Amigo de ultraderechistas, seguidor de Thatcher... y padrino de la cultura rave más drogadicta de los noventa. Les presentamos a Tony Colston-Hayter, el yuppie postadolescente que convirtió el techno en fenómeno de masas siguiendo los principios de la libre empresa y acabó en chirona por estafador.
La noticia llegó a los titulares en diciembre de 2018 y, fuera de Reino Unido, apenas nadie se fijó en ella. Tampoco es que sobrasen los motivos, la verdad: el hecho de que Tony Colston-Hayter, un antiguo promotor musical de cierta fama durante los noventa, hubiera sido arrestado (y no por primera vez) debido a sus labores como estafador resultaba bastante inane tal y como está el patio. En España, sin ir más lejos, los medios especializados estaban demasiado ocupados escribiendo sin descanso sobre Rosalía. En el mundo anglosajón, las voces que se fijaron en el tema hicieron hincapié en el artefacto de fabricación casera («máquina semiautomática de ingeniería social bancaria», según la BBC) que Colston-Hayter y sus secuaces empleaban para el noble arte del fraude por teléfono. No les culpamos, porque el aspecto del aparato es el no va más.
Si, al ver el cacharro, les ha parecido reconocer algunas de sus piezas como partes de equipo para DJs o productores de música de baile, no les culpamos: eso es lo que son. Sus diseñadores, eso sí, seguramente nunca imaginaron que serían empleadas para falsear llamadas de entidades bancarias. Por otra parte, si les interesa la historia de la música popular (variante «chunda chunda») es probable que sí hayan reconocido el nombre de su creador. Incluso es probable que se hayan llevado las manos a la cabeza al leerlo. Porque, antes de regresar al mundo de la estafa (en el que ya había hecho sus pinitos), Tony Colston-Hayter fue uno de los máximos impulsores del fenómeno acid house en las Islas Británicas, sobre todo mediante su faceta como organizador de fiestones ilegales.
Siendo apenas un veinteañero, el futuro inquilino de las prisiones de Su Graciosa Majestad había ayudado a poner en marcha una de las mutaciones más drásticas de la historia del pop, siempre con un pie en lo delictivo y plantándole cara a los gobiernos de Margaret Thatcher y John Major. ¿La ironía? Que Colston-Hayter llevó a cabo esa actividad (presuntamente antisistema) desde los postulados del neoliberalismo más rabioso. Sus actos fueron responsables, en cierta medida, de que la escena rave pasara de ser un nido de inconformismo (en lo artístico y en lo social) a un negocio plenamente integrado en la maquinaria capitalista. Y también de que, a la postre, colapsara tras perder casi todas sus virtudes.
Del casino a la fies, pasando por los videojuegos
Múltiples voces (empezando por Simon Reynolds y terminando por esta misma web) han identificado al auge de las raves como el último gran acto de militancia pop en el siglo XX. Leyendo sus historias épicas, esas que hablan de británicos paliduchos gozando de una epifanía al descubrir Ibiza, las pastis y el house de Chicago, es fácil emocionarse. Los relatos sobre clubes diminutos en los que atronaban sonidos revolucionarios, sobre pistas de baile autogestionadas donde se borraban las barreras de raza, género u orientación sexual o sobre gallardos desafíos a los antidisturbios en amaneceres de bajón de MDMA resultan de lo más pintones en un libro o en un artículo (como este). Todo muy bonito, sobre todo si a uno le mola el musicón.
El romance se viene un poco abajo, eso sí, cuando uno comprueba que las raíces de todo aquello eran bastante pedestres. A la mayoría del público le importaba poca cosa salvo poder pegarse la juerga padre, mientras que el interés de los organizadores era, excepto en los casos de unos pocos iluminados como el colectivo Spiral Tribe, llevárselo muerto mediante los réditos de dicha juerga. Lo peculiar es que uno de dichos organizadores no llegara al asunto por los cauces habituales (ser músico o pinchadiscos, haber ejercido de camello o trabajar en el mundo del ocio nocturno) sino por ser un yuppie en busca de oportunidades para enriquecerse. Efectivamente: este fue Tony Colston-Hayter.
Aparte de por su predisposición a darlo todo los sábados por la noche, nada presagiaba que el Colston-Hayter de 1989 acabaría metido hasta las cejas en el mundo del techno y el house. Siendo apenas un adolescente, este hijo de un catedrático universitario se había labrado un nombre en el mundo de los videojuegos (fundando una empresa de alquiler de máquinas recreativas antes de cumplir la mayoría de edad) y en los casinos más selectos de Europa, en cuyas listas de vetados aparecía religiosamente gracias a su habilidad para hacer trampas en la mesa de black jack. Su perfil, en suma, se parecía más al de un Patrick Bateman aún con acné (o al de un admirador postadolescente de Donald Trump) que al de un Tony Wilson o un Chimo Bayo.
Pero resulta que Tony era amigo de Dave Roberts, un corredor inmobiliario, también jovencísimo y codicioso, con cierto pasado delictivo e igual propensión a armarla parda los fines de semana. Resulta también, que allá por el 89, la pareja visitó Shoom, el club montado por Danny Rampling e identificado como la zona cero del house en Gran Bretaña. Tras franquear el umbral del garito, tan pronto como empezó a subirles la primera rula, en las dilatadas pupilas de ambos comenzó a perfilarse el símbolo de la libra esterlina: ahí había negocio.
La idea de Colston-Hayter de capitalizar la incipiente escena rave era, como se vio a la postre, visionaria. La primacía dada a la experiencia colectiva, la importancia del club como lugar de reunión y esparcimiento, lo barato que resultaba producir la música que mantenía el cotarro con vida, el protagonismo de unos DJ que aún no eran superestrellas… y la posibilidad de aprovechar el menudeo de drogas en el local para llevarse pellizquitos bajo mano. Cada uno de esos aspectos suponía una oportunidad de negocio en espera de que un tiburón le hincase el diente. Claro que, como suele ocurrir, había algunos problemillas.
El primero de esos escollos se hallaba en el hecho de que a los fundadores de la escena no les hacía ninguna gracia que ésta se masificase. Aunque sujetos como Paul Oakenfold acabaron beneficiándose a manos llenas de la posterior coyuntura, entonces no estaban nada dispuestos a construir un fenómeno a gran escala. Según Dave Roberts, esto se debía a que la élite del movimiento quería que este se quedase«en ellos y sus cuatro amiguetes de mierda», mientras que la élite en cuestión se resistía a violar la ‘pureza’ de sus postulados artísticos y alegaba (con razón) que darle bombo a un cotarro donde el consumo de drogas era habitual atraería la atención tanto de la policía como del crimen organizado.
El segundo inconveniente residía, para resumir, en que Tony Colston-Hayter era un cretino con chaqueta de hombreras. El DJ Steve Proctor le recuerda como «un capullo y un bocazas del que se reía todo el mundo», mientras que a la también pinchadiscos Lisa Loud se le escapa la risa floja recordando su forma de decir «Soy un empresario, nena» para requebrar a las chicas. «Pasó por una fase en la que caía bien a todos, luego todo el mundo empezó a aborrecerlo», explicaba Loud en el libro Estado alterado (1998) de Matthew Colin y John Godfrey. Y, como veremos, ese aborrecimiento estaba muy justificado.
Resulta difícil imaginar los jetos de Rampling, Oakenfold, Carl Cox y otros miembros de la ya vieja guardia del acid house el 12 de octubre de 1988, cuando un reportaje sobre su movida apareció nada menos que en The Sun. A aquel bastardo de Colston-Hayter no solo se le había ocurrido montar su propio fiestón electrónico (Apocalypse Now) llevando al extremo los postulados de otros clubes como Spectrum y The Trip, sino que también se había asegurado de que los medios, incluyendo noticiarios de televisión, pusieran pie en el evento.
Al principio, la prensa sensacionalista trató al fenómeno de forma capciosa, pero no agresiva: The Sun llegó a regalar a sus lectores una camiseta con un smiley. Pero menos de un mes más tarde, cuando se registró la primera muerte asociada al consumo de éxtasis en Reino Unido, los tabloides pidieron mano dura y la policía (que hasta entonces había mostrado manga ancha) se mostró encantada de hacerles caso. ¿Le importaba esto a Tony Colston-Hayter? Pues sí… pero solo porque esa era la clase de publicidad que estaba buscando.
Gangsters, policías y ultraderecha
Apodado ya «el Padrino del acid house» por la canallesca, Colston-Hayter se frotaba las manos. La mala fama asociada a Sunrise, su recién inaugurada promotora de festejos, le importaba bien poco: eso solo acentuaría la sensación de riesgo que tan bien le sentaba a unos eventos dispuestos a llegar a extremos de bacanal con tal de que el público pagase su entrada. Daba igual que el ambiente en las fiestas de marras decayese a ojos vista (Terry Farley ha descrito con tristeza la sobreabundancia de dealers, los efectos de las drogas adulteradas en parte del público y el ambiente «frío y desagradable» que lo impregnaba todo) si aquello se había convertido por fin en un negocio como Dios manda.
El hecho de que las bandas criminales del East End (muchas de ellas organizadas en torno a grupos de ultras de fútbol) estuvieran interesadas en ese negocio era más problemático. Para evitar sus atenciones, Colston-Hayter había tenido que abandonar alguna vez sus eventos a hurtadillas y cargando con maletines llenos de billetes.
Por otra parte, Scotland Yard se había puesto del todo las pilas: el primer jefe de su unidad de fiestas ilegales (la «Pay Party Unit») fue el inspector Ken Tappenden, que se había ganado un nombre reprimiendo las huelgas de mineros de los ochenta y al que no cuesta nada imaginarse interpretado por el Michael Caine de El cuarto protocolo. Gracias a los esfuerzos de Tappenden y sus subordinados, la peñita podía pasar de dar botes con French Kiss o Strings of Life entre nubes de química empatógena a verse rodeada por un operativo policial digno de las calles de Belfast en menos que cantaba una house diva.
Para poner coto al acoso de los gangsters, Colston-Hayter llamó a su amigo Dave Roberts, más curtido que él y sus muy pijos socios en tratar con aquella gente. Para atenuar el daño que los titulares sensacionalistas podían hacerle a los beneficios de Sunrise, marcó el teléfono de Paul Staines, un viejo conocido suyo (se encontraron por primera vez en un campeonato de Asteroids) que se definía como«anarcocapitalista» y compaginaba el ponerse hasta las cejas en las raves con su trabajo como agente de prensa para grupos de extrema derecha. Aunque seguramente exagerado por el propio, el currículum de Staines (que por entonces curraba a sueldo de David Hart, un adlátere de Thatcher muy radical… y vinculado a la CIA) le da el perfil de un secundario particularmente gilipollas en una novela de John Le Carré.
Ahora bien: incluso al autor de La gente de Smiley le habría costado idear la astucia de Colston-Hayter para evitar que el inspector Tappenden y su unidad le chafasen el negocio. Antes que nada, el promotor trasladó la ubicación de sus parties a las autopistas de circunvalación que rodean Londres, aprovechando su lejanía del casco urbano y el sindiós jurisdiccional que esto podía crear entre las fuerzas del orden. Y, a fin de que la policía no descubriera dicha ubicación hasta que la fiesta ya estuviese en marcha (lo que volvía difícil interrumpirla), utilizó un servicio de buzones de voz lanzado por British Telecom. Gracias a esta iniciativa, fruto de la privatización thatcherista de la compañía, Colston-Hayter podía hacer circular octavillas en las que se proporcionaba un número de teléfono. Al llamar a ese número, el fiestero in pectore escuchaba un mensaje que le daba indicaciones sobre cómo llegar hasta la rave, o hasta un lugar próximo a ella donde recibiría más datos.
Dado que el personal de Sunrise podía actualizar sus mensajes prácticamente al minuto, la policía lo tenía muy crudo para hacer acto de presencia en el paraje desolado de turno antes de que sonara el primer golpe de bombo y la primera dosis de sustancia ilegal cambiase de manos. «Hicimos una inspección del terreno después de que se fueran y había bolsitas de droga vacías por todas partes», recordaba Ken Tappenden acerca de una operación fallida. «La mayoría de los chavales estaban como zombies. No se puede bailar música de feria durante seis u ocho horas como hacían ellos». Colston Hayter, por su parte, lo veía de otra manera: «Maggie [Thatcher] debería estar orgullosa de nosotros: somos fruto de la cultura de la libre empresa».
La caída del imperio pastillero
El juego del ratón y el gato desarrollado durante un año por Colston-Hayter y el inspector Tappenden resulta apasionante de leer. Y, haciéndolo, uno no puede evitar cierta simpatía tanto hacia el yuppie sin escrúpulos como hacia el viejo madero cabrón. Mientras el primero daba golpes de efecto publicitario, replicaba con sarcasmo a las mentiras de la prensa sensacionalista y enviaba faxes provocadores a la sede de la Pay Party Unit, el segundo recurría a artimañas maquiavélicas (como falsas emisoras de radio pirata que informaban sobre raves inexistentes) para reventar las fiestas de Sunrise.
Por otra parte, aunque Tappenden parecía extraer cierto disfrute de este duelo de ingenios, sus compañeros tenían los nervios de punta. Es famosa la ocasión en la que un frustrado agente de policía se encaró con Paul Staines para espetarle: «Eres un ‘tory’, uno de los nuestros, ¿por qué nos haces esto?». Respuesta del interpelado: «¡Porque me pongo hasta el culo de éxtasis y me lo paso de la hostia!».
Pero el estrés era mucho, y no tardaría en hacer mella en los intrépidos empresarios del desfase. Obligados a contratar gángsters como servicio de orden (con resultados a veces similares a los obtenidos por los Rolling Stones cuando aquello de Altamont) y privados de su herramienta más valiosa (los buzones de voz) por orden gubernativa, los responsables de Sunrise se llevaron las manos a la cabeza cuando descubrieron que la controversia por el fenómeno rave estaba llegando al lugar donde más daño podía hacer. Y ese lugar era Westminster.
En diciembre de 1989, con Thatcher a punto de ser defenestrada por sus propios seguidores, el Parlamento de mayoría conservadora comenzó a trabajar en un proyecto de ley que atajaría las fiestas ilegales de una vez por todas. La respuesta de Tony Colston-Hayter a esta ofensiva fue deliciosamente irónica, tratándose de un defensor del individualismo desaforado: poner en marcha una asociación bautizada Freedom to Party que trataba de convencer a los cuadros del Partido Conservador de que lo suyo era una consecuencia natural del liberalismo económico… y, a la vez, exhortaba a los ravers a llenar el Parlamento de cartas de protesta con el lema «¡Maggie, queremos bailar!». Por supuesto, no funcionó. Y cuando su fiestón organizado para celebrar la Nochevieja de 1989 fue cancelado en el último minuto, quedó claro que tanto Sunrise como el fenómeno rave primigenio eran ya cadáveres.
En enero del 90, Colston-Hayter quemó sus últimos cartuchos con una emisora de radio pirata (instalada en el local de una de las asociaciones ultra para las que trabajaba Paul Staines), un intento de coalición empresarial (Association of Dance Party Promoters) y una manifestación en Trafalgar Square a la que acudieron cuatro gatos. El proyecto presentado ante la Cámara de los Comunes en marzo fue defendido por Graham Bright, uno de los responsables de la controversia de los ‘video nasties’, quien aunaba a su experiencia como censor una inesperada disposición a informarse sobre el asunto. Más que por temas de drogas o de seguridad pública, lo que persuadió a los parlamentarios de votar «sí» fue la referencia de Bright a los millones no fiscalizados que las raves producían cada fin de semana. Igualito que con Al Capone, fíjate tú.
Tras el ocaso, el discotecón
Sería inexacto decir que el auge de la música electrónica de baile acabó en 1990 con la aprobación de la ‘ley Bright’. No lo hizo en el resto del mundo, y ni siquiera en Reino Unido. Lo que sí se fue al traste fue una cierta forma de concebir su disfrute: esa en la que cualquier lugar era bueno para congregar a una multitud danzante, ansiosa de ponerse tibia a los sones de maxisingles grabados de forma amateur y distribuidos en plan de guerrilla.
Los intentos de reavivar la movida rave a principios de los 90 llegaron desde la extrema izquierda, motivando una represión que se mostró brutal y que culminó en la llamada Criminal Justice Bill de 1994, una ley con la que el gobierno de John Major no solo dio el cerrojazo a las fiestas rave, sino que también le hizo la vida más difícil a gitanos, irish travellers y otros colectivos marginados. Temas como Their Law (The Prodigy) o el Anti EP de Autechre dejan testimonio de lo bien que cayó aquello entre artistas y público.
Así pues, mientras el underground experimentaba mutaciones hacia lo oscuro y hacia lo chungo (explicar la génesis del drum and bass y sus derivados es imposible sin tener en cuenta lo que acabamos de narrar), los sonidos de la vieja escuela cambiaban el descampado por el megaemporio del ocio (vulgo «macrodiscoteca») y buscaban nuevos territorios en la Europa continental, Chipre o esas Baleares donde todo comenzó a principios de los ochenta. Territorios de legislación más permisiva y más dispuestos a acoger hordas de turistas (no solo británicos) para quienes la ración de juerga tecnoquímica con entradas a precio de uranio era un punto más en el itinerario de su viaje ‘todo incluido’.
En 1991, sin ir más lejos, un aristocrático yuppie de Londres llamado James Palumbo (quien, a diferencia de Tony Colston-Hayter y su gente, detestaba el house y solo escuchaba música clásica) puso la pasta para fundar el malhadado Ministry of Sound, discotecón-corporación que no tardó en consolidarse como marca de lujo y cuyo logotipo fue durante mucho tiempo emblema de la música de baile más chuchurría y falsamente exquisita. De ahí al festival Tomorrowland, a David Guetta, a los canales de house blandito en YouTube y a otras plagas de Egipto solo había un paso.
Y, a todo esto, ¿qué pasó con Tony Colston-Hayter? Pues que, muertos para siempre sus delirios de grandeza (esos que le habían llevado a compararse con dos rojeras como Jerry Rubin y Timothy Leary en pleno cebollón), sentó firmemente sus reales en el campo de lo delictivo. En 2014, cuatro años antes de la pillada que registrábamos al comienzo de este artículo, fue juzgado como el cerebro de una banda que sustrajo un millón y pico de libras (hackeo mediante) de las cuentas de Barclays Bank. Seguramente, el antiguo magnate de las raves considerará este paso hacia el crimen como una evolución lógica de su pensamiento ultraliberal, y es probable que de todo lo anterior solo lamente el pastizabal que dejó de ganar. Pero tal vez, solo tal vez, puede que a veces recuerde las advertencias de sus viejos compañeros de juerga y se arrepienta de haber invitado a aquellos periodistas para que fueran a su club.