El cine español reciente se ha interesado por el mundo rural desde muy diversos e interesantes ángulos. Os ofrecemos un repaso rápido a una cuarentena de películas ambientadas en la actual España interior que cuentan historias sobre la despoblación, la desaparición de antiguas formas de vida y el choque cultural entre campo y ciudad.
No podemos escamotearle a Sergio del Molino el mérito de haber enarbolado la causa de la España rural y despoblada. Nos guste más o menos, su ensayo La España vacía (Turner, 2016) sirvió de chispa a una movilización social, la de “la España vaciada”, que ha traído al foro público los problemas de envejecimiento y despoblación que afectan a las áreas de nuestro país más alejadas de las principales ciudades. A esa movilización podemos atribuir, por ejemplo, la llegada del partido Teruel Existe al Congreso de los Diputados.
La España vacía es un ensayo de prosa brillante -también hay que admitirlo- que aúna elementos literarios, históricos y de crónica sentimental. Es, sobre todo, la narración del viaje interior de del Molino para entenderse a sí mismo en pos de reconstruir una identidad propia y nacional que siente fracturada. Otro tema es el valor de La España vacía como obra de no-ficción no-sentimental. Su autor no trata los problemas sociológicos del campo español y evita criticarlo (no vaya a caer en los vicios de los señoritos de ciudad). Tampoco le importa demasiado el hecho de que, tomada en su conjunto, la España rural tenga hoy más población que hace un cuarto de siglo.

No es una sorpresa, por tanto, que La España vacía fuera muy elogiado por los Babelios. Es un libro bastante CT, bastante amuñozmolinado, que pese a plantear un problema -el ninguneamiento secular del campo español- resulta inofensivo porque no aporta análisis o solución. Su verdadera pretensión es crear una identidad española desproblematizada. Decir y repetir que España no está tan mal, que somos nosotros los que la miramos como a la Maritormes y que la patria no es la infancia ni los amigos, sino el campo. Su autor busca ser muy español y mucho español a su manera y sin complejos. Está en su derecho, claro.
Pero Sergio del Molino no ha sido el único creador interesado por la España despoblada. Desde la crisis de 2008 se ha producido un cambio en la representación del medio rural en nuestra cinematografía, tanto de ficción como documental. El cine anterior a 2007 miraba al campo español con cierta condescendencia, desde el grotesque racial de Jamón, Jamón (Bigas Luna, 1992), el sensacionalismo elitista de El séptimo día (Carlos Saura, 2004) o el artificio mistificador de Volver (Pedro Almodóvar, 2006). En la última década, muchos directores y directoras de la misma generación que el autor de La España vacía, y que oscilan entre una vida y modos urbanos y el recuerdo familiar del campo, han explorado un cine de temática rural mucho más variado y ecuánime en el que subyace casi siempre un anhelo de asilo y refugio frente a la precariedad y presión de las ciudades. En otras ocasiones, su intención ha sido más básica: sacar jugo al choque cultural entre campo y urbe. A continuación os ofrecemos un repaso rápido de alrededor de una cuarenta de estas películas ambientadas en la España interior y vacía(da). Antes de proceder, quisiera dar las gracias a Filmin por mantener un amplio catálogo de cine rural que me ha permitido elaborar este artículo.
Drama y thriller

Un tema recurrente en el cine español de temática rural ya sea de ficción o documental es el olvido de las formas de vidas del campo y su choque con El Progreso y La Ciudad. Esa colisión funciona tanto por contraste estético con los escenarios urbanos a los que suele recurrir nuestro audiovisual como por los conflictos que surgen entre personajes procedentes de estos mundos contrapuestos.
Un primer ejemplo de cine rural reciente lo encontramos en 3 días (F. Javier Gutiérrez, 2008) una inusual propuesta apocalíptica ambientada en el medio rural que por lo demás no ofrecía demasiado interés. Tan insólita aunque bastante más interesante era Pozoamargo (Enrique Rivero, 2015), una coproducción hispano-mexicana claramente influida por el cine de Carlos Reygadas que narraba la huida de Jesús (Jesús Gallego) a un pueblo castellanomanchego después de contagiar una enfermedad venérea a su novia embarazada. Cargada de imaginería religiosa y sexualidad grotesca, Pozoamargo juega en su primera parte a presentarnos a la España vacía como un espacio mítico habitado por seres elementales como la duendecilla chiflada interpretada por Natalia de Molina, antes de practicar un salto al vacío y sin red en su segunda parte. En el realismo militaban otras propuestas como la pausada y valiente Ander (Roberto Castón, 2009), que utilizaba la relación entre un trabajador peruano y un granjero vasco como expresión del cambio de costumbres que también se está produciendo en el medio rural. Por su parte, Trote (Xacio Baño, 2018) exploraba las ásperas relaciones entre los miembros de una familia del interior gallego de forma algo estéril aunque brillante en lo visual. Pero ha sido O que arde (Oliver Laxe, 2019), la película reciente de temática rural que más reconocimiento ha alcanzado en nuestro país. Esquiva y elíptica, mucho menos interesada en cualquier tesis que en las bressonianas interpretaciones de su dúo protagonista o en los parajes lucenses en los que se desarrolla, O que arde nos cuenta el difícil regreso de Amador a su aldea tras haber cumplido condena por provocar un incendio. Su madre Benedicta (Benedicta Sánchez) intentará protegerle antes del previsible final, un fuego de proporciones sobrecogedoras rodado de forma prodigiosa por Laxe y su director de fotografía Mauro Hercé.
Con voluntad y una buena fotografía aunque con unos medios demasiado exiguos, El Pastor (Jonathan Cenzual Burley, 2015) se planteaba como un neo-western en el que un ovejero es llevado al límite por unos intereses inmobiliarios que buscan empujarle a vender sus tierras. Otra película que articulaba el conflicto entre lo urbano y lo rural era Amama (Asier Altuna, 2015), que subrayaba el conflicto generacional que subyace en el languideciente modo de vida de los caseríos vascos. Tras Flores de otro mundo (1999), Icíar Bollaín regresó al campo con El olivo (2016), que contaba la búsqueda que la idealista Alma (una siempre estupenda Anna Castillo) emprendía por Europa para recuperar el olivo centenario que su familia vendió acuciada por las deudas y así evitar que su abuelo se deje morir. El contexto de la película eran los estragos causados por la crisis económica en el campo español y su tesis que la solidaridad resulta imprescindible para superarla. En sus antípodas se encontraba la casi documental Sotabosc (David Gutiérrez Camps, 2017), que narraba un fragmento en la vida de Musa (Musa Camara), un subsahariano que intenta ganarse la vida como puede en los márgenes de un pueblo de la Cataluña interior. Y es que los trabajadores migrantes son los nuevos habitantes de nuestro campo, una población fantasma que deambula por él a menudo fuera de las estadísticas o el interés institucional.

El campo ha servido también de escenario a un buen número de thrillers que han encontrado en el medio rural una refrescante variación de los parámetros del neo-noir, adaptándose a un contexto de crisis económica. Retornos (Luis Avilés, 2010) comenzaba como una historia más de un urbanita atormentado por su pasado que regresa a su pueblo. Busca allí reconciliarse con su hija (Manuela Vellés) y restañar su identidad fragmentada. La película en su segunda mitad devenía en un estimable thriller en el que se iban desvelando los secretos y mentiras de un pueblo mucho menos ejemplar de lo que parecía. Por su parte, Musgo (Gami Orbegoso, 2013) ofrecía una interesante aunque demasiado esteticista historia de venganza familiar con un toque de cuento de hadas que se desarrollaba por entero en una casa rural rodeada de paisajes de naturaleza muerta. La desolación, la del Pirineo nevado esta vez, era el trasfondo de La propera pell (Isaki Lacuesta e Isa Campo, 2016), un muy interesante acercamiento a la imposibilidad última de la verdad, cercano al Kiarostami de Primer plano (1990) o Copia certificada (2010) orillando los parámetros del thriller psicológico y el melodrama familiar. No debemos olvidarnos tampoco de la testosterónica Tarde para la ira (Raúl Arévalo, 2016), ese Perros de Paja (Sam Peckinpah, 1969) hispano, cuyo último tercio se desarrollaba en un pueblo del interior y en la antigua casa de campo del apocado pero inmisericorde vengador interpretado por Antonio de la Torre,
El campo jugaba también un importante papel en dos películas protagonizadas por personajes de clase media-alta que podían permitirse el lujo de buscar en él un lugar de retiro. En Brava (Roser Aguilar, 2017), Janine (Laia Marull) se replanteaba su vida burguesa tras ser agredida sexualmente en el metro. Regresa a la casa de campo en la que vive su padre desde que este se hartó de Barcelona. Allí conoce a un escultor también cansado del estruendo urbano. Pero su huida será en vano porque sigue siendo tan mezquina y cobarde como para denunciar a sus agresores, que poco después violaron a otra chica. Al presentar a una protagonista imperfecta y desagradable, Brava destaca frente a casi todas las otras películas que estamos revisando en las que se intenta que la audiencia sienta empatía por el personaje urbano que se asoma al campo. Aún más turbia era la historia que narraba Petra (Jaime Rosales, 2018). La pintora que interpretaba Barbara Lennie busca a su padre tras la muerte de su madre. Todo indica que se trata de Jaume (Joan Botey), seguramente el villano más terrible que ha dado el cine español reciente, un reputado y manipulador artista plástico con el que pasa un tiempo en su masía como aprendiz. El impresionante trabajo de cámara de Rosales realza la importancia del paisaje rural gerundense en el que se desarrolla esta impactante tragedia familiar en siete (desordenados) actos.

Comedias
La comedia ha explotado el choque entre la ciudad y el agro en unas cuantas películas de humor más o menos grueso, complacientes y polloperas en demasiadas ocasiones Una de las primeras en el periodo que estamos considerando fue La torre de Suso (Tom Fernández, 2007), una comedia amable en la que Cundo (Javier Cámara) es otro urbanita que regresa a su pueblo natal tras la muerte de su mejor amigo. La vuelta sirve a este hombre bastante engreído para reencontrarse con el resto de su pandilla, nostálgicos y panzudos como él; y yo que pensaba que las cenas de Navidad con mis compañeros de colegio eran patéticas. Los buenos sentimientos, la idealización de la vida en el campo y la caligrafía de sitcom televisiva serían también las principales características del siguiente largometraje de Fernández, ¿Para qué sirve un oso? (2010), ambientado de nuevo en Asturias, como casi toda la producción del director, y cargada de un mensaje ecologista tan necesario como básico. Unos años antes Cenizas del cielo (José Antonio Quirós, 2008) ya había hecho esto mismo aunque con bastante más destreza y mucho menos artificio. Utilizando de nuevo la figura de un personaje externo, en este caso un escocés escritor de guías de viaje que llega a una comunidad rural de personajes excéntricos, Cenizas del cielo hacía una denuncia amable pero firme de los problemas que genera en el campo la contaminación causada por las centrales térmicas.
Las ovejas no pierden el tren (Álvaro Fernández Armero, 2014) trataba de forma superficial el tema de los neorrurales, las personas que emigran de la ciudad al campo en busca de una vida mejor. Luisa (Inma Cuesta) y Alberto (Raúl Arévalo) se mudan a un pequeño pueblo acuciados por la precariedad y las estrecheces. La complicada aclimatación de estos urbanitas al medio rural, sus problemas de pareja y los enredos familiares son las bazas de esta comedia que presenta el campo como un parque temático. La interesante El pregón (Dani de la Orden, 2016) tenía como protagonistas a un dúo musical de éxito en los noventa en horas muy bajas (Berto Romero y Andreu Buenafuente) que regresa a su pueblo natal para dar el pregón de las fiestas. La película supera su condición de vehículo de Berto y Buenafuente para convertirse en una parodia de la comedia rural española reciente: ni el pueblo natal es un paraíso ni los rurales son tontos, retrógrados y crueles con los animales. Por su parte, Lo nunca visto (Marina Seresesky, 2019) trataba el tema de la inmigración y la España vacía en otra comedia de buenos sentimientos cuya premisa era la llegada de cuatro subsaharianos a un pueblo de montaña a punto de desaparecer por culpa de la despoblación.

En otras comedias el entorno rural es poco más que una excusa para el enredo y la acumulación de estereotipos. El especialista en ello ha sido Nacho G Velilla, que en Que se mueran los feos (2010) ofrecía una visión romantizada del campo empleando el colorido y el costumbrismo de Volver. Aunque parecía revisar los roles de género y criticar a la masculinidad heteronormativa, el subtexto de esta película estaba más en sintonía con una canción de Café Quijano o Taburete. Velilla y sus guionistas habituales redoblaron la apuesta en la aún más chusca y taleguera Villaviciosa de al lado (2016), otro éxito de taquilla de nuestro cine que partía de una interesante premisa -el gordo de la lotería cae en el puticlub de un pueblo- desperdiciada por una ristra de chistes de negros, putas y maricones propios de una casete de gasolinera o de Noche de fiesta, lo que hace preguntarnos si no será por la mente de sus guionistas y no por el campo español por donde no ha pasado el tiempo.
Pero como no está bien cerrar una sección con tanta bilis, vamos a centrarnos en las que probablemente sean las dos joyitas de la comedia rural reciente. Aunque también influida en su idealizada visión del campo por Volver: Nacidas para sufrir (Miguel Albadalejo, 2009) se burlaba con retranca del machismo y la homofobia ultramontanas a través de la historia de la amistad y lo que surja que crece entre Flora (Petra Martínez), una solterona que siempre ha estado al cuidado de su familiares, y Purita (Adriana Ozores), su sirvienta. La pluralidad de voces femeninas y el desarrollo de personajes, merced a unas monumentales interpretaciones de Martínez y Ozores, hacen de Nacidas para sufrir una estupenda y alocada comedia rural. En un registro más melancólico encontramos Quatretondeta (Pol Rodríguez, 2016), ambientada en el despoblado interior alicantino y en la que José Sacristán interpretaba a un quijotesco hombre que roba el cadáver de su recién difunta esposa para cumplir la última promesa que le hizo. Una feel good movie repleta sin embargo de humor negro y situaciones absurdas, casi berlanguianas.

Documentales
Pero seguramente es el documental el género que, por su propia naturaleza, mejor ha retratado la España vacía(da). Para muchos de sus autores, el documental es una forma de registrar el pasado antes de que muera, de evitar que se pierda para siempre; registrar oficios que languidecen, formas de hablar, formas de vida. Aunque sea anterior al periodo que nos hemos propuesto revisar, tenemos que empezar mencionando al pionero de todos ellos, El cielo gira (Mercedes Álvarez, 2004) un maravilloso documental de la escuela de Barcelona sobre uno de los pueblos del páramo soriano que está a punto de vaciarse por completo. Álvarez transmite la orfandad que siente ante la próxima desaparición del pueblo mediante una narración en off de historias de su niñez. Pero lo cierto es que las morosas imágenes de los pastores, las casas desnudas iluminadas por la lumbre o el palacio abandonado esperando a convertirse en un hotel van decantándose sin necesidad de ninguna voz externa; más aún gracias a los diálogos y disquisiciones sobre la brevedad de la existencia que los habitantes del pueblo sostienen; como dictamina uno de ellos, “la vida es solo un soplo”.
Manuel y Elisa (Manuel Fernández-Valdés, 2008) seguía la cotidianidad de sus ancianos protagonistas mediante una secuencia de planos fijos. El plano fijo es, de hecho, un recurso utilizado muy a menudo por los realizadores de estos documentales como forma de evitar la intrusión de la cámara y la imposición de una narrativa. En este caso, conforman una serie de viñetas en las que Manuel y Elisa, que siguen viviendo en el pueblo gallego en el que nacieron, cumplen sus quehaceres diarios: cargar troncos, cortar leña, hacer las camas o desayunar galletas María en un bol blanco. Es decir, la vida. No todo es vigilia (Hermes Paralluelo, 2014) documentaba también la cotidianeidad de una pareja de ancianos, abuelos del director, que viven en un pueblo de Teruel y que ven como cada día les resulta más difícil valerse por sí solos. Quizá uno de los ejemplos más conmovedores de este subgénero, No todo es vigilia se cimenta en el uso del claroscuro y en las conversaciones espontaneas de sus protagonistas sobre la muerte y el miedo a separarse y acabar en una residencia.

El recuerdo de los oficios perdidos está en el centro de otro puñado de documentales. El lírico El Somni (Christophe Farnarier, 2008) sigue cámara en mano el último viaje de Joan “El Pipa”, uno de los últimos pastores trashumantes del Pirineo catalán, cercado por las estrecheces económicas, el desarrollo urbano y la incomprensión general de la sociedad. Una vida nómada y una figura crepuscular que nos avisa de que el cambio también vendrá a por nosotros porque las montañas y las cañadas cada año están más secas. Otra forma de vida en vías de extinción es la de los vaqueiros de alzada asturianos, objeto de interés de La vida vaquera (Ramón Lluís Bande, 2016), hilado de nuevo mediante una secuencia de planos fijos que alternan entre escenas cotidianas como el nacimiento de un ternero (un tropo del cine rural) y los encuadres de los montes asturianos con el sonido de la actividad humana de fondo. Aunque pueda parecer más frívolo, otro oficio que también se está perdiendo el de los músicos de las orquestas de pueblo, como nos muestra La fiesta de otros (Ana Serret Ituarte, 2015), que retrata el nomadismo de uno de estos grupos en gira por Salamanca y Extremadura asediado por la crisis de las arcas públicas y las discotecas móviles.
La carretera abandonada es una imagen que representa muy bien el olvido de la España rural. N-VI (Pela del Álamo, 2012) recorría el trayecto de la antigua nacional que unía Madrid y Galicia, hace tiempo reemplazada por la A-6. Varadas en sus márgenes han quedado gasolineras cerradas, prostíbulos derruidos y cafeterías de esplendor empañado. Pueblos que fueron y ya no son, sin apenas futuro y de los que sus hijos y nietos no quieren saber nada. Aún más poderosa si cabe es la imagen de una carretera que desemboca en la orilla de un pantano, como la que nos sacude hacia el final del metraje de Os días afogados (César Souto Vilanova y Luis Avilés, 2015), que relata el presente y el pasado de los habitantes de las aldeas orensanas de Aceredo y Buscalque, anegadas tras la construcción del embalse de Lindoso. Un bello pero doloroso lamento por unas vidas perdidas y unas personas y lugares que ya no existen por culpa del progreso. Unos años antes, el colectivo Los Hijos había abierto Los materiales (2009) con el plano de otra carretera entre las aguas, las del embalse de Riaño. Completamente a la contra del resto de documentales aquí comentados, esta obra de Natalia Marín, Javier Fernández y Luis López Carrasco -con el tiempo director de El futuro (2014) y El año del descubrimiento (2020)- plantea la imposibilidad del medio fílmico para aprehender la verdad y los prejuicios que los propios cineastas experimentan en su exploración del más conocido de los megalómanos proyectos hídricos de nuestro país.

Más estilizadas, casi manieristas, fueron otras propuestas como Aita (José María de Orbe, 2009), muy autoconsciente e influida por Tren de sombras (José Luis Guerín, 1997) cuyo protagonista era un caserón derelicto. Más interesante era probablemente Arraianos (Eloy Enciso, 2012), ambientado de nuevo en Galicia y que llevaba la gramática del plano fijo hasta el extremo del tableau vivant para retratar a los habitantes de una comarca limítrofe con Portugal que de vez en cuando se detienen para declamar diálogos teatrales. La impostura funcionaba porque los bosques florecidos de liquen, la luz verdosa de las farolas del pueblo, el constante trabajo con las manos y las canciones populares creaban una atmósfera mágica en la que todo parece posible.
Aunque la recuperación de la memoria y de formas de vida olvidadas haya sido su principal argumento, los documentales recientes sobre la España interior también han querido retratar su presente y posible futuro. Una realidad marcada por la llegada y la pérdida después de la crisis de 2008 de un buen número de inmigrantes extranjeros que representaron una fuente de revitalización. Rodado aun en tiempos de bonanza, Aguaviva (Ariadna Pujol, 2006) narraba la llegada a un pueblo de Teruel de un grupo de inmigrantes argentinos y rumanos y su a menudo complicada integración. El contraste entre los niños recién llegados y la población avejentada, los grupos de abuelas siempre juntas, sus recuerdos de la Guerra Civil, su velado racismo, muestran una España demográficamente acabada. Mientras, los inmigrantes añoran su hogar, buscan reencontrarse con sus familiares y hacen lo posible para salir adelante. La inmigración también tiene presencia en Se fa saber (Zoraida Roselló Espuny, 2013) que ofrece un retrato algo más esperanzador de un pueblo del interior de Tarragona repleto de personajes excéntricos que hablan sobre cuánto ha cambiado la vida y cómo viven mucho mejor que las gentes de ciudad. El bello El lápiz, la nieve y la hierba (Arturo Méndiz, 2017) documentaba las dificultades de los maestros de escuela rural en el Pirineo aragonés, una región que después de un repunte poblacional vuelve a vaciarse de empleo y perspectivas. Para terminar, Zaniki (Gabriel Velázquez, 2018) mezclaba documental con ficción para mostrar mediante una historia de iniciación la labor del colectivo familiar Mayalde en la conservación y transmisión del folclore salmantino.
