trabajadoras, porque ponen los dientes largos, y si pueden hacer creer a los pobres que pueden permitírselo generando una crisis hipotecaria que va a dejar en la mierda a la sociedad pero no va a afectar a los bancos, ¡pelillos a la mar! De todas formas, como comentaba más arriba, se dirige a la mediana estadística, ese grupo lo suficientemente extenso y con una renta adecuada como para situarse a un paso de un estatus cómodo casi rentista pero siempre en el borde del precipicio del precariado.

La visión que tienen de sí mismos es la de grupo que sube, no que baja, y es una visión que extienden al resto de grupos de renta por debajo de ellos. (No van a hacer un programa para de reformas para quien se compra un piso en el barrio de Bami, Sevilla. Eso no tiene interés, porque no muestra un plus, una aspiración, sino una triste realidad). Esto es el «estilo de vida»: ilusión —fantasmagoría—, no realidad material. La casa tiene que reflejar lo que los propietarios son. Si la entrada es triste, como dice Kelly, la gente pensará que los que viven ahí son tristes. Si la entrada parece pobre, la gente pensará que allí vive gente pobre. No importa el ser, importa el parecer.
Esta no la superamos, cariño
Lo primero que destaca es el drama familiar que supone una reforma. No parece compensar el ascenso social con la tragedia que es una reforma y una mudanza. Probablemente sea cierto en el contexto norteamericano, aunque desde aquí, desde nuestros sólidos edificios de ladrillo nos parezca a fin de cuentas un trabajo de chapa y pintura. Pero chapa y pintura para ellos es prácticamente tirar la casa abajo. Igual es precisamente por la forma en que están construidas las casas, que un mal viento se las lleva por delante, pero cualquier problema estructural, un arreglo inesperado, una chapuza de la construcción por contratistas previos, invoca la mayor de las tragedias familiares: la posibilidad de divorcio. Interiorizaron la parte equivocada de Esta casa es una ruina.

Muchas veces son problemas las chapuzas pasadas y las inspecciones, que exigen que se ajusten las construcciones a la normativa, con lo que entra el maldito Estado a meterse en la vida de los individuos. Pero se enfrentan al ogro de la ruptura de la familia precisamente por la falta de independencia. En la tierra de la libertad un hombre debería poder construir una casa para su familia, pero la super-especialización del trabajo nos ha llevado a la mayoría a ser lánguidos especímenes de oficina. Ceder el control, depender de otro, es desamarrar el Leviatán, renunciar al monopolio de la violencia. Los problemas que surgen en la obra igual no habría surgido si los propietarios hubieran estado al cargo, o su solución habría sido menos sangrante. Ahí está la rabia.
Además es que los contratistas son el demonio. No son más que una panda de ladrones y chapuzas que ni siquiera son ellos los obreros, son gente que contrata a otra gente para hacer el trabajo. Se renuncia al control en favor de un especulador, de un usurero, que seguramente no te ofrece todas las opciones de las cosas, sino las que más le convienen. Despierta viejas pasiones anti- en los corazones de los buenos ciudadanos. Es por esto que, tal vez, los operarios de la obra nunca tienen relevancia en los programas, porque no son protagonistas, son otros, muchas veces ni siquiera los mismos equipos. Kenny en List it or love it sí, pero como jefe, como contratista (ese demonio), y a medida que corren las temporadas de Fixer Upper suele interpelarse a Shortie,
Conceptos abiertos

Lo segundo que destaca es el uso estereotipado/fetichizado de los espacios. A ver, sí: los espacios de la casa tienen asignados usos específicos. Pero estos usos por lo general derivan de las necesidades que imponen las tareas cotidianas, el trabajo, etc.; no estaban diseñadas de antemano. La discriminación de los espacios en estos programas viene dada por ideas preestablecidas de cómo se tiene que distribuir el espacio, no para qué voy a necesitar el espacio y, entonces, distribuirlo. Pero del uso previsible a través de la costumbre se ha pasado a un uso fetichizado, hasta niveles de inutilidad, como el rincón de lectura/costura, o los saloncitos de postín para las visitas. Eso se junta con la nueva obsesión por tirar paredes.
«Concepto de espacio abierto perfecto para estar con la familia». Se le da el sentido de comunidad, pero tiene más bien un sentido de control y de aprovechamiento psicológico del espacio: no siento que estoy perdiendo el tiempo cocinando como una tarea espuria que hay que hacer porque hay que comer si al mismo tiempo tengo acceso al ocio del salón o a la conversación del comedor. No importa tanto el hecho de compartir el tiempo mientras estás cocinando con los amigos que departen en la isla como sentir que formas parte del grupo y que estás al tanto de todo lo que dicen mientras la necesidad te obliga a estar concentrado cocinando. El espacio abierto se usa como control del aislamiento. Y prefieren eso a que esas bonitas paredes y puertas eviten que toda la casa huela cuando hagan sardinas.
Los programas de reformas de casas son aburridos y grimosos, pero es que encima, exhiben una ideología absolutamente repulsiva. Te contamos con todo detalle qué te inculcan exactamente los gemelos del infierno y la sonrisa satánica.
Lo mismo ocurre con las cocinas en sí, y con la manía geográfica de poner «islas» o «penínsulas» en todo momento. Estos muebles tienen su origen en la «mesa de la cocina» donde se hacían las tareas de la misma y comía la familia. Al ganar espacio en las casas pobres se independizó el acto de comer de su preparación al modo millonario en la diferenciación entre comedor y cocina, con lo cual la mesa ya no era necesaria para comer, pero seguía siendo necesario ese mueble accesorio desde el momento que las encimeras no son lo suficientemente amplias para trabajar y tener otras cosas. Sin embargo, el trabajo sigue siendo indigno, por lo que hay que darle una connotación lúdico-festiva para que uno no piense que cuando cocina está trabajando, sino divirtiéndose, y siendo generoso con los demás. Por eso se le adosa la función de barra de desayuno, y de espacio donde poner un picoteo y donde los amigos se apoyan mientras toman el vino de tentempié.
Y hay muchísimas fetichizaciones más por el estilo. Los participantes en los programas piden determinados elementos pero no para usarlos, sino porque les gustan. Adam, en La casa de mis sueños, trastocó los planes para la cocina pidiendo un fregadero específico, y cuando se lo ponen y le dicen «¡a fregar!» él se aleja con un «creo que no». En los baños es absolutamente necesario el doble seno, porque se molestan mucho mutuamente con las abluciones matutinas. El jardín tiene un valor social, no natural ni práctico: la familia que vive ahí se puede permitir el terreno que rodea la casa, lo que da valor y privacidad. Los sótanos, que casi tienen los mismos metros cuadrados que la casa, se olvidan, se reforman para alquilarlos, o se convierten en la «cueva de los hombres» (casualmente no aparecido en los programas visionados para esto).

En el imaginario de la moral tradicional, la casa es cosa de la mujer, y el marido simplemente permite a la mujer lo que quiera siempre y cuando a él se le permita tener espacio de relajación para solazarse después del trabajo. Por eso, como la casa al completo es de la mujer, hay que configurar un espacio donde el hombre se sienta seguro, sienta que la casa también es suya: necesita una «habitación propia». Es curioso cómo los hombres, después de pasar todo el día fuera de casa trabajando con otros hombres, al volver a casa con su mujer y sus hijos necesitan retirarse a un espacio de ocio diferenciado, que incluye deportes y bebidas alcohólicas por lo general, para compartirlo en ocasiones con otros hombres en lugar de con la familia.
Es una fetichización que también abarca a la decoración. El buen gusto se ha vuelto minimalismo plano: si hay colores, que sean planos. Si no, es preferible una gama poco destacada, de tonos «neutros», siempre y cuando el espacio determinado no tenga ya una decoración asignada de antemano. Hay un elogio de lo viejo siempre y cuando esté estéticamente asentado como «buen gusto». La arquitectura loca de los setenta no gusta, pero el barrroco en las molduras es lo más chic. ¿Veremos algún día cómo vuelve con fuerza el gotelé de grano gordo y se pone en todas las casas nuevas? Pues no lo dudo. Pero durará poco. Las casas son de paso, de diez años, entre que tienen su primer hijo, crece, y viene el segundo y ya necesitan más espacio.

Es inconcebible no tener una casa en cada etapa de tu vida, lo cual implica que en cada momento de tu vida la casa se tiene que adaptar a las necesidades y al gusto. Ocurre igual con la filiación religiosa: en el imaginario colectivo estadounidense si subes de categoría social también cambia tu denominación religiosa. Tal vez no cambies de fe concreta, y sigas siendo baptista o restauracionista o unitarista, pero en lugar de ir a la iglesia de tu barrio de siempre, vas a una nueva donde se junta gente de tu misma posición. En general, la situación ideológica es «quiero vivir y vivo en una sociedad pero que nadie me moleste o saco el mosquete».
Donde cabe un libro cabe una lámpara de araña
Me reitero: estos programas me entretienen. Uno siempre imagina qué haría con esas casas, cómo pondría las cosas a su gusto, cómo distribuiría los espacios según las necesidades. Una de mis necesidades son los libros. He visto muchos programas de reformas, pero no todos, así que lo que voy a afirmar ahora queda bajo mi responsabilidad: nunca, NUNCA, he visto a nadie que pida una biblioteca. Se piden despachos, espacios separados anodinos con una mesa amplia y ya, pero no bibliotecas. Se piden áreas más o menos separadas para labores, un pequeño taller, vestidores lo suficientemente espaciosos como para tener un tocador y maquillaje, salas de juegos para infantes y adultos, pero nunca una biblioteca. Nunca se pide un espacio de almacenaje para libros, lo que es a fin de cuentas.

Veo dos motivos a esto: el primero, el más obvio, es que la gente no lee. Es probable que esto sea falso, porque la gente sí lee, pero no suele ser una forma de ocio que se fomente activamente, sino que surge como entretenimiento de horas muertas, de momentos en los que no se puede hacer otra cosa, y, por lo tanto, la compra de libros se reduce a la mínima expresión en títulos, imagino, muy seleccionados que te aseguran el entretenimiento. De esta forma, los libros que se tienen en casa nunca son suficientes como para pedir un espacio específico de almacenaje.
El segundo motivo es más especulativo: las bibliotecas son espacios inútiles estéticamente. Una biblioteca no se puede decorar, no se puede preparar de antemano para que quede bonita y presentable en el momento en los propietarios lleguen a la casa nueva o reformada. Los libros aluden siempre a la biografía del comprador, son acumulativos; expresan historia, no presente estático de revista de decoración. La biblioteca no es ornamental en términos de instragram, sólo lo son si tienen antigüedad, pero no hay belleza en preparar una biblioteca. Además, la biblioteca no es un espacio público, para compartir con familia y amigos. En las bibliotecas lo que prima es el silencio y la soledad.

En las películas, las bibliotecas son ese lugar donde los ricos van a hablar en privado para tratar temas oscuros. Esto tiene su propio anclaje en la poetización del libro, en la visión romántica del conocimiento libresco, pero apunta directamente a una insuficiencia clara de los programas de reformas: las casas no se hacen para vivir en ellas. Las casas son plazas de interacción voluntaria donde la labor más estable que se lleva a cabo es dormir. El resto del tiempo y de asuntos se amontonan en los rincones de tal modo que en la mayor parte de las ocasiones creo que necesitan mudarse porque no saben ordenar sus mierdas, no porque no tengan espacio. Una biblioteca no es práctica, obviamente, porque no tienen libros, pero tampoco es práctica en la obsesión estética de lo ornamental, de la perfección visual, de la ilusión de estatus a través de la superficie.
Igual es mi bibliomanía la que habla. El hecho de no pedir una biblioteca atenta contra mi sentido común de «dónde mierdas van a meter sus libros», pero en realidad tiene bastante que ver con el estatus. El libro no expresa vida social, ni trabajo, ni familia, ni nada que se le parezca. No es algo que demuestre tus posibilidades contables, ni de lo que se pueda alardear. No es más que un escolio de nuestra vida intelectual. Esa ausencia es lo que recibimos nosotros al ver estos programas como una opción natural en la concepción del espacio de la vida en la casa; nos hacen pensar, cuando vemos un piso nuevo para mudarnos, o nos enseñan amigos y familiares sus casa, en los códigos transmitidos por estos programas. Por lo general no venden valores que rechacemos: valoramos también la combinación equilibrada de familia y amigos más privacidad, y no resulta inconveniente planificar el espacio en esa dirección. Pero se genera un reforzamiento de esos valores al copar la mayor parte del tiempo en pantalla.
Conclusión: esto con Franco no pasaba

Extraigo el siguiente párrafo de un artículo sobre los programas de reformas publicado en 2013: «Hubo un caso que clamó al cielo. El de una señora que quería el salón y la cocina diáfanos y un horno doble. Se gastó tanto dinero en ese horno que luego no le llegó para reformar el baño, pero igual no le bastaba con hacer una pizza en el microondas y otra en el horno a la vez, necesitaba más. Así es la libertad. En Europa son detalles que no podemos entender porque tuvimos a Hitler y Stalin«.
A pesar de lo estrambótico de la frase insertada injustificablemente al final del párrafo, no le falta parte de razón. En las américas anglosajonas se vive todavía en la esperanza revolucionaria de 1776, a excepción de algún dixie y de algún demócrata sureño resentido que no sabe lo que pasa en Kansas. Hay un optimismo ingenuo fundado en el relato de la tierra de las oportunidades y la libertad, de la búsqueda de la felicidad que les asegura la Bill of Rights de Virginia. Decir que nosotros no podemos entenderlo por culpa de Hitler y Stalin es pasarse —aunque me creo un decreto de Stalin prohibiendo el doble horno por contrarrevolucionario—, pero alude a cierta vejez sentimental, que mezcla lo biográfico y lo histórico, que permea en las sociedades. Las producciones estadounidenses llevan cien años modificando la conducta según sus cánones, aunque veo poco probable que en poco tiempo cambiemos nuestros ladrillos por madera, del mismo modo que el lobby de la madera seguirá impidiendo la entrada del ladrillo en el Nuevo Mundo.