El espectáculo debe continuar: las 6 películas de payasos dementes más aterradoras

El Pennywise de IT (2017) ya es un icono del cine de terror y ha accedido al cielo del género para compartir santoral con mitos como Leatherface, Jason, Michael Myers o Freddy Krueger. Pero antes del díptico que ha pergeñado Andy Muschietti, han habido muchos otros payasos siniestros. Bienvenidos al inquietante subgénero de las narices rojas.

Grosso modo, la representación del payaso en el cine se divide en dos grandes grupos: por un lado, los filmes que insisten en la aureola trágica que rodea el oficio de clown. Películas como Candilejas (1952) o La strada (1954) son melodramas puros, arrolladores, y el Calvero de Chaplin o la Gelsomina de la inmortal Giuletta Massina, son almas trágicas de los pies a la cabeza —Zampo y yo (1965) es otro mundo, una sublimación de lo cursi que, con la mirada convenientemente torcida del buscador de cine más bizarro, puede hasta tener cierto atractivo malsano—. Y al otro lado se encuentran las películas de terror con payasos como protagonistas.

Existe un largometraje maldito y nunca estrenado que bien podría servir como puente entre el melodrama canónico y el cine de horror, una propuesta suicida de la que hoy por hoy, lamentablemente por ahora solo podemos contemplar unos cuantos vídeos y fotos del rodaje: The day the clown cried (1972) dirigida y protagonizada por uno de los cómicos más excepcionales de la historia del cine, Jerry Lewis. El radical planteamiento —en un campo de concentración, los nazis encargan a un ex-clown malhablado y pendenciero la infernal tarea de conducir a los niños hacia las cámaras de gas— intuye una película fuera de lo común y harto interesante. Los testimonios de los pocos afortunados que han podido verla, como el crítico e historiador de cine Jean-Michel Frodon, van en ese sentido —a años luz por lo visto de una película análoga temáticamente pero muy discutible en fondo y forma como era La vida es bella (1997) —. El horror final, la imagen imposible, se vería reforzada por la inclusión de la figura en teoría —solo en teoría— antitética del payaso.  El unheimlich freudiano llevado al paroxismo.

En presencia de un clown

Sea como fuere, la imaginería y la historia han convertido al payaso siniestro en una figura ampliamente retratada en el cine, normalmente con poca fortuna. El poder del icono es tan grande que los cineastas no saben qué hacer con él aparte de mostrarlo en pantalla, no saben trascender la imagen fundacional del payaso y no pocas veces caen en el tópico de presentarlo simplemente como un psicópata de nariz roja. A buen seguro influyó la historia real de John Wayne Gacy, también conocido como el “payaso asesino”, que acabó con la vida de, al menos, 33 jóvenes. El apodo proviene de su trabajo ocasional como clown en fiestas y desfiles. Este dato no es clarificador ni explicativo de su comportamiento perturbado, pero era demasiado jugoso para que la leyenda lo dejase pasar sin más. Además, durante su estancia en prisión dejó aflorar su vena artística en una serie de pinturas infantiles y profundamente desestabilizadoras de —¿lo adivinan? — payasos. Sus aterradoras últimas palabras, antes de morir por inyección letal en Chicago en 1993 fueron: “¡Nunca sabrán dónde están los otros!”. El ignoto director Clive Saunders realizó hace unos años la poco reseñable Gacy, el payaso asesino (2003), donde el “factor payaso” es prácticamente inexistente.

Mucho más interesante es la lúgubre producción para TV En presencia de un clown (1997) en donde el maestro sueco Ingmar Bergman representa a la Muerte, o, mejor dicho, el memento mori, como un tétrico arlequín de largas uñas y sarcástico nombre —“Rigmor”, contracción abreviada de rigor mortis— que se abraza en la cama al torturado protagonista mientras le susurra necrófilas obscenidades.

American Horror Story: Freak show

Pero la película de Bergman es una rareza: lo que predomina es la serie Z más psicotrónica, como la demencial Hellbreeder (2004), un intento deslavazado y farragoso de cine de terror con ínfulas psicoanalíticas sobre, intuimos, un payaso diabólico —y que cuenta con una banda sonora omnipresente más diabólica aún, auténtico hierro fundido sobre el cerebro— que, en comparación,  acerca a otra cima del cine de autor oligofrénico como The room (2003) a la consideración de Obra Maestra. Algo más interesantes son las cintas episódicas All hallow’s eve (2013) y Amusement: el juego del mal (2009). En la primera, casi un remake inconfeso de The ring (1998), una niñera encuentra una cinta de vídeo en la que un payaso ejerce de demiurgo de tres historias de terror bastante cafres que mezclan alegremente sectas satánicas y abducciones, para terminar protagonizando la última narración y salir literalmente del aparato de TV, a imagen y semejanza de la ya entrañable Sadako del film japonés. Amusement posee al menos una factura más elaborada. La segunda historia de las tres que componen el film está protagonizada por el “supuesto” muñeco de un payaso tamaño natural que, en un giro de guión bastante previsible, resulta ser un disfraz.

Nos seguimos adentrando en los macabros misterios de las sonrisas pintadas y las narices rojas, con 6 PELÍCULAS DE PAYASOS DEMENTES que trastocarán para siempre tu visión de los clowns.

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De todos modos, esta serie de películas caen en el mismo defecto: para tener argumentos tan disparatados se toman demasiado en serio a sí mismas, justo al contrario que American Horror Story: Freak show (2014) La creación de Ryan Murphy es una serie de las denominadas antológicas, y cada temporada rompe lazos con las precedentes —salvo guiños para iniciados y la repetición de parte del reparto como Jessica Lange, que en cada temporada encarna un papel distinto—. La cuarta temporada se desarrolla en uno de los últimos circos a la antigua usanza, en la década de los cincuenta, con monstruos de feria como principal atracción y la crueldad como libro de estilo. La temporada es un continuo homenaje a La parada de los monstruos de Tod Browning, hasta tal punto de que parece un palimpsesto, gracias a la escritura transmedia e irónica de Murphy. Pero uno de los nuevos personajes es un aterrador payaso, Twisty The Clown, antiguo clown que a causa de las burlas continuas del grupo de enanos del circo donde trabaja —aquí, al revés que en el relato Hop-frog (1849) de Poe, los enanos son los detonantes de la venganza posterior— y de las acusaciones de pederastia, se descerraja un tiro en un fallido intento de suicidio que le destroza la boca y la mandíbula. Después de este nuevo renacer, adopta una hórrida apariencia rematada con una máscara terrible, con una boca pintada de sonrisa permanente y llena de dientes. El payaso encarnado por el actor John Carroll Lynch muda en asesino y secuestrador de niños y Twisty se convierte con facilidad en lo más inquietante y recordado de la serie.

Centrémonos ahora en seis ejemplos concretos, un muestrario variado de la utilización del payaso como personaje aterrador, seis películas que nos ayudarán a comprender por qué IT (2017) es la película de terror más taquillera de la historia, solo amenazada por… IT: Capítulo 2 (2019).

Killer Klowns from outer space (1988): terror y slapstick

Hay títulos que funcionan como sinopsis concentradas y son un ejercicio de honestidad para con el espectador. Esta película es uno de los ejemplos más perfectos: nadie se puede llevar a engaño en una película que da exactamente lo que promete su descacharrante título. El divertido slogan que adornaba el poster jugaba a su vez con la fonética  y el recuerdo de la frase análoga de Alien, el octavo pasajero (1981): “In space no one can eat ice cream” / “En el espacio, nadie puede comer helados”.

Los tres hermanos Chiodo trabajaban como técnicos de efectos especiales y de animación en títulos tan marcianos como La gran aventura de Pee-wee (1985) o las dos primeras partes de la saga de bolas de pelo espaciales Critters (1986, 1988). Eran asimismo unos verdaderos apasionados de los géneros de terror y de ciencia-ficción, así que un buen día decidieron unir fuerzas y escribir, producir y dirigir una película que homenajearía el cine de ciencia-ficción más desprejuiciado y a películas tan gozosas como Me casé con un monstruo del espacio exterior (1958),  The blob (1958) o, ya jugando en otra liga, el clásico absoluto de William Cameron Menzies Invasores de Marte (1953) —objeto de un tardío remake por parte de Tobe Hooper en 1985, muy irregular pero ni mucho menos el desastre que todo el mundo vio en su día, y hermanada en espíritu gamberro y lúdico con la película que nos ocupa (y en los gloriosos monstruos de papel maché) —.

El golpe de genio que convirtió a la película en un fenómeno de culto instantáneo fue la decisión de presentar a los invasores de otro mundo como imposibles payasos tamaño king-size —que dará lugar a que a lo largo del film se especule sobre su origen con líneas de diálogo tan desarmantes como “quizá sean los astronautas que vinieron aquí hace siglos y nuestra idea de los payasos proviene de ellos”—,   así como una apuesta desde la primera escena por el humor más desopilante. Las primeras imágenes del film nos ubican en un prototípico pueblo americano al comienzo de un fin de semana en el que la Feria ha llegado a la ciudad. Suenan las notas del tema del grupo de punk-rock The dickies compuesto expresamente para el film, una canción que huele a drive-in y películas de Frankie Avalon. El marco espiritual y conceptual son los años cincuenta, aunque la película se desarrolle en teoría en una especie de años ochenta desnaturalizados, perceptibles en las toneladas de candor y diversión que lleva impresas en cada fotograma y cada tópico reciclado y reutilizado, superando a los títulos antes citados si no en calidad, sí por la vía de la exageración. El moderado éxito de la cinta —sobre todo en los videoclubs, destino lógico de una propuesta de este jaez— ha hecho que durante años se siga hablando de la posibilidad de una secuela, idea que en los últimos años ha cobrado más fuerza, incluso barajándose la opción de rodarla en 3-D.

En un par de minutos ya conocemos a los principales personajes: un conjunto de adolescentes aún más descerebrados de lo que era normal en las producciones que la película toma como modelo, y un policía especialmente gruñón y malencarado encarnado por John Vernon, viejo conocido de rotunda presencia en películas como Topaz (1969), Harry el sucio (1971) o, volviendo al género, la curiosa Cortinas (1982).

En pocos minutos, desde la inevitable colina de coches aparcados y magreos juveniles, contemplamos una lluvia de meteoritos: la invasión ya es un hecho. Los visitantes de otro planeta despliegan en medio de un solitario bosque su nave, idéntica a una carpa de circo chillona, casi de cartoon. Por supuesto, no tarda en aparecer el redneck de turno especialmente obtuso —“quizás nos den entradas gratis”, proclama mientras se acerca al circo alienígena—, que se convertirá en la primera víctima de los grotescos extraterrestres arlequinados. El interior del ovni/carpa de circo es una carta de amor al kitsch más extremo y a una estética lisérgico/infantil que la asocia a perlas envenenadas del cine para todos los públicos como Los 5000 dedos del dr. T (1953) o, aunque solo sea en diseño de producción, a la descafeinada Charlie y la fábrica de chocolate (2005). A partir de aquí, la película es un festival del humor más o menos afortunado pero de agradecido espíritu iconoclasta, con los payasos a la caza y captura de los adolescentes del pueblo —los cuales, jugando con otro lugar común inevitable en el cine de terror teen, son incapaces (y con razón) de convencer a la policía de la amenaza que suponen un grupo de payasos armados con pistolas de juguete y algodón de azúcar—.

La dicotomía payasos divertidos/siniestros aquí alcanza una de sus formas más puras, y la película juega con pasión y mala leche con toda la iconografía asociada a los clowns, dejando bien claro que la línea que separa lo cómico de lo macabro es tremendamente sutil y a veces, inexistente. Explotan con cómica fortuna la imagen amable asociada a los clowns —sobre todo porque en este caso, a diferencia de nuestros solitarios payasos siniestros, van acompañados de la parafernalia circense habitual: globos, bicicletas, bromas, más payasos— para acercarse a los infelices humanos sin levantar sospechas, en la línea de los marcianos de Mars attacks! (1996).

El arsenal de ideas más o menos afortunadas es torrencial: palomitas de maíz carnívoras, trampas con forma de teatro de marionetas, perros de caza fabricados con globos de colores… Como highlights en ese sentido, señalar varios momentos: las sombras chinas que proyecta en un muro uno de los payasos ante una hipnotizada audiencia cobran vida devorando al público; los inmensos algodones de azúcar que cuelgan boca abajo dentro del circo extraterrestre con cuerpos humanos en su interior —un guiño en toda regla a las míticas vainas de La invasión de los ladrones de cuerpos (1956) —; o, en la escena más inquietante de la película, cuando uno de los payasos utiliza al desafortunado policía como una marioneta humana, introduciendo las manos en la carne de su espalda para mover su boca. Todo ello dentro de unas coordenadas iconográficas y de humor negro que la emparentan con otro título de Tim Burton: Bitelchús (1988), personaje éste con características similares a nuestros payasos infernales.

Tras un enfrentamiento final con un monstruo “payasil” especialmente grotesco —a la manera de las fases finales de los videojuegos— la película termina como debe: con tartas de merengue en la cara de los supervivientes. A estas alturas huelga decir que el componente terrorífico en esta película está muy diluido en medio del género cómico, y los payasos, por muy malvados que sean, retoman su antiguo propósito: hacernos reír.

Clownhouse: payasos mortales (1989): niños maltratados

Hay en el inicio la ópera prima de Victor Salva una concisión y claridad expositiva digna de elogio: la película abre con el encuadre nocturno de un anuncio de circo —en el que, por supuesto, sale un payaso—  clavado en un poste, hasta que se lo lleva una ráfaga de viento. Silva aprovecha el movimiento para iniciar un suave travelling que nos lleva desde el cuerpo de un ahorcado colgado de la rama de un árbol —un muñeco, como comprobaremos al poco— hasta la ventana de una casa de dos plantas en cuyo interior duerme un niño de unos 12 años de edad. Algo le despierta y baja hasta la puerta de casa, desde la que podemos ver una extraña niebla que se está formando en el exterior —un plano que nos trae a la memoria aquel inolvidable momento de Salem’s Lot (1979) en el que un niño vampiro espera flotando tras la ventana a que su hermano le deje entrar— y de improviso, se estrella contra el cristal el cartel del circo. El niño, aterrado ante la visión del payaso, se orina encima. Aquí tenemos a nuestro primer protagonista coulrofóbico —el atribulado Nathan Forrest Winters—.

La intencionalidad a la hora de componer los planos y de los movimientos de cámara denota un autor con inquietudes detrás: no en vano este debut fue auspiciado por el mismísimo Francis Ford Coppola —atraído por un multipremiado cortometraje anterior del director, Something in the basement (1986)—, que participó en la producción y al que Salva homenajea colgando un poster de Rebeldes (1983) en la habitación del chico. En un breve espacio de tiempo, descubrimos que el protagonista tiene dos hermanos más —el mayor de ellos, abusón y pendenciero, interpretado por un jovencísimo Sam Rockwell—, que el circo está en la ciudad, que estamos en vísperas de la noche de Halloween y que tres dementes se han escapado de un hospital cercano —una premisa argumental prácticamente idéntica a la joya de Robert Siodmack La escalera de caracol (1945), cambiando dama en apuros por jóvenes asediados—. El resto de la película se limita a seguir la progresión lógica que plantea la situación, a medio camino entre el slasher y una película de terror light tipo Gremlins (1984).

Victor Salva obtuvo buenas críticas con Clownhouse y un pequeño éxito comercial que le permitió rodar años después —tras un parón obligatorio que luego explicaremos— una película de presupuesto más holgado para un gran estudio: la extraña y emotiva Powder, pura energía (1995). Y en el año 2001 dio forma a un pequeño mito del cine de terror actual, Jeepers creepers, película muy celebrada en su momento —y que acaba de estrenar su segunda secuela después de mil tribulaciones—, pero que el tiempo ha puesto en su justo y modesto lugar.

Volviendo a la película, en cuanto a su aportación al subgénero clown, hay una escena que recrea la zona cero del trauma: el niño frente al payaso en el show circense. Aunque aquél intenta esconderse entre el público, el payaso le elige para que le acompañe en un número de su espectáculo, pero el chico entra en pánico ante el contacto con el clown —el maquillaje excesivo, la sonrisa congelada— y termina por escapar. La banda sonora es tan enfática en esta escena —como prácticamente en el resto de la película— que termina por ahogar el momento de tensión. Una vez que los fugados del hospital psiquiátrico asesinan a los payasos del circo y usurpan sus identidades, sus pasos les llevan hacia la casa de los protagonistas y en montaje paralelo, vemos a los tres hermanos jugar a asustarse mientras se cuentan historias de terror. La fuerza plástica de la llegada de los payasos, apareciendo sobre una colina recortados por la luz de la luna y envueltos en una climática niebla, nos hace pensar en la presentación de los vampiros de Jóvenes ocultos (1987) o en una de las bandas —los mimos con bates de béisbol, sin ir más lejos—que aparecían en Los amos de la noche (1979).

El director juega en todo momento con un curioso y delicado tono humorístico entre la amenaza y la falsa alarma que no termina de funcionar por completo. Cuando los acontecimientos se van a precipitar, hay una especie de agujero narrativo en el que el tiempo se estanca y pese a lo inquietante de la situación, los hermanos parecen olvidarse de forma irresponsable del peligro y la tensión mientras los payasos se cruzan sin parar en su camino, pero —gracias a un azar algo cogido por los pelos— sin consecuencias hasta los últimos quince minutos de película, en los que el enfrentamiento ya es inevitable. Desgraciadamente, el clímax no está a la altura, y los payasos se revelan como unos auténticos negados en el arte de aterrorizar, y caen uno a uno en la pequeñas trampas que les van poniendo los protagonistas, que les vencen de modo más o menos sencillo y sin sufrir bajas.

Así, parece que el pequeño protagonista supera su aversión a los payasos por medio de una radical terapia de choque, aunque la leyenda final que cierra la película es cualquier cosa menos tranquilizadora: “Ningún hombre puede esconderse de sus miedos, pues éstos son parte de él. Ellos siempre sabrán dónde se esconde”.  Y aquí hay que introducir una monstruosa pero necesaria coda final que cambia definitivamente la experiencia del visionado de la película y la tiñe de negro puro: durante el rodaje, Victor Salva abusó sexualmente del protagonista infantil. El director se declaró culpable de los cargos y fue condenado a 3 años de prisión, de los que cumplió 13 meses y posteriormente se mantuvo un tiempo alejado de las pantallas —el parón obligatorio que antes comentábamos—. El abominable crimen redimensiona el film, que bajo ese prisma se vuelve infinitamente más siniestro, y la mirada permanente de cervatillo asustado del actor infantil, casi insoportable. Así cobran trágica intensidad escenas como la del niño, que, cansado ya de huir, se sienta en el suelo de espaldas a la puerta y espera con resignación suicida el ataque final del clown. Al igual que en la ópera Pagliacci, la película se convierte en una mise en abyme y descubrimos desazonados que el verdadero payaso siniestro se encontraba detrás de la cámara, obligando de algún modo a su víctima a una representación grotesca de su propia vivencia infernal. Como repetía un paciente coulrofóbico una y otra vez sobre los payasos: “Llevan máscaras… y tienen acceso a los niños”.

It – Eso (1990): el nacimiento de un icono

Uno se imagina esta palabra entre exclamaciones: ¡IT!, probablemente por una asociación directa con clásicos de  la sci-fi americana de los años cincuenta como It! The terror from beyond (1958),  It came from outer space (1953), o It conquered the world (1956)… pero aquí el artículo indeterminado “eso” está muy bien elegido —como comprobaremos más adelante—, y hace referencia a un payaso de perturbadores rasgos que se convertirá en un icono mundial y referente inexcusable para todos los payasos diabólicos que vinieron después. Ya lo era en el libro y aún más cuando salió la miniserie —porque de una miniserie de televisión estamos hablando, de dos capítulos de hora y media de duración cada uno— y le puso rostro el actor inglés Tim Curry.

La obra más ambiciosa de Stephen King hasta la fecha —y una de las más voluminosas, superando con amplitud las mil páginas—, es también una de las más exitosas y recordadas de su kilométrica carrera, y causó auténtico furor en el momento de su publicación, hace casi ya treinta años. La historia nos lleva al condado de Derry, una de esas pequeñas comunidades-microcosmos prototípicas americanas tan del agrado del escritor. Durante buena parte del libro seguiremos las andanzas a finales de la década de los cincuenta de un grupo de preadolescentes de perfiles bien diferenciados, arquetipos muy básicos que rozan la incorrección, pero que funcionan como un reloj —el bromista, el gordito, el apocado, el líder, el negro, la chica—, muy en la línea de los protagonistas de la novela corta El cuerpo (1982), origen de una de las adaptaciones más felices de la obra de King: Cuenta conmigo (1986). Las aventuras de la pandilla se verán ensombrecidas por la presencia de un sobrenatural payaso, que se hará dueño y señor del relato. Para una de sus creaciones más recordadas, el autor de Maine se inspiró en el ya mencionado John Wayne Gacy, pero lo llevó a un terreno más amplio, cósmico, y Pennywise, el payaso, vendría a ser una especie de entidad ancestral, cambiante encarnación de los miedos de cada uno de nosotros. “It” representa el Mal en estado puro que se alimenta del terror ajeno —muy en la línea del otro gran icono del cine de terror de los años ochenta, Freddy Krueger—, mucho más poderoso en la infancia que en la vida adulta, cuando los miedos se matizan y se anclan al mundo real.

Tras una lucha a vida o muerte contra el infame ser, una elipsis de treinta años nos transporta hasta la actualidad, donde el grupo deberá volver a juntarse y hacer frente al payaso, en un intento de acabar con las aprensiones que les han perseguido toda su vida —y, en algunos casos, la han destrozado—. La parte adulta, como era de esperar, es mucho menos interesante. Lo mismo pasará en la miniserie.

La primera opción para dirigir la adaptación televisiva era George A. Romero, pero los ochenta eran otros tiempos, y los límites televisivos estaban mucho más acotados. El currículum del director de La noche de los muertos vivientes (1968) o Martin (1977) no invitaba a la tranquilidad, así que al final los productores de la cadena ABC optaron por un realizador de perfil más bajo. El elegido fue Tommy Lee Wallace, nombre conocido dentro del fandom por su aportación a la saga de Halloween con su secuela más bizarra y objeto de un pequeño culto en los USA: Halloween III: la estación de la bruja (1983) —la película se desvinculaba completamente de la historia de Michael Myers, salvo un par de guiños,  y pretendía inaugurar una tradición cinematográfica de estrenar cada año una película distinta en torno a la festividad de difuntos; aquí se trataba de una historia tronada sobre una empresa vendedora de máscaras para Halloween, pura fachada para una secta  que conspira para hacerse dueña del mundo, nada menos—. El director también entregó una secuela más rutinaria de Noche de miedo (1985), que no obstante denotaba cierto oficio que hacía albergar esperanzas sobre la adaptación. Pero la serie —en su mayor parte— no cumplió las expectativas.

Para el papel crucial de Pennywise contrataron, como decíamos, al actor Tim Curry, —ya acostumbrado a papeles que requieren ingentes cantidades de maquillaje, como el dr. Frank n’ further de The rocky horror picture show (1975), o el imponente diablo de la curiosa Legend (1985) —. El resultado fue francamente bueno: los diarios de rodaje cuentan que el actor infundía temor real al resto de compañeros de reparto debido a su negativa a quitarse el disfraz y el maquillaje durante todo el rodaje de la película, incluso en los días en que no tenía grabación, al más puro método Stanislawski. La gestualidad marciana de Curry, capaz de pasar de la risa a la amenaza en una fracción de segundo, dotaron de una imprevisibilidad y una sensación de peligro muy sugerente a todas las secuencias en las que aparece el payaso.  Por supuesto, cuando Pennywise no está en pantalla, la película se resiente.

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Lo mejor de It se concentra al inicio, en la primera escena, en la que se dan cita una niña en bicicleta, una mujer tendiendo sábanas al sol, una tormenta que se acerca y un payaso entre las sábanas. Elementos puros cuya suma compone un cuadro bello y siniestro: la inclusión de un elemento que no debe estar ahí rasga el tejido de la realidad, y las sensaciones convocadas son poderosas y desasosegantes. Quince minutos más tarde aproximadamente, Lee Wallace adapta la escena más famosa del libro y por la que millones de niños y no tan niños se sumaron alegremente a las filas de la coulrofobia: Georgie, el hermano pequeño del protagonista sale a jugar con un barquito de papel mientras llueve con fuerza. Lleva un icónico chubasquero amarillo y el barquito corre calle abajo por un pequeño arrollo que se ha formado entre la acera y la calle… hasta que cae en una alcantarilla. Y dentro de la alcantarilla hay un payaso calvo, de cabeza como una bombilla, pelo rojo encrespado en las sienes y nariz roja, por supuesto.

La combinación niño inocente-barco de papel-alcantarilla-payaso es mortal de necesidad, un mindfuck en toda regla y una imagen-abismo, que no solo nos devuelve la mirada, sino que nos hace caer en profundidades insondables. Si a eso le sumamos una frase tan espeluznante como: “Aquí abajo todos flotamos”, tenemos una tormenta perfecta de traumas y shocks lista para explotar y reverberar durante noches y noches de insomnio. Cierto es que la escena lima la agresividad original del libro, mucho más descriptivo —el payaso sonriendo bajo la axila de Georgie, antes de arrancarle el brazo— y aquí solventada con un elíptico y poco elegante zoom in al rostro y a los dientes afilados del payaso —momento que guarda concomitancias con la escena que nunca falta en las películas de vampiros en la que el monstruo muestra sus colmillos por vez primera—. Pero la imagen funciona. Vaya que si funciona.

El “club de los perdedores”, como se autodenominan los niños protagonistas, sufre una serie de encontronazos con el payaso, que, debido a su naturaleza informe, adopta la forma del miedo más enraizado en el inconsciente de cada joven: un hombre lobo, una momia —recordemos que estamos en la década de los 50, y en los cines proyectan clásicos del camp como Yo fui un hombre lobo adolescente (1957) —, un padre pederasta… pero una vez el grupo está formado, el enemigo se presenta en su forma arlequinada desde un álbum en el que una vieja fotografía en B/N del pueblo de Derry cobra vida y vemos al payaso deambular por la calle con globos, construyendo así una mitología alrededor del personaje y de sus apariciones cada treinta años, asociadas siempre a una catástrofe en particular: un incendio, una inundación… el mito toma forma, indispensable para perpetuarse. ‘It’, el payaso, siempre ha estado aquí, un mal eterno, similar a la letanía de las criaturas de Lords of Salem (2013): “hemos estado esperando. Siempre hemos estado esperando”.

Otro momento reseñable es aquél en el que la voz agusanada del payaso surge por el desagüe del lavabo de Beverly, la chica del grupo. Inmediatamente después, un torrente de sangre mancha el suelo, los azulejos y a la propia Beverly —idea que ya se utilizó en la tardía y no del todo desdeñable secuela de Psicosis (1960) —. El padre de la chica llega en ese momento y se mancha las manos y la cara de sangre ante la horrorizada mirada de la niña, pero él no puede ver la sangre: el mundo de la infancia como zona fantasmática donde lo tangible y lo imaginario son indistinguibles y lo único real es el peligro, el payaso de dientes de sierra.

Cuando la película navega hasta un presente en el que los protagonistas han olvidado todo lo relacionado con Pennywise —a la manera de varios personajes de La historia interminable, de Michael Ende—, pierde fuelle de modo irremediable y se convierte en una suerte de versión bizarra de Treinta y tantos (1987). Las neurosis adultas no llaman nuestra atención, y las apariciones de Pennywise son más repetitivas, pese a conservar algún que otro buen momento—como cuando el matón Henry Bowers escucha a la luna que le habla con el rostro del payaso, dando cuerpo a una de las fantasías psicóticas más habituales: las voces de la luna—. El final es igual de decepcionante que en el libro: Pennywise se transmuta en una araña gigante galáctica (sic) muy similar conceptualmente a “Ella-laraña” de la saga de J.R.R. Tolkien. Casi podemos escuchar a aquel descacharrante productor del que hablaba Kevin Smith respecto a la fallida adaptación de Superman: “¿Qué da más miedo que un payaso? La araña, el depredador más mortífero del mundo animal”.

En resumen, una realización plana, demasiado aseada, con las aristas más rugosas del libro de King limadas por una parte y demasiado fiel a la narración troncal por otra, para una historia que pedía a gritos unos gramos de locura y garra visual, y algo de poesía malsana. De todas formas, para la posteridad queda el macabro rostro de Pennywise para surtir de pesadillas a las generaciones actuales y venideras. No es poco logro para una película que no pasa de mediocre en líneas generales.

Balada triste de trompeta (2010): un circo llamado España

El payaso es probablemente la figura más definitoria en la carrera de Álex de la Iglesia, tanto metafóricamente como de un modo literal. No es muy difícil rastrear ecos circenses de payasos tristes y agresivos en el humor negro que empapa cada uno de los fotogramas de las películas del vasco, y las referencias a los clowns son una constante en su obra: Payasos en la lavadora (1997), su primera novela, hacía referencia a aquel famoso anuncio del detergente Micolor en el que dos payasos de gestualidad lunar metían sus ropas en la lavadora. En Muertos de risa (1999), el Gran Wyoming y Santiago Segura interpretaban a toda una institución en la cultura del espectáculo cañí: el dúo cómico —ya saben, Tip y Coll, Cruz y Raya, Martes y 13, Mary Carmen y Doña Rogelia—. Basándose en la tensión latente que siempre hemos intuido en los shows de este tipo, el director trazaba un inmisericorde retrato de dos egomaníacos interpretados por dos cómicos en la vida real, para que el reflejo fuese más vívido. Un relato henchido del rencor, odio y las bajas pasiones que se escondían tras la bofetada y la risa: en la mejor escena de la película, mientras los cómicos atienden a sus fans con la mejor de las sonrisas, la cámara realiza un movimiento envolvente y revelador mediante el cual vemos que sus espaldas están siendo devoradas por miles de gusanos. La podredumbre de sus almas, al descubierto.

Balada triste de trompeta,  ganadora en el Festival de Venecia 2010 de los premios a la mejor dirección y al mejor guión —escrito por de la Iglesia en solitario y sin su habitual colaborador Jorge Guerricaechevarría, que, a tenor por el resultado, es el que pone un poco de cordura en los proyectos del bilbaíno— es una película desmesurada, hiperbólica, descompensada e histérica, seguramente lo que pedía un proyecto de estas características. Para un servidor, es su mejor película y una de las mejores películas del subgénero de cine sobre la Guerra Civil y alrededores —el hipotético Top 5 lo ocuparían, las dos primeras obras maestras de Víctor Erice, la recuperada En el balcón vacío (1961), Sierra de Teruel (1939) y Canciones para después de una guerra (1971)—. Álex de la Iglesia se sirve de la figura del payaso como metáfora de unos tiempos grises y esperpénticos —la posguerra— donde la realidad parece atrapada en los espejos del callejón del gato de Valle-Inclán y los problemas se resuelven a garrotazos, como en el celebérrimo cuadro de Goya.

La película debe su título a la alucinada canción homónima de Raphael, en la que el inimitable cantante intenta imitar el sonido de una trompeta en un estribillo hecho de gritos, surrealismo y patetismo bizarro. El propio Raphael se le aparecerá como fantasma vestido de payaso —tal y como lucía en el film Sin un adiós (1970) — al torturado protagonista que incorpora Carlos Areces, ejerciendo de guía espiritual en el demencial grand finale de la película. Pero comencemos por el inicio: en la secuencia pre-créditos, Álex de la Iglesia nos mete de lleno en la contienda y en el circo: hasta él llega un grupo del ejército republicano, que recluta a la fuerza a varios de los integrantes del mismo para luchar contra los rebeldes fascistas. El clown —un Santiago Segura ciertamente eficaz—  ni se cambia de traje para la guerra: “un payaso con machete acojona más”, dice el general republicano interpretado por Fernando Guillén Cuervo. Y es cierto. El hijo de Santiago Segura observa con enormes ojos tristes la locura en la que se ha convertido la realidad: la carpa del circo se extiende hasta cubrir todo un país y los fabulosos títulos de crédito —obra del diseñador gráfico David Guaita— mixturan flechas y pelayos, cristos dolientes, dictadores, los monstruos clásicos de la Universal, desarrollismo y los Payasos de la Tele: un fresco feroz de una España convertida en película de terror en sordina.

El cuento salvaje que nos propone el vasco es la historia de un circo y un payaso triste y un payaso tonto —extraordinarios Areces y Antonio de la Torre— que llevan su espectáculo y sus rencillas interminables por la época del tardofranquismo y los espacios de una España con las llagas abiertas y en ruina perpetua desde el fin de la contienda. El payaso tonto, violento, temible que afirma “si no fuera un payaso, sería un asesino”, impone la ley del miedo en el circo y extiende la brutal violencia de dibujos animados al estilo Chuck Jones de la representación circense a la vida real —como sucedía en el memorable sketch dirigido por Joe Dante en la película/remake de la inmortal serie de Rod Serling En los límites de la realidad (1983)—. Las peripecias de los payasos funcionan como una metáfora nada sutil —los tiempos retratados tampoco lo fueron— de dos desgraciados contagiados por los funestos posos que ha dejado la guerra civil en una sociedad enferma que solo sabe comunicarse a través de la humillación y la venganza. La trapecista que incorpora Carolina Bang enquista aún más la  insidia que se tienen los brutales clowns, y la película entra en una espiral de violencia y locura que termina con Antonio de la Torre completamente desfigurado y un Carlos Areces que deambula con la razón prácticamente perdida desnudo por los bosques.

Y llegados a este punto la película se vuelve realmente insana: el progresivo asalvajamiento de Areces le lleva a convertirse en perro de caza humano del mismísimo Franco. De la Iglesia se ha pasado de frenada y lo sabe, pero en vez de aflojar, pisa a fondo en una valiente y suicida huída hacia adelante, hasta el siniestro total: en una de las escenas más gratuitas y abracadabrantes que se recuerdan, nuestro protagonista se convierte definitivamente en monstruo a base de planchazos en la cara y sosa cáustica, y vestido de obispo sale a la calle con una ametralladora sin más objetivo que dar rienda suelta a la histeria que la película lleva acumulando durante todo el metraje. A su alrededor, el caos reina y Carrero Blanco vuela como el motorista fantasma del circo. Todo desemboca en un final desquiciado en las catacumbas del Valle de los Caídos convertidas en una especie de Batcueva llena de fieras, proyecciones fantasmagóricas —Raphael de nuevo— payasos asesinos y calaveras de los muertos de ambos bandos. Los dos clowns sobreviven a la matanza final y ríen hasta las lágrimas por primera vez en toda la película. Ésta es el acta de defunción de la España de cartón piedra que nos muestra Cuéntame (2001-) y la confirmación de la posguerra como una lenta y siniestra pesadilla donde todo un país fue tomado como rehén de un payaso triste y asesino que respondía al nombre de Francisco Franco Bahamonde.

Clown (2014): el payaso que hay en mí

Sobre imágenes de tartas, muñecos y dibujos con motivos de payasos, escuchamos chillidos infantiles: la película queda así descrita en escasos segundos. Al poco, descubrimos que estamos en una fiesta infantil, pero la desazón sigue ahí: “Este lugar es una pesadilla. Odio a los payasos”, dice una de las madres de los niños. Y la película no hará más que dar la razón a la buena mujer.

El miedo a cambiar, a transformarse en otro, es uno de los argumentos más transitados por el cine de terror. Desde la adaptación del relato de Robert Louis Stevenson El extraño caso del Dr. Jekyll y  Mr. Hyde en 1920 y protagonizada por John Barrymore, numerosas películas ahondan en el terror que proviene de perder la identidad, la cordura e incluso, el propio cuerpo: en el subgénero de mutaciones —en hombre lobo, en vampiro, en copias extraterrestres— las variaciones son casi infinitas, pero jamás habíamos visto la transformación de un ser humano en payaso hasta la llegada de esta película. Puedes huir de un clown, pero no puedes huir de ti mismo: una tortura refinada para la legión de coulrofóbicos cinéfilos.

Todo comenzó como una broma: un falso tráiler tipo grindhouse con un ingenioso cebo en su interior: el rótulo “From the master of horror Eli Roth”. El vídeo llegó al susodicho, le cayó en gracia y decidió producirlo y convertirlo en película, siguiendo los pasos de otro tráiler de película inexistente como Machete (2010). Jon Watts, el ahora cotizadísimo director de las dos últimas entregas de Spiderman, empezó en ésto haciendo el payaso.

Un padre de familia —el actor Andy Powers, fogueado en series de TV— encuentra un mohoso disfraz de clown en una de las casas que vende como agente inmobiliario y se viste con él para animar la fiesta de cumpleaños de su hijo, ya que el payaso contratado no ha podido acudir —la fatalidad, tan importante en el cine de terror—. Una vez termina la celebración, descubre entre molesto y asustado, que ya no se lo puede quitar. La premisa es absurda pero harto efectiva en su sencillez, como si de una enfermiza versión de Las zapatillas rojas (1948) se tratara. Más adelante, la película intenta crear un pasado mitológico a su marciana propuesta: gracias al misterioso personaje que incorpora Peter Stormare, sabremos varias cosas, como que el traje vino de Islandia en una caja de madera podrida, que el disfraz no es un disfraz, sino el pelo y la piel de un demonio, y leeremos en un grimorio que en los orígenes, los payasos eran una especie de vampiros que vivían en la montaña, de piel blanca y nariz encarnada a causa del frío, y que atraían a los niños de los pueblos vecinos a razón de uno por cada mes de invierno a su tenebrosa gruta. La divertida y disparatada historia no tiene mucha trascendencia final en la película, ya que lo que realmente importa es la progresiva pérdida de humanidad del protagonista. Los intentos del personaje de desembarazarse de la ropa, de la peluca, de los zapatos, fracasan uno tras otro mientras pasa —y con él los espectadores— de la risa nerviosa a la angustia. Especialmente desagradable es el momento en que por fin consigue arrancarse la nariz de “pega”, a costa de llevarse también un trozo de la suya propia: nada más caer al suelo, su propio perro se comerá tan repulsivo manjar —lo que provocará que más adelante se convierta en un perro poseído (sic)—.

El alto grado de locura argumental contrasta con una sobria factura visual y un tono decididamente lúgubre —con ramalazos de humor negro, negrísimo— que sienta muy bien a la película. La lenta transformación en payaso demoniaco —piel blanquecina, ojos inyectados en sangre, alargamiento de pies y manos— es realmente inquietante y recuerda a la mutación de Jeff Goldblum en “Brundlemosca” en la célebre película de David Cronenberg. El resultado final es verdaderamente perturbador, hasta el punto de que el poster con el rostro de nuestro protagonista en sus últimos estadios de metamorfosis, fue prohibido en Italia. La capacidad de inquietar del clown —pues de un clown se trata, al fin y al cabo— vuelve a quedar más que demostrada.

El problema de la película, no obstante, es que la transformación comienza muy pronto, en los primeros minutos de metraje, por lo que el via crucis del personaje termina por agotar en determinados momentos, y entra en una dinámica narrativa algo repetitiva. Pero la cinta coge fuelle en su parte final: en ella, el director abandona la narración en primera persona para situar a nuestro héroe al otro lado de la barrera y pasar de víctima a verdugo.  Así, la cámara se sitúa junto a grupos de niños en un bosque o en un parque infantil acechados por el payaso —la planificación en este último espacio está muy bien aprovechada, y la imagen del diabólico ser esperando en la oscuridad al final de un laberinto de tuberías y toboganes de colores, posee una fuerza oscura que proviene del grado de abstracción de las imágenes, como si los niños hubiesen caído a otra dimensión, a un cuento macabro con un monstruo al final del camino—. En ese sentido, la película no se corta, y el secuestro y asesinato de varios tiernos infantes son mostrados con inusual crudeza. La imagen final de la película deja abierta la puerta a posibles secuelas de posesiones “payasiles”; aunque el factor sorpresa es irrepetible, sería curioso ahondar en la figura del payaso como ente demoniaco con siglos de antigüedad, vagando por el mundo y convertido en leyenda para niños asustadizos.

Poltergeist (2015) y Poltergeist (1982): payasos en el armario

El tardío remake de la cinta de Tobe Hooper de 1982 utiliza en uno de sus posters la imagen de un payaso de trapo, similar al que en la película original protagonizó alguno de los mejores momentos de la función. Asimismo, como vehículo de promoción, el departamento de marketing organizó una broma con cámara oculta —tan de moda últimamente— con el payaso nuevamente como protagonista. En esta nueva versión, la presencia del muñeco vestido de clown es puramente anecdótica y no supera unos escasos minutos en pantalla, pero su utilización como vehículo promocional habla bien a las claras y de forma definitiva de la fascinación y el poder de todo un icono popular en este siglo XXI: el payaso siniestro.

Aquí el icono está reducido a la mínima expresión: ya no es que no haya un circo detrás, sino que se ha convertido en un mero objeto, un juguete destinado en principio a los niños —como la representación circense— pero del que éstos reniegan, y con razón. Cuesta mucho entender las razones por las que un padre podría comprar a sus hijos algo tan siniestro como un payaso de trapo con la sonrisa ya no congelada, sino cosida con hilo. En Poltergeist 2015, podemos disculpar a los progenitores, porque el payaso ya estaba en la nueva casa a la que se traslada la familia protagonista —de modo similar al traje maldito de la película de Jon Watts—.

Poltergeist (2015)

¿Y qué aporta esta nueva versión a la ya clásica película de los años ochenta? Contención, asepsia, pulcritud, nuevas tecnologías y una extravagante lectura de nuestro presente económico. Pero vayamos por partes: la nueva generación de actores de producciones como la que nos ocupa destacan por un tono monocorde y una interpretación contenida que hace que parezca que nada importe demasiado en estas películas: no hay gran gestualidad, o gritos fuera de lugar que asusten a un espectador acostumbrado a películas-clon intercambiables. El único que destaca es Sam Rockwell —recordemos, uno de los protagonistas de Clownhouse—, pero por razones negativas: la comicidad forzada de su personaje parece pertenecer a otra película, y da la sensación de que entra en todas las escenas con el pie cambiado. La paleta de colores y el estilo visual que imprime a la película la fotografía de nuestro Javier Aguirresarobe la acerca a una factura cercana al telefilm: correcta, intachable… y muerta en vida. Si hay algo que no necesita una película de terror sobre fenómenos paranormales es orden y limpieza.

En cuanto a la familia de la película, está viviendo una nefasta racha económica que les obliga a mudarse… a una casa de dos plantas y unos 300 metros cuadrados. Está claro que el precio de la vivienda en Estados Unidos no tiene nada que ver con el de nuestro país, máxime si se trata de una casa perteneciente a una de estas urbanizaciones artificiales e idénticas —de hecho, es un barrio muy similar al de la primera película—, pero aquí la sensación es ridícula. Además, si el director Gil Kenan —cuya ópera prima, la estupenda película de animación Monster house (2006) le auguraba un brillante futuro— pretendía entonar un discurso crítico sobre el mundo de las apariencias a través de los intentos por parte de la pareja protagonista de conservar su estatus de clase de cara a sus conocidos, el asunto queda tan diluido en la película que su valor final es igual a cero.

Poltergeist (2015)

Vayamos pues a las novedades significativas, como la utilización de las nuevas tecnologías digitales a la hora de crear tensión: el protagonismo de la TV como caja de fantasmas es ahora compartido, ya que la noción del electrodoméstico como aglutinador familiar ya no existe: la aparición de Ipads, tablets, smartphones y demás parafernalia digital han convertido el ocio electrónico en una actividad solitaria que cada uno realiza en la intimidad de su habitación, por lo que los fenómenos extraños están más repartidos que nunca. Incluso el armario ocupa un lugar más protagónico: de él surgen luces y flares que recuerdan al cine de J. J. Abrams o a Encuentros en la tercera fase (1977), uno de los films más célebres del director en la sombra de la primera versión, y por él desaparece la niña protagonista y sucesora de la celebérrima Carol Ann interpretada por la malograda Heather O’Rourke.

La gran obsesión de la familia —signo de los tiempos— es la seguridad del hogar: la aparición de los poltergeist es recibida como una violación a la intimidad y a los sistemas de alarma de la vivienda. En ese sentido la película se acerca, en busca de un público afín, a la saga de Insidious (2010), donde también el hogar es atacado, y en especial el miembro más joven y débil de la familia. Quizá por eso aquí se ha potenciado el ‘otro lado’: el mundo de los espíritus al que se accede a través del armario como portal extradimensional nos es mostrado con mucho más detalle que en la versión antigua, y guarda similitudes con el espacio espectral conocido como further de las películas de James Wan.

Entrando ya en materia, en lo que respecta al payaso, Poltergeist 2015 decide hacer caso omiso del “menos es más”, y llena un armario de payasos de trapo de todos los colores y tamaños, capitaneados por uno especialmente grande y siniestro. Es divertido —y algo triste— que a los guionistas ni se les pase por la cabeza ofrecer al espectador una mínima explicación de esa concentración desmesurada de payasos. Pero tampoco la familia protagonista parece muy sorprendida, por lo que el asunto se resuelve con un enorme whatever, recurso habitual por otra parte de la ola de cine de terror despersonalizado que nos asola. De todos modos, el ejército de trapo es un buen contrapunto al arsenal tecnológico de la película —¿he dicho ya que utilizan un dron para sondear la zona fantasmal donde se pierde la niña?—. Los muñecos sucios pertenecen a una época anterior con olor a naftalina y vestidos viejos, de ahí que tanto el padre como el hijo no tengan ni idea de qué hacer con ellos y decidan dejarlos donde están. Cuando las cosas se desmadran, Gil Kenan construye una minisecuencia de suspense en torno al payaso, que terminará por cobrar vida y atacar al chico. Éste consigue deshacerse de él y destroza su cabeza, dejando entrever un mecanismo parecido a un autómata, incidiendo en su imagen anacrónica.

En la Poltergeist original, la utilización del clown como elemento inquietante es mucho más afortunada y mejor construida: el payaso es parte del mobiliario de la habitación de Carol Ann y su hermano. Ésta comprende abundante merchandising de Star Wars, peces de colores, cómics del Capitán América y, soprendentemente, un poster de Alien, el 8º pasajero colocado estratégicamente justo encima de la silla donde descansa el payaso, casi a modo de spoiler sobre las aviesas intenciones del muñeco. Al fin y al cabo, la habitación de un niño y sus juguetes conforman una suerte de circo infantil en la que el crío ejerce de jefe de pista y es el que decide quién actúa y cómo. En este contexto, el único que parece un intruso es el payaso: Oliver Robins —el actor que interpreta al hermano de Heather O’Rourke— intenta conjurar el pavor que le produce tapándolo con una cazadora. Aquí entra en juego la oscuridad, que convierte lo familiar en extraño, y un juguete inofensivo en un demonio. Más adelante, en el frenético clímax de la película, el chico mira hacia la silla antes de dormir. El muñeco está en ella. Cierra los ojos. Vuelve a mirar. El muñeco ya no está. Una simple desaparición provoca un horror mucho más visceral que el posterior ataque del payaso, que arrastra al aterrado niño bajo la cama, allí “donde se esconden los monstruos”. De nuevo, un payaso que no está donde debería, haciendo honor a su condición de espíritus inquietos y alienados que buscan sin cesar su lugar más allá del circo, a medianoche, bajo la luz de la luna.

Poltergeist (1982)

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